En las notas anteriores sobre «las dos vidas del trotskismo» [PARTE 1][PARTE 2] intentamos exponer cómo el surgimiento de esta corriente política, atado a cierta caracterización de un momento puntual de la historia (el Programa de Transición en 1938), condujo a su desarrollo posterior a través una senda impermeable a las protestas de la experiencia. Veamos adónde conducen las interpretaciones erróneas, el llamado «Estado de excepción» y las premisas y conclusiones del Programa de Transición.
Los cambios económicos, políticos y sociales que se desenvolvieron a partir de la segunda posguerra obligaron al trotskismo a contorsionar las interpretaciones para hacer coincidir la tradición y su legado inmutable con cualquier realidad. Uno de esos improvisados contorsionistas fue el método para interpretar la realidad. Si la interpretación era el ejercicio consistente en desplegar aquello que la apariencia muestra plegado, para el trotskismo se convirtió en hallar sentidos ocultos, enigmáticos, sin rastros en lo sensible, sin señas en la realidad inmediata. Por ese método, que describimos más extensamente aquí, el detalle del discurso y la procedencia del mensajero son más importantes que los hechos consumados y la referencia del mensaje. Cuando, ante un caso de corrupción develado al público, el peronismo habla de «una operación», hace gala del método de la distorsión: esconder al elefante del choreo detrás de la hormiga de la ocasión en que se filtró la noticia.
El trotskismo ejercita ese método cuando, por ejemplo, las barbaridades que dicen los libertarios hieren más que una medida de gobierno, como la del peronismo entregándole a un club privado, por tiempo indeterminado, el sitio donde los milicos cremaban los cuerpos de nuestros compañeros desaparecidos, torturados y asesinados, para un emprendimiento de diversión y esparcimiento deportivo. Este avasallamiento de la memoria militante, ejecutado desde la Jefatura de Gabinete nacional (es decir, ejecutado por el candidato a vicepresidente del peronismo), no ofende al trotskismo, que calla, o denuncia en un murmullo, aunque algunos de los militantes cremados en la ESMA hayan sido trotskistas.
O cuando pretende explicar la ganancia mediante categorías morales (robo, saqueo, avaricia) y la inflación a partir de subjetivas conspiraciones (formadores de precios, monopolios), desplazando la centralidad de la ley del valor y la competencia objetivas. El proceso contra Google es un ilustrativo ejemplo de los límites de ese esquema interpretativo.
En resumen, un análisis que supone causas secretas y se basa en nimiedades, se presta para cualquier resultado. Generalmente resultados «colosales», «titánicos», que contrastan con la invisibilidad (o carácter infinitesimal) de los datos. El mismo método que ve conspiraciones secretas dirigiendo la economía y discursos de odio encauzando la política, infiere amenazas permanentes al régimen democrático burgués. Amenazas que, en general, casi nadie percibe. Pero el trotskismo las anticipa: «golpe blando», «crecimiento de la derecha» (o «la ultraderecha»), «grupos fascistas» (o «neofascistas»), conforman el alimento indispensable del malmenorismo, «el mal mayor permanente». Algo que es, lógicamente, innegable: salvo la extinción del universo, todos los demás son males menores encadenados.
Llama la atención que ese temor irredento que empuja al mal menor niegue el carácter de apuesta riesgosa que tiene la revolución («riesgosa» no significa «alocada», sino impedida de otorgar garantías de su éxito). En el capítulo 42 de su Historia de la Revolución Rusa, Trotsky cuenta que, en julio de 1917, Lenin le escribe a Kámenev lo siguiente:
Entre nosotros, si me cepillan, le ruego publique mi cuaderno El marxismo y el Estado (que ha quedado en vía muerta en Estocolmo). Es una carpeta azul atada. He recogido todas las citas de Marx y Engels, así como las de Kautsky contra Pannekoek. Hay bastantes notas y observaciones a que dar forma. Creo que con ocho días de trabajo se podría publicar.
«Si me cepillan»… Bajo amenaza de un posible atentado, sin certeza acerca de cuál sería la mejor oportunidad para arriesgar en una nueva insurrección lo conseguido, Lenin está preocupado porque alguien termine de redactar y publique un cuaderno con críticas al Estado burgués. Porque una de las principales preocupaciones de los dirigentes bolcheviques era con qué reemplazar al aparato de Estado en caso de tomar el poder (la respuesta, en aquel entonces, fue: con los soviets). Se buscaba el bien mayor, no el mal menor.
Quien elige el mal menor, se desliza sin remedio hacia el temor por las acciones. Y en una regresión indefinida hacia el más aminorado de los males, esta perspectiva culmina preguntándose –como el rabino del poema borgeano «El Golem»– por qué se abandonó «la inacción, que es la cordura». El malmenorismo es el camino más seguro hacia la quietud.
Excepcionalidad y autoritarismo
La consideración de que nos hallamos inmersos en un (invisible) «Estado de excepción» promueve la censura, la cancelación, el cercenamiento de las opiniones divergentes. Todo lo que no coincide con la ortodoxia jamás puede ser tomado ni leído como fruto de un análisis distinto o una estrategia diferente que, asimismo, podrían estar alentados por objetivos comunes. Porque el Programa de Transición tildó de enemiga y traidora a casi toda la humanidad.
La IV Internacional declara una guerra implacable a las burocracias de la II y de la III Internacional, a la Internacional de Ámsterdam y a la Internacional anarco-sindicalista, lo mismo que a sus satélites centristas; al reformismo sin reformas, al democratismo aliado a la GPU, al pacifismo sin paz, al anarquismo al servicio de la burguesía, a los «revolucionarios» que temen mortalmente la revolución. Todas estas organizaciones no son promesas del futuro sino podridas supervivencias del pasado.
El punto de partida del trotskismo es que casi todos pertenecen al campo enemigo, por lo que conceder la palabra y reflexionar sobre ella es casi lo mismo que arriar las banderas de la pureza revolucionaria:
La III Internacional, después de la II, ha muerto para la revolución. ¡Viva la IV Internacional! Pero los escépticos no se callan: «¿Pero ha llegado ya el momento de proclamarla?» La IV Internacional –respondemos– no necesita ser «proclamada». Existe y lucha. ¿Es débil? Sí, sus filas son todavía poco numerosas porque todavía es joven. Hasta ahora se compone sobre todo de cuadros dirigentes. Pero estos cuadros son la única esperanza del porvenir revolucionario. Por fuera de ellos, no existe en el planeta una sola corriente revolucionaria que merezca realmente ese nombre.
Desde esta certeza indubitable que asegura para el trotskismo ser la única corriente que le ofrece a la clase trabajadora «una bandera sin mancha», las disidencias son tomadas y leídas como el producto necesario de tres caracterizaciones que no atienden a los argumentos sino que atacan a las personas que los esgrimen: o bien se trata de «discursos de odio», adecuados a la malevolencia del interlocutor; o bien se trata de expresiones arrojadas por «agentes del campo enemigo»; o bien se trata de los efectos ideológicos y/o cognitivos propios de la «descomposición» de los individuos. Veamos.
El odio es un cierre a la discusión, por eso no puede ser un punto de partida. En primer lugar, porque no hay ideas desprovistas de sentimientos y eso no las invalida. A veces, esos sentimientos son considerados positivos y necesarios, aunque sean negativos en abstracto. Por ejemplo, el odio de clase. Un sentimiento que ayuda a superar, en la vida práctica, la pregnancia de la idea de que somos todos iguales porque somos seres humanos. El sentimiento de la desigualdad y el sentimiento de la rebelión ante la injusticia son necesarios aunque no reemplacen el análisis de la realidad y el pensamiento crítico. En segundo lugar, el «discurso de odio» debe ser probado, demostrado, durante la polémica porque, de lo contrario, la acusación «discurso de odio» se convierte, de inmediato, en un instrumento del poder: desprovisto el diálogo de discusión y argumentos, quien establece el límite entre lo bueno y lo malo, entre el amor y el odio, es quien posee el mando de la sociedad. Abortar las polémicas con la etiqueta del odio es entregar uno de nuestros escasos recursos revolucionarios: la crítica. El boomerang que esto significa se ha hecho patente con las derechas emergentes: se acusa de «transfóbico» o «transodiante» a quienes defienden la teoría de la evolución de Darwin; se acusa de «antisemita» a quienes se solidarizan con el pueblo semita que habitaba Palestina desde antes de 1947. Si el interlocutor «odia» en lugar de «pensar», entonces debe ser demostrado por quien lanza la acusación. Es válido cuestionar dichos y acciones cuyo motor es el odio. Pero hay que demostrarlo.
En cuanto al recurso que consiste en colocar al interlocutor en el «campo enemigo», en el campo de la burguesía, no negamos la existencia de traidores, agentes de la patronal, buchones y otras figuras deplorables. Pero esas figuras no pueden ser adheridas al interlocutor para eludir tanto el debate intelectualmente honesto como la seria consideración de las ideas presentadas. Eso en relación a los debates. Pero, además, las acusaciones de ese calibre incendian los puentes que permitirían realizar acciones en común: con traidores no se arman listas ni frentes ni se comparten espacios. Sin embargo y curiosamente, las más febriles y pirotécnicas acusaciones se ponen en juego sin asumir la responsabilidad y las consecuencias de semejante actitud. Se acusa al otro de barbaridades y después se comparte la mesita, la calle, el frente, las listas… Las últimas PASO del FITU echaron mano asiduamente a este recurso, que empuja el diálogo hacia el anatema y lo irrecuperable para convertirlo, enseguida, en un renglón del más inocuo anecdotario.
Finalmente, el peor de los tres recursos es el que supone que ciertas consecuencias del capitalismo, como la degradación y la descomposición, conforman excelentes motivos para cerrar el diálogo con quienes sufren esas mismas consecuencias. La descomposición de los sujetos, la degradación de la clase trabajadora, es precisamente una medida del esfuerzo que hace falta, de las tareas que nos reclama la causa socialista. Los fenómenos de la degradación educativa y la descomposición social no nos permiten el amparo en lo irrelevante o imposible de las tareas, no nos habilitan a recluirnos en el refugio menguante de lo que todavía funciona, del Estado que todavía funciona, de la vida cultural que todavía funciona. Al contrario, la fortuna de poseer todavía capacidades intelectuales menos degradadas y de ejercitar lazos de sociabilidad más consistentes debería conducirnos a evaluar y comprender, críticamente, el hiato que nos separa en el interior de la misma clase trabajadora. ¿Para qué? Para encontrar los caminos, erigir los puentes, sortear los obstáculos que cierren esa distancia. O, al menos, para buscar esos caminos, estudiar la ingeniería de esos puentes y explorar, en la práctica, la superación de esos obstáculos.
Estas modalidades de cierre y cancelación del debate democrático se desprenden de la consideración, (cronológicamente) previa y (lógicamente) fundadora, de que nos hallamos en un mundo de guerra y revolución, asediado por las conspiraciones de los monopolios y atenazado por una clase obrera compuesta (exhaustivamente) por dos tipos de personas: traidores y revolucionarios. Un mundo sin lugar para la democracia burguesa, un mundo sin lugar para la competencia capitalista, un mundo en blanco y negro plenos, en el que lo único inmaculado son las banderas de la Cuarta Internacional. Por lo tanto, ninguna otra idea merece consideración, pues toda otra idea expresa una posición que representa la ignorancia, se encuentra en el campo enemigo o es una marioneta de sentimientos negativos.
Sin diálogo, sin debate, sin crítica y sin interpretación, la hegemonía en la vanguardia sólo es posible por un acto exterior al partido y a la «terrenalidad» del pensamiento, es decir, un acto exterior demasiado parecido al acontecimiento religioso, a la epifanía, a la revelación: la parte avanzada de la clase trabajadora debe «descubrir», como si se tratara de la manifestación enigmática de una verdad luminosa, las virtudes del partido revolucionario. Y si la vanguardia no lo hace, peor para ella, porque está equivocada.
En la segunda nota expusimos que las previsiones del Programa de Transición no se habían cumplido en casi ningún aspecto y, sin embargo, se mantenía ese programa. Lo cual obligaba a torsiones extravagantes de las interpretaciones, la política y, sobre todo, el régimen interno y la militancia cotidiana. Llegamos así al punto de crisis, ruptura y retorno de la militancia trotskista: si no se cuestiona el sistema que interpreta y ordena las experiencias particulares en esa corriente, cuando se sale de una agrupación, se vuelve a repetir, con leves variaciones, la misma experiencia en otra agrupación, organización o partido… trotskista.
El problema es que se corre el blanco en lugar de apuntar mejor
Retomemos: al terminar la guerra, todas las previsiones del programa trotskista se vuelven poco útiles. Porque, aun mejorando en mucho los programas del estalinismo y el maoísmo (pero sin respaldo estatal detrás), esas previsiones nacían de la misma matriz de la III° Internacional: negar la posibilidad de un capitalismo en expansión y concesivo.
La premisa económica de la revolución proletaria ha llegado hace mucho tiempo al punto más alto que pueda alcanzar bajo el capitalismo. Las fuerzas productivas de la humanidad se estancaron. Las nuevas invenciones y los nuevos progresos técnicos no conducen a un acrecentamiento de la riqueza material.
Pero, tras la Segunda Guerra Mundial, la productividad del trabajo se multiplicó varias veces con respecto a principios del siglo XX. Entre 1940 y 1996, las tasas promedio de crecimiento de las economías capitalistas fueron globalmente superiores a las tasas anuales promedio de crecimiento de Inglaterra, EE.UU., Alemania y Francia durante el siglo XIX. Por primera vez, desde el neolítico, la clase trabajadora rural es minoritaria en comparación con la clase trabajadora urbana, que pasó a ser predominante a nivel mundial. «Las nuevas invenciones y los nuevos progresos técnicos» efectivamente conducen a «un acrecentamiento de la riqueza material»: los avances en medicina, transporte y comunicaciones, automatización del trabajo, internacionalización de la economía, computación, etc., significan la apertura de posibilidades infinitamente mayores para el socialismo que las existentes en 1938.
Así, los años de posguerra partieron en dos al socialismo marxista. La parte que aceptó el hecho de que había crecimiento, lo asumió como algo que permanecería para siempre y se recluyó en la academia: se trata del llamado «marxismo occidental». La otra parte no aceptó la eternidad del capitalismo, pero se negó a concederle un período de reformas democráticas, de manera que se vio obligado a inventar crisis, revoluciones y problemas nuevos que forzaran a la realidad a encajar en las previsiones del Programa de Transición. Centralmente, cobró relevancia una concepción según la cual los gravísimos problemas que estaban ocurriendo se ocultaban ante los ojos de los trabajadores comunes detrás de un «falso bienestar», en una «aristocratización» o «aburguesamiento», en una vida «unidimensional», que le otorgó a la idea de «alienación» (no al concepto, sino a una vaga lectura del concepto) un estatuto y presencia desproporcionados. Incluso esta obligación de encontrar crisis y fascismos por doquier se reveló terriblemente contraproducente en los análisis que sirvieron al éxito del foquismo como ideología. Pero el trotskismo argentino, enlazado a una sociedad estructurada, educada y con empleo plenamente capitalista, no fue seducido completamente ni llegó a barbaridades como la Matanza de Bolonia (1980) o la Contraofensiva Montonera (1979, 1980).
El estatalismo
Lo crucial es que la lectura incorrecta del Boom de Posguerra produjo una percepción invertida del Estado burgués, una interpretación parcializada de su carácter, una sumisión a los aspectos positivos del mismo. Aspectos positivos que sólo pueden negarse (y, como todo lo expulsado del entendimiento, luego encandilar) si se desconoce que un sistema social explotador no puede desatender la reproducción de la vida humana por debajo de ciertos límites socialmente aceptables, porque no sería tolerado por los explotados. Pero sobre todo porque la riqueza se obtiene y se acumula apropiándose de parte del producto o del tiempo de trabajo ajeno. Y para eso los trabajadores que lo producen, días tras día, año tras año, tienen que vivir. El hecho de que un sistema garantice ciertos niveles de vida confunde a quienes suponen al Estado como una maquinaria en guerra permanente contra la población, un «Estado de excepción».
El razonamiento del trotskismo se puede resumir de esta manera: si las fuerzas productivas no crecían desde 1914 pero había concesiones, éstas no podían deberse al capitalismo sino a otra cosa, por ejemplo, a un carácter independiente y progresivo del Estado burgués. Entonces, cuando el Programa de Transición proclama que en caso de guerra «el proletariado no debe solidarizarse ni por un momento con el gobierno burgués de un país colonial» establece, de facto, una novedad que prosperará con el tiempo: la independencia del régimen social y el régimen político. Un país puede tener un gobierno burgués y no tener un Estado burgués (es decir un Estado administrado por los burgueses de ese territorio, en general a través de algún modo de sufragio que permita expresar sus intereses, ora comunes, ora contrapuestos). Esto permite suponer que el Estado existente es algo distinto con respecto al Estado burgués y que su independencia permitirá zonas, aspectos, servicios que no son burgueses, que son «de todos». Esta posición se opone a la que siempre hemos defendido los socialistas: negar la existencia de Estados neutrales, porque todos son maquinarias de afirmación de una clase social. La forma general de la democracia burguesa, el «Estado representativo», es el principal cerrojo ideológico del capitalismo: su sola existencia despoja a la clase trabajadora de la idea del socialismo como un tipo diferente de Estado.
Las relaciones capitalistas de producción colocan a hombres y mujeres en diferentes clases sociales, definidas por su acceso diferencial a los medios de producción. Estas divisiones de clase son la realidad esencial del contrato salarial entre personas jurídicamente iguales y libres, que es la señal distintiva de este modo de producción. Los órdenes político y económico están, de este modo, formalmente separados bajo el capitalismo. Así pues, el estado burgués «representa» por definición a la totalidad de la población, abstraída de su distribución en clases sociales, como ciudadanos individuales e iguales. En otras palabras, presenta a hombres y mujeres sus posiciones desiguales en la sociedad civil como si fuesen iguales en el estado. El parlamento, elegido cada cuatro o cinco años como la expresión soberana de la voluntad popular, refleja ante las masas la unidad ficticia de la nación como si fuera su propio autogobierno. Las divisiones económicas en el seno de la «ciudadanía» se enmascaran mediante la igualdad jurídica entre explotadores y explotados, y, con ella, la completa separación y no participación de las masas en la labor del parlamento. Esta separación es, pues, constantemente presentada y representada ante las masas como la encarnación última de la libertad: la «democracia» como el punto final de la historia. La existencia del estado parlamentario constituye así el marco formal de todos los demás mecanismos ideológicos de la clase dominante. Proporciona el código general en que se transmite todo mensaje específico a cualquier lugar. El código es tanto más poderoso cuanto que los derechos jurídicos de los ciudadanos no son un simple espejismo: por el contrario, las libertades cívicas y los sufragios de la democracia burguesa son una realidad tangible, cuya consecución fue históricamente, en parte, obra del movimiento obrero mismo, y cuya pérdida sería una derrota momentánea para la clase obrera.1
Al aceptar zonas de neutralidad y aun favorables del Estado en sí mismo, ese Estado muta de enemigo a amigo, se vuelve defendible. Se vuelve incluso algo «nuestro»: un Estado patrimonio de la totalidad de la ciudadanía. No se considera que el Estado brinda servicios necesarios, es decir, satisfacciones necesarias, para el funcionamiento social. Parece no advertirse que la burguesía elige producir de manera conjunta y descargando mucho de su peso sobre la propia clase trabajadora que, en parte, debe financiar esos servicios con impuestos. Sino que se los considera dentro de una tipología de servicios diferenciada, en la que lo estatal «es mejor» porque «es del Estado»; luego viene lo comunitario o cooperativo y, finalmente, lo privado individual o corporativo. Y en consonancia con un Estado que suele desarrollarse para amparar (vía impuestos, deuda o renta) a los capitales más retrasados e improductivos, también se coloca en esa tipología de «mal menor» o «virtud parcial» al pequeño capital.
