Imaginemos a un activista antiburocrático y de izquierda de los años 70, que hubiera permanecido (como en la película Good Bye Lenin) en estado de coma durante los últimos 40 años y despertara hoy. E imaginemos que sus compañeros de militancia, sobrevivientes de aquellos años, tuvieran que ponerlo al tanto de la situación actual.
Tendrían que contarle, por empezar, que aquellos indignantes indicadores sociales que habían empujado, casi medio siglo atrás, a nuestro reanimado personaje a luchar, se encuentran hoy agigantados: la pobreza supera el 40% y, de cada 7 argentinos, 1 es indigente. Tendrían que aclarar que, para cerrar cualquier perspectiva de futuro, esas cifras aumentan lúgubres a medida que baja la edad de los compatriotas afectados. Seguramente agregarían que la inflación mensual tiene dos dígitos y que la anual tiene tres. Le dirían que gobierna el peronismo; más precisamente, los herederos directos de quienes ganaron la interna peronista en los 70, en una trayectoria que comienza con la masacre de Ezeiza y culmina con el pacto entre Alfonsín e Isabel para olvidar a todos los muertos de la Triple A.
Si el corazón recién salido del coma resistiera las noticias, le tendrían que contar al viejo militante que, hace pocos días, fue atrapado un funcionario peronista, de la legislatura provincial de Buenos Aires, con las manos en la masa (en la bolsa, en rigor): retirando del banco dinero de decenas de miserables a los que hacen figurar como empleados para quitarles el sueldo a cambio de la cobertura de una obra social. Ante la perplejidad del viejo activista, le explicarían que hoy, en Argentina, tener cobertura de salud es algo bastante excepcional porque el trabajo registrado no abunda y las estadísticas de «ocupación» se refieren, en general, a amplias franjas de negreados y precarizados (y esto incluye al propio Estado como patrón negrero y precarizador). Le explicarían también que detrás de Chocolate Rigau, el recaudador, están los jueces –designados por senadores peronistas a lo largo de décadas– que con admirable velocidad intentan cerrar la causa. Y está también el Jefe de Gabinete de la provincia de Buenos Aires, quien en medio de la debacle social del país se hallaba navegando el Mediterráneo en un yate lujoso, tomando champán con una nueva novia.
Si las piernas y la energía del viejo militante se lo permitieran, seguramente se pondría de pie y preguntaría dónde están realizándose las movilizaciones, cuáles son las fuerzas convocantes, qué está haciendo la CGT y cuál es el grado de violencia de los enfrentamientos callejeros. Los amigos de nuestro personaje se verían obligados a responderle que no ocurre nada de eso. Que, por el contrario, ellos están haciendo campaña para que sea presidente el ministro de economía del actual gobierno, el de los indicadores africanos. Que agitar esta campaña implica algunos sacrificios como, por ejemplo, permitir que el lugar donde cremaban los cuerpos de algunos de los compañeros desaparecidos en el campo de entrenamiento de la ESMA –seguramente algunos conocidos de nuestro viejo militante– sea convertido en un campo deportivo del club River Plate, pero que no lo denuncian, como no denuncian los muertos de la Triple A ni la negativa estatal a abrir los archivos de la dictadura porque, en este momento–se justificarían ante el viejo militante–, ellos están «del mismo lado de la grieta» que el actual gobierno.
Si nuestro personaje no recayera en el coma tras ver a sus antiguos compañeros de lucha haciendo campaña por el ministro hambreador y les preguntara «¿Por qué?», seguramente le responderían: «Porque hay una amenaza fascista». Entonces el curtido militante setentista demandaría conocer la cantidad de detenidos, el número de víctimas en los enfrentamientos, el cuadro de ataques a locales partidarios y sindicatos. Preguntaría por los espacios de poder conquistados por el fascismo naciente, «¿Hay un rector de la Universidad de Buenos Aires como Ottalagano? ¿El gobernador de la provincia de Buenos Aires trabaja con los servicios, como Vitorio Calabró? ¿El espacio de ultraderecha cuenta con grupos de choque organizados, como la JPRA, el CdeO, la JSP o la CNU?1»
Sus viejos compañeros responderían que no. «PERO», agregarían de inmediato, «el candidato del fascismo es muy hábil para hablar en televisión y expresar el enojo de una amplia franja de trabajadores que lo apoyan desconociendo que aplicará un ajuste brutal». Consternado, el militante anacrónico se esforzaría por comprender la caracterización:
―¿Un ajuste brutal? ¿Peor que el actual?
