«Todo va a estallar en algún momento» es una verdad inútil para los tramos concretos de la vida cotidiana: analizamos el primer año de Milei. Presumir de socialistas «auténticos» no reemplaza el examen de nuestra derrota histórica y el descrédito ante los demás trabajadores: algo hicimos para el orto. Retroceder a la vida cotidiana, refugiarnos en una ritualidad fosilizada y hacer giras como librepensador en busca de lectores o discípulos, son tres caminos malhadados para el militante socialista. ¿Es posible desarrollar esta militancia con un mínimo de ritualidad? Creemos que sí. Pero a condición de pensar en los otros compañeros: permanencia, compromiso, constancia, paciencia. El capitalismo, en tanto se nos presenta dinámico, parcial, contradictorio, espasmódico, dislocado y automático, insidioso e impersonal, es un objeto indómito a las interpretaciones estancas y a los neologismos que abastecen la industria editorial: exige un trabajo colectivo y político de análisis. Los «30 Gloriosos» (1945-1973) propiciaron el último temor serio infligido a los burgueses por la amenaza roja. Ha pasado medio siglo desde entonces y nuestra situación es infinitamente peor. Necesitamos rehacer la militancia socialista. Y no hay atajos para la tarea.
La situación política, hoy
Milei cumplió su primer año de mandato al trotecito: con la economía estable, la calle despejada, un enero con el dólar atrasado (vacaciones en Brasil para la «clase media») y un Festival de la Doma y el Folclore Libertario jineteando aliados y opositores. Así, las fuerzas políticas amontonadas en la oposición vieron morir la ilusión del helicóptero y ahora contemplan la sombría probabilidad de un amplio triunfo de Milei en las venideras elecciones legislativas.
La baja de la inflación es un factor crucial en la consolidación de la estabilidad, pues afecta al conjunto de la población. Sin embargo, cuando alguien señala esta obviedad, más de uno responde con otra obviedad: «Sí, ¿pero a qué costo? Con una súper devaluación al comienzo del mandato y con una gran recesión después». ¡Por supuesto que lo hizo así! ¿Alguien esperaba que Milei socializara los medios de producción? En tanto es un político burgués, Milei echó mano de las herramientas propias de la clase para la que gobierna: shock cambiario y enfriamiento de la economía.
Otra contribución a la estabilidad fue achicar el número de asalariados estatales con pocos despidos: le bastó a Milei con no renovar el contrato precario de una gran masa de trabajadores que el peronismo mantuvo en la cornisa durante décadas (para chantajearlos con la amenaza velada de una derrota electoral). La tardía protesta de estos sectores no concitó la solidaridad de las masas: el silencio y apatía durante los gobiernos peronistas se complementan y espejan hoy con la desconfianza de aquellos otros trabajadores para los cuales la situación previa a 2024 ya era insoportable.
Milei obtuvo, además, un éxito notable en la controversia alrededor de la propia lucha de clases en las calles: el espacio público fue despejado de piquetes sin matar a nadie. La razón de este éxito es estrictamente material. Cuando un sector incorpora a su vida cotidiana una serie de acciones rituales «de combate», que no recibe grandes derrotas ni sanciones dolorosas pero, tampoco, obtiene grandes triunfos ni conquistas duraderas, tanto para propios como para extraños esa serie de acciones deja de ser experimentada como un evento excepcional de reacomodamiento de factores sociales para ser entendida como un simple modo de reproducción material de la vida. Así, la lucha se convierte en «un laburo» más, una changa que no concita la solidaridad ni el apoyo activo, pues no consiste en la interrupción del trabajo sino en un trabajo por sí mismo. Los docentes y los piqueteros, por ejemplo, fueron atrapados en esta red de solemnidades rituales por sus burocracias, en función de la reproducción de esas mismas estructuras organizativas. Esta forma específica de «lucha» es el modo de vida de las burocracias (por eso usamos comillas). En la percepción de que esto es exactamente así encontramos una parte considerable del apoyo al gobierno.
En el marco de una clase obrera apática en su desunión, llevada al matadero por un campo burgués y liquidada por el otro, la burguesía parece ir reconstituyendo el juego bipartidista de «la grieta», en el que pueden modificar atributos secundarios y mantener incólume su razón de ser: garantizar la acumulación capitalista. Así, ambas fracciones de la burguesía nos presentan los problemas del país bajo la hipótesis de dos soluciones contrapuestas que no necesitan reordenar la vida social. El discurso de Davos y la Marcha del orgullo antifascista ejemplifican muy bien esta disposición de espejos en círculo para que una chispa verbal produzca el encantamiento de una realidad efectiva: se debate sobre palabras con total indiferencia por la realidad que nombran.
Por eso, en un momento de relativa estabilidad política, económica y social, tras varios años de mucha inestabilidad e incertidumbre, pensamos que es necesario reflexionar acerca de la actividad socialista.
Algo hicimos para el orto
«…le mato a usted, el papá, la mamá, los tíos, a su esposa María, al niño Santiago, a la niña Pilar… hasta a su abuelita. Y si su abuelita ya está muerta, yo se la desentierro y se la vuelvo a matar». Este conocido parlamento del personaje Pablo Escobar en la telenovela El patrón del mal ilustra, nos parece, el modo en que Milei obró en su elección presidencial. Cuando el socialismo –desdibujado y exangüe– se encontraba sepultado por la vergüenza de la sinonimia con el régimen venezolano, Milei lo desenterró para golpearlo a gusto. Hacía muchas décadas que en Argentina los términos «comunismo» y «socialismo» no eran esgrimidos tan reiterada y enfáticamente en una campaña presidencial. Y hace mucho tiempo, también, que esos términos se ven maltrechos para el sentido común de las masas trabajadoras.
En los años 90, el derrumbe de la URSS nos había golpeado. Pero teníamos claro que el principal enemigo de la clase obrera en Argentina era –y sigue siendo– el peronismo. Sin embargo, hoy, los errores (teóricos y políticos) no forzados cometidos por la izquierda en toda la región produjeron el efecto de emparentarnos con «socialismos» (Cuba, Venezuela, Bolivia…) que nos llenan de vergüenza y que suscitan el rechazo de millones de trabajadores. Es necesario aceptar que algo hicimos muy mal. El socialismo está en su piso histórico más bajo en el pensamiento de la clase trabajadora.
No podemos refugiarnos en que «Nosotros somos así» ni en que «Somos socialistas de verdad». Es imprescindible razonar, exponer nuestros argumentos a la réplica, demostrar la eficacia explicativa de nuestra crítica ante algunos pocos de ese pequeño grupo –que sabemos que existe porque no nos creemos originales ni muy inteligentes: debe haber otros como nosotros– de vanguardia que sospecha.
¿Y qué sospecha esa vanguardia? Que el capitalismo es una mierda. Y que sería deseable otra cosa.
Tres caminos malhadados
Miremos a nuestro alrededor. Muchos militantes han retrocedido a la inmediatez de la vida cotidiana. Otros se han petrificado en la ritualidad de la izquierda. Y otros han tomado el camino del librepensamiento.
«Retroceder a la vida cotidiana» no es ocuparse de la propia vida. Esto es imprescindible y lo alentamos. Alentamos a estudiar, obtener créditos, poseer coberturas de salud, comprar dólares, ganar confort, tomar vacaciones, cultivar alguna pasión inútil… Todo eso es vivificante y los socialistas amamos la vida. Un asceta que se dice socialista es en verdad un resentido que busca excusas para la misantropía que lo colma. No creemos que un militante deba malvivir deliberadamente. De hacernos vivir mal ya se encargan el capitalismo y sus políticos. El socialismo debe sostener la expectativa de vivir mejor. De lo contrario, no es nuestro socialismo.
Retroceder a la vida cotidiana consiste en abandonar la contribución al sostén colectivo de la causa socialista. Nadie puede evitar darle lugar a la inmediatez (salvo que otro se ocupe de esas cuestiones inmediatas, pero la suma da igual: alguien se ocupa). Pero sí se puede evitar la perspectiva de que la vida va más allá de uno mismo y su presente inmediato. La clase obrera nació pensando más allá del presente y del individuo, en la forma del mutualismo: «Hoy por ti, mañana por mí». Los trabajadores socialistas nos ocupamos del presente (vida) a la vez que nos preocupamos por el futuro (socialismo).
El segundo camino malhadado es la solemne y tenaz liturgia de la izquierda. Un cúmulo de acciones que, tras más de medio siglo de insistencia, no ha conducido a buen puerto hasta ahora. Acciones que nosotros proponemos revisar e interrogar, mientras algunos compañeros consideran necesario galvanizar y repetir. Nos referimos al paso que va de la solidaridad activa entre trabajadores hasta el micro turismo luchista, de la búsqueda de interlocutores para nuestras ideas a la mesita semanal que incomoda transeúntes, de la vitalidad y mutabilidad del pensamiento a la protocolar fosilización de la iconografía. Ejercicios rituales que suelen envolverse en la multiplicación de homenajes, efemérides y conmemoraciones que, por supuesto, asemejan la izquierda a la religión.
En este sentido, hay otro aspecto a señalar: la presión moral exteriorizada en castigos. Como todos sabemos, eso fracasa. Fracasa por la simple razón de que no existe una comunidad moral que realice esa presión. La comunidad de izquierda, salvo para los burócratas, no es un oasis en un desierto sino un grupo apasionado entre otros grupos apasionados. Sólo se permanece en un grupo así por pasión, ya que siempre hay otros adónde ir. Todo lo cual constituye una de las virtudes del mercado: no hay afuera y de casi todo hay oferta. Puedo irme de cualquier iglesia izquierdista porque siempre hay otra que ofrece algo más acogedor (o menos hostil) para mí.
En tanto materialistas, no concebimos un punto de partida menos sólido para la lucha que el moral, el deber ser. Pensamos que se lucha cuando no queda otra. Y que no se lucha cuando cada persona cree que puede encontrar una salida. El deber ser no sirve para la lucha de masas. Puede servir para el foquismo, un modelo empíricamente fracasado en el que un ejemplo heroico y moralmente superior «despierta» a los trabajadores explotados de su opresión subclínica (esto es, sin señales accesibles a la propia conciencia de los explotados). Pero las masas no luchan porque se debe. Luchan porque no pueden no hacerlo. De manera que la lucha que nos interesa es fundamentalmente lucha de clases: lucha por el plusvalor, por la riqueza social, por las condiciones materiales de existencia, por la reproducción de la vida cotidiana. No por abstractas consideraciones de «Justicia».
Estos dos caminos malhadados nos alejan de realizar alguna posible contribución a la causa del socialismo, a pensar sus problemas, a actuar en consecuencia. A los que recorren el primero, porque ya no les interesan estos problemas. A los que recorren el segundo, porque los suponen ya resueltos de una vez y para siempre.
El tercer camino, en cambio, se parece al que queremos transitar y, por eso mismo, es el que más fácilmente puede confundirnos.
Contra el maestro y el librepensador, el militante
El librepensador, esa figura en auge durante el siglo XX, diestro en surfear las olas de un marxismo tan controvertido como preponderante, ya no tiene cabida. Proliferan artículos, libros y charlas de pensadores marxistas, radicales, contrahegemónicos, repletos de teoría crítica, armados de conceptos hasta los dientes… Pero nada de eso incomoda al capitalismo, pues se trata de arsenales y ejercicios que no se traducen en nuevos campos de desarrollo colectivo, sino en avidez por un público, apetito de likes, de followers, de lectores. En el mejor de los casos, aparecen discípulos. Pero ambas formas de relación, la del librepensador y sus lectores, la del maestro y sus discípulos, son formas distanciadas de –y aun opuestas a– la militancia y la construcción colectiva.
La militancia no consiste en ser muchos escuchando el mismo tema. Eso ya lo consigue eficazmente la música pop. La militancia consiste en ser algunos pensando juntos. En varios artículos hemos reflexionado acerca de los vínculos sociales moldeados por la disponibilidad y la eventualidad propias del shopping online, tan característicos de las últimas dos décadas y aun así poco novedosos desde el punto de vista de la lógica mercantil1.
Las redes buscan repercusión, claro que sí. Pero se trata de un paso intermedio que se evapora sin monetización: es necesario realizar el valor en el mercado y obtener plusvalor de esa realización. De lo contrario es publicidad inútil, mal orientada. Análogamente, así como chequeamos si nuestras notas y actividades obtienen repercusión, asumimos que el número de «vistas» no vale de nada si no «monetiza» en compañeros que se suman a la acción colectiva, si no realiza su «valor» en militancia.
En VyS miramos con atención lo que hacen los burgueses porque este es su mundo, el que diseñaron a su imagen y semejanza. Entender lo que hacen es, nos parece, una forma privilegiada de acceso a la comprensión del mundo en el que vivimos. Sabemos que las redes sociales y los recursos tecnológicos se abren a todo tipo de experiencias (incluso el socialismo revolucionario) en tanto, hasta cierto punto, suman interés y atractivo, suman visualizaciones y eso, potencialmente, suma avisadores y estos últimos, logran ventas. Creemos no ser ingenuos al respecto. No podemos crear un universo paralelo. Sólo podemos utilizar los recursos existentes con conciencia de sus modestas posibilidades y, también, de sus rigurosas limitaciones (esas que nos encadenan al capital con grillos más firmes que las cuñas con que Hefesto aseguró a Prometeo en la roca).