Todo esto es muy aceptado porque rinde tributo al sentido común, que ve a la clase trabajadora no como una, sino como muchas clases. Diversas historias y tradiciones, orígenes y sexos, productividad o nivel de ingresos, pertenencias culturales o niveles educativos, permiten esconder el carácter asalariado en percepciones más notorias e inmediatas pero menos consistentes con el funcionamiento social del conjunto. Coherentemente, el gran unificador, que es el régimen capitalista de explotación del trabajo, se reemplaza por las variadas formas de propiedad privada en gradaciones de simpatía o animadversión. Entonces las fronteras se reconfiguran: lo estatal, aunque burgués, se vuelve preferible ante lo privado. Así, la lucha contra la propiedad privada de los medios de producción es desplazada por la lucha contra el consumo de productos y servicios privados. O contra los mecanismos de crédito y el endeudamiento. Es decir, contra la privatización por principio y no contra la privatización por sus efectos de exclusión, encarecimiento, etc. De esta manera, el «estatalismo» concluye que, cuando lo estatal funciona mal, debe sacrificarse el bienestar obrero, ya que no se pueden cuestionar los (espantosos) servicios provistos por ese Estado que se considera «nuestro» y no de la clase burguesa.
Eso es lo que el fenómeno Milei desnuda y, por eso, todo el arco estatalista queda asociado al curro y el choreo. Por su corrupción personal, en el caso de los Insaurraldes y Rigauds, por supuesto. Pero también por defender con fervor y ahínco lo que ante los ojos de grandes franjas poblacionales es una ficción siniestra.
La paradoja es que en la línea de partida trotskista hay un programa «blanco o negro», guerras y revoluciones, un capitalismo que no puede entregar ninguna concesión y nos empuja al socialismo o la barbarie. Pero en la línea de llegada hay un pensamiento obnubilado por los grises: algunas décadas de democracia, algunas concesiones reformistas y los servicios administrados por el Estado burgués. De manera impensada (pero no impensable), la radicalidad ultraizquierdista se derrama en progresismo reformista.
Esta defensa religiosa de las prestaciones estatales funcionó hasta que se dio la cabeza contra la pared de la realidad: sectores numerosos de la clase trabajadora se enfrentan a la profunda degradación de esas prestaciones organizada por el peronismo. Para estos sectores, la defensa de «la salud pública» o de «la educación pública» no tiene sentido porque el Estado, en gigantescos territorios, se desentiende de esas prestaciones pero se compromete con la prostitución, la liberación de zonas para el crimen, el tráfico de drogas y las barras bravas de los clubes deportivos. La tensión entre calidad y degradación es una cuestión central que el trotskismo y el peronismo desplazan para recubrir con otra cuestión: si hay o no hay Estado. Mientras que para los «beneficiarios» lo importante es la cantidad, el monto, la calidad del beneficio, para el trotskismo y el peronismo, en cambio, se trata de si existe o no existe formalmente una presencia de prestaciones estatales. Por eso, aunque los planes hayan decrecido exponencialmente en su poder adquisitivo, el trotskismo coincide con el progresismo en que Massa es mejor que Milei (o menos peor, que para el caso da lo mismo) porque «más vale algo en el presente que nada en el futuro»…
Por eso la cuestión de combatir la degradación educativa es menospreciada mientras se privilegia la lucha contra la privatización. Aun cuando diversos problemas de la educación estatal llevan a muchos trabajadores a tener que elegir, a tener que buscar, una opción privada para asegurar la educación de sus hijos. Se realiza la defensa, entonces, del Estado enemigo como si se tratara de un principio moral y no como una de las posibles alternativas para la defensa de las condiciones de vida de la clase trabajadora. Desde esa perspectiva resulta incomprensible que un sector de la población trabajadora abandone esa defensa de lo que no funciona e, incluso, lo repudie. Por esta vía, la educación deja de ser juzgada por su calidad o degradación para ser discriminada por el tipo de gestión burguesa que la sostiene: Estado burgués; cooperativa de pequeños propietarios o propietarios muy pequeños; grandes propietarios.
Como puede deducirse, la plusvalía relativa (el desarrollo de la productividad por efecto de la competencia), que ya había sido despojada de su función en el Programa de Transición (por la colusión y acuerdo de los monopolios), ya no interviene como factor crucial de la economía capitalista, que pasa a ser interpretada por los factores extraeconómicos, políticos. Es la razón por la que, frente al retardo en la llegada de vacunas en el año 2021, el pico de muertes por Covid, la preocupación de la bancada del FITU no fue que llegaran sí o sí, sino la defensa de la soberanía nacional. O por la que se emperran en la denuncia de la deuda con acreedores externos pero no dicen una palabra acerca del endeudamiento, mucho mayor, tomado sobre el ahorro y el futuro de los trabajadores argentinos: desde hace años, los gobiernos argentinos se endeudan emitiendo bonos que ningún capitalista ávido de ganancias compra. ¿Quién los compra? En gran parte, organismos estatales como la ANSES, con dinero que recauda para las jubilaciones (que son magras en el presente y serán peores en el futuro). Pero como se trata de un robo cometido y un riesgo tomado por la burguesía argentina a través del Estado argentino, entonces no ocupa lugar en la agenda de la izquierda estatalista.
El individualismo
Las sociedades de clases, divididas entre explotadores y explotados, comprenden una minoría de la población que vive del trabajo de la mayoría. Esta mayoría, además de auto reproducirse, debe sostener a la clase ociosa (productivamente). El Estado burgués tiene por tarea la preservación de esa minoría (la clase burguesa) contra la mayoría asalariada. Esa tarea se despliega en la preservación del orden de los particularismos y las minorías, porque nace como defensa de la propiedad privada de los medios para producir, esto es, nace como la consagración de los derechos de una minoría: la clase burguesa. Minoría que no tiene inconvenientes «de principio» en sumar a otras minorías al reparto de algunos derechos, siempre que estas acepten soldar una alianza con ella, con la minoría esencial del capitalismo, en lo que es fundamental e incuestionable: la estructura de clases y de explotación.
El Estado proletario, el que se propone organizar la transición al socialismo, tiene como tarea la diferenciación de estas minorías y la destrucción de la burguesía, mediante la abolición de la propiedad privada de los medios de producción para su disposición planificada en beneficio del conjunto de la población. El Estado proletario tiene en consideración los intereses de las minorías, pero en la medida en que no requieran la postergación de las mayorías. En cambio, el Estado burgués posterga los intereses de la clase desposeída en su conjunto para beneficiar a la minoría burguesa, y posterga los intereses de las mujeres en su conjunto para beneficiar minorías «disidentes».
Dado que el mundo está poblado de minorías e individuos –el individuo es una minoría llevada a su lógico extremo liberal–, todo sistema social, hasta el más injusto y oprobioso, sostiene los derechos de múltiples minorías (las burocracias, sean soviéticas o sindicales, también son una minoría), establece relevos y sustituciones entre ellas, sin poner en tela de juicio, jamás, a la burguesía como minoría fundamental. Hoy, con especial atención mediática, asistimos a constantes reordenamientos del mapa de las minorías.