―Sí, va a ser peor. Lo sabemos porque él dijo que va a ser peor. Sin embargo, la gente enojada lo sigue.
―¿Y por qué no nos sigue a nosotros?
―Porque nosotros nos negamos a enfrentar al gobierno actual en el presente. Nosotros luchamos contra las amenazas del futuro.
La cultura política de la izquierda progresista
A nosotros, militantes socialistas, aunque no coincidimos en absoluto con el apoyo de la izquierda progresista a la campaña presidencial del ministro burgués hambreador, no nos sorprende la posición que asume. Porque, lejos de provocar una ruptura, cierta cultura política (que tratamos de esbozar en la ficción precedente) establece una continuidad y una justificación del pasado con el presente para la izquierda progresista.
Por «cierta cultura política» nos referimos a una matriz de interpretación de los hechos que organiza lecturas y, por ende, intervenciones. Esa matriz es común a toda la izquierda progre y permanece a lo largo de décadas. Y lo que es más importante: esta cultura política obtura el desarrollo de una corriente socialista y entrega los mejores esfuerzos militantes al campo de la burguesía.
Hay una forma de realizar la interpretación –la forma que nos esforzamos por ejercitar– que consiste en tomar elementos dados e inmediatos de la realidad para inteligir un sentido más amplio, más profundo, más fundamental, más totalizador. Para esta forma, lo no evidente contiene y completa lo evidente, que no es un error sino una parte del todo. La apariencia, aquí, no es incorrección sino incompletud, no es pura falsedad sino parte de la verdad. Y la interpretación correcta debe mantener lazos rastreables con la apariencia, con la parcialidad, con el dato duro. Con ese fin los militantes solían leer los diarios burgueses: para anoticiarse y, mediante el análisis de esas noticias, construir síntesis abarcadoras que permitieran comprender la situación general.
En cambio, para esa cierta cultura política, su peculiar manera de interpretar es el primer rasgo que nos llama la atención. Porque implica una ruptura entre lo visible, lo legible y su verdad. Se trata de un método análogo al de las agencias de lotería, que asigna números (del doble cero al 99) al contenido de los sueños: el 39 es «la lluvia»; el 14 es «el borracho»; el 83, «mal tiempo»; el 48, «el muerto que habla». Nadie podría descubrir esa relación entre un número y un sueño sin poseer la tabla de correspondencias. Así, la interpretación consiste en aplicar una esquema confeccionado previamente. Una tabla que prevé la totalidad de los eventos futuros.
A pesar del pobre beneficio económico que obtienen los jugadores y del contrastante gran negocio que es el juego para los capitalistas (basta ver cómo vive el ahora ex Jefe de Gabinete de Kicillof para tener una idea), esa manera de interpretar permanece inconmovible. La obvia realidad de su precaria eficacia no conmueve a los interpretadores por clave numérica. Mantienen la asiduidad de las visitas a la agencia y juegan, testarudamente, con acuerdo a lo que sus sueños significan en guarismos. Quien sueña con un diluvio y juega el 39 pero sale el 83, no cuestionará la lógica de la tabla sino el mal uso de ella: era «mal tiempo», no «la lluvia». Si los hechos no se avienen a la verdad revelada por las claves, el error está en los hechos. O en el uso de las claves. La tabla nunca se equivoca.
Ahí tenemos una característica notable de esta modalidad de lectura: la escisión entre quienes saben leer lo que sucede y los que –por ignorancia de las claves correctas– se dejan engañar por lo que pasa a su alrededor; entre quienes son capaces de ver el futuro en la palma de las manos y los que ramplonamente sólo ven allí pliegues de la piel; entre quienes saben lo que Milei va a hacer y los que sufren lo que el peronismo les está haciendo.