Rechazamos la figura del librepensador y su acción como senda «militante». Cuando alguien porta ideas novedosas, es decir, que no son las que sostiene su auditorio, en general no las divulga, sino que las vulgariza: al ser escuchadas, esas ideas sufren inmediatamente una transformación por la que el eventual auditorio toma lo que coincide con su pensamiento previo y descarta aquello que no encastra en su cosmovisión, lo que no hace juego con sus prejuicios, aquello más rupturista o auténticamente novedoso. No se trata de una reacción voluntaria, como la censura, sino de un mecanismo propio de nuestro cerebro, eficientemente desarrollado para conservar la vida: ciertas creencias se convierten en símbolos de lealtad cultural y expresan menos un conocimiento desinteresado sobre la realidad que una identidad grupal cuya fractura podría acarrear un alto costo subjetivo para el individuo. Únicamente un largo proceso pedagógico, un proceso en el que los atributos determinantes no sean la brillantez y la cultura del expositor sino la paciencia y la constancia en la relación, puede propiciar la ruptura con las ideas previas. Y este proceso exige, necesariamente, una condición que no depende del que habla, sino del que escucha: una crisis previa afectando la solidez de las ideas.
En el libre pensamiento se evita esa relación porque se da por supuesto que las ideas harán por sí solas todo el trabajo. Se cree así, junto con Descartes, que «el buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo», de manera que si una idea es lo suficientemente buena, entonces cualquier ser racional la abrazará de inmediato. Pero esto fracasa. Porque en la rapsodia de diapositivas que nos presentan las plataformas y canales de streaming nada adquiere consistencia, lo interesante se desvanece en el caos, lo rupturista es amortiguado por la indiferencia, lo novedoso es traducido en puro estímulo por la incoherencia y, así, sólo sedimenta lo que ya se sabía, lo mismo de siempre.
Como el librepensador percibe, intuye, ese amargo resultado, inclina su conformidad ante el sosiego de la aritmética: número de visitas, de reacciones, de likes, de comentarios. Elude así constatar el poco o nulo efecto inmediato de sus ideas.
El sistema educativo, muy por el contrario, con sus interminables debates acerca del dispositivo de examen, al menos reconoce que la exposición del docente no garantiza nada. No importa cuántos días de clase se agreguen al calendario escolar. La clase magistral no garantiza nada excepto, quizá, el placer del expositor. Por eso es necesario comprobar, mediante exámenes, si cada estudiante comprendió algo. La extensión temporal y la intensidad laboral de los procesos educativos ratifican que la paciencia y la constancia son los elementos fundamentales. Por las mismas razones, la ansiedad es una garantía para la ignorancia.
Trabajosamente, los militantes necesitamos hacer otra cosa. Ninguno de los tres caminos precedentes nos conducirán a un destino políticamente productivo.
Nuestro punto de partida no es lo que le pasa a cada uno de nosotros. Sino que, a pesar de la derrota y el descrédito, el ordenador social del mundo en que vivimos sigue siendo la acumulación de un sector cada vez más exiguo. Y la consecuente postergación de las necesidades y disfrutes del grueso de la población en beneficio de ese ordenador social general: la ganancia. Por eso seguimos siendo socialistas. Parece simple, claro y tajante. Pero bajo esta afirmación hay problemas.
Uno de esos problemas se resume en una pregunta. ¿Es posible, con un mínimo de ritualidad (en nuestro caso: un plenario bimensual, la publicación de una nota por semana y la puntualidad), desarrollar una militancia socialista? Creemos que sí. Pero a condición de recuperar una inquietud que hasta hace medio siglo mantenía alerta a los militantes con respecto a las consecuencias de sus actos políticos en los demás compañeros: perder el contacto con la organización por llegar tarde, exponer a otros trabajadores ante la patronal que los viera conversando o, en las horas siniestras, soportar el tormento y evitar la delación. Esos tiempos han cambiado. Disminuyó la gravedad de las consecuencias, se expandieron las comunicaciones y el mercado penetró insidiosamente las actitudes cotidianas.
Hoy la pregunta por «cómo afecto a los otros» fue aplastada por la certeza en un mundo que se me ofrece disponible para mi eventual decisión de acudir a él en busca de satisfacción. La metamorfosis del constructor colectivo en consumidor de shopping nos cambió a todos. Comprender este fenómeno y transformar en nosotros ese modo de relación son tareas que no podemos abordar solos sin fracasar en el intento. El burgués mantiene abierto su negocio y espera. Espera vender y obtener ganancias. Si nosotros dejamos a los compañeros en espera confundimos la construcción colectiva con la relación mercantil.
Otro tanto sucede con la teoría y el programa: no se trata de buscar en un perchero la ropa que me quede más cómoda. Se trata de construir la acción que mejor responda a la realidad (no a mi realidad, sino a la realidad en la que estoy inmerso). ¿Es posible pensarnos no como consumidores de buenas ideas sino como socialistas que, en parte, sostenemos a otros socialistas? ¿Es posible mientras navegamos, a los tumbos, en la adversa y turbulenta correntada del presente? Si no confundimos la potencia con el acto, sí.
Hay muchos lectores potenciales de nuestra labor pero son pocos los actuales. Y la degradación educativa pone en tela de juicio la calidad de esas pocas lecturas. En los últimos años, las posibilidades técnicas de expresión han ingresado en una espiral de desarrollo exponencial. Y a la vez –esta contradicción es constitutiva de la lógica del capital– las comunicaciones reales se han empobrecido. Hemos escrito acerca de un fenómeno paradójico (corroborado por la máxima autoridad en salud de EEUU): la más extendida conectividad instantánea en la historia de la humanidad convive con una epidemia de depresión y aislamiento. Por eso nos preguntamos: ¿qué puede hacer un militante socialista para tratar de cambiar la tendencia decreciente de la calidad y la cantidad de nuestras interacciones?
En primer lugar, permanecer unido, conectado, a otros socialistas. En segundo lugar, y sin oposición a lo primero, permanecer unido y conectado al mundo que no busca el socialismo, es decir, a la mayoría de nuestros compañeros de trabajo, del barrio, de la escuela de nuestros hijos, etc. En tercer lugar, pensar colectivamente, entre nosotros, los modos de la diferencia entre esos dos mundos, afectados por la insidiosa forma en que opera, hoy, la valorización del valor.
La estrategia
Nuestra tarea es contribuir a la edificación del socialismo. Pero esta contribución se encuentra con un obstáculo evidente: la clase trabajadora, la potencial beneficiaria de un nuevo sistema que en lugar de la acumulación aspira al mayor bienestar general, no quiere el socialismo. Y, en este momento, deplora nuestras propuestas. En otro tiempo no las deploraba, solamente las consideraba demasiado onerosas para asumirlas como tarea.
La estrategia es la conjunción de las tareas y las fuerzas: las tareas que conducen al socialismo y las fuerzas reales de quienes nos proponemos realizarlas. Lo que hay que hacer y lo que se puede realizar no deben habitar continentes distintos. No tiene sentido escribir proclamas para la acción de masas en las calles, «¡TODOS A LA PLAZA!», cuando los que se sienten convocados son tan pocos que les conocemos el nombre y el apellido. Las fuerzas disponibles determinan las tareas, no nuestras ganas ni mucho menos el deber ser. Pensamos que es al revés: las ganas y el deber tienen que acomodarse, en la estrategia, a la conjunción de fuerzas y tareas de cada momento.
Nuestras fuerzas actuales son escasas, están dispersas y mal preparadas. El fantasma del comunismo ya no convoca a multitudes que se debaten para definir cuál es el mejor camino hacia el «reino de la libertad». Hoy casi nadie quiere andar ese camino. Mucho menos debatir entre sus opciones. Esta poca predisposición social nos dispersa, nos desconecta y fragmenta, cuando no nos conduce directamente a alguna de las formas del individualismo.
En cuanto a la preparación, el último medio siglo estuvo signado por la degradación educativa como tendencia firme y comprobable. Por eso nos resulta asombroso que Marx escribiera El Capital para estudio y debate entre obreros del siglo XIX.
Entonces, ¿qué hacer?
Antes que cualquier otra cosa, buscar juntarnos, dialogar. Es común escuchar que las dispersas fuerzas de la izquierda deberíamos unirnos. No pensamos así. Primero tenemos que dialogar y debatir. Y, antes de dialogar y debatir, tenemos que aprender a hacerlo. Recién entonces, entre quienes nos pongamos de acuerdo, habrá chances de unidad real.
