Sí, existe la belleza y existen los humillados. Cualesquiera sean las dificultades de la empresa no quisiera ser yo infiel ni a la una ni a los otros.1
Albert Camus escribió esas líneas en 1947. El dilema allí expuesto expresa un rasgo esencial del período de posguerra conocido como los «30 gloriosos» (1945-1975): cierta concepción de la política en la que el arte y la cultura juegan un papel clave. O, dicho al revés, una concepción del arte y la cultura según la cual tanto el productor como su obra deben responder explícitamente a la realidad social. Se trata de una concepción que llega hasta nuestros días (por eso nos interesa), degradada en la reivindicación trotskista del rock y El Eternauta, medio siglo después del fin de aquellos 30 gloriosos2.
Pero vayamos despacio.
La teoría del compromiso
Los intelectuales no siempre se plantearon el dilema de Camus. Por regla, jamás provinieron de la clase social de «los humillados». Sin ir más lejos, en la tradición socialista que va de Marx a Gramsci, los intelectuales del proletariado no brotaban del proletariado. En todo caso, habían sido atraídos por la clase obrera, normalmente cuando eran jóvenes estudiantes. Contamos con un registro histórico del vuelco. Al menos hasta 1871, a los intelectuales no les simpatizaban los humillados. Mucho menos, los insurrectos:
Con la excepción de Vallès, de Rimbaud, de Verlaine, de Villiers de L’Isle-Adam, que simpatizan en mayor o menor medida con la Comuna, de Victor Hugo que adopta una actitud de neutralidad durante el acontecimiento, y que luego condena severamente a los versalleses a la hora de la represión, todos los demás escritores notables toman posición abiertamente contra la Comuna, los unos de manera moderada, y la mayoría con una virulencia que hoy nos sorprende.3
Pero algo sucedió a mediados del siglo XX. Porque el dilema entre «la belleza y los humillados» se convirtió en un horizonte ineludible para el campo intelectual de la izquierda tras la Segunda Guerra Mundial. No antes, como atestiguan Simone De Beauvoir en La plenitud de la vida y Jean-Paul Sartre en el segundo tomo de Los caminos de la libertad: hasta la noche del 30 de septiembre de 1938, les bastaba con escribir algún buen libro para justificar sus vidas. Todo lo demás les importaba poco.
La guerra (y la proletarización creciente) sacudieron las conciencias. En octubre de 1945 Sartre publicó ¿Qué es la literatura?, carta de presentación de la revista Les Temps Modernes y panfleto fundacional de la teoría del compromiso intelectual:
Todos los escritores de origen burgués han conocido la tentación de la irresponsabilidad; desde hace un siglo, esta tentación constituye una tradición en la carrera de letras. El autor establece rara vez una relación entre sus obras y el pago en numerario que por éstas recibe. Por un lado, escribe, canta, suspira; por el otro, le dan dinero. He aquí dos hechos sin relación aparente; lo mejor que puede hacer el autor es decirse que le dan una pensión para que suspire. Esto le permite considerarse más estudiante titular de una beca que trabajador a quien entregan el precio de su esfuerzo.4
La crítica de Sartre (que bien podría caberle hoy en Argentina a ese sector de los trabajadores autodenominado «de la cultura» que reclama subsidios estatales y otros mimos de la sociedad pero sin ánimo de universalizar la lucha con el resto de la clase obrera5) tiene el mérito de explicitar la condición asalariada del «autor». Posee también el defecto de no proponerle medios políticos o gremiales de lucha a este asalariado. Al postular que la obra artística misma es parte de la lucha, el compromiso se demuestra en la denuncia explícita como parte de la obra:
…estamos convencidos de que no cabe lavarse las manos. Aunque nos mantuviéramos mudos y quietos como una piedra, nuestra misma pasividad sería una acción. Quien consagrara su vida a hacer novelas sobre los hititas tomaría posición por esta abstención misma. El escritor tiene una situación en su época; cada palabra suya repercute. Y cada silencio también. Considero a Flaubert y Goncourt responsables de la represión que siguió a la Commune porque no escribieron una sola palabra para impedirla.6
Este es el horizonte ideológico: la acción y la inacción comprometen, la palabra y el silencio responsabilizan. Edgar Morin dirá en 1960: «El escritor que escribe una novela es un escritor, pero si habla de la tortura en Argelia es un intelectual»7. Esta manera de entender las relaciones entre la palabra y la política, la escritura y la ideología, el arte y la lucha, abriga un conjunto de debates acerca de la autonomía de la obra y su función social, la experimentación formal y la intención comunicativa, el «Arte por el Arte» y el «arte comprometido», el escritor y su contexto, la literatura y la revolución.
