EL ARTE DEL TROTSKISMO: ¿Cómo se supone que el arte sería un factor de cambio?

Pocos años atrás, el IPS publicó un libro alrededor del Manifiesto por un Arte Revolucionario Independiente surgido de un encuentro, ya legendario, entre León Trotsky, el escritor francés André Bretón y el pintor mexicano Diego Rivera, en México, durante 19381. Este encuentro y el texto allí producido, no así la tan rimbombante como inocua Federación Internacional por un Arte Revolucionario Independiente (FIARI), representan un hito crucial dentro de una tradición romántica más general: la del arte como motor plausible del cambio social. De ser así, la actividad política socialista y la actividad artística se podrían colocar a la par, y la actividad artística y cultural merecería credenciales especiales (una «asamblea» como forma organizativa particular no integrada en las organizaciones partidarias). Hay una versión restringida y plenamente nacionalista de esta expectativa que dejaremos de lado. Aquí sólo tomaremos en cuenta esta concepción en la que el revolucionario socialista y el artista surrealista se encuentran en pie de igualdad, en una metáfora muy lograda del contenido que producirán.

Vale aclarar, aunque parezca sonso, que no vamos a negar que el arte cambie la vida en muchos aspectos. También lo hace el azúcar. Pero no estamos tratando de una experiencia luego de la cual ya no soy el mismo, porque toda experiencia (artística, gastronómica o atmosférica) nos modifica en algo. Sino de los vectores posibles y eficientes para un cambio socialista. De hecho, nuestra concepción socialista consiste en invertir los términos: para el disfrute pleno de todas esas experiencias que nos cambian favorablemente es necesario cambiar el sistema que las escamotea de manera creciente, al empobrecernos a nosotros y, también, al empobrecerlas a ellas.

Este debate, como señalamos, se clarifica mucho más en el presente. En primer lugar, por el profundo proceso de proletarización de las actividades culturales y artísticas, en las que pasaron de emprendimientos particulares, artesanales, propios de la pequeño-burguesía, a ser trabajos asalariados bajo las condiciones generales de contratación. En segundo término, porque esa proletarización viene de la mano de la irrupción de la gran industria. Lo que invierte la pregunta, ya no si los artistas y los trabajadores de la cultura son capaces de cambiar el mundo para mejor, porque lo que está en duda es si, al menos, son capaces de sobrevivir realizando las tareas actuales.

Podemos encontrar la tensión entre estas dos concepciones en el prólogo de Eduardo Grüner al mencionado libro. El texto expone exquisitamente una contradicción profunda de ese territorio de la vida social que denominamos arte y cultura:

ese gusto «medio», librado a su mera espontaneidad, apuesta a la gratificación fácil de un arte tranquilizador y de problematizado, aparentemente «natural», productor de ese tibio e inmediato placer que da lo que Adorno y Horkheimer llaman un efecto de reconocimiento (falso, desde ya), ajeno a toda complejidad, tanto creativa como interpretativa.

Y si esa concentración en el efecto de (falso) reconocimiento espontáneo –homólogo, irónicamente, al de la industria cultural capitalista– lo que opera ideológicamente, tanto en el capitalismo como en el «socialismo real», a favor de la conformidad con el «relato» sobre la realidad, de forma tal que el arte no se diferencia de la «realidad». Cuando en rigor de verdad, es esa radical diferencia (más allá del contenido ideológico explícito o no) la que hace a la dimensión objetivamente crítica de la obra de arte: a lo que Ernst Bloch hubiera denominado su carácter auténticamente utópico –en el mejor sentido del término– es decir, su capacidad de mostrar que otras realidades son imaginables, y que no es forzoso conformarse la actualmente existente. El arte puede ser así –siempre según Bloch– la memoria anticipada de una vida mejor. El arte, casi podríamos decir que por definición es anti-posibilista: es –para recurrir a otra definición de Adorno– el producto antisocial de la sociedad, hoy puesto que su «función» (aunque esa palabra sea tan fea) es la de someter a una crítica profunda la propia sociedad que lo ha producido. Eso es obviamente lo que no hizo el «realismo socialista», y en cambio sí es el lugar que ocuparon en la modernidad tardía las vanguardias o el denominado arte autónomo.

Ahora bien, todo esto plantea un problema enorme, tanto estético como político. Por un lado, las formas artísticas que trabajan con el «efecto de reconocimiento» pueden tener una rápida llegada a las masas, pero al precio de traicionar (o por lo menos renunciar a) esa productividad utópico-crítica a que aludíamos. Por el otro, las formas artísticas que se mantienen fieles a esa productividad pagan el precio, en la cultura moderna burguesa, de estar necesariamente destinadas a una minoría intelectualmente sofisticada y preparada para aquella «complejidad interpretativa». El propio Adorno era consciente de que si no se quiere recaer en la primera falacia –la de una suerte de «populismo» cultural que en el fondo confirma la mediocridad promedio de la industria cultural o en la «cultura de masas» (que es algo muