El la Primera PARTE de esta serie de notas sobre «las dos vidas del trotskismo» anunciamos que retomaríamos la idea de «Estado de excepción». Lo hacemos porque esa idea nos permite conectar los últimos años de la década de 1930 (cuando nacen, casi al mismo tiempo, el Programa de Transición y las «Tesis sobre el concepto de historia») con nuestro presente, pero invirtiendo su función. Pues lo que para el León Trotsky de 1938, aislado y amenazado en México –como para el Walter Benjamin de 1939, aislado y amenazado en España– constituía una conmovedora aceptación del dramático período histórico que le tocaba vivir, pocos años después se transformó en una realidad incomprensible para esa aceptación. Trotsky –como Benjamin– escribe entre matanzas, milicias de derecha, pogromos y campos de concentración, en un mundo que «se tallaba a sangre y fuego» (como señala Enzo Traverso) y en el cual escaseaba la fe en el futuro.
Para sostenerse en la esperanza de la revolución y la concreción de los ideales socialistas, Benjamin y Trotsky apuntan «al más allá». Mediante la redención de un mesianismo desesperado, en el filósofo judío; invocando una inevitable contraofensiva obrera y socialista, en el militante revolucionario. De allí que el Programa de Transición vaticine, o más bien asegure e indique, un camino inalterado e inexorable: «Naciones atrasadas que hasta ayer eran semilibres, se ven hoy reducidas a la esclavitud». Pero en los siguientes 25 años se independizó casi la totalidad de las colonias sin que se registraran más que unos muy raros procesos de expropiación del capital. También dice:
Las pequeñas democracias capitalistas carentes de colonias son satélites de los grandes imperios que absorben una parte de los beneficios coloniales. […] La guerra no ha cortado el proceso de transformación de las democracias en dictaduras reaccionarias, sino que lo está llevando hasta sus últimas conclusiones.
Pero, en los 25 años siguientes, la mayor parte de esos países no se vio sometido a dictaduras reaccionarias. En Sudamérica, ese método arreció precisamente después de ese período, en la década de 1970. En el mismo sentido, el Programa de Transición anticipa:
En breve plazo, todos los antagonismos volverían a la superficie con explosiva violencia y se producirían nuevas convulsiones internacionales. La promesa de los aliados de crear una federación democrática europea es la más clara de todas las mentiras pacifistas. El Estado no es una abstracción, sino un instrumento del capital monopolista. Mientras bancos y trusts no sean expropiados en beneficio del pueblo, la lucha entre los Estados es tan inevitable como la lucha entre los trusts. La renuncia voluntaria por parte de los Estados más poderosos a las ventajas que se derivan de su posición de fuerza es una utopía tan ridícula como una división voluntaria del capital entre los trusts. Mientras se mantenga la propiedad capitalista, una «federación» democrática no sería más que una repetición empeorada de la Sociedad de Naciones, con todos sus vicios y sin ninguna de sus ilusiones.
Pero, en los 75 años posteriores a la guerra, Europa occidental realizó todo lo que se planteaba como imposible y generó ilusiones inimaginables para Trotsky. Sigamos leyendo:
La IV Internacional sabe, y advierte de ello a las naciones atrasadas, que sus tardíos Estados nacionales no pueden contar con un desarrollo democrático independiente. Rodeada de un capitalismo en declive y cogida entre las contradicciones interimperialistas, la independencia de un Estado atrasado se tornará inevitablemente en algo semificticio y su régimen político, bajo la influencia de sus propias contradicciones de clase y la presión exterior, tomará el camino de la dictadura sobre el pueblo, como sucede con los regímenes del Partido «del Pueblo» en Turquía o del Kuomintang en China. El régimen de Gandhi en la India será igual mañana. La lucha por la independencia nacional de las colonias, desde la perspectiva del proletariado, no es más que un estado de transición en el camino de los pueblos atrasados hacia la revolución socialista internacional. […] Lo único que puede unir a la India como un solo hombre es la revolución agraria bajo la bandera de la independencia nacional.
Pero la India es la democracia burguesa más grande del mundo desde 1948. El programa de Trotsky dice:
Durante los últimos veinte años (1918-38) es una triste verdad, el proletariado ha sufrido una derrota tras otra y cada una de ellas ha sido más grave que la anterior, lo que le hizo perder la confianza en sus partidos tradicionales y llegar a la guerra en un estado de profunda desmoralización. Sin embargo, no conviene sobrestimar la estabilidad y la duración de estas tendencias. Los hechos las provocaron y los hechos las disiparán.
Pero los hechos disiparon esas tendencias en sentido contrario al previsto: el fin de la guerra propició un fortalecimiento de esos declinantes «partidos tradicionales».
