El sistema capitalista, organizado en función de la ganancia y la competencia entre poseedores privados, trae miseria, sufrimiento y degradación para la gran mayoría de la humanidad: la clase trabajadora. Además, se trata de una sociedad que asigna lugares diferenciales de disfrute y poder a partir de la biología (es decir, al lugar que la evolución ha desplegado para garantizar la reproducción de las especies, en este caso la humana), lo cual no es compatible con la sociedad que buscamos, basada en los intereses y necesidades de las mayorías.
Tal vez suene a cantinela. Pero consideramos necesario repetir esta posición política en tiempos de auge de las autopercepciones individuales, narcisistas y anticientíficas. Desde nuestra defensa de las mayorías (los trabajadores, las mujeres), el punto de partida más obvio es que los explotados no debemos marchar con –ni someter nuestra independencia política a– los explotadores.
Nuestra caracterización del presente contempla una posibilidad concretada durante el siglo XX y que podría reaparecer en el siglo XXI: la de un régimen institucional capitalista que abandone las condiciones propias de la democracia burguesa y mute en condiciones cualitativamente más antidemocráticas, en las que la propia supervivencia de la clase trabajadora se vea amenazada, así como notoriamente impedida la posibilidad de realizar actividades políticas y gremiales. Es decir, todo lo que se asocia históricamente con el fascismo y que nos requeriría la acción unitaria contra las dictaduras. Una acción unitaria que es viable en esos casos porque las dictaduras, los regímenes totalitarios, el fascismo, el nazismo, también someten a una parte considerable de la burguesía.
No hablamos simplemente de situaciones en las que no hay democracia formal, sino fundamentalmente de situaciones en las que ciertos elementos mínimos de la democracia burguesa se hacen imposibles. Por ejemplo, aquellas en que los activistas, e incluso una porción políticamente no activa de los trabajadores, se ven obligados a emigrar para seguir vivos. Pongamos por caso Venezuela. O aquellas donde las actividades políticas no tienen ningún marco de realización, pues en cuanto se inician, la información captada por el Estado conduce a meter preso al activista. Pongamos por caso China. O aquellas donde la pertenencia a una determinada religión es imprescindible para no ser ciudadano de segunda, como en Israel o Irán. O donde ciertos medios de comunicación, información y divertimento se hallan cercenados por razones de Estado, como en China con Twitter o en EEUU, al parecer, con TikTok.
Aclarado todo esto, pasemos a nuestro balance de la Marcha del orgullo antifascista y antirracista acontecida el sábado 1 de febrero. La Marcha 1F.
El Gordo Dan domando al FITU
Una de las organizaciones convocantes, Convergencia Socialista, tituló de esta manera su balance: «La marcha contra el gobierno, el comienzo de un nuevo ascenso que sintoniza con las victorias populares de Siria y Palestina». Allí leemos: La protesta es un salto en la situación política de Argentina, una muestra de que existen condiciones más que favorables para luchar y de la debilidad del gobierno. Es, en otro sentido, un indicador de una tendencia general. Un ascenso obrero y popular que tiene características internacionales, ya que forma parte del que comenzó a desarrollarse a partir de dos acontecimientos excepcionales: la revolución siria, y, sobre todo, el avance excepcional de la lucha palestina.

En otro lugar del cyberespacio, un militante de Marabunta suspiró en su cuenta de Facebook: Pensamos, temblando horriblemente, que nos iban a ir a buscar hasta el último rincón del planeta, pero fuimos nosotros quienes llegamos hasta las puertas mismas de la Rosada y los esperamos en Plaza de Mayo.


Por su parte, el Gordo Dan, publicista del gobierno, declamó en la red social X: No marcharon cuando el presidente golpeaba a su mujer. No marcharon cuando Alperovich violaba a su sobrina. No marcharon cuando Espinoza abusaba de su empleada. No marcharon cuando dirigentes de su partido mataron a una chica y se la dieron de comer a los chanchos. Pero marchan por un recorte editado de un discurso de Milei.