De fantasma a espantapájaros
Una de las características más singulares de la humanidad es la de haber desarrollado una –tan creativa como siniestra– capacidad para mentir. Esta misma capacidad engendra las estafas y los poemas: una palabra con otro significado. De ahí que el programa político y la estrategia militante necesiten la compañía de consecuencias que demuestren que no son una mentira o un sinsentido. Vamos a poner el ejemplo más importante para nuestra actividad.
El aumento explosivo de la productividad ha creado una riqueza inconmensurable y, a la vez, ha expulsado de la vida productiva a millones de seres humanos inservibles para la acumulación de capital: la población sobrante. La incorporación del conocimiento humano en aparatos maravillosos y en una pequeña porción de la clase trabajadora deja a gigantescas masas de seres humanos por fuera de las necesidades educativas del sistema, a la vez que deja a esos mismos seres humanos sin motivos (sin incentivos) para educarse. La pequeña porción que detenta ese conocimiento ha cambiado algunas de sus características, mutando desde las esperanzas y las expectativas de la ilustración hacia el temor y el egoísmo de quienes ven que la pequeña isla en la que viven es cada vez más pequeña, y los va expulsando. Como consecuencia de eso, el sistema educativo y la vida cotidiana apuntan al entretenimiento y la desatención, no al pensamiento y la concentración. Todo este trajinar que erosiona la vida cotidiana en el capitalismo es la degradación educativa.
Para nosotros, este fenómeno implica que los esfuerzos intelectuales, pedagógicos y colectivos deben ser mucho mayores que en cualquier período previo. No contamos ni con la fuerza integradora del propio capital en su expansión previa a 1930, ni con la conjunción de las ideas marxistas con la intelectualidad global de los «30 gloriosos» años de posguerra.
Ante semejante panorama suele haber dos tipos de respuesta a la pregunta sobre cómo construir una organización socialista: o bien hablarle a todo el mundo como si todo el mundo nos siguiera escuchando y tuviera simpatía genérica por lo que decimos; o bien intentar cambiar la situación sumándonos a la propia situación, tratar de imitar los modos superficiales, eventuales y disponibles de comunicación humana mercantil. El camino del aislamiento o la fe en el entrismo.
Proponemos intentar otra cosa. Frente a la idea abstracta de un público, podemos valorar la presencia de los compañeros como único límite a la apuesta por la propia individualidad. Podemos trabajar en el socialismo, como escribimos alguna vez, como una hipótesis a desarrollar entre amigos. No porque tengamos que ser amigos sino porque nos amiga la tarea común. Se trata de una manera de bajarle el precio al acartonado tono heroico de la militancia, pero también de asumir las características propias de cualquier intento serio de cambiar las cosas: incertidumbre, interés, curiosidad, disposición a modificar lo que uno hace mal, o piensa de manera torcida. Una consecuencia de la degradación educativa es que se ha perdido el placer de ser convencido para acercarnos a una posición más consistente que la previa a un debate. El goce de no dudar que tenemos razón es una satisfacción narcisista, infantil, que se opone al aprendizaje de lo ignorado y al descubrimiento de la complejidad del mundo.
Aunque parezca extraño, para volver a causar temor en los burgueses, mucho más necesario que estar todos los días en la calle es iniciar y mantener un largo diálogo que nos prepare para el enfrentamiento. Claro que salir a la calle es mucho más fácil. Pero pueden tomarnos por un muñeco estaqueado si perciben nuestra falta de inteligencia acerca de cómo funciona la sociedad en que vivimos.
Alguna vez fue válida la referencia a nuestras ideas como un fantasma que recorría el mundo sembrando temor y temblor en la burguesía. Hoy nos usan como espantapájaros para afianzar el modo en que se organiza el mundo capitalista.
Tenemos por delante una larga travesía en el desierto si queremos dejar de ser un susto para los pajaritos y empezar a ser un temor profundo para los burgueses.
NOTAS:
1Por ejemplo, en: a) «Clavar el visto»; b) «Redes sociales de la soledad»; c) «Una larga travesía en el desierto».
Muy buena autocrítica, mirada de la realidad y pasos firmes para un largo camino.
Gracias y saludos!
Te agradecemos la lectura atenta y el comentario fraternal. Y te invitamos a escribirnos un mensaje al 11 5757 6601 para contarte cuáles son nuestras próximas actividades, así evaluás la posibilidad de participar en alguna. Saludos!