Como socialistas, no hablamos únicamente de «platita en el bolsillo». Si hiciéramos eso –la estrategia que parece desvelar al trotskismo–, no seríamos otra cosa que peronistas algo más incisivos y algo más consecuentes que los otros. O sea, seríamos –al fin y al cabo– peronistas.
Los «planes platita», las demandas inmediatas, las necesidades urgentes, no son más que la forma insidiosa en que la degradación y la tragedia del capitalismo llegan a los seres humanos. Pero no cubren la totalidad del problema y ni siquiera componen su dimensión más grave. Si el núcleo del problema se limitara a eso, entonces la redistribución del ingreso sería una solución eficaz.
De hecho, la pobreza y la desigualdad son cuestiones que una sociedad medianamente funcional, que se mantenga integrada, productiva y en ascenso, puede contemplar y asumir como parte de su agenda política. Nos referimos a sociedades en las que sea pensable que «estamos mal pero vamos bien».
No es la situación de este siglo para el mundo.
Para nosotros el problema es el capitalismo. Todo su ordenamiento alrededor de la competencia por la acumulación de ganancias se opone de manera creciente al desarrollo de la vida común, de la vida humana en el sentido más amplio y general.
Desde las amenazas de catástrofe ecológica hasta la producción de un amplio universo de precarizados y expulsados del mercado de trabajo, cuyo reflejo más oscuro y siniestro es el aumento de la trata para el sistema prostituyente y la venta de órganos, del narcotráfico en su dantesca violencia y de todos los esquemas piramidales del sálvese quien pueda. Hablamos de la corrupción y el embrutecimiento cotidianos, de las adicciones y la angustia cada vez mayores. Hablamos de la aniquilación de todas las expectativas y esperanzas en el futuro que suelen alimentar las fases de «crecimiento con inclusión».
Hablamos del destino de los viejos y de los jóvenes: unos, paulatinamente condenados a la miseria por el estallido de los sistemas previsionales; los otros, condenados a la ferocidad de una masa de población sobrante cada vez más inmensa, porque la burguesía no necesita educarla ni que se nutra intelectualmente. Viejos y jóvenes son las mandíbulas de una prensa que comprime a la población humana dejando una porción cada vez menor de vida vivible. Vida vivible de la que, además, se excluye a las mujeres, a los portadores de ciertos rasgos étnicos o a los nacidos en ciertas latitudes… Se los excluye, encima, cuando paradójicamente se creía alcanzada una alta aceptación de los derechos para esos sectores: la anulación del derecho al aborto legal en los Estados Unidos, después de medio siglo de vigencia, ilustra cómo la curva histórica se tuerce hacia abajo aún en los países más ricos. Y cómo se tuerce hacia abajo aún para las mayorías, haciendo palanca en minorías excluyentes y cada vez más poderosas: el 7 por mil de la población estadounidense que se reconoce «trans» obtiene derechos inéditos al mismo tiempo que el 51% pierde derechos históricos.
Una sociedad más ignorante, más racista, más misógina y, también, más pobre, más degradada y más violenta no es una casualidad repetida. Es el resultado de un sistema que tiene una sola finalidad: valorizar más el valor, acrecentar el capital, triunfar en la competencia y expropiar riqueza.
La burguesía, en el largo proceso de acrecentar el valor y acumular, se ha vuelto inmensamente poderosa. Es innegable que su poder como clase, hoy, es mayor que el que ha tenido nunca en el pasado. Esto hace que, por un lado, parezca invencible. Pero también es necesario considerar que es, en la misma medida, invencible su carácter de clase, su imparable voracidad explotadora, su vocación natural por la acumulación, que no pudo ser moderada ni reorientada ni contenida cuando la burguesía era menos poderosa. Cualquier ilusión de que la mesura y la prudencia puedan acontecer hoy, no ya en un capitalismo «con rostro humano», sino en uno que pudiera ser apenas un poco menos asesino, cae en el fondo de nuestro más profundo escepticismo. Un escepticismo total, exhaustivo, absoluto.