Una polémica entre dos reconocidos escritores latinoamericanos será últil para asomarnos a ese conjunto de debates. Pero, primero, el contexto.
Los 30 gloriosos
El fin de la guerra marcó el comienzo de un período excepcional en la historia del capitalismo8. La cantidad y magnitud de los cambios que caracterizaron a los 30 gloriosos se condensan en una frase de Eric Hobsbawm: «Para el 80% de la humanidad, la Edad Media se terminó de pronto en los años cincuenta; o, tal vez mejor, sintió que se había terminado en los años sesenta».
Hablamos de una reducción drástica de la población rural en todo el mundo, con su correspondiente aumento extraordinario de la población urbana. Desde el Neolítico la mayoría de los seres humanos había vivido de la tierra, los animales domésticos y la pesca. Durante los 30 gloriosos la mayoría pasó a vivir en las ciudades. De comparable relevancia histórica fue el ingreso masivo de las mujeres al mercado laboral y la enseñanza universitaria, todo lo cual explica en gran medida el ascenso del feminismo en los años 60.
El número de obreros en el mundo alcanzó una cifra inédita en la historia del capitalismo, con cambios significativos en las proporciones entre industria y servicios. En Gran Bretaña, el número de mineros se volvió menor que el número de graduados universitarios; en EE.UU., los empleados de McDonald´s sumaban más gente que la industria siderúrgica; la industria textil y los astilleros emigraron de los países centrales a los periféricos (donde el sindicalismo se afianzó y creció).
La industria del turismo se disparó exponencialmente: de 150 mil norteamericanos que viajaban a Centroamérica y el Caribe antes de la guerra se llegó a 7 millones en 1970; España, que desconocía el turismo de masas hasta los años 50, a fines de los 80 recibía 54 millones de extranjeros, apenas por debajo de los 55 millones que ingresaban a Italia en el mismo período.
La vida cotidiana se trastornó. Lo que antes había sido un lujo empezó a ser indicador de un piso para el bienestar de los trabajadores: heladera, lavarropas, teléfono. Materiales sintéticos «plásticos» inundaron las casas: nylon, poliéster, polietileno. Se masificaron la radio, el televisor, los discos de vinilo y, por supuesto, el automóvil. Semejante boom productivo acarreó un auge de las profesiones para las que se necesitaban estudios secundarios y superiores. Este aumento espectacular de la población educada se hizo sentir especialmente en la enseñanza universitaria.
De hecho –escribe Hobsbawm–, allí donde las familias podían escoger, corrían a meter a sus hijos en la enseñanza superior, porque era la mejor forma, con mucho, de conseguirles unos ingresos más elevados pero, sobre todo, un nivel social más alto. De los estudiantes latinoamericanos entrevistados por investigadores estadounidenses a mediados de los años sesenta en varios países, entre un 79 y un 95% estaban convencidos de que el estudio los situaría en una clase social más alta antes de diez años. […] En realidad, era casi seguro que les proporcionaría unos ingresos superiores a los de los no universitarios y, en países con una enseñanza minoritaria, donde una licenciatura garantizaba un puesto en la maquinaria del Estado y, por lo tanto, poder, influencia y extorsión económica, podía ser la clave para la auténtica riqueza. Por supuesto, la mayoría de los estudiantes procedía de familias más acomodadas que el término medio –de otro modo, ¿cómo habría podido permitirse pagar a jóvenes adultos en edad de trabajar unos años de estudio?–, pero no necesariamente ricas. A menudo sus padres hacían auténticos sacrificios. […] La gran expansión económica mundial hizo posible que un sinnúmero de familias humildes –oficinistas y funcionarios públicos, tenderos y pequeños empresarios, agricultores y, en Occidente, hasta obreros especializados prósperos– pudieran permitirse que sus hijos estudiasen a tiempo completo. […]