Esta defensa de las minorías no se deduce de la opresión, no es una consecuencia del proyecto ilustrado y emancipatorio que pretende la liberación de los oprimidos. Sino que es una defensa de las minorías cuyo propósito es la heterogeneidad, la riqueza de variantes. No se trata de integrar a los oprimidos o excluidos de las posibilidades de la vida social sino de reconocer las disidencias, lo variado, lo contradictorio y lo particular. Pero sin que esas minorías se integren en una comunidad de intereses. Así se concluye en la defensa de todo lo que no sea mayoritario, «hegemónico», y por lo tanto en la convicción de que no hay perspectivas socialistas posibles porque la clase obrera tampoco podría (ni debería) aspirar a la hegemonía.
La burocracia soviética, igual que la burocracia sindical peronista, repudia a las minorías. Toda minoría podría ser una competencia a su propia prevalencia como minoría privilegiada. Pero la minoría más repudiada es la vanguardia que pretende abrir un espacio democrático para los intereses de las mayorías. Para la burocracia sindical, la democracia es una bandera de minorías esclarecidas, no de mayorías. Por eso se entiende que durante décadas (especialmente durante la Guerra Fría) las burocracias le hayan entregado la bandera de la democracia a la burguesía. Arrancarle esa bandera no puede realizarse intercambiando el lugar preeminente de una minoría por otra, sino luchando por las necesidades de las grandes mayorías.
La bandera roja, que cobijaba en su seno a la clase obrera mundial sin distinciones de sexo, gustos, historia, religión o cualquier otro particularismo cultural, ha sido desplazada por otras: las banderas nacionales, que nos dividen según la geografía donde somos explotados; las banderas multicolor, que señalan preferencias sexuales o la procedencia de los abuelos. Lo que oculta esta proliferación de reivindicaciones particulares es que un derecho no constituye una bandera. Porque un derecho no permite inferir una forma superadora de organización social: del derecho a mantener relaciones homosexuales o el derecho a cantar coplas no se puede inferir un modo de producción que satisfaga las necesidades materiales de la humanidad en su conjunto. La única forma de organización social que puede superar al capitalismo es el socialismo. Y su bandera es roja.
La disputa entre minorías a las que no se les puede postergar ningún reclamo conduce a la búsqueda de algún orden de prioridades, de alguna jerarquía. A falta de un plan democráticamente debatido y a falta de una consideración científicamente establecida, el capitalismo resuelve ese orden de prioridades por la vía del dinero: la capacidad económica dispone la jerarquía.
La conjunción de individualismo (defensa particularista de las minorías) y Estado coincide en una política reaccionaria, promotora de derechos particularistas, con financiación universal. Milei sólo vino a llevar esta política hasta su natural despliegue. Si es justo promover la compra de niños (publicitada como «subrogación de vientres»), también es lógico que alguien proponga llevarlo hasta el final, a su natural correlato: un mercado de niños. El slogan «anti derechos» esconde la feroz disputa en el marco del capitalismo por la expropiación de la vida colectiva para la satisfacción derechos individuales. El liberalismo extremo de Milei no propone la defensa de derechos individuales contra derechos colectivos. Sino de un particularismo contra otros.
El socialismo no es lo que plantea Laclau, uno de los referentes del kirchnerismo de la segunda década: una cadena de demandas equivalentes, una coordinación de minorías que se ponen de acuerdo entre ellas para demandar de conjunto (y cada minoría logrará tanto como pueda de acuerdo con su poder, lo que quiere decir que los intereses burgueses serán preponderantes sobre todos). Por eso la agenda de las disidencias tiene por promotores innegables al partido demócrata de EE.UU., el establishment de los grandes focos de poder de las ciudades más cosmopolitas del país imperialista.
El estatalismo trotskista encontró en las políticas de minorías su natural correlato. Porque la seducción del Estado burgués se acompaña con la fascinación por su tratamiento de las diferencias y las desigualdades. Y obliga a postergar indefinidamente la lucha por la emancipación de la parte mayoritaria y explotada, que al emanciparse de la opresión y la explotación configura la única alternativa para la emancipación del conjunto de la humanidad.
NOTAS:
1 Perry Anderson, Las antinomias de Gramsci, trad. Lourdes Bassol y J. R. Fraguas, Barcelona, Fontamara, 1978, pp. 49-50.