REÍTE DE TITANES EN EL RING (Para combatir la explotación, hay que dejar de exaltarla)

En un ranking de los acontecimientos deportivos más convocantes y lucrativos, realizado por la revista Forbes1, sólo por debajo del Superbowl, los Juegos Olímpicos (de verano y de invierno), el Mundial de Fútbol y la final del básquet universitario –y por encima de la Champions y las 500 millas de Daytona, por ejempo– se sitúa a la Wrestelmanía, el fenómeno central de la lucha libre profesional norteamericana. En su evento de mayor concurrencia, en 2016, la Wrestelmanía 32 convocó en Arlington (Texas) a 101.763 espectadores2.

Lo llamativo de que aparezca en esta lista es que no se trata de un deporte, sólo lo parece. Quizás debería competir con eventos similares como el Eras Tour de Taylor Swift que convocó en 8 meses a 4,3 millones de espectadores con una media de 72.500 por cada uno de los casi 60 conciertos3.

Este espectáculo que apasiona a los norteamericanos difícilmente podría haber trascendido sus fronteras como sí lo hace la música pop. Entre otras razones, cabe señalar la estructura mafiosa y cartelizada en la que se sostiene. De allí que se la emparente con los deportes, cuyos monopolios nacionales son aceptados por los reguladores económicos como una condición natural de los mismos. Sin embargo, precisamente a causa de su lejanía en muchos aspectos –y, como veremos, su cercanía en tantos otros– nos interesa observar lo que sucede con este show.

«Todos fuimos unos sinvergüenzas, juntos»

Para empezar, el espectáculo de la lucha libre profesional sirve de vehículo a la idea reaccionaria de que «proletario» (o «popular») es sinónimo de «pobre», «decadente», «simple» y «barato». Así lo expone la más antigua (1865) revista progresista de los Estados Unidos, The Nation, en una extensa crónica publicada el 23 de abril de 2024 y firmada por la «escritora y activista laboral» Kim Kelly.

La crónica se titula «El glorioso teatro proletario de la lucha libre profesional» y lleva un subtítulo que no ahorra en exageraciones deslumbrantes: «Oda a una de las mayores formas de arte de la clase trabajadora de nuestro tiempo»4. Con una prosa pletórica de imágenes intensas y detalles escabrosos, la cronista nos permite comprender perfectamente cómo se define a la clase trabajadora y qué es lo que se merece… según el progresismo:

Me había bebido dos whiskies baratos y me había involucrado muchísimo en el drama que se desarrollaba ante mí. A medida que pasaban los minutos, el pollo fue derrotado y la nutria (no cualquier nutria, sino Chiitán, una ex mascota caída en desgracia de la ciudad japonesa de Susaki) se enfrentó a un trío de nuevos contrincantes: Double Unicorn Dark, Dr. Cube y Silver Potato. […] la batalla real de 87 competidores había hecho honor a su título. Era uno de una letanía de eventos independientes programados para coincidir con Wrestlemania 40, el evento de lucha libre profesional más grande del año, que se estaba celebrando en Filadelfia al mismo tiempo.

Algunos de los participantes de esta noche ya habían participado en media docena de otros combates independientes por toda la ciudad antes de subir al ring. Otros, como Kong, tenían previsto aparecer en otros eventos al día siguiente. Las entradas para Wrestlemania se agotaron hace meses, con 90 mil aficionados comprando entradas en un tiempo récord, pero toda la semana había estado repleta de otros eventos de lucha libre independiente […]

Como soy un noctámbulo empedernido, me encantó encontrarme en esta fiesta nocturna. No tenía muchos valores de producción, pero lo compensaba con creces con su crudeza, comedia y caos absoluto. […]

Cuando le pregunté a Hank sobre los detalles financieros de este tipo de espectáculos, especialmente para los luchadores extranjeros que deben tener en cuenta los costos adicionales de viaje y visa, lo explicó en un paralelo que cualquier banda de punk y metal underground reconocería: lo hacen porque les encanta, no porque esperan que algún día les dé frutos. Se trata de arte, no de gloria.

Por supuesto, algunos luchadores profesionales triunfan, pero firmar un contrato con un gigante corporativo como la WWE no garantiza la fama y la fortuna. Incluso los nombres más importantes trabajan como contratistas independientes y se encuentran perpetuamente sujetos a los caprichos de sus empleadores. Todo el modelo económico de la lucha libre profesional depende de la explotación de los trabajadores.

Proletario es sinónimo de barato, como el whisky, de pocos valores de producción, de crudeza y caos absoluto. Se trata «de arte, no de gloria», afirma la cronista, en una categorización que, aunque poco comprensible, insiste en que «proletario» es todo lo contrario a «elevado». Una exhibición de pobrismo tal que si el periódico no fuera neoyorkino sospecharíamos que es peronista.

La idea parece noble (reconocer la validez de los gustos y las satisfacciones actuales de los trabajadores) pero es profundamente reaccionaria. Da por sentado que los trabajadores siempre seremos trabajadores (es decir: explotados, oprimidos y con poco acceso a la educación) pero que merecemos el derecho a un lugarcito bajo el sol (siempre y cuando sea el mismo lugar que ya teníamos en la estructura de clases). Desde esa perspectiva la cronista hace el retrato de los «protagonistas»:

Otros atletas profesionales están representados por sus propios y poderosos sindicatos y se benefician enormemente de ese poder colectivo. Mientras tanto, sus deslumbrantes homólogos en este deporte fundamentalmente de clase trabajadora se quedan al margen, abandonados por las leyes laborales y explotados por promotores codiciosos y peces gordos. Probablemente esa sea la razón por la que la comunidad de la lucha libre profesional está tan unida: en realidad son ellos contra el mundo.

Extrañamente, quienes integran «una comunidad muy unida» no han conseguido conformar una organización gremial para defender sus intereses. Al igual que en el resto de la crónica, la miseria y lo que funciona mal es motivo de un romántico orgullo y admiración… desde afuera. Hasta en el plano organizativo se elogia la miseria. La cronista de The Nation no está lejos de quienes ensalzan la dignidad de la pobreza y esas miserabilidades.

La lucha libre moderna deriva del vodevil, vuelve a pasar por el circo, se lanza desde el balcón de un teatro y hace un desvío más allá de Muscle Beach antes de construir un espacio propio. Ha conservado su maleabilidad y su condición perenne de hogar para inadaptados y bichos raros que no encajan en ningún otro lugar. Como forma de arte accesible para la clase trabajadora, se ha convertido en un imán para generaciones de artistas que llegaron a la lucha libre con poco más que un sueño y un alto umbral de dolor.

No es una coincidencia que la lucha libre profesional sea una de las pocas artes teatrales en las que un artista todavía puede triunfar por sus propios méritos. No necesitas padres ricos o un título de una institución prestigiosa para ponerte las mallas y convertirte en una estrella; te costará dinero y la vista desde el backstage no siempre es bonita, pero la barrera de entrada es mucho menor. ¿Cómo llegas a Wrestlemania? Practicando.

A pesar de todo eso, la lucha libre profesional aún no recibe el respeto que merece como forma de arte única a nivel mundial. La lucha libre es una demostración de habilidad física, pero también es mucho más que eso (sin siquiera entrar en violencia sangrienta al estilo de un combate a muerte).

En la misma línea de lo que observamos recién, ahora «proletario» es sinónimo de «inadaptado» y «bicho raro» (freak). Afirmación curiosa si tenemos en cuenta que somos la clase social indiscutiblemente mayoritaria. ¿Cómo podría «lo marginal» ser considerado sinónimo de «obrero»?

Es un teatro proletario, en el que todos los que ocupan los asientos baratos metafóricos son bienvenidos a la primera fila y se les anima a hacer tanto ruido como consideren necesario. Los actores brillan de sudor, sosteniendo sus cinturones en alto como los dioses del Olimpo. El espectáculo es lo importante. Tú –sí, tú– eres bienvenido aquí, exactamente como eres. Claro que sí, hermano.

Aunque soy un novato en el mundo de la lucha libre profesional, sé un poco sobre el espacio social que ocupa. Crecí en una familia de NASCAR. Mi padre fabrica licor casero y mi primo participa en carreras de autos en algún bosque. […] Prefiero insultar a mi abuela que ir a un salón literario.

La insistencia no deja lugar a dudas: miserable, berreta, jactanciosamente sin educación. Eso es lo que significa «proletario». Y así debemos seguir, exactamente «como somos», porque siendo así nos dan la bienvenida. Un lugar para seguir siendo como somos –explotados, oprimidos, humillados– tal vez no sea lo que nos merecemos pero es todo lo que podemos pedir.

Se trata de la misma lógica que en Argentina expresan Juan Grabois y Darío Z: dos universitarios que recomiendan no romperse el lomo para aprender ni esforzarse para aprobar exámenes5. Con esa lógica, la cronista de The Nation, quien parece haber llegado lejos de su origen (al mundo intelectual de Nueva York), santifica a los que no han podido realizar un recorrido similar y recomienda conformarse con el estrato social que les tocó en suerte. Como si fuera un brahmán, la estructura de castas y la inmovilidad social le parecen dignas de aplauso. Pero no es un brahmán. Sino una recién llegada a esa cultura, como ella mismo reconoce. O precisamente por eso.

Todas estas son preferencias perfectamente razonables. Pero tienen una valoración negativa tácita. La cultura popular, cuyo atractivo masivo se dirige predominantemente a los pobres y a la clase trabajadora, ha recorrido un largo camino hasta llegar a la cultura dominante, todo lo cual no impedirá que algunas personas te juzguen por participar de sus encantos. Sus productos son disfrutados por personas de clase trabajadora de diversos orígenes que tienen suficiente tiempo y recursos para invertir en sus respectivas pasiones. Estos artefactos culturales y prácticas sociales tienen un valor artístico inherente y exigen un alto nivel de dedicación, talento y habilidad por parte de sus creadores.

Sin embargo, reconocer abiertamente estos hechos nos expone a la crítica de aquellos que se han cargado con gustos exclusivamente «intelectuales» y de «élite». Me niego a considerar la idea de que los fanáticos de la lucha libre profesional sean menos exigentes que cualquier otra persona cuando algunos de los hijos de puta más tontos del mundo ocupan cargos políticos y escriben columnas de opinión para The New York Times. No hay nada de malo en disfrutar genuinamente de los museos de arte, la ópera y The New Yorker […] (O, para decirlo un poco más elegantemente, esa cepa de pomposidad cerrada y arrogante tan endémica dentro de la clase parlanchina rara vez les ha granjeado el cariño de muchos fuera de sus círculos conscientemente arrugados).

Esta defensa de algo que no necesita defensa es apenas la fracción diminuta de una querella entre intelectuales neoyorquinos, más o menos «arrugados». No le interesa a nadie más que a ellos. Los gustos y entretenimientos de la clase trabajadora no son motivo de escrutinio por parte de quienes somos socialistas. Pero el hecho de que se nos asigne con naturalidad, a los trabajadores, una (también natural) capacidad para (y cercanía con) lo burdo, bajo, vil y berreta, es un viejo tópico conservador. Lo mismo sucede cuando se da por supuesto que (si accediéramos a una buena educación) no podríamos disfrutar de museos, galerías de arte, óperas y música de cámara. Eso es falso. Y, mucho peor, sirve para confundir la conciencia de clase con los modos de satisfacción. O, al revés, sirve para confundir el lugar (explotador o explotado) con los productos culturales que se consumen6.

Todo eso obstruye la tarea de comprender, en su sentido más profundo, cómo funciona el sistema capitalista. Especialmente cuando se trata de aquello que más nos gusta. Por eso hablamos de la lucha libre profesional en este artículo: porque para miles y miles de trabajadores norteamericanos es un equivalente del fútbol para miles y miles de trabajadores sudamericanos. Esta abstracta cercanía de forma (cómo se organiza el negocio capitalista del espectáculo) nos permite pensar más allá de sus contenidos concretos (lucha libre, fútbol, cine, poesía, etc.). Y nos permite, además, tratar algo similar (una pasión y su funcionamiento social) con la distancia crítica que el apasionamiento futbolero muchas veces nos impide. En este caso, también (tal como describe el final del artículo), se trata de «la comunión» de una multitud:

Fue un momento escalofriante de humanidad compartida, de reconocimiento y puro deleite por estar en esa habitación específica con esas personas específicas en ese momento específico. Durante unos minutos dorados, todos fuimos unos sinvergüenzas, juntos. Cuando la canción alcanzó su crescendo y se desvaneció, Nick hizo una reverencia; luego, desde la multitud se escuchó un grito con inflexiones de Delco: «¡Tócala otra vez! ¡Tócala otra vez!»

[…] Las paredes temblaron mientras nos movíamos como un solo animal para cantar a viva voz el coro inmortal. Fue eléctrico. Lo fue todo. Fue lucha libre profesional y fue nuestra.

Volvemos a encontrar la confusión deliberada: si se es proletario, las pasiones y las satisfacciones requieren torpeza y bastedad. Lo sutil es aburrido, «arrugado». «Déjennos el Carnegie Hall a nosotros», parece decir nuestra ex espectadora de NASCAR, «que lo de ustedes es realmente muy bueno, muy bueno, sigan con eso…»

Allá, como aquí, la política de la reivindicación inmediata de las identidades cumple un papel reaccionario: empujar a ser lo que se es, a ser lo mismo hasta el final, ser orgullosamente lo que se es en este momento. Política que puede tener algo positivo sólo en muy contadas situaciones. Porque, en un mundo acosado por el hambre, la miseria, la explotación, la decadencia y la degradación, insistir con la identidad y lo idéntico (fundamentalmente asociado a la clase de pertenencia: recordemos que la nota se refiere al «teatro proletario») es confinar al proletariado a la explotación. Y, por carácter análogo, entregar el resto del mundo (no sólo el de la cultura) a la burguesía.

Como socialistas, no podemos hacer esa concesión. Sobre todo, la de no escudriñar y esclarecer cómo se «producen» las satisfacciones, en lugar de solazarnos en de qué manera se disfrutan.

«Una confederación de sordidez»

Dejemos, entonces, a los fanáticos de la lucha disfrutando de sus eventos multitudinarios y veamos cómo se construyó este hermoso momento de comunión. Lo verdaderamente proletario es conocer cómo se construyen estos eventos en la sociedad capitalista, no defender el derecho a disfrutarlos, pues el mayor impedimento para el disfrute no es un conjunto de prejuicios sino la falta de medios (económicos, educativos, culturales). El sostén material, la verdad profunda, de la lucha libre profesional es descrita así en Jacobin, en una nota que, en contraste con la de The Nation, se titula «Dinero en el banco»:

Es el extraño destino de Estados Unidos, en sus últimos días, que incluso la lucha libre –reducto de carnaval de estafadores, tacones y monstruos de todo tipo– se abriera camino hasta los confines incoloros de un parque corporativo destartalado. Hoy en día, World Wrestling Entertainment […] cotiza en la Bolsa de Valores de Nueva York con una capitalización de mercado de más de $ 856 millones.7

El punto de vista no podía ser más acertado. No se trata de cuántos trabajadores lo disfrutan, no se trata de la calidad del whisky. Se trata de entender el funcionamiento y la envergadura del negocio. Exactamente lo que no quieren que suceda –y tratan de ocultar– los capitalistas de la empresa de medios y entretenimiento World Wrestling Entertainment (WWE):

Históricamente, la lucha libre profesional, con sus lunáticos gritones de neón, sus inmensos papás barrigones y sus «ratas de ring» con borlas, ha sido considerada demasiado absurda para ser tomada en serio, despreciada por los periodistas deportivos e ignorada por los políticos, sus fanáticos ridiculizados como marcas de clase baja.