Esta multitud de jóvenes con sus profesores, que se contaban por millones o al menos por cientos de miles en todos los países, salvo en los más pequeños o muy atrasados, cada vez más concentrados en grandes y aislados «campus» o «ciudades universitarias», eran un factor nuevo tanto en la cultura como en la política.9
Estos son también los años de florecimiento de la industria editorial en una faceta determinante: el mercado de revistas. Una revista, a diferencia de los libros, es un instrumento más apropiado para intervenir sobre los acontecimientos: la periodicidad permite cierta perspectiva para la reflexión, con la posibilidad de recibir respuestas, cobijar debates y lanzar denuncias. Como colección, una revista puede expresar el sentido de un período histórico, organizar la configuración de sus ideas. Y, en tanto obra colectiva, todo cabe en sus páginas, nada (o casi nada) le es ajeno. Otra vez, hallamos el modelo en la iniciativa sartreana:
Soñábamos con la Revista desde 1943. Yo pensaba que si la verdad es una, es menester, como ha dicho Gide de Dios, no buscarla en ningún lugar que no sea en todo. Cada producto social y cada actitud, la más íntima, la más pública, encarnan alusivamente esa verdad. Una anécdota refleja toda una época lo mismo que una Constitución política. Seríamos cazadores de sentido, diríamos la verdad acerca del mundo y de nuestras vidas.10
Cazadores de sentido en la voluptuosidad de los 30 gloriosos. Semejante transformación dispuso las condiciones materiales sobre las que germinó y extendió sus raíces la izquierda cultural, con su concepción del arte y la cultura como vehículos propicios para la intervención política y el cambio de ideas hacia la conciencia socialista. América Latina ocupó un lugar destacado en esa porción del planeta llamada «tercer mundo»: la Revolución Cubana y el boom editorial establecieron fuertes lazos de reciprocidad en virtud de la floreciente población obrera educada.
En 1960 se inició además el idilio entre los escritores latinoamericanos y el público lector del continente. Dos palabras daban la clave del año: «edición» y «compromiso». En todo el continente se hablaba de la explosión editorial: en el recuadro de best sellers de Primera Plana figuraban siempre los libros de la editorial Jorge Álvarez, que publicaba unos diez libros por mes. Lo mismo ocurría en Perú, Venezuela, Ecuador, donde se organizaban festivales del libro, se publicaban ediciones baratas de bolsillo con un objetivo preciso: sacar el libro a la calle.11
En pocos años, la queja por el estancamiento de la literatura latinoamericana se transformó en euforia: la consagración internacional retumbó en tiradas de 3 mil a 5 mil ejemplares por novela. Fueron los años de apogeo de Siglo XXI y Fondo de Cultura Económica12. Las traducciones se multiplicaron en Europa y EEUU. Revistas como Marcha (Montevideo), Siempre! (México), Casa de las Américas (La Habana), La Bufanda del Sol (Quito), junto a las argentinas El Escarabajo de Oro, El Grillo de Papel, La rosa blindada, Los Libros… con dossiers dedicados a nóveles autores latinoamericanos, con reseñas publicadas casi en simultáneo con la aparición de las obras, con entrevistas y mecanismos de consagración (como los premios literarios), fueron elaborando un nuevo canon que rechazaba el folklore y el nativismo en favor de las vanguardias modernistas13.
De modo que la revista político-cultural fue el soporte material de una circulación privilegiada de nombres propios e ideas compartidas, así como el escenario de las principales polémicas, que fueron violentándose según pasaron los años y cuyo centro de divergencia principal fue la colocación respecto de la Revolución Cubana a partir de 1968 y con un hito principal en 1971, con el estallido del caso Padilla.14
Cien años de soledad se publicó en 1967 y es difícil exagerar su inmediato éxito internacional. 1968 fue el año de la Primavera Praga, la Masacre de Tlatelolco y el Mayo Francés. En 1969 los obreros mejor pagos del continente americano produjeron el Cordobazo. En este marco la polémica entre Julio Cortázar y el colombiano Óscar Collazos condensa los rasgos principales de la teoría del compromiso intelectual.
El debate Collazos/Cortázar
Ocurrido entre 1969 y 1970 en la revista Marcha, el debate fue velozmente publicado por Siglo XXI, en forma de libro, bajo el título Literatura en la revolución y revolución en la literatura15. Incluyó también una intervención de Mario Vargas Llosa que dejaremos al margen para no extender demasiado nuestro artículo. Los textos de Collazos y Cortázar componen un planteo cabal y sofisticado del «dilema de Camus». En tres artículos (Collazos, Cortázar, Collazos) el problema se despliega, tensiona y concilia. Dice Collazos en «La encrucijada del lenguaje»:
Los esquemas liberales del escritor en plan perenne de subversión seguramente son válidos frente a un mundo en descomposición. Pero la palabra subversión trasladada a otro contexto, a otro tipo de sociedad, pierde su significación; la pierde frente al socialismo. No hace falta decir que reducir al escritor al triste papel de policía de la nueva sociedad tiene algo de vergonzoso e irrisorio. Es que en términos generales, se puede ser disolvente, subversivo, peligrosamente combativo en una sociedad en descomposición. Cuando una sociedad está en vías de construcción (enfrentada a todas las amenazas de un enemigo real, enfrentada todavía a la vieja mentalidad liberal heredada del orden anterior) el significado de las palabras se hace equívoco, los esquemas se destrozan, la buena fe y los actos sentimentales se resienten: en una revolución se es intelectual, y tiene que serse necesariamente político. En una revolución cada carta barajada es una carta clara. Las palabras, cuando el lenguaje está reestructurándose, con el tono de una nueva conducta y de un nuevo tipo de relaciones culturales y sociales, se vuelven rigurosamente significantes. Lo cierto es que, dentro o fuera de la revolución, participantes o espectadores de ella, no podemos seguir permitiéndonos la vieja libertad de escindir al escritor entre ese ser atormentado y milagroso que crea y el hombre que ingenua o perversamente está dándole la razón al lobo.
Es válido experimentar con la forma, dice el colombiano, en una sociedad en descomposición (como es la sociedad capitalista). Pero en una sociedad en construcción (como la socialista) no hay margen para el equívoco: el énfasis debe estar puesto en el contenido. El ejemplo celebrado es la novela Los hombres de a caballo, de David Viñas. Para denunciar el formalismo liberal, Collazos brinda dos ejemplos: Cambio de piel, de Carlos Fuentes, y 62 Modelo para armar. Por eso interviene Cortázar, quien se defiende de este modo:
Frente a la obra concluida que es la novela de Viñas, 62 se da como una mera hipótesis de trabajo, una apertura, una consulta a otras sensibilidades del lector. Que ese lector esté situado en un plano diferente de aquel que prefiere una novela explícita y concluida, es algo que toca al intocable mundo de las predilecciones, las vocaciones y las tendencias individuales […] mi búsqueda es otra, con todo lo que pueda comportar de errores y fracasos, y en un sentido menos inmediato y «masivo» no la creo menos revolucionaria que la de un Viñas, sólo que en mi caso ataco otras sumisiones y enajenaciones del hombre-lector latinoamericano, y apunto por fuerza mucho más a su futuro que a su presente, del que tan bien se encargan tantos escritores.
Para Cortázar, Viñas escribe «una obra cabal y entera, un producto al nivel de la comprensión general», es decir, para la sensibilidad del hombre del presente. En cambio, el autor de Rayuela enseña su obra como «un laboratorio» y se define a sí mismo como «un escritor dispuesto a aventuras más extremas», más riesgosas e inciertas, porque escribe para la sensibilidad del hombre nuevo:
La revolución es, también, en el plano histórico, una especie de apuesta a lo imposible, como lo demostraron de sobra los guerrilleros de la Sierra Maestra; la novela revolucionaria no es solamente la que tiene un «contenido» revolucionario sino la que procura revolucionar la novela misma, la forma novela, y para ello utiliza todas las armas de la hipótesis de trabajo, la conjetura, la trama pluridimensional, la fractura del lenguaje […] Uno de los más agudos problemas latinoamericanos es que estamos necesitando más que nunca los Che Guevara del lenguaje, los revolucionarios de la literatura más que los literatos de la revolución.
Para Cortázar, la revolución en la literatura pasa por la experimentación formal. Y el compromiso político de un escritor se mide por su «responsabilidad moral», como individuo, en la circunstancia que le toca vivir. La obra se compromete por la experimentación estética, el autor se compromete por el posicionamiento ideológico.
En su «Contrarrespuesta para armar», Collazos le concede varios puntos a Cortázar y deja claro que no está proponiendo adoptar el «realismo socialista»:
No sobraría repetir el sartreano concepto de la «elección» para describir la órbita en que habrá de moverse todo acto creador, toda conducta moral. Al menos hasta ahora, en los dos tipos de sociedad que «coexisten» en el siglo XX, los programas «vanguardistas» acabaron exasperándose en la retórica y los «contenidistas» en el maniqueísmo o el dogma.
Dejemos de lado la ubicuidad de Sartre16. Las alarmas de Collazos son dos: 1) el boom latinoamericano creó «la engañosa visión de un apogeo que parece sumir a lectores y consumidores en la ilusión de que todas las cosas están de maravilla» y 2) hay que explorar «las posibilidades de un casamiento entre nuestro aparato conceptual y nuestra propia obra», de tal modo que se borre la «escisión» entre obra revolucionaria y autor conservador (Collazos da varios nombres que ilustran esa escisión y uno es, por supuesto, Borges). Antes de detenernos en el primer punto despleguemos el segundo:
…el futuro socialista de la América Latina tendrá que insertar en su desenvolvimiento revolucionario a un escritor capaz de responder no sólo con la función específica de su arte sino con una conciencia que lo habilite para la comprensión y operatividad de su pensamiento en la Revolución.
[…] Que si se piensa subvertir el orden del lenguaje […] también tendrá que pensarse en la impugnación racional y militante de un orden político, económico y cultural.
Quien quiera subvertir el orden del lenguaje deberá subvertir también el orden político, económico y cultural. Y viceversa. Este es el programa integrador de Collazos:
…la posibilidad futura de esa obra total en que pueda llegar a desaparecer la idea de novelas-revolucionarias-por-su-contenido y novelas-revolucionarias-por-su-forma.
Es claro, no podría moverme en los terrenos de una utopía. Es previsible también que llegará un momento en que la literatura, liberada de las presiones, desenajenada en el hombre que la produce y consume, será la Literatura: un acto de expresión, fabulación, mitificación o recreación absoluta.
Collazos quiere una «obra total» que será la «Literatura» (así, con mayúscula), un acto de «recreación absoluta» por medio del cual la subversión de la forma (orden del lenguaje) corresponderá a la subversión del contenido (orden de la sociedad).
Aquí retomamos el primer punto que dejamos en suspenso: el boom editorial, según Collazos, habría generado «la engañosa visión de un apogeo». Pero lo que Collazos no veía (y Cortázar ni siquiera sospechaba) es que esa «obra total» estaba siendo realizada por el mercado internacional, que ese «apogeo» no era ninguna «engañosa visión» sino un dato objetivo de las ventas. Y que todo este debate se habría podido superar (evitándonos el legado de un marxismo cultural que todavía padecemos) con un poco de atención al análisis de la mercancía que Marx elaboró no en alguna carta, no en algún borrador o manuscrito, no en sus apuntes de lectura ni en sus notas marginales, sino en su principal obra científica: El Capital.
El cosmopolitismo de la mercancía
Por supuesto que El Capital es un libro de ardua lectura y de comprensión exigente. Lo advierte el propio Marx, al borde de la amenaza, en el prólogo a la primera edición:
Los comienzos son siempre difíciles, y esto rige para todas las ciencias. La comprensión del primer capítulo, y en especial de la parte dedicada al análisis de la mercancía, presentará por tanto la mayor dificultad. […] La forma de valor, cuya figura acabada es la forma de dinero, es sumamente simple y desprovista de contenido. No obstante, hace más de dos mil años que la inteligencia humana procura en vano desentrañar su secreto, mientras que ha logrado hacerlo, cuando menos aproximadamente, en el caso de formas mucho más complejas y llenas de contenido. ¿Por qué? Porque es más fácil estudiar el organismo desarrollado que las células que lo componen.17
Ahí tenemos dos tipos de dificultad: un tipo general, propio del comienzo «para todas las ciencias»; y un tipo especial, debido a condiciones históricas: es más fácil estudiar un organismo desarrollado que sus componentes celulares. Por eso resulta más sencillo estudiar hoy el mercado editorial del boom latinoamericano que en los años de su aparición y florecimiento. Claudia Gilman explica:
Hasta ahora no se ha estudiado lo suficiente cómo influyó el mercado literario en la conformación de ideologías de escritores y en la configuración de los debates estético-ideológicos del campo intelectual latinoamericano. Mientras la agenda cultural resultó viable, la primera interpretación de la cascada de éxitos de los productos literarios latinoamericanos había sido celebratoria; al fin los autores encontraban un público y al fin los críticos podían dar por existente a la literatura latinoamericana, pensada años antes sólo como horizonte, proyecto o voluntad histórica no realizada.
«Al fin»… porque esto significaba la posibilidad cierta de lograr la reproducción material de la vida cotidiana trabajando como escritor.
En el momento en que la función de escritor se desligó del patronazgo estatal y de la relación estrecha aunque indirecta con el poder político, nunca como en la época que describimos se vieron las señales de una profesionalización que implicaba, además, vivir del trabajo de escritor. Nunca, quizás, como entonces, alcanzó la profesión de escritor tanto prestigio social.
Si el mercado le pone precio y se vende, entonces eso tiene valor social en el capitalismo. El problema es que nada de esto, ningún valor de cambio, puede ser tomado, seriamente, como un medio de lucha para la transformación radical de la sociedad: «Como mercancía, era difícil pensar cómo podría una obra literaria ejercer alguna función revolucionaria», dice Gilman.
Ni Collazos ni Cortázar tocan directamente estos problemas. Y eso que sería difícil afirmar que esta gente desconocía el Manifiesto comunista, donde hallamos un marco teórico orientador, o al menos considerable en el debate, para las interpretaciones del fenómeno que Cortázar y Collazos discutían a fines de los años sesenta:
Mediante la explotación del mercado mundial, la burguesía dio un carácter cosmopolita a la producción y al consumo de todos los países. Con gran sentimiento de los reaccionarios, ha quitado a la industria su base nacional. […] En lugar de las antiguas necesidades, satisfechas con productos nacionales, surgen necesidades nuevas, que reclaman para su satisfacción productos de los países más apartados y de los climas más diversos. En lugar del antiguo aislamiento de las regiones y naciones que se bastaban a sí mismas, se establece un intercambio universal, una interdependencia universal de las naciones. Y esto se refiere tanto a la producción material, como a la producción intelectual. La producción intelectual de una nación se convierte en patrimonio común de todas. La estrechez y el exclusivismo nacionales resultan de día en día más imposibles; de las numerosas literaturas nacionales y locales se forma una literatura universal.18
De hecho, casi en simultáneo al debate que reseñamos, el suplemento literario del Times (14 de noviembre de 1968) publicó que «la contribución más significativa a la literatura mundial provenía de América Latina»19. La «obra total» que Collazos pedía estaba realizándose ante sus ojos. Pero no como un acto liberador propiciado por la voluntad creadora de un artista cuya subjetividad se levantaba heroica sobre las determinaciones objetivas del capitalismo. Sino como mercancía. Pero Collazos –al igual que toda la izquierda argentina en el presente– le atribuía a la creación artística una dimensión excesiva, inapresable por la mercancía:
La creación es, en cierta medida, un desembarazo, un acto de liberación, el ejercicio de nuestra propia desalienación. Pero lo que quisiera retomar aquí es que cada día los mecanismos publicitarios en que se mueven los escritores consagrados […], tienden a crear otro modelo de consumo, a condicionar el trabajo literario y, mientras no exista en el escritor emergente una conciencia plena y rigurosa de este fenómeno, la marea podrá arrastrar con todo cuanto esté flotando en las orillas.
Lo que intelectuales como Collazos no veían –menos por un sesgo histórico que por un déficit teórico en su formación marxista– era el modo en que «las relaciones y costumbres del mercado refuerzan, sin proponérselo, la exposición pública del escritor como hombre y como intelectual»20. Gilman concluye:
La conversión del escritor en intelectual fue, como se vio, simultánea con el ingreso de muchos de esos escritores en el mercado (con un momento culminante en 1967), haciendo que fueran conocidos por sus libros y también por sus intervenciones. Esa simultaneidad de los fenómenos afectó la comprensión del lugar de la producción artística, tanto para el público lector, que tuvo acceso a las ideas y posiciones de los escritores, como para los escritores mismos, que se vieron en el centro de la escena.
El suelo común entre Julio Cortázar y Óscar Collazos es el que cuestionamos: pensar que el arte es un vehículo para la lucha política y no un medio de satisfacción de necesidades del cuerpo. Por eso el boom latinoamericano es interpretado como un avance en la conciencia socialista y no como expresión de las necesidades de obreros educados en determinada fase histórica del capitalismo.
Así, desde el punto de vista de la crítica de la economía política, la publicidad no producía «la engañosa ilusión de un apogeo» que tapaba un mundo tortuoso e invivible, sino que ese apogeo era real, la industria del libro florecía de verdad, los lectores se multiplicaban efectivamente. Y el disfrute intelectual, también.
No había engaño: el capitalismo puede engendrar eso, si lo necesita. Y los 30 gloriosos lo demuestran.
Medios de satisfacción y medios de lucha
En el capitalismo, toda la riqueza social se nos presenta en forma de mercancías. Montañas y montañas de productos que se compran y se venden. No importa si satisfacen necesidades del estómago o la fantasía. Lo que importa, para el sistema capitalista, es que se fabrican con un solo destino: el intercambio mercantil. No se fabrican con el propósito de satisfacer necesidades humanas, sino que estas necesidades son un medio, una excusa, un pretexto, para la compra y venta, la realización de valor, la acumulación de capital. Ya sean viviendas o alimentos, juguetes o transportes, medicinas o indumentaria, servicios o experiencias, armas o bebés, al sistema le da lo mismo el contenido.
La producción capitalista –dice Marx en 1867– no sólo es producción de mercancía; es, en esencia, producción de plusvalor. El obrero no produce para sí, sino para el capital. Tiene que producir plusvalor. Sólo es productivo el trabajador que produce plusvalor para el capitalista o que sirve para la autovalorización del capital. Si se nos permite ofrecer un ejemplo al margen de la esfera de la producción material, digamos que un maestro de escuela, por ejemplo, es un trabajador productivo cuando, además de cultivar las cabezas infantiles, se mata trabajando para enriquecer al empresario. Que este último haya invertido su capital en una fábrica de enseñanza en vez de hacerlo en una fábrica de embutidos, no altera en nada la relación.21
Lo que importa es la relación específicamente social, no el contenido de la actividad (cultivar cabezas, alimentar estómagos) ni el producto del trabajo (enseñanza o embutidos): en el capitalismo, el trabajador es un medio directo de valorización del capital. «De ahí», aclara Marx, «que ser trabajador productivo no constituya ninguna dicha, sino una maldición».
Los productos del arte y la cultura no escapan a la lógica mercantil. La tardanza en asumir este fenómeno se debió a una relativa demora de ese ámbito en ser absorbido por las fuerzas del mercado, lo cual permitió atribuirle resabios románticos y religiosos: la capacidad humana de crear parecía intransferible a una máquina, inapresable por el capital. Un telar mecánico podía reemplazar a decenas de obreros, está bien, pero… ¿qué aparato sería capaz, por ejemplo, de redactar guiones creativos o encarnar un personaje de ficción, si no era un escritor y un actor, respectivamente? La huelga de guionistas y actores de Hollywood en 2023, que duró casi cinco meses, nos dio la respuesta22.
Los productos del arte y la cultura son medios de satisfacción para necesidades del cuerpo. Los medios de lucha, en cambio, pasan por la reunión de voluntades en torno a un programa y una estrategia, ora en relación a reivindicaciones mínimas (las que tienen cabida dentro del sistema capitalista), ora en relación a la toma del poder y la dirección de la sociedad. Mirar cine soviético, escuchar a Paco Amoroso o evitar el consumo de carnes no son medios de lucha, sino medios de satisfacción. Y, a su vez, los medios de lucha no tienen por qué ser satisfactorios.
La belleza y los humillados no constituyen un dilema para el compromiso. Si hay un modo de enlazar ambos términos, ese modo es asumir que la belleza prosperará únicamente cuando los humillados, de conjunto, vivamos bien. Y esto no puede ocurrir en el capitalismo. (A menos que una catástrofe de proporciones comparables a la Segunda Guerra se produzca nuevamente y relance un ciclo de acumulación formidable, entonces buena parte de los sobrevivientes quizá tendrá algunas décadas de disfrute considerable).
Si la mercancía asedia todo lo bello, entonces debemos luchar contra la sociedad que la generaliza como relación social. Y esta lucha, que es una lucha contra la propiedad privada de los medios de producción y la anarquía que engendra, no puede tener como vehículo el arte y la cultura. ¿Por qué? Porque la belleza no puede salvar a la belleza. Únicamente los humillados tenemos esa capacidad. Y una chance. Si logramos, unidos, alzar un programa y una estrategia socialistas.
NOTAS:
1 Albert Camus, El verano. Bodas, trad. Alberto Luis Bixio, Buenos Aires, Editorial Sur, 1970, p. 47.
2 Sobre el elogio trotskista del rock (y el elogio político de cualquier género musical o producto cultural) escribimos «Milei es punk (y la cultura no es política)». Para un repaso del fervor trotskista por El Eternauta, ver «Nadie se salva solo: un eslogan burgués para la unidad nacional». La crítica a la concepción del arte que sostiene el trotskismo fue condensada en «El arte del trotskismo: ¿cómo se supone que el arte sería un factor de cambio?». Nuestro marco teórico para ubicar el arte y la cultura en el capitalismo se basa en El Capital, de Marx, y fue bocetado en esta charla que subimos a YouTube: «La deriva de la izquierda en política cultural».