La cuenta oficial del FITU en Instagram no respondió por qué se movilizó con tan incómodos compañeros de marcha. En vez de eso, compuso un mosaico con el posteo del Gordo Dan y otros cinco similares para comentar: «No vine a guiar corderos…» Se nota mucho la bajada de línea y está bien que estén preocupados porque la convocatoria a la marcha antifascista contra el gobierno de Milei va a ser multitudinaria en todo el país y hay convocatorias en otras partes del mundo.

Consideramos que esta breve antología es lo suficientemente representativa del tono general de los balances políticos que generó la marcha. Al menos, del tono general del progresismo y la izquierda trotskista. Veamos qué problemas presenta ese tono general.
En primer lugar, la lucha antifascista no se da contra «un gobierno». Un gobierno no puede ser fascista si el régimen no lo es. Y no estamos planteando un debate semántico: los gobiernos echan mano de las herramientas que el régimen político vigente permite. Si un gobierno puede matar indiscriminadamente, eso no depende de la voluntad individual de un presidente, sino del establecimiento de un régimen de gobierno, de un modo de funcionamiento institucional, que permite hacerlo. Por eso la lucha contra la dictadura de 1976 no era una lucha contra Videla, ya que podía sucederlo un Roberto Viola (tal como sucedió sin trastorno de la ominosa maquinaria de secuestro, tortura, muerte y desaparición).
En segundo lugar, no estamos diciendo algo muy inteligente ni muy original. Las organizaciones convocantes saben esto que decimos. Ocurre que la marcha tuvo un propósito únicamente a la vista de quien quisiera verlo. Cuando se habla de «fascismo» pero se apunta a «un gobierno», se está lanzando una campaña electoral para cambiar al «gobierno fascista» mediante los recursos democráticos que siguen perfectamente en vigor (vigencia de libertades democráticas que, a su vez, niega que haya fascismo). Esta es la razón por la cual el FITU no responde a lo que plantea el Gordo Dan sobre el peronismo: para la dirigencia trotskista, mientras el discurso pronunciado por Milei en Davos sería «fascista», las represiones ejecutadas por los gobiernos peronistas serían «antifascistas».
Pero regresemos a aquellas dos primeras interpretaciones, ya que presentan rasgos comunes a todas las lecturas del progresismo y la izquierda vernácula suscitadas por la marcha.
El valor de la vida cotidiana
Al peraltar «que no haya pasividad», balances como el de Convergencia Socialista exhiben un notable desinterés por la vida cotidiana de la clase trabajadora. El pueblo palestino ha sufrido la muerte de más de 50 mil de los suyos, la mutilación de un número 4 veces mayor de personas, ha visto destruido el 70% de sus edificaciones, ha contemplado durante más de un año cómo Gaza era bombardeada, invadida y arrasada. Tras semejante escarmiento obtuvo apenas un precario alto el fuego. Israel consolidó su poder y el actual gobierno ha encontrado una guerra para galvanizarse. ¿Qué tipo de «victoria popular», qué clase de «avance excepcional», supone tanto dolor y tan poca felicidad? ¿Y cómo se enlaza una violenta tragedia de colosal magnitud con el paseo del sábado en la Marcha 1F, pletórico de risas y colores, de birrita y choripán, tan pródigo en imágenes para las redes como ayuno de represión por parte del «gobierno fascista»?
No fue por temor a la opinión pública que Milei se abstuvo de reprimir el sábado. Milei no reprimió por dos razones. La primera, no era necesario: los marchadores no demandaban nada concreto que el gobierno tuviera que negar, apenas le cuestionaban sus dichos (que el propio Milei ratificó, en diálogo con Esteban Trebucq, pocas horas después). La segunda razón es que la marcha rendía buenos dividendos al gobierno: Milei no disputa esas fracciones del electorado, ya ganó con el resto del país y, probablemente, vaya a ganar aun más en las próximas elecciones. El gobierno sabe que hay una enorme mayoría de la población argentina que no vive este «fascismo» como su principal problema sino que sigue atentamente otra marcha: la de la economía.