Ese es el primer escepticismo.
El segundo es parcial, se despliega abrumador pero incompleto. Y requiere un rodeo.
Desde hace 35 años, el descreimiento se enseñoreaba sobre las ideas del cambio social. Los efectos del formidable fracaso pero, sobre todo, la visión de enormes costos humanos sin el resultado esperado de la experiencia soviética y de otras más ominosas, pesaban sobre nuestro cerebro como oprime el suelo una montaña de cadáveres. Y se unían a la expectativa de que, ahora sí, desalojados del poder los que no creen en la libertad (de mercado) y la democracia (burguesa) y las obstaculizan, se iba a desplegar sobre la faz de la tierra un capitalismo de valores humanos dignamente defendible. Pero estos 35 años escépticos con el socialismo no trajeron el paraíso ni mejoras para el conjunto de la población humana. Trajeron, eso sí, un crecimiento de ciertas variables que no se puede ignorar: pobreza y desigualdad, barbarie y desesperación.
A cambio de los injuriados ideales socialistas se les ha abierto la puerta a los más oscurantistas, fanáticos y criminales movimientos retrógrados, religiosos y particularistas. Ante estas «novedades impensables», los partidarios progresistas del capitalismo fingen demencia o sobreactúan una sorpresa que ya aburre. Afirmamos, en cambio, que lo impensable es que el capitalismo, en su decadencia, no genere estas posibilidades, estas alternativas interiores.
Uno de los grandes derrotados con la caída del Muro ha sido la teleología: la certeza en un futuro luminoso que aplastaría cualquier desesperanza. Vivimos rodeados, envueltos, de escepticismo. Un escepticismo que es proporcional a la delirante seguridad que equivocadamente supimos abrazar.
Debemos asumir, ciertamente, que un mundo en el que la sociedad no viva para acumular de manera incesante en manos de un segmento progresivamente minoritario es una alternativa cuyas probabilidades, al menos hoy, no son vastas ni inminentes. Compartimos con el conjunto de la humanidad ese descreimiento. Y por aquí viene nuestro segundo escepticismo.
Porque la posibilidad de que este mundo, el capitalismo, deje de hundirnos y degradarnos, vendernos y despedazarnos, embrutecernos y disolver –en la mayor parte de los individuos– todo lo que de humano tenemos, nos resulta directamente imposible. Y este era nuestro primer escepticismo. Negociar con el capital –eso que el progresismo supone que se expresa en el peronismo, el partido Demócrata, las corrientes que se proponen enfrentar a la extrema derecha en Europa o en la alianza (de todos los partidos que han gobernado Brasil hasta la llegada de Bolsonaro) contra Bolsonaro– no producirá otra cosa que desesperación, hartazgo y, lógicamente, la llegada de nuevos Trumps, nuevas Melonis, nuevos LePens, Bolsonaros y Mileis.
Nuestra militancia es una decisión tomada entre estos dos descreimientos: el que procede de la dificultad inmensa de un mundo socialista (nuestro escepticismo parcial) y el que procede de la imposibilidad absoluta de que el capitalismo impida conducir a la barbarie a la inmensa mayoría de la especie humana (nuestro escepticismo total).
Ojo. Quizás no nos lleve a la destrucción «como especie». Hay muchos caminos disponibles para que una pequeña porción de la humanidad persevere. Esto es real. Por eso es entre ingenuo y estúpido pensar que a los capitalistas les esperará el mismo destino que a la mayor parte de los trabajadores. Al menos, no a una porción considerable, sustancial, de los personajes que encarnan el poder burgués.