3 Paul Lidsky, Los escritores contra la Comuna, trad. Aurelio Garzón Del Camino, México, Siglo XXI, 1971, p. 7.
4 Jean-Paul Sartre, ¿Qué es la literatura?, trad. Aurora Bernárdez, Buenos Aires, Losada, 1950, p. 7.
5 Analizamos esto en las siguientes notas y artículos: a) «La solución y los imprescindibles»; b) «La cultura (peronista) es la sonrisa (burguesa)»; c) «¿Qué hacemos con la cultura? Arte y educación en el capitalismo argentino»; d) «Doctores en censura: el Directorio del CONICET contra los personajes de historieta». Y en el más reciente: «Comunistas del futuro, no en el presente: el curioso caso de la Asamblea de Intelectuales Socialistas».
6 Jean-Paul Sartre, ¿Qué es la literartura?, edición citada, p. 10. Esa consideración, que responsabiliza por la masacre de la Commune a los intelectuales que callaron, tendrá un eco estentóreo en la carta de Oscar del Barco que, en 2004, dio inicio al debate conocido como «No matarás». Esta referencia parece desubicada pero un segundo artículo de próxima aparición, titulado «La tentación irracionalista», permitirá articularla con lo que presentamos aquí.
7 Citado por Claudia Gilman, Entre la pluma y el fusil (Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina), Burzaco, Siglo XXI, 2012, p. 69. La autora ofrece un minucioso análisis del período histórico y los debates en que la figura del escritor entró en tensión con la del intelectual y, luego, la del «intelectual comprometido» con la del «intelectual revolucionario».
8 Menos excepcional para EEUU que para Europa, Japón y muchos países del llamado «tercer mundo». Ver al respecto Robert Brenner, La economía de la turbulencia (Las economías capitalistas avanzadas de la larga expansión al largo declive, 1945-2005), trad. Juanmari Madariaga, Madrid, Akal, 2009.
9 Eric Hobsbawm, Historia del siglo XX, trad. Juan Faci, Carmen Castells y Jordi Ainaud, Buenos Aires, Crítica, 1998, pp. 299-300.
10 Jean-Paul Sartre, Historia de una amistad: Merleay-Ponty, trad. Esteban Estrabou y Elma K. De Estrabou, edición al cuidado de José Aricó, Córdoba, Nagelkop, 1965, p. 20.
11 Claudia Gilman, Entre la pluma y el fusil, edición citada, pp. 88-9.
12 Gustavo Sorá, Editar desde la izquierda en América Latina, Buenos Aires, Siglo XXI, 2017.
13 Esta invención de un nuevo canon, que abrevaba en el modernismo de las vanguardias estéticas europeas, fue motivo de encarnizados debates acerca de la singularidad latinoamericana y sus grados de autenticidad frente a las corrientes ya establecidas en los países centrales. Lo que estos debates sobre del contenido de las obras (e, incluso, aquellos que prestaban atención a la experimentación con las formas) no tenían en cuenta era la observación del Manifiesto Comunista que citamos más abajo: la avasallante fuerza cosmopolita de la mercancía.
14 Claudia Gilman, Entre la pluma y el fusil, edición citada, p. 77.
15 Óscar Collazos, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa, Literatura en la revolución y revolución en la literatura, México, Siglo XXI, 1970. Todas las citas son de esta edición.
16 «Los escritos sartreanos que oficiaron como organizadores de una ideología conectada con las preocupaciones sociopolíticas tenían su núcleo argumentativo en la teoría del compromiso». Oscar Terán, Nuestros años sesentas: La formación de la nueva izquierda intelectual argentina, 1956-1966, Avellaneda, Siglo XXI, 2013, pp. 58-9.
17 Karl Marx, El Capital (Crítica de la economía política), trad. Pedro Scaron, México, Siglo XXI, 2008, Libro I, Volumen 1, pp. 5-6.
18 Karl Marx y Friedrich Engels, Obras escogidas, Madrid, Akal, 2016, vol. 1, pp. 25-6. Resaltamos en negrita. Véase la nota al pie número 13.
19 Claudia Gilman, Entre la pluma y el fusil, edición citada, p. 92.
20 Claudia Gilman, Entre la pluma y el fusil, edición citada, p. 405.
21 Karl Marx, El Capital (Crítica de la economía política), trad. Pedro Scaron, México, Siglo XXI, 2009, Libro I, Volumen 2, p. 616.
22 Escribimos sobre la huelga de guionistas y actores en las dos partes de El gremialista Aquiles y el socialista Ulises: «Tecnologías, huelgas y socialismo» y «Gigificación, coraje e inteligencia».
Excelente comp@s!! fundamental herramienta analitica…