En cuanto al suspiro aliviado del militante de Marabunta, otra reflexión nos suscita. Nadie que creyera realmente que «nos van a ir a buscar hasta el último rincón del planeta» (y tuviera todos los patitos en fila) mantendría un modo de comunicación público y abierto. Y esto no concierne sólo al individuo del posteo que estamos comentando: curiosamente, bajo la amenaza del fascismo, nadie se retira de las redes sociales. ¿Por qué? Porque es obvio que no estamos en China, Venezuela o Arabia Saudita. ¿Salir de las redes sociales para proteger la vida y la integridad física propia y de los compañeros? Eso es lo primero que un militante curtido haría, pues el instinto suele poder mucho más que el relato. Ni hablar de la serie de medidas elementales que una amenaza fascista nos empujaría a tomar (pase a clandestinidad, cambio de hábitos cotidianos, casas seguras, planes auxiliares de fuga o de exilio, de provisión de armamento, etc.) y que hoy nadie en su sano juicio adoptaría.
Por supuesto, siempre queda el recurso de tomar la caracterización de «fascismo» como una ironía o un chiste, o como insulto y cuestión de gustos. Pero, entonces, si en realidad no viene el fascismo, ¿era necesario marchar con Axel Kicillof?
Pensamos que sí, que era necesario para los que marcharon. Porque el «Nosotros» al que se refieren todos los marchadores del sábado tiene nombre y apellido: Candidatura Peronista 2027. Lo saben todos, pero es temprano para decirlo. En el degradado Eclesiastés que nos tocó en suerte, hay un tiempo para las bravuconadas y un tiempo para votar ajustadores nac&pop. Ocurrió con Scioli, ocurrió con Alberto y Cristina, ocurrió con Massa.
Claro que, por el momento, se puede respirar: el instante de taparse la nariz llega, con la regularidad del movimiento gravitatorio de los astros, cada 4 años.
Progresismo e izquierda trotskista
Para comprender por qué las fracciones minoritarias de la clase trabajadora que marcharon el sábado permanecen desunidas de las fracciones mayoritarias de la misma clase, debemos atender al modo en que el progresismo y la izquierda trotskista interpretan la realidad social. Estos dos modos de interpretación provienen de fuentes distintas pero convergen con regularidad en caracterizaciones que benefician al peronismo.
Según la interpretación del progresismo, el Estado del Bienestar y las conquistas sociales son dádivas de burgueses generosos y de carácter nacional y popular (el aguinaldo que nos dio Perón y el voto femenino que nos dio Evita, mientras los trabajadores iban de la casa al trabajo y del trabajo a la casa), que se derrumban torpedeados por fuerzas externas. Estas fuerzas externas, agresoras y reaccionarias, se van reduciendo, a medida que avanza el siglo, al Partido Republicano de EEUU. De manera que, desde hace más de cincuenta años, quienes sostienen esta interpretación consienten en una tortuosa simpatía con cualquiera que no sea el candidato republicano yanqui, el archienemigo número uno en la teleserie de la geopolítica internacional y el mercado capitalista mundial. Esto no significa el abandono de posiciones discursivas rimbombantes y extremas, cuyo incoherente correlato es el apoyo a Kamala Harris, Putin, Xi Jinping, Maduro o Kicillof, porque «resisten la penetración imperialista». La jerga extravagante (que abusa de la metáfora y el adjetivo), el uso de una neolengua, el afán comercial de novedades editoriales, se ocupan de oscurecer estas simpatías.

El progresismo converge con la caracterización que los partidos trotskistas deducen del Programa de Transición (ese panfleto que Trotsky escribió en 1938 y que orienta la política de la Cuarta Internacional hasta el día de hoy)1, ya que requiere abandonar el marco teórico marxista que considera al capitalismo un sistema en el que el mercado regula las relaciones entre sus partes de acuerdo con la competencia y la ley del valor. Si para el trotskismo «TODO es siempre igual» (las fuerzas productivas dejaron de crecer en 1914, vivimos en un estado de excepción permanente, signado por guerras y revoluciones, el problema principal son las direcciones «traidoras»), para el progresismo ya NADA es como era y vivimos en un sistema ilegible desde las coordenadas conceptuales de El Capital (por eso proliferan las formas de decir que no vivimos ya en el capitalismo sino en otro tipo de sistema social: «neoliberalismo», «tecnofeudalismo», «capitalismo 4.0», «capitalismo de plataformas», «poscapitalismo»…).
Así, tanto el progresismo como la izquierda trotskista entienden al capitalismo como un sistema binario de oposiciones entre dos partes exteriores entre sí: el imperialismo estadounidense y el resto del mundo. La alegría suscitada porque un ataque terrorista asesinó a miles de trabajadores yanquis o porque una empresa china de IA le ocasionó pérdidas a una empresa norteamericana del mismo sector, sólo pueden comprenderse a la luz de esta interpretación que abandona el entendimiento de las clases sociales para integrarse a, o simpatizar por, alguno de los bloques burgueses dominantes.
Desde esta perspectiva, el sufrimiento de la clase obrera es un elemento menor, negociable frente a un parteaguas que la supera, que es lo único importante: estar a favor o en contra del imperialismo del Partido Republicano de EEUU. ¿Y el imperialismo del Partido Demócrata, históricamente más asesino e intervencionista? Es más aceptable porque defiende los bloqueadores de la pubertad para niños, provee la amputación de órganos sanos para mujeres adolescentes y financia la revista Anfibia.

En ese marco interpretativo se inscribe el desdoblamiento del sujeto progresista, que reconoce votar «con la nariz tapada» a la vez que declara, a bocajarro, que se sumaría encantado de la vida a un proceso revolucionario socialista (un proceso que surgiría de la nada, a juzgar por su intensa declaración de deseos no correspondida por práctica consecuente alguna). Pero como el bondi de la revolución no pasa nunca, se canta La Internacional junto a la marcha peronista y se fortalece, con el voto y la militancia, a la opción burguesa que mejor sabe adornar las miserias producidas por este sistema: el peronismo, principal enemigo de la clase trabajadora en Argentina, que embellece la pobreza, reivindica la ignorancia y «empodera» a las mujeres mediante la violación sistemática de la prostitución. Se trata, por supuesto, de la resignación absoluta al orden explotador establecido.
Pero las ideas no viven en un mundo impalpable, distinto del mundo prosaico y sensible en que intentamos procurarnos un techo, comida y disfrute. Todo marxista sabe que la crítica no debe apuntar a las ilusiones religiosas sino al tipo de realidad material que las hace necesarias. Podríamos detenernos en el modo en que el peronismo garantiza la reproducción material de franjas minoritarias de trabajadores que marcharon el sábado, desde los subsidiados sectores «de la cultura» (periodistas, científicos, artistas) hasta los «esenciales» que en pandemia tuvieron el salario garantizado, pasando por todos los aparatos políticos que viven del financiamiento estatal. Pero nos interesa aquí señalar un proceso histórico de décadas, que cubrió a buena parte del planeta y que comenzó hace tres cuartos de siglo.
Genealogía del progresismo
La masiva destrucción de las dos guerras mundiales lanzó al capitalismo en un espectacular ciclo de crecimiento que, significativamente, suele denominarse los «30 gloriosos» y que fue de 1945 a 1973. Nunca en la historia del sistema capitalista hubo otro período así. En virtud de una gran demanda de mano de obra (relativamente escasa e imprescindible), en esos años los trabajadores obtuvieron conquistas y condiciones laborales mejoradas, aun dentro del marco de las relaciones capitalistas2. Este ciclo virtuoso de acumulación presentaba, además de condiciones económicas propicias, un incentivo político determinante para conceder reivindicaciones a la clase trabajadora: la amenaza roja, que exhibía en la URSS la capacidad técnica y productiva de transformar una sociedad con relaciones semifeudales en una que puso en órbita al primer cosmonauta en la historia de la humanidad.
Durante todo este período de expansión capitalista, la adhesión a un ala u otra del bipartidismo burgués expresaba demandas, bien de un sector de la clase trabajadora llamado «de cuello blanco», bien de otro sector, «de cuello azul», más ligado a la industria y el trabajo manual. Cada sector tenía su programa mínimo, una serie diferenciada de reivindicaciones elementales pero, todavía, integradas en un mismo proceso general. Esta puja virtuosa se apoyaba en la distribución de la riqueza dentro de un continuo que permitía, al interior de la clase trabajadora, acceder a mecanismos de movilidad social.
En otras palabras, el programa de la clase obrera industrial consistía en acceder a la educación y a los disfrutes de la clase obrera intelectual, esa fracción de profesionales y pequeñoburgueses que la sociología vulgar denomina «clase media». Estudiar ocupaba un sitio cardinal en las expectativas del conjunto de la clase obrera. Ser bruto o ignorante, en aquel contexto histórico, era algo vergonzante. Significaba, más que una categoría intelectual, una renuncia a las aspiraciones de progreso. Esto facilitaba el debate y la militancia, ya que el conocimiento era un bien deseable y mejorar colectivamente era una aspiración factible.
La confluencia y puja virtuosa entre ambos sectores de la clase trabajadora durante los «30 gloriosos» permitió que la primera reacción ante el comienzo de la debacle del Estado de Bienestar fuera una explosiva y revolucionaria alianza: la añorada alianza obrero-estudiantil, cuyo nostálgico modelo es el Mayo francés del 68, pero que mostró secuencias de lucha similares en todo el planeta. Hoy, una alianza de ese tipo es inconcebible: la Marcha 1F (con sus banderas en ostensible postergación y aun negación de los intereses más inmediatos de la clase obrera) demostró la inexistencia objetiva de una alianza forjada por la movilidad social ascendente, pues ésta ya no existe.
No existe merced a un proceso paulatino de deterioro que comenzó hace 50 años, a causa de las propias contradicciones del sistema. Es imposible recomponerlo en el marco de estas mismas relaciones de producción. Salvo que una nueva oleada de destrucción masiva coloque el piso lo suficientemente bajo como para relanzar otro ciclo dorado de reconstrucción y crecimiento.
Los «30 gloriosos» cobijaron una suerte de pacto de no agresión entre algunos sectores de la burguesía y sus clases trabajadoras. Cuando las condiciones materiales de ese pacto colapsaron (con el posterior agravante del desmoronamiento soviético), se desarrolló una masa creciente de trabajadores descalificados, precarizados y desocupados, frente a una masa decreciente de trabajadores súper calificados y –esto es crucial– súper explotados. Semejante fractura en el seno de la clase hoy es visible para cualquiera, aunque las necesidades de la reproducción académica y el mercado editorial le inventen nombres para disimularlo: precariado, cognitariado, sectores subalternos, excluidos, marginales, pueblos originarios, migrantes, etc.
Este contexto ha conducido a que cada fracción obrera desconfiara de la utilidad de unirse con la otra y reclamara, constantemente, el apoyo (en defensa de sus intereses sectoriales y corporativos) de algún sector burgués a cargo de la administración del Estado. El ocaso de las condiciones que hacían posible la movilidad social presenta un factor determinante: la innovación tecnológica, que no sólo sustituye fuerza de trabajo sino que también empuja a un deterioro de las facultades cognitivas, emocionales y sociales (engendradas por la humanidad a lo largo de milenios) que acentúa la brecha establecida entre los dos sectores de la clase trabajadora que venimos caracterizando. Este deterioro tiene un nombre: degradación educativa.