Hoy el número de milmillonarios duplica la población de Argentina y, sin embargo, son apenas el 1% de la población humana en el planeta. La Segunda Guerra Mundial le costó la vida al 5% de la población de aquel entonces. Hoy sería necesaria una catástrofe mayor para relanzar un nuevo Boom de Posguerra con sus Estados de Bienestar y todo eso que se añora sin asumir (por ignorancia o hipocresía) su originaria gran destrucción previa. Tal vez el capital necesite de algo similar o mayor: el equivalente de la Segunda Guerra sería hoy 350 millones de muertos, la población completa de Estados Unidos, el tercer país más poblado del mundo.
Es cierto que no hay nada que garantice que esta perspectiva ominosa (que cuenta con probados antecedentes históricos) ocurra. Tampoco hay nada que garantice que el capital pueda enfrentar levantamientos en su contra con la misma criminalidad y, sobre todo, con el mismo éxito con que lo ha hecho en el pasado. Ambas son presunciones con antecedentes, pero se menciona mucho la segunda y se disimula bastante la primera.
En el conjunto de los trabajadores que sufrimos los efectos de este sistema, todos tenemos miedo y todos tenemos preocupación. Pero nosotros sentimos un escepticismo mayor sobre alguna virtud real del capitalismo, un escepticismo que compensa largamente las suposiciones sobre la falta de virtudes de la clase trabajadora para, en primer lugar, afirmar su independencia, y, luego, conseguir su triunfo.
Dicho de otra manera y remedando la parábola bíblica del camello, el rico y el ojo de la aguja: nos parece más probable (aunque esta probabilidad sea pequeña) un levantamiento de la clase trabajadora que termine con el capital, a que suceda la extraña paradoja de que el capitalismo –un modelo de acumulación y miseria lanzado hacia el infinito– se detenga solo y nos permita vivir.
¿Y cuál sería entonces nuestra tarea inmediata? (Cuando decimos «nuestra» nos referimos a esos muchísimos grupos como el nuestro que, sin haber podido todavía conectarnos y mejorarnos mutuamente, mantenemos la expectativa y la lucha por la causa la de una sociedad socialista). Nuestra tarea inmediata es insistir sobre algunos compañeros que se cuestionan el progresismo, esa corriente que embellece al capitalismo sin dejar de criticarlo. Y que lo embellece adjudicándole capacidad de regeneración, a pesar de no tener cómo demostrarlo de manera sostenida.
Nuestra tarea es limar –limar en nosotros mismos, a la vez– esa fe en este sistema, esa fe residual pero fe al fin, que permite mantenerse en la expectativa de que, siendo buenos y obedientes, aceptando las opciones progresistas, humanistas, reclamando derechos, lograremos que la lógica del capital se detenga y nos permite al menos sobrevivir.
Casi 35 años después de la Caída del Muro de Berlín y a falta de una alternativa socialista, las afrentas del capital a la población humana han provocado una oleada de terror religioso y violencia narco, un aumento incesante de la trata que alimenta el sistema prostituyente, un aumento cotidianamente palpable de la ignorancia y los prejuicios, una multiplicación de los miserables y los marginados, que motivan nuestro escepticismo y lo fundamentan. Entre la esperanza imposible de que un escorpión cambie su naturaleza y la lucha –no segura ni muy probable– que logre terminar con él por nuestras propias manos, elegimos el protagonismo, la actividad y la apuesta por el futuro.
Nuestra vida es finita. Somos mortales. Y hemos nacido y vivido en una sociedad. Hemos vivido momentos tristes y, quizás, algunos horrendos. Pero también algunas experiencias de satisfacción que nos permiten saber, ciertamente, que la sociedad humana podría ser mucho más feliz barriendo lo que obstaculiza esas posibilidades de satisfacción. Eso que obstaculiza es el funcionamiento del capitalismo, totalmente ajeno a la posibilidad de ser felices.
Nuestra sociedad seguirá más allá de nosotros, de la misma manera en que nos precedió y nos dio cabida. De esa persistencia global de la sociedad humana –y de su posibilidad de mejora y satisfacción– es de lo que no somos en ninguna medida escépticos.
Y esta confianza no se apoya en cada uno de nosotros. Se apoya en todos nosotros.