El ritual de la mesita
El estilo interpretativo de esta cultura política, propio de la izquierda progresista, tiene una necesidad: negar la experiencia de la vida cotidiana. No es posible cuestionar, desmentir o corregir la «tabla de correspondencias» preconcebida porque, de entrada, se rechazó la validez de la percepción inmediata, del día a día. Lo cual garantiza la imposibilidad de cualquier aprendizaje. El conocimiento de la realidad no tendrá su fuente en el ejercicio mental que procesa el contacto con las cosas, sino en una revelación obtenida por quienes saben aplicar las claves de la tabla. En suma, se trata de un pensamiento religioso que desprecia lo cotidiano en tributo a lo sagrado. Veamos esto con un ejemplo.
Nuestro primer artículo de fe que compone el dogma religioso de la izquierda progresista es el llamado «estado de excepción». Invisible a los ojos como todo lo esencial según El Principito, el común de los mortales no lo percibe porque el «estado de excepción» es como una «depresión subclínica»: le permite a alguien ser feliz y disfrutar de la vida porque ese alguien desconoce que en verdad está profundamente deprimido. Imperceptible pero real, el «estado de excepción» es la noción apropiada para las amenazas fascistas y los «golpes blandos» que, en todo momento y en todo lugar, asolan o acechan a las democracias burguesas latinoamericanas. «Estado de excepción» califica a un régimen que no se parece al que efectivamente se vive. Pero supongamos que sea así, que sea inminente la llegada de un gobierno fascista, violenta ultraderecha rancia y antiobrera. ¿Qué hace un militante de izquierda ante esa verdad amenazante, sensorialmente inexperimentable para los trabajadores comunes pero infaliblemente entrevista en por el análisis esclarecido del militante de izquierda? ¿Qué hace? Poner la mesita. Porque la característica saliente de una interpretación mágica es no ser tomada en serio por los propios hechiceros. Como es mágica, religiosa, convoca a organizar rituales, no a intervenir con objetivos. Y mucho menos a realizar balances o autocríticas.
Por su parte, el conjunto de la población trabajadora, desprovista del acceso a la interpretación revelada, jamás consigue coincidir con esa lectura. No consigue comprender que sea tan terrible realizar un acto simbólico que niegue la actuación criminal de la dictadura pero que, al mismo tiempo, sea insignificante realizar el acto concreto que entrega un espacio de la verdad y la memoria al pisoteo de la práctica deportiva y los negocios privados. Le falta la clave mágica para el entendimiento. No consigue alcanzar la profunda interpretación que distingue al desaparecido de Macri, Santiago Maldonado, de los desaparecidos peronistas: los de la Triple A, Julio López, Luciano Arruga, Astudillo Castro, Cecilia Strzyzowski… Carente, entre tantas carencias, de la misteriosa clave interpretativa, el grueso de los trabajadores no consigue distinguir por qué Milei es «anti derechos» cuando despliega un discurso contra el aborto, pero Cristina Fernández es feminista habiendo combatido efectivamente contra la legalización del aborto, desde el gobierno (no desde el discurso), durante más de una década. Al desconocer la existencia y el empleo de aquella tabla de correspondencias preconcebida, una enorme masa de trabajadores se ve incapaz de comprender por qué una intangible miseria brutal que amenaza desde el futuro es peor que la miserable y brutal vida cotidiana que experimenta en el presente.
Una cultura que oscurece
Todo esto puede parecer absurdo a la razón y, sin embargo, no lo ve absurdo la inmensa mayoría de los militantes de izquierda. No es que desconozcan los datos, los hechos, los fenómenos. Es que la tabla de correspondencias que utiliza obliga al acomodo forzoso de esos datos, hechos, fenómenos en un lugar que los esteriliza políticamente. Como ocurre con la predestinación –y no puede ser de otra manera una clave mágica de lectura de la realidad–, se abandona cualquier intento de evangelizar: si no hay manera de leer e interpretar qué intervenciones exige la realidad, sólo la gracia divina nos predestina a la salvación, a la liberación nacional o el socialismo. Lo mismo da. La pregunta por el fracaso y por la insignificancia política no debe desmentir, cuestionar, corregir, tocar ni siquiera rozar la clave de interpretación.