Progresismo e Intelecto General
La degradación educativa, que analizamos en otros artículos3, es el resultado de saltos en la productividad del trabajo, con su consecuente expulsión del proceso productivo de una creciente masa de trabajadores, que pasan a ser desocupados, precarizados, empleados estatales sin función o mantenidos por la asistencia estatal. Sectores calificados ceden su lugar a ocupaciones descalificadas, proceso que tiene su correlato más claro en el sistema educativo: en Argentina, por ejemplo, la secundaria con oficios establecidos (bachiller, técnico, perito mercantil) pasó en 1993 a una secundaria ajustada a la «flexibilización laboral» que el peronismo ejecutó: la escuela polimodal; y, en 2006, a una secundaria donde «se aprende a aprender», gracias a una reforma también impulsada y aprobada por el peronismo cuyos resultados están a la vista: hoy la mitad de los niños de tercer grado no entiende lo que lee.
Simultáneamente, se incrementa la híper calificación de un sector cada vez más reducido de trabajadores, cuyas tareas se han vuelto más complejas. Este sector, muy competente en términos intelectuales, se ve cercado por la misma dinámica (inherente al funcionamiento del capital) que han sufrido otras tareas previamente: la máquina deglute el saber del trabajador, se opone a él y lo desaloja. Si bien el sistema requiere que alguien se ocupe de inventar, diseñar, programar, etc., las maravillas tecnológicas, en el capitalismo este mismo desarrollo atenta contra la fuerza de trabajo que lo hace posible. Ayer fue el telar mecánico, hoy es la inteligencia artificial.
No es fácil oponerse al movimiento automático del valor que se valoriza. Porque hay una lógica implacable en el capitalismo: aquellos capitales que primero reemplacen empleados caros (que realizan tareas complejas) por máquinas, mientras el resto de los capitales del sector sigan pagando salarios, obtendrán un diferencial competitivo y unas ganancias exorbitantes. Sin embargo, en el presente, los grandes avances tecnológicos han sido resistidos por el protagonismo de sectores impensados como vanguardia de la clase trabajadora: guionistas de Hollywood, becarios científicos, actores, periodistas4.
Por eso consideramos necesario difundir que esos sectores, organizados como clase, gremialmente, enfrentando a sus patrones, dejando de lado las particularidades, son el ejemplo más digno y esclarecedor del camino a tomar por la clase obrera internacional. Para horror del progresismo nacionalista, son yanquis. Para alegría de nuestra conciencia socialista, son trabajadores.
El orgullo de la marcha
La Marcha 1F fue encabezada por personas que se sintieron amenazadas por un discurso, no por víctimas reales de la represión y el ajuste. De haber considerado este último sujeto, se podría haber convocado a sectores más amplios, los que sufren todos los días la represión y la invisibilización de la democracia. Pero hubiera significado dejar afuera a esos burgueses en los que se enajena la independencia de la clase trabajadora. Y hubiera significado, claro, postergar demandas particulares y minoritarias en función de apoyar e impulsar las demandas generales mayoritarias.
Para disimular todo esto se emplea la palabra «fascismo» a cada paso, aunque en la vida cotidiana se actúe de manera opuesta a las implicancias de su significado.
Milei lo sabe y respondió el mismo día, señalando que era una marcha de gente que tiene la vida resuelta. Lo cual no es cierto. Estos sectores ven amenazado su modo de vida por la dinámica de expansión de la tecnología y la productividad del capital (ejemplo ilustrativo de esto son los ya mencionados trabajadores «de la cultura»5). Pero prefieren «resistir con aguante» de la mano de la burguesía y no de sus compañeros de clase. Entonces le sirven en bandeja a Milei la bandera de los postergados, de los más empobrecidos. (Del mismo modo, el progresismo y la izquierda le han servido en bandeja a Milei –y a Trump– la defensa de los intereses y derechos de las mujeres).

Frente al empoderamiento de una ultra minoría –nos referimos a la cobijada bajo la caótica sigla LGBTIQNB+, que analizamos en otro artículo6–, cuya «ideología de género» fue verbalmente amenazada (este fue el principal punto de convocatoria de la marcha7), el gobierno se adjudica el triunfo de haber detenido la espiral ascendente de la inflación desatada por los mismos que estaban en la marcha. Inflación que no afectaba a una minoría, sino a los 47 millones de habitantes en todo el país.
Estos sectores a los que recién ahora les llega la arena del desierto que el desarrollo de la productividad capitalista prodiga –cuando muchos otros sectores son beduinos desde hace décadas– han sido los principales destinatarios de las políticas progresistas. Estos sectores que todavía disfrutan de los vestigios de la ilustración y los remanentes del Estado de Bienestar, experimentan ahora una desesperación que al resto de la clase trabajadora, al mayoritario resto de la clase trabajadora, el que define las elecciones, le resulta teatral, impostado e impostor.
Lo que no es teatral es el ataque global del gobierno contra toda la clase trabajadora. Y lo hace con la colaboración de la oposición progresista, ya que en la misma semana de la Marcha 1F Axel Kicillof dispuso la represión para la viuda de Lucas Aguilar (obrero de Rappi asesinado por defender a un vendedor ambulante) y sus compañeros que reclamaban justicia. Asimismo, Kicillof fue repudiado por la Asociación de Médicos de la República Argentina (AMRA) por la baja sistemática de sus salarios desde que asumió como gobernador, además de reclamar seguridad (como los obreros de Rappi reprimidos por la «esperanza progre» Kicillof).
La división que esta marcha profundizó en la clase obrera se verifica en la actitud de superioridad moral y en el deseo de voto calificado que las minorías y los particularismos declaman. Para estos sectores minoritarios que agitan la retórica del «amor vence al odio», los votos del progresismo a burgueses ajustadores son de mejor calidad que los votos de otros trabajadores a otros burgueses ajustadores. Los desaparecidos por el peronismo son menos graves, sus represiones son menos repudiables, sus recortes a los jubilados son menos hijos de puta y ellos mismos, los progresistas, son cualitativamente mejores personas que los trabajadores que no apoyan a la burocracia sindical, a los violadores como Alperovich o Espinoza, y a los ¿fascistas? como Insfrán y Manzur.

Esa «clase media» ilustrada, restos de un naufragio que ya cumplió medio siglo, se enfrenta a un dilema: o bien actúa por la unidad de clase con el resto de los trabajadores, o bien se empeña en construir una ciudadela progre doblemente desligada de la vida social. Desligada porque olvida el destino de la mayoría de sus compañeros de clase, como ocurrió el sábado en la marcha. Y desligada por defender tareas y banderas condenadas de antemano en el capitalismo (e insignificantes para millones de trabajadores cuya vida cotidiana es un infierno dantesco).
Como socialistas, pensamos que a la clase trabajadora no le sirve apoyar burgueses. Pero no juzgamos moralmente a los trabajadores que lo hacen. La conciencia, sobre todo la de la vanguardia, es un campo de disputa. Defendemos (porque realmente repudiamos al fascismo) el derecho de los trabajadores a tener sus propias ideas políticas, al igual que defendemos el nuestro de opinar libremente. Para nosotros, el problema central no es con qué burgués conviene alinearse y entregar la independencia de clase, sino cuál es el camino para la unidad de la clase trabajadora, de sus distintas fracciones y sectores, sin esos crápulas. Ni en nuestras marchas ni en nuestro horizonte.
Un paso (más) atrás
Por todo lo dicho, nuestro balance de la marcha es que ha sido un retroceso. Ganó Milei, que se afirma en su proyecto burgués integrador frente a las particularidades minoritarias. Ganó el peronismo, que succiona el malestar progresista hacia el apoyo a algún ajustador y represor pero, eso sí, nacional y popular. Ganaron los incontables y «autoconvocados» colectivos progresistas y reformistas, que pudieron concretar una misa, un ritual que no sirve para cambiar nada en la vida social, pero los fortalece y reconforta moralmente. Y nuestra tarea se encuentra un poco más aislada que antes.
