«Clavar el visto»: A relacionarnos como si fuéramos cosas no se aprende en la escuela.

Clavar el visto es un buen índice de una trasformación en las relaciones entre las personas. Mejor dicho, de una profunda transformación de las relaciones entre las personas a relaciones entre cosas. Un paso más en la mercantilización de la vida, en el sometimiento al imperio del capital. Este avance desde las relaciones entre personas a «relaciones entre personas, pero al modo de las que establecemos con las cosas» se ha expandido con mucha velocidad en las últimas décadas. Como práctica cotidiana ha sido empujada por el crecimiento de los tratos humanos mediante un mecanismo diseñado para la venta, para la publicidad y el mercado. Un mecanismo comercial que lleva como nombre «redes sociales».

Y subrepticiamente, como si fuera un embudo, la vida fue siendo engullida por esa modalidad. La fórmula de Cristina con Alberto a la cabeza fue anunciada por la viuda de Néstor Kirchner a través de un tuit; la renuncia a la postulación presidencial para el 2023 fue trasmitida por Mauricio, también, a través de un tuit. Siempre hubo algo de puesta en escena en estas comunicaciones, que busca amplificar el efecto buscado. Pero esa escena es lo que ha cambiado.

Los intercambios de mensajes de audio en Whatsapp permiten una modalidad innovadora: reemplazar el diálogo por el intercambio de monólogos. La interrupción, una condición fundamental del diálogo que permite la corrección permanente del rumbo, se anula o se dificulta.

Ingresar a una red social es el equivalente a pasear por el shopping, su modelo de funcionamiento está calcado del paseante que mira vidrieras, la relación de los paseantes, potenciales clientes, con los negocios es el modelo. No se necesita saludar, siquiera, ni ser saludado. No hay ningún compromiso (es la frase fundamental de la atención comercial «Puede mirar sin compromiso», la que define la relación comercial). Las megamuestras de arte itinerantes de los museos han colonizado ese espacio para esta forma de consumo: una circulación frente a las obras, demasiado veloz para la apreciación y la contemplación, empujada por el flujo de visitantes, cuyo éxito se mide en cantidad de ingresantes, como los de cualquier evento que esté diseñado mercantilmente.

Las redes, diseñadas para vender introducen, hasta en los intersticios de la vida cotidiana, lo propio de los negocios: la disponibilidad y la eventualidad. Los negocios fueron ampliando –en la dinámica de la competencia– el tiempo que se encuentran disponibles para vender: llevando los horarios más tarde en la noche, luego a los fines de semana, sobre todo con los shoppings, y a las 24 horas de toda la semana con las plataformas online. Tanta amplitud se complementa con la eventualidad: se concurre o se utiliza esa oferta sin acuerdo previo, cuando a cada comprador se le ocurre y puede, obviamente ($), hacerlo.

Te lo confirmo en la semana, vamos viendo

Similar es lo que ocurre con el tiempo. A la sustitución del tiempo de la naturaleza por el tiempo continuo del reloj que rige el laburo fabril, hoy se le adosa una nueva particularidad que consiste en flexibilizar los límites del período en que se vende la fuerza de trabajo de manera que la compensación de la productividad por la vía de la plusvalía absoluta, es decir de extender la jornada, se incrusta como un artilugio cotidiano, pero también en cierto modo irrebatible. La flexibilidad de la jornada se realiza en ambos extremos: se puede llegar un poco tarde, pero a condición de compensar rápidamente lo que no se hizo, y luego la misma liberalidad obliga a quedarse hasta concluir las tareas asignadas, siempre mucho más tiempo que el de la demora al comienzo. Cumplir horarios y hacer cumplir los horarios pactados ha pasado, de ser una muestra de resignación y esclavitud, a exponer una capacidad de resistencia. El que puede limitar su tiempo de trabajo a una duración definida, retiene para sí algo que el teletrabajo y la flexibilidad temporal corroe incesantemente. La afirmación del texto de Cortázar, de que regalar un reloj es esclavizar al que lo recibe, no previó esta paradoja de que pueda transformarse en una herramienta para limitar un uso abusivo de nuestro tiempo.

Lo importante de esto es que, en el marco de la asimetría en las relaciones contractuales con los empleadores, la distensión del encuadre temporal siempre va a significar trabajar más. Ya lo han comprobado todos los que padecen la rápida reversión de las ventajas del teletrabajo en la gran desventaja del trabajo ilimitado.