Esto, la noción de que la lucha libre profesional es una parodia fija y de bajo costo, que no merece un escrutinio serio de la corriente principal, es el ángulo más grande jamás vendido por la industria de la lucha libre.

Si el primer secreto es que detrás de la parodia hay una feroz y muy seria jauría de explotadores, el segundo estriba en el profundo nivel de explotación laboral:

Nada es más real ni está más oscurecido por el humo y los espejos de la lona que un simple hecho: el espectáculo de mil millones de dólares de la lucha libre profesional depende completamente de la despiadada explotación económica, mental y física de sus artistas. En ese mundo, de dolencias físicas persistentes, contratos de trabajo y abuso de drogas, Hulk Hogan es un millonario llamado Terry Bollea, uno de los favoritos de la gerencia de la WWE, robado furtivamente de una promoción de lucha libre de Minneapolis y transformado en la estrella de «Hulkamania». En ese mundo, en 1986, Bollea delató a sus compañeros luchadores para aplastar una incipiente campaña de sindicalización antes de Wrestlemania II. En ese mundo, los luchadores son explotados, heridos y desechados, para su contribución final al mundo: una tasa de mortalidad a la par con el primer día de Antietam. [La Batalla de Antietam fue la más sangrienta de la Guerra de Secesión estadounidense].

El «glorioso teatro proletario» ha sido construido por la cartelización de los promotores y la precarización infinita de los luchadores:

El éxito de la lucha libre profesional fue guiado a lo largo de mediados del siglo XX por la National Wrestling Alliance [NWA], un cártel ferozmente antiobrero compuesto por los principales promotores del país. En connivencia para controlar los salarios, sofocar la competencia y aplastar a los luchadores resistentes, la NWA sobrevivió a una investigación federal anti-monopolio para dominar la lucha libre profesional hasta bien entrados los años setenta.

Sin embargo, no fue hasta las últimas décadas que la lucha libre se volvería increíblemente rentable, justo cuando el control de toda la industria pasó a recaer en una corporación. El día de Año Nuevo de 2014, el CEO y presidente de la WWE, Vince McMahon, podía afirmar que era un multimillonario con el control casi total de la industria. Claro que estas maquinaciones son cosa de hombres ricos. Y la mayoría de los luchadores no son hombres ricos.

Otro elemento fundamental es que el negocio se cimentó en escapar a las regulaciones, declarando que era una «puesta en escena» y no un evento competitivo. De esta manera, se eluden los controles médicos para sus arriesgados «contratistas»:

La denuncia de Pfefer se limitó principalmente a exponer que los campeones de lucha libre, como el «Griego Dorado» Jim Londos, habían sido preseleccionados por el «Trust», compuesto por los promotores Jim Curley, Ray Fabiani y el legendario Toots Mondt. El ganador de una pelea por el título no había superado a su oponente. Los promotores habían determinado quién ganaría, basándose en un consenso de lo que sería mejor para el negocio. La revelación de que los promotores eran lo suficientemente poderosos como para confabularse en la supresión de la mano de obra y la manipulación del mercado en todo un continente se perdió en la vorágine.[…]

La lógica de la NWA era simple. Ningún promotor podía, en ese momento, ejercer control sobre la lucha libre profesional en los Estados Unidos. La siguiente mejor opción para los promotores, ansiosos por ganar dinero en un deporte menos examinado y más popular que el boxeo, era la colusión de toda la industria. […]

Los beneficios fueron convincentes. Si la lucha libre profesional es solo «entretenimiento», no hay necesidad de escrutinio regulatorio. Al impulsar la desregulación, con la ayuda de sórdidos abogados de derecha como Rick Santorum, la WWE se escabulló del pago de impuestos en sus transmisiones de televisión y se deshizo de cualquier supervisión por parte de las comisiones atléticas estatales. En Nueva Jersey, por ejemplo, después de la desregulación de la industria por parte de la legislatura estatal en 1989, el estado «ya no otorgaría licencias a luchadores, promotores, cronometradores y árbitros», y a los luchadores «ya no se les exigiría que se sometieran a exámenes físicos antes de una exhibición», un abandono fatídico en un negocio plagado de lesiones.