Al día siguiente de la marcha, Milei siguió con lo suyo, Kicillof siguió con lo suyo, la izquierda trotskista siguió con lo suyo. Todos contentos por haber bailado la coreo de TikTok sin errores. Satisfechos de haber aceitado el péndulo del bipartidismo burgués. El problema que tendrán es que, como sucedió con los «30 gloriosos», la burguesía sólo concede cuando es indispensable conceder y cuando sus ganancias están garantizadas. Ningún burgués puede lograr eso hoy y aquí radica la perspectiva sin futuro del reformismo.
Necesitamos paciencia y constancia para pensar y actuar con independencia de clase y perspectiva socialista. La alianza obrero-estudiantil, forjada durante el período de movilidad social del Estado de Bienestar, que se hace presente de manera revolucionaria cuando éste empieza a quebrar, hoy es inconcebible. Los «30 gloriosos» fueron una excepción en la historia del capitalismo.
El inmenso escollo que separa a los sectores más educados de los menos educados (que ya no pretenden educarse ni es necesario para la burguesía que se eduquen) sólo puede revertirse por una acción decidida, precisamente, de la comúnmente llamada clase media progresista. No se les puede pedir a los menos educados que entiendan cosas tan complejas que ni siquiera los más educados parecen entender.
NOTAS:
1 Ver al respecto: a) «La educación sentimental del progresismo»; b) «Interrogar nuestra militancia»; c) «El progresismo es opuesto al socialismo»; d) Charla y debate en YouTube: «Crítica del Programa de Transición»; e) «¿En qué andan los troskos? En lo de siempre».
2 A los fines de la brevedad, nuestro esquema explicativo deja de lado las singularidades regionales. Por mencionar un solo aspecto de la complejidad que nos vimos obligados a simplificar, en casi todo el continente latinoamericano el ciclo virtuoso del capitalismo de posguerra encontró límites tempranamente: «Entre 1950 y 1965, la tasa de desempleo abierto de la región se duplicó, se incrementó la subocupación, la miseria se tornó más visible en ciudades que rebosaban de asentamientos precarios –para grave preocupación de los sectores dominantes–, y los golpes militares empezaron a volverse un recurso cada vez más habitual» (José Nun, Marginalidad y exclusión social, Buenos Aires, FCE, 2001, p. 14). Y, por rizar más el rizo, el caso argentino encaja mejor en nuestro esquema general simplificado que la caracterización de Nun que acabamos de citar.
3 Por ejemplo, estos diez: a) «Escolares cada vez más brutos, robots cada vez más piolas», b) «La culpa no es del software sino del modo de producción», c) «Clavar el visto», d) «¿Qué hacemos con la cultura?», e) «La educación argentina antes del váucher», f) «Apuestas online y degradación educativa», g) «Cómo promover la degradación educativa», h) «El conocimiento y su distribución», i) «Pantallas y degradación educativa», j) «Pantallas y degradación social».
4 Hablamos de ello en estas notas: a) «Intelecto General», b) «Tecnología, huelgas y socialismo», c) «”Gigificación”, coraje e inteligencia».
5 Para un análisis del problema de los trabajadores de la cultura, invitamos a leer: a) «¿Qué hacemos con la cultura? Arte y educación en el capitalismo argentino»; b) «La cultura (peronista) es la sonrisa (burguesa)»; c) «Reíte de Titanes en el Ring»; d) «El arte del trotskismo: ¿cómo se supone que el arte sería un factor de cambio?»; e) «La solución y los imprescindibles (O por qué la cultura y el arte no son una vía factible para cambiar el mundo)».
6 Ese análisis puede hallarse, bajo el subtítulo «Definiciones persuasivas», en el artículo «Una ley contra la racionalidad».
7 Y, no perdamos esto de vista, hemos argumentado contra la metafísica de esa ideología y sus deplorables consecuencias: a) «La biología no es “transfobia”»; b) «Genes van, piñas vienen»; c) «Yo nena, yo princesa»; d) «La deriva queer del trotskismo»; e) «Ser mujer no es un sentimiento».