El descontento de las masas y su revuelta crecerán bruscamente. Las secciones de la IV Internacional se encontrarán a la cabeza de la oleada revolucionaria. El programa de transición cobrará una actualidad apremiante. Y el problema de la toma del poder por el proletariado se planteará en toda su dimensión.
Pero hubo guerra mundial, la más mortífera de la historia, y el resultado posterior fue… el boom de posguerra, el Baby Boom, la estabilidad y el crecimiento, el desarrollo de la economía capitalista y su Estado de Bienestar, la consolidación de la burocracia soviética (internamente y en el exterior).
Una cosa es predecir y otra, profetizar
Las citas que transcribimos no están aisladas para hacerle decir al Programa de Transición algo muy alejado de su espíritu. Desde su letra se desprenden vaticinios erráticos:
Los trabajadores avanzados del mundo entero están ya firmemente convencidos de que el derrocamiento de Mussolini, Hitler, sus agentes e imitadores no puede hacerse más que bajo la dirección de la IV Internacional.
Pero el derrocamiento de Mussolini, Hitler, sus agentes e imitadores obtuvo un reconocimiento que fue plenamente usufructuado por líderes burgueses y Stalin. Mientras tanto, en los 80 años que siguieron a ese vaticinio de Trotsky, los partidarios de la IV Internacional festejan cuando se acercan al 3% en alguna elección. Mientras el Programa de Transición aseguraba: «la nueva generación de trabajadores que la guerra empujará hacia la revolución se agrupará bajo nuestras banderas», el dominio del stalinismo –o, en su defecto, el dominio del nacionalismo burgués más rancio que pueda existir, como en nuestro país– en el movimiento de masas y en los organismos de la clase obrera se extendió ampliamente después de la guerra.
Nuestra época está penetrada por el espíritu centralista. El capitalismo monopolista ha llevado la centralización a sus últimas consecuencias. El centralismo estatal llamado fascismo es de carácter totalitario. Las democracias se esfuerzan cada vez con mayor decisión en seguir este modelo.
Pero la posguerra impulsó, en el mundo capitalista, el desarrollo de la competencia y de la democracia burguesa, de los conflictos y las componendas, a un nivel sin precedentes. A tal punto, que la centralización quedó asociada a la burocracia, al atraso y a las decisiones torpes e inconsultas. Si en los primeros 15 años de posguerra la URSS demostró dinamismo, más adelante la Guerra Fría no cesó de exponerla como un mastodonte condenado al retraso, a pesar –no en virtud– de la planificación. Dejando entonces al desnudo que la centralización, por sí misma, no es un modelo socialista ni una ventaja competitiva.
¡HEMOS PASADO LA PRUEBA! Lo que caracteriza a una organización verdaderamente revolucionaria es, ante todo, la seriedad con que elabora y aplica su línea política ante los diferentes cambios de rumbo de los acontecimientos. El centralismo se fecunda con la democracia. Entre el fuego de la guerra, nuestras secciones, discuten apasionadamente de todos los temas de política proletaria, probando sus métodos y librándose de cuantos elementos inestables se nos unieron tan sólo porque se oponían a la II y a la III Internacional. La separación de los compañeros de viaje poco fiables es uno de los gastos extra inevitables en la formación de un Partido revolucionario.
Pero la expulsión, el sectarismo y la exclusión de los «elementos inestables» se tomó al pie de la letra, pues la divergencia entre las predicciones y la realidad se resolvió eliminando «la discusión apasionada de todos los temas de política proletaria». La presunción adivina que afirma, en el documento fundacional, haber pasado pruebas futuras condenó al trotskismo a auto fagocitarse con prisa y sin pausas, condimentando el menú con la palabra «ortodoxia» para abrir el apetito. Como la prueba estaba superada de antemano, el Programa de Transición es considerado definitivo. Y quienes vean inconvenientes, señalen errores de caracterización o encuentren divergencias notables entre la letra y la realidad serán considerados por la organización «elementos inestables», «compañeros de viaje poco fiables», y deberán ser separados como «gasto extra inevitable».
El mesianismo de lo inexorable
En sus «Tesis sobre el concepto de historia», Benjamin coloca la revolución proletaria bajo el signo de una redención mesiánica, «éramos esperados sobre la tierra» (tesis 2), que puede ocurrir en cualquier momento: «no hay un instante que no traiga consigo su oportunidad revolucionaria» (tesis 18).
Al pensador revolucionario, la oportunidad revolucionaria peculiar de cada instante histórico se le confirma a partir de una situación política dada. Pero se le confirma también, y no en menor medida, por la clave que dota a ese instante del poder para abrir un determinado recinto del pasado, completamente clausurado hasta entonces. El ingreso a ese recinto coincide estrictamente con la acción política; y es a través de él que ésta, por aniquiladora que sea, se da a conocer como mesiánica.