Lo que intentaremos hacer en una serie de notas, entonces, será desmontar algunos componentes de esta cultura política religiosa. En principio, diremos que se trata de una cultura política que ha sufrido una mutación gatopardista: ha cambiado para no cambiar. Porque su origen se remonta a otro mundo. No a otro planeta sino a este pero casi un siglo atrás. Los textos que ordenan la matriz interpretativa de esa cultura no pueden ser confrontados con la realidad actual de la Argentina porque fueron elaborados para responder a otra realidad: la de Europa en la década de 1930. De ahí que nuestra primera escala sea un término que ya mencionamos y que Walter Benjamin trabajó al final de esa década y al final trágico de su vida: «Estado de excepción».
Para introducirnos a la genealogía del «Estado de excepción», que desarrollaremos en el próximo artículo, recordemos que la epidemia de coronavirus tuvo en 2020 una primera sede europea: Italia. El gobierno, inmediatamente, adoptó medidas restrictivas en relación a ciertas libertades ciudadanas. Giorgio Agambem, un filósofo político italiano que estudió la obra de Benjamin y desarrolló el concepto de «Estado de excepción», fue coherente con su propia obra –algo inusual entre quienes vociferan la llegada del fascismo y la tragedia– y denunció que el único y verdadero problema era el avance sobre las libertades civiles, no la enfermedad y la muerte. En su artículo «La invención de una epidemia. El temor a contagiarse de otros, como otra forma de restringir libertades», publicado en Quodlibet.it el 26 de febrero de 2020, observó:
Frente a las medidas de emergencia frenéticas, irracionales y completamente injustificadas para una supuesta epidemia debido al coronavirus, es necesario partir de las declaraciones de la CNR [Consejo Nacional de Investigación], según las cuales no sólo «no hay ninguna epidemia de SARS-CoV2 en Italia», sino que de todos modos «la infección, según los datos epidemiológicos disponibles hoy en día sobre decenas de miles de casos, provoca síntomas leves/moderados (una especie de gripe) en el 80-90% de los casos». En el 10-15% de los casos puede desarrollarse una neumonía, cuyo curso es, sin embargo, benigno en la mayoría de los casos. Se estima que sólo el 4% de los pacientes requieren hospitalización en cuidados intensivos.
Si esta es la situación real, ¿por qué los medios de comunicación y las autoridades se esfuerzan por difundir un clima de pánico, provocando un verdadero estado de excepción, con graves limitaciones de los movimientos y una suspensión del funcionamiento normal de las condiciones de vida y de trabajo en regiones enteras?
Dos factores pueden ayudar a explicar este comportamiento desproporcionado. En primer lugar, hay una tendencia creciente a utilizar el estado de excepción como paradigma normal de gobierno. El decreto-ley aprobado inmediatamente por el gobierno «por razones de salud y seguridad pública» da lugar a una verdadera militarización «de los municipios y zonas en que se desconoce la fuente de transmisión de al menos una persona o en que hay un caso no atribuible a una persona de una zona ya infectada por el virus». Una fórmula tan vaga e indeterminada permitirá extender rápidamente el estado de excepción en todas las regiones, ya que es casi imposible que otros casos no se produzcan en otras partes. […]
La desproporción frente a lo que según la CNR es una gripe normal, no muy diferente de las que se repiten cada año, es sorprendente. Parecería que, habiendo agotado el terrorismo como causa de las medidas excepcionales, la invención de una epidemia puede ofrecer el pretexto ideal para extenderlas más allá de todos los límites.
El otro factor, no menos inquietante, es el estado de miedo que evidentemente se ha extendido en los últimos años en las conciencias de los individuos y que se traduce en una necesidad real de estados de pánico colectivo, a los que la epidemia vuelve a ofrecer el pretexto ideal. Así, en un círculo vicioso perverso, la limitación de la libertad impuesta por los gobiernos es aceptada en nombre de un deseo de seguridad que ha sido inducido por los mismos gobiernos que ahora intervienen para satisfacerla.
El artículo fue recogido en Sopa de Wuhan, un libro compilado durante ese mismo año a partir de varias intervenciones sobre el tema. Entre ellas, la de Jean Luc Nancy, amigo de Agamben, quien tendió con cariño un piadoso manto de comprensión sobre la burrada de Agamben y sobre el tipo de pensamiento que la inspira:
No hay que equivocarse: se pone en duda toda una civilización, no hay duda de ello. Hay una especie de excepción viral –biológica, informática, cultural– que nos pandemiza. Los gobiernos no son más que tristes ejecutores de la misma, y desquitarse con ellos es más una maniobra de distracción que una reflexión política. Recordé que Giorgio es un viejo amigo. Lamento traer a colación un recuerdo personal, pero no me distancio, después de todo, de un registro de reflexión general. Hace casi treinta años, los médicos me juzgaron para hacer un transplante de corazón. Giorgio fue una de las pocas personas que me aconsejó no escucharlos. Si hubiera seguido su consejo, probablemente habría muerto tarde o temprano. Uno puede equivocarse. Giorgio sigue siendo un espíritu de finura y bondad que puede ser llamado –sin ironía– excepcional.
Las personas caían muertas ante sus ojos pero el agitador del «Estado de excepción» no lo veía. Veía, eso sí, una confirmación de sus ideas, aun cuando la realidad las negaba. Agamben se muestra, así, como un filósofo que sueña para jugar a la quiniela con una tabla de correspondencias. Pero lo más curioso del asunto es que precisamente aquello que más nos interesa a los seres humanos (vivir y reproducir la vida para luego desplegar, o intentarlo al menos, todas sus potencialidades) es, para los partidarios del «Estado de excepción», lo que ya está dado, lo que no se encuentra bajo amenaza.
He aquí la primera conclusión: se trata de una cultura política en la que los hechos materiales, la vida y su reproducción, no importan tanto. Porque lo verdaderamente importante son los dichos, las libertades abstractas y las intenciones.
En las crisis y la emergencia es más necesario pensar, no menos
Quizás parezca extraño que en una situación tan crítica como la que describimos al comienzo dediquemos tantas líneas a una manera de pensar, a una cultura. Pero sucede que esa cultura es una extendida respuesta a esta situación, una respuesta que cierra todos los caminos posibles a una salida que beneficie al conjunto de los trabajadores.
Si la parte más culta y educada de la clase obrera, si su vanguardia, en lugar de interpretar las razones que explican ese movimiento de amplios sectores abandonados por la sociedad y su Estado, de grandes masas de trabajadores cuya vida depende de su esfuerzo individual volcados a la política más individualista; si en lugar de esa interpretación y una política acorde, insiste en tratarlos de idiotas, suicidas e incapaces, no sólo está negando el efecto embrutecedor y degradante del capitalismo –una de las principales causas por las que lo combatimos– sino que está profundizando la grieta que impide la unidad de la clase trabajadora. Elegir al burgués menos facho o elegir al burgués más enojado, lo mismo que elegir al burgués menos atado a burgueses extranjeros, no difiere demasiado. El único punto de encuentro de todas las fracciones de la clase trabajadora, en este momento, es el rechazo y la desconfianza.
Las cosas que suceden a nuestro alrededor nos señalan ese cauce. No se trata de que ellos, los votantes de Milei, no entienden. Se trata de que los votantes de Massa entienden menos, porque poseen más recursos y los malgastan en afirmar su superioridad moral, en lugar de usarlos para debilitar a la burguesía y sus candidatos.
Los socialistas no podemos torcer el rumbo de esta elección pero podemos señalar un futuro y acumular fuerzas en una vanguardia que sepa qué quiere. Que no es otra cosa que el socialismo, mucho más que la ruptura con el FMI. Mucho más. Algo tan grande y novedoso como lo que Milei propone y con lo que logró atraer el apoyo de millones de trabajadores. Millones a los que no les preocupa lo que ya tienen (las libertades, incluyendo, en primer lugar, la de morirse de hambre) sino lo que les falta: el laburo, el ingreso, la salud, la educación, la seguridad. Eso que el Estado burgués miente, desde hace años, que brinda.
Imagen principal: Fotograma de la película Pi (1998), cuyo título en España agregó la aclaración: «Fe en el caos».
NOTAS:
1JPRA: Juventud Peronista de la República Argentina. CdeO: Comando de Organización. JSP: Juventud Sindical Peronista. CNU: Concentración Nacional Universitaria. Ver «La ultraderecha en el gobierno justicialista de 1973-1976: Triple A, Juventud Peronista de la República Argentina y Concentración Nacional Universitaria», de Federico Marongiu, 2007.