La estrategia incluyó, para sorpresa de nadie, aplastar a la competencia con métodos extremadamente mafiosos:

Las promociones que no pertenecían a la NWA, también conocidas como «promociones fuera de la ley», eran eliminadas sin piedad cuando intentaban organizar espectáculos de lucha libre en el territorio de la NWA. Los espectáculos más exitosos de la NWA, de repente, se presentaban al otro lado de la ciudad, en la misma noche que el espectáculo de un promotor «fuera de la ley». Los luchadores estrella aceptaban aparecer en un espectáculo de forajidos y, luego, eran sobornados para quedarse en casa. Entonces el promotor forajido se comía el costo de una ausencia muy publicitada. Los luchadores de nivel medio eran amenazados con una «lista negra» por aparecer en alguna cartelera de forajidos. […]

Si todo lo demás fallaba, la NWA llegaba al extremo de «incendiar» la tierra, «quemando» el territorio con un abrumador exceso de malos espectáculos, guiones decepcionantes y lucha libre mediocre, hasta que el negocio prácticamente se evaporaba en el área.

De esta manera, la WWE fue conquistando una amplia base de captación de luchadores, con unas pocas estrellas bien pagas e igualmente sometidas a la dependencia de la única posibilidad para luchar que existía y existe:

Los promotores conspiraron para fijar los salarios en todo el país y acordaron no pagar por encima de la tarifa vigente para la mayoría de los luchadores, con la excepción de unas pocas estrellas de primer nivel a las que se les podrían otorgar contratos, para que no saltaran territorios o abandonaran a los promotores. Intimidar a la fuerza laboral era imperativo para los promotores […]

Los luchadores deberían haberse dado cuenta de que eran las marcas más grandes de la industria. No debería sorprender que en una industria controlada por, a lo sumo, treinta Napoleones de aldea, en la que las ganancias de los promotores podrían aumentar fácilmente por un amplio margen con sólo mantener los gastos de mano de obra en el nivel más bajo posibe, esa supresión de la mano de obra sería vigorosa y multifacética.

En lugar de disminuir, como podría suponer un trabajador basado en un sentido no capitalista de la existencia, la explotación se hace más desenfrenada cuando los millones empiezan a llegar:

La explosión de la lucha libre profesional en los años ochenta, con el advenimiento del merchandising de «Hulkamania» y la promoción cruzada de MTV, anunció un nuevo y asombroso nivel de relevancia cultural y rentabilidad para la industria. Esas ganancias se produjeron a expensas directas de los luchadores.

Desde principios de los años ochenta, la historia de la lucha libre profesional ha sido más o menos la historia de un monopolio floreciente, el de la WWE de McMahon.

[…] todos los luchadores de Vince comparten un punto en común importante: no son empleados de World Wrestling Entertainment, Inc. Más bien, son contratistas independientes, que brindan libremente sus servicios en un acuerdo aparentemente voluntario con una corporación.

Así podemos llegar a la conclusión de que no es un subjetivo «sentimiento de comunidad» lo que une a los luchadores, sino la desesperación por sus condiciones objetivas de vida. También podemos concluir que esto no es «el glorioso teatro proletario», sino el circo burgués de la explotación capitalista. Lo mismo que le ocurre a los guionistas y actores de Hollywood, pero desde un punto de partida mucho más brutal.

…todo el objetivo de tres décadas de políticas económicas dislocadoras ha sido exprimir la sangre de una piedra, privando a los trabajadores de las seguridades básicas para legalizar la explotación laboral. Así es que los luchadores nunca son «empleados», sino contratistas independientes, quienes (como los samuráis errantes del Japón feudal o los nobles «lanzas libres» de la Inglaterra del siglo XII) se enfrentan a la gran probabilidad de penuria, lesiones y una muerte prematura. […]

La WWE no paga a la Seguridad Social ni al seguro de desempleo de los luchadores y, en una industria en la que el peligro financiero en la vejez es demasiado común, no proporciona pensiones.

[…] el jugador promedio de la Liga Nacional de Futball Americano se presenta, como máximo, tal vez 16 veces por temporada. Como señala Shoemaker, un luchador lo hace quizás 200 veces al año.

La conclusión del artículo no deja esperanzas bajo este sistema. Utiliza esta cita8 de una columna periodística de 1957 para exponer que el capital siempre es y será, necesariamente, explotador:

Una columna periodística de 1957 de Dan Parker, después de un acuerdo de consentimiento ineficaz y no aplicado del Departamento de Justicia con la NWA, suena tan cierto hoy como entonces: La promoción de la lucha libre es una confederación de sordidez. Y seguirá siéndolo hasta su desaparición.

El final de la nota de Jacobin no logra –ni intenta– convencernos de que allí sucede algo maravilloso y excepcional, sino algo común (la explotación capitalista) llevado a un nivel superlativo. Por eso recuerda la película El luchador (2008), dirigida por Darren Aronofski, protagonizada por Mickey Rourke:

Es difícil pensar en un trabajador –fuera de, quizás, la industria del sexo– que exhiba mejor esta podrida dualidad, de deseabilidad y desechabilidad (ser «calurosamente bienvenido y siempre rechazado») que un luchador.

***

PD: Invitamos al lector a que reemplace la indolente extrañeza que podría provocarle la muy norteamericana lucha libre profesional, por la apasionada cercanía con nuestro muy sudamericano fútbol profesional; a que reemplace el nombre de Vince McMahon por el del Chiqui Tapia; los maduros luchadores arruinados por los juveniles jugadores arruinados; la cotización en bolsa de WWE por las turbias finanzas de la FIFA y la AFA.

Así, una vez realizados los reemplazos, el lector podrá reconocer, entre tantas, tantas similitudes, alguna diferencia. Por ejemplo, que el despiadado y arrogante promotor de lucha libre nacido en Carolina del Norte no posee un lacayo ocupado en secarle la transpiración de la nuca como sí ostenta el peronista sanjuanino Claudio Fabián9.

Chiqui Tapia, en Lomas de Zamora, junto a dirigentes peronistas durante abril de 2023. A su izquierda, Martín Insaurralde, por entonces Jefe de Gabinete de Axel Kicillof en la gobernación provincial de Buenos Aires.

NOTAS:

1 Mike Ozanian, «Forbes Fab 40 2017», ranking publicado en Forbes el 24 de octubre de 2017.

2 Jeffrey May, «¿Cuáles son los eventos de WrestleMania más concurridos de la historia?», nota publicada en Diario As el 31 de marzo de 2023.

3 Luis Mejía García, «El año de Taylor Swift y su Eras Tour, en datos», nota publicada en Newtral el 29 de mayo de 2024.

4 Kim Kelly, «El glorioso teatro proletario de la lucha libre profesional», nota publicada en The Nation el 23 de abril de 2024.

5 Véase «Sztajnszrajber, modelo de intelectual fernandista (parte 1): Del Coloquio de IDEA a la “ranchada filosófica”», nota publicada el 21 de noviembre de 2022.

6 Expusimos un resumen de nuestras tesis al respecto en «Milei es punk (Y la cultura no es política». Y operamos, desde esa perspectiva, la crítica a un producto cultural en «El Conde. Una película chilena y una metáfora universal».

7 Dan O’Sullivan, «Dinero en el banco», nota publicada en Jaconbin el 8 de noviembre de 2014.

8 Dan Parker, «Wrestling Alliance fuera de la ley antes de la IBC», nota publicada en el New York Mirror, el 27 de junio de 1957.

9 «Video viral: un dirigente de la AFA le pasaba un paño por la nuca a Chiqui Tapia», nota publicada por Diario de Cuyo el 10 de julio de 2024.

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