Hasta hace unos años, el Teatro San Martín de CABA se caracterizaba, entre otras cosas, porque no permitía entrar a funciones con posterioridad al horario fijado para el inicio, en el que puntualmente se iniciaban las obras. Ya no lo hace: hoy las obras pueden comenzar 10, 15 o 20 minutos luego del horario anunciado, sumándose así a una práctica muy habitual en el mundo los espectáculos en vivo. Del tiempo regido por el trabajo la impuntualidad se ha expandido y ha inundado el resto de la vida cotidiana en el que se desenvuelven nuestras satisfacciones.

De manera que la impuntualidad, presentada como una muestra de liberalidad, ya no provoca pudor. Porque siguiendo como la sombra al cuerpo a las necesidades de la acumulación, se adopta e incorporan estos valores. Este dislocamiento temporal no tiene ninguna ventaja para las interacciones entre las personas. Sólo consiste en desperdiciar tiempo de vida, en que una de las partes, o varias, lo pierden esperando. No es así para los capitalistas, que lo que entregan lo recuperan con creces, con lo que demandan luego.

La vida cotidiana nos educa

Esta práctica cotidiana, aceptada y normalizada, nos permite también entender cómo funciona la sociedad y sus ideas. En ninguna escuela se comenzó a enseñar hace décadas que había que dejar de lado ciertos preceptos de la buena educación, como saludar, cumplir compromisos, explicar las faltas, dejar ciertas condiciones de la vida social como el pudor, y limitar los intercambios cada vez más al terreno circunscripto por la exclusividad del propio interés.

Ni en las películas ni en las canciones comenzaron a aparecer hace algunas décadas personajes o escenas, o relatos donde los seres humanos actuaran así. Ni siquiera en el mundo de la ficción anticipatoria, la ciencia ficción y la fantasía esta característica aparecía de manera siquiera marginal. No fueron la escuela, los discursos políticos, ni los medios de masas los que fueron transformando los tratos entre personas, a tratarlas como si fueran cosas. No fueron aparatos ideológicos actuando de manera deliberada los que nos convirtieron en unos maleducados de mierda. Fue la vida cotidiana, el sistema educativo por excelencia.

¿Y cómo lo hizo? Lo logró en la medida que se fueron transformando porciones crecientes de esa misma vida cotidiana en intercambios calcados de la modalidad mercantil. Esto venía desarrollándose desde que el capitalismo es capitalismo, pero, así como la tecnología produjo saltos a una velocidad geométrica en los últimos 30 años, lo hizo sobre todo en este terreno.

Las redes sociales, mecanismos omnipresentes e intersticiales para hacer negocios y vender cosas, llevaron la modalidad a cada lugar y a cada momento. Se transformó la contemplación en paseo, más rápido, más simple, menos rebuscado. El amor se conviernte en match o like; el recuerdo, en una «historia» o en un NFT; los encuentros pactados, en un «vivo» disponible…

Y no por una cuestión ideológica, sino porque así funcionan los negocios, el mercado: con encuentros eventuales, con ofertas disponibles. Con resoluciones inmediatas, ya que no es necesario construir nada, establecer compromiso alguno para hacer una compra. Llevadas adelante por individuos autónomos, porque tampoco se establece un vínculo con la contraparte. Ni siquiera el de hablar con otra persona, si se hace por medio de una plataforma. Pero no es difícil encontrar una similitud entre la impersonalidad creciente que va de un almacén de barrio a un hipermercado, con la que va de un baile de carnaval en un club de barrio a una plataforma para encuentros.

Así se mueven los negocios

Es de conocimiento público que mayor disponibilidad temporal es mayor venta, acceso a un mercado de mayor escala. Por eso surgen las sucursales y las franquicias, que aseguran reproducir el mismo producto, invariablemente, con absoluta prescindencia de las personas y su particularidad. La disponibilidad aumenta las ventas y promueve la comodidad del consumidor. Y eso es un beneficio inmediato para el consumidor, porque le cuesta menos esfuerzo la compra, es mucho menos lo que tiene que poner: sólo dinero. Así sucedió con las películas: pasaron de estar exhibidas un par de semanas en los cines, en horarios restringidos, por la tarde y noche, a estar disponibles para verlas en varios dispositivos, en el lugar que el espectador quiera e inclusive a la manera que le sea más cómoda: cortándolas, retrocediéndolas, modificándole características, etc.

Las redes sociales son el ejemplo más insidioso de este mecanismo de promoción de la disponibilidad, eventualidad, autonomía e inmediatez, llevado de la oferta de los objetos al trato de las personas como objetos, a partir de la vida cotidiana. No hubo un plan ni una pedagogía ni una estructuración ideológica de este cambio en la sensibilidad de las personas hacia las otras personas, sino el funcionamiento propio del capitalismo en crecimiento y expandiéndose, colonizando los sectores de la vida donde todavía no funcionaba su lógica. De la misma manera es absurdo e inútil combatir el funcionamiento del sistema a través de recomendaciones éticas o prevenciones morales.

No es lo que las personas se han propuesto hacer lo que nos llevó a este estado de cosas, sino lo que las personas debemos hacer viviendo dentro de este sistema. Porque fue el funcionamiento ciego (algo que no sabemos, pero lo hacemos) lo que introdujo en nuestra vida diaria una mayor y dominante presencia de la disponibilidad, la eventualidad, la autonomía y la inmediatez, es que no la podemos combatir pensando. Y mucho menos pensando y actuando de manera individual.

El compromiso es el antídoto del individualismo inmediato

Porque son una expresión y no una causa, fue que tardíamente el arte y la cultura, la educación y los medios de masas, empezaron a reflejar (hacer un espejo de la realidad) esta situación. Y no importa cuánto se quejen algunos sectores de la población por los lazos humanos en retroceso ni cuánto se alegren otros por el avance de un individualismo que creen que siempre los va a tener como protagonistas: ninguna de esas expresiones puede tener efecto alguno en la dinámica de la situación. Porque esa dinámica no está motorizada por la sensibilidad, la adhesión o el rechazo de las personas a estos mecanismos, sino por el sistema que tiende a universalizar los modos mercantiles de relación.

La burguesía consiente y promueve que su nombre sea aplicado a cualquier contenido y a cualquier práctica, y a los que protagonizan esas prácticas. Que la pretensión de vivir mejor sea tildada de «burguesa» es uno de los grandes logros de la ideología burguesa: transformar la causa del surgimiento y existencia del socialismo (poder vivir mejor) en lo propio de su enemigo (ser burgués). Paradoja que intenta ocultar que es lo propio de la burguesía, mediante la apropiación del plusvalor y el egoísmo que disloca cualquier planificación, empobrecer y empeorar la vida de los seres humanos. La contracara de adjudicar e igualar el interés humano genérico por vivir la mejor vida posible con el carácter particular una clase social minoritaria es que quede oculto lo propio característico y definitorio de la clase capitalista. Porque lo único que le interesa a esa clase es que la palabra «burgués» no sea aplicada a las relaciones sociales y a la clase social que la hegemoniza.

Pero volviendo más específicamente a lo que nos interesa, esa clase social explotadora tampoco quiere que se descubra que el modo burgués no consiste en vivir bien (a los burgueses esto no les preocupa porque lo tienen garantizados desde el mismo momento en que son burgueses), sino en acrecentar su capital.

En una sociedad cada vez más fracturada, consumir es el territorio de lo común. Pero, de esta manera, lo común es la coincidencia en la soberanía del individuo. Los gustos cambian, las pasiones mutan, las modas se suceden, las experiencias políticas son lábiles, las relaciones humanas utilitarias. Pero la modalidad, la forma en que vamos atravesando todas esas instancias vitales, no es tan efímera, no es diversa, no es tan azarosa: está calcada del modelo de los negocios, porque tienden a resolverse como un negocio: rápida y eventualmente.

Y en la constante competencia, que es la atmósfera que se permite la vida de los negocios, cada uno es todo lo que los demás le dejan ser, todo lo que le puede imponer a los demás. «Mis derechos terminan donde empiezan los de los demás» sólo es una justificación para instalar la reducción de los derechos ajenos como modo de gozar de derechos propios.

Si el dogma liberal supone que pueden tolerarse y equilibrarse los intereses, los poderes, individuales (lo que, de alguna manera, la división entre poderes es una expresión institucionalizada), la apuesta socialista supone que tenemos suficiente terreno común para un funcionamiento social sostenido en el compromiso, los acuerdos y los intereses generales, pero a condición eliminar de la vida social individuos poseedores de un poder económico preponderante (capital) y de un interés social (la acumulación) que impida el desarrollo de lo social.

Es por eso y para eso que consideramos el compromiso y la permanencia de las relaciones entre las personas como parte de nuestro modo de enfrentar al capital. Porque contrariando al predominio de lo individual, lo eventual y lo disponible, pensamos en la construcción colectiva, duradera, que nos permita abandonar una vida que ya no es satisfactoria y recuperar la vida que se va perdiendo entre lo inmediato y lo eventual.

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