Al abrir ese «recinto del pasado» se libera una fuerza mesiánica que alimenta la acción política. Una necesidad histórica, «un secreto compromiso de encuentro […] entre las generaciones del pasado y la nuestra» (tesis 2), un reclamo que el pasado le dirige al presente, se desata como fuerza de lo inexorable. El Programa de Transición lo pone en estos términos:
El partido de la revolución halla una fuente inagotable de esfuerzo al saber que esa crisis se debe a una necesidad histórica inexorable.
Pero mientras que el esfuerzo ha sido efectivamente inagotable, lo único que se nos aparece como inexorable en los últimos 85 años es el desencuentro de la clase trabajadora con la revolución socialista y su partido de la revolución, la IV internacional.
De la necesidad histórica inexorable se desprende una gran fuente de energía para la acción, simétrica a una incapacidad congénita para la crítica, el pensamiento racional y la corrección de los errores. Se desprende, en consecuencia, una extraordinaria debilidad del carácter democrático junto a un fortalecimiento ciego y sordo del modo centralista. Se desprende, también, una escisión interior a la praxis: la actividad somete y ahoga las dudas y la reflexión, porque éstas se vuelven mera «jactancia del intelectual», como supo decir Aldo Rico.
En suma, de lo inexorable se desprende la incapacidad para realizar cualquier forma de balance de lo actuado. Y de esta imposibilidad de balance, la imposibilidad de una elección democrática de los dirigentes. Ya que la realidad y su incidencia en ella no pueden servir de criterio para evaluar lo que se ha hecho bien o mal, no existe medida para evaluar los defectos de concepción o de ejecución. Dado que las premisas son irrevocables, lo que debe modificarse es la realidad, insensiblemente indómita a los dictámenes del programa elaborado en 1938. Por este camino nunca se fracasa. Lo que fracasa es el mundo, que no se deja interpretar correctamente.
Un programa no se crea para los equipos de redacción, las salas de lectura o clubes de discusión, sino para la acción revolucionaria de millones de hombres. La depuración de la IV Internacional del sectarismo y de los sectarios incorregibles es la condición más importante para el éxito revolucionario.
La miríada de organizaciones trotskistas que conforman el FITU no expresa la riqueza intelectual de perspectivas socialistas en contraste con la verticalidad unidimensional de la derecha, como muchas veces se argumenta en defensa propia. La riqueza de un debate depende de que ese debate sea posible. Si cada diferencia se resuelve con un portazo, una «depuración», la polémica pública y el fraccionamiento en nuevas organizaciones, es porque no hay debate.
Las agrupaciones de izquierda se comunican con llamamientos públicos y cartas abiertas, es decir, teatralmente, fingiendo para los espectadores. Esto se demuestra por el ridículo en la entonación exasperada e insultante de los cruces, de los «combates… dialécticos». Un tono y una agresividad que son propios de un período de violencia y acción revolucionaria, no obstante esa vehemencia desubicada es desmentida cuando al mismo tiempo hay que ponerse de acuerdo para concertar en qué lugar cada agrupación pondrá… la mesita.
El «Estado de excepción» en condiciones excepcionales
«La mesita» es todo un tema sobre el cual volveremos en la tercera parte de esta serie de notas, porque también revela un nudo de la militancia de izquierda. Ahora retomemos la idea de «Estado de excepción». Pero no en el sentido de las turbias y efectivas amenazas a la vida en los años 30, aquella «catástrofe única […], cúmulo de ruinas que crece hasta el cielo» (tesis 9), ese estado de excepción que para Benjamin «es en verdad la regla» (tesis 8). Sino en el sentido del supuesto plan de las fuerzas contrarrevolucionarias, centralizadas y escondidas que anidan, actúan y determinan nuestra vida cotidiana.
El pensamiento del complot, la sospecha, la componenda y la colusión de los que están detrás de la realidad, manipulando sus hilos, los que están ocultos, los que no podemos ver, no considera que la realidad no es opaca y requiere ser interpretada, sino que es oscura e inalcanzable hasta para el militante común, por lo que requiere una mirada mágica, intuitiva, sagrada. Una mirada que por su naturaleza superdotada, inaccesible para el común de los mortales, resulta perfectamente inmune a las opiniones y sospechas de quienes traen a la conversación sus rústicas vivencias sensoriales.
Si para Trotsky y para Benjamin la excepción, lo excepcionalmente opresivo, amenazante y destructivo, componía el paisaje inmediato de su entorno y de su época –uno fue asesinado y el otro se suicidó poco tiempo después de que escribieran los textos que citamos–, para el trotskismo de posguerra se volvió muy arduo explicar la posterior excepción de la excepción: el mundo crecía económicamente, se desarrollaban las fuerzas productivas, se creaba riqueza y se concedían aspiraciones. La burguesía denomina «Estado de bienestar» a esa situación. Al no poder interrogar ni poner en duda los textos sagrados, el trotskismo tuvo que poner en duda la realidad. Tuvo que desconocerla y recrearla bajo aquellas premisas de lo inexorable. Lo que para Trotsky significaba, claramente, aguantar los trapos en medio del huracán benjaminiano que amontonaba ruina sobre ruina, para el trotskismo de posguerra significará, menos claramente, hacer lo mismo pero bajo condiciones meteorológicas muy diferentes la mayor parte del tiempo.
Hay un tiempo para la barricada y un tiempo para la biblioteca
El ideario trotskista se ve obligado a sostener dos puntos esenciales: la constante afluencia revolucionaria y la consolidada unidad de la contrarrevolución. Porque «no hay un instante que no traiga consigo su oportunidad revolucionaria», en cualquier momento las masas se volcarán a la revolución. Por su parte, toda la burguesía es monolíticamente contrarrevolucionaria, sin fisuras ni matices.
Pero esa supuesta realidad homogénea y monolítica se revela compleja, dinámica y tejida de múltiples enfrentamientos cruzados. La situación actual en Palestina, por ejemplo, resulta incomprensible si es examinada con instrumentos de análisis que sólo buscan clases sociales antagónicas. Esa situación se compone, en diversos grados de relevancia, de la rivalidad (con sus niveles de resolución) entre aliados de EE.UU. (Israel y Arabia Saudita), burguesías árabes de la zona en competencia recíproca (la iraní, la saudita, la qataría, la egipcia), diferencias entre los grupos armados que actúan en otros territorios a cuenta de terceros países (Hezbollah en el líbano a favor de Irán, las tropas qataríes o turcas en Libia), el enfrentamiento entre las coaliciones globales de China y EE.UU., etc. Todas estas rivalidades se expresan ideológicamente: islam sunita o chiíta, sionismo, judaísmo ortodoxo, cristianismo maronita, nacionalismos árabes laicos, etc.
Marx fundó su apuesta en que el mundo es inteligible: si bien no es transparente, entrega indicios para comprender su funcionamiento. Y fundó su apuesta también en la convicción de que un sector de la clase obrera, su vanguardia, es capaz de captar esos indicios, organizar sus claves en regularidades, descubrir sus tendencias –y sus contratendencias–, para planificar la intervención en la realidad con el fin de transformarla de manera concientemente dirigida. Por lo tanto, esa intervención puede ser corregida, progresivamente adecuada al desenvolvimiento de los hechos, mediante el balance de lo actuado. Es por este tipo de apuesta (y no porque era un cobarde, un charlatán o un diletante) que Marx pasó más tiempo en la Biblioteca Británica que en las barricadas, sin que esto le restara algo del intenso compromiso que mantuvo con las acciones de la clase obrera europea (sufrió por ello no pocas persecuciones). Las obras de Marx no hablan de conspiraciones ni de «organizadores de las crisis», como dice el Programa de transición. Sino de cómo entender lo que se publica en los diarios, lo que comentan los trabajadores, lo que encontramos en una estadística o en un libro, lo que sucede en una esquina o en un estadio. Y este entendimiento sólo se puede realizar colectivamente.
Interrogar nuestra militancia
El mundo burgués y el de quienes suponen que hay alternativas burguesas preferibles a otras, considera que se encuentra ante las puertas de una gran definición. Nosotros consideramos que nos hallamos en el camino de una posibilidad: la de aprovechar el cataclismo que Milei provoca en la interpretación política habitual, en la cansada cantinela del peronismo como «lo otro» de la derecha, para pensar y reubicar nuestras acciones según esa novedad. Para eso seguiremos interrogando, en la próxima nota, nuestra militancia. Porque todas estas críticas y señalamientos se hacen desde la consideración de que los militantes y simpatizantes del FITU y el trotskismo son compañeros, son nuestros compañeros socialistas.
Nuestros adversarios políticos son los seguidores de los partidos burgueses. Y sus dirigentes, invariablemente, son nuestros enemigos.
Y porque los caminos de la política son menos inexorables de lo que podemos augurar, tendemos a pensar que tal vez al trotskismo le haya tocado, en este país, la indispensable tarea de mantener viva y vigente la militancia socialista revolucionaria. Muchos hemos nacido a la militancia en una organización trotskista, otros hemos formado muchísimo de nuestro pensamiento en la discusión con esas ideas. Pero la vida sigue. Y en este momento, esa tarea, la de mantener vivo el pensamiento socialista, nos exige otra relación con la realidad política. O nos arriesgaremos a permanecer así, como estamos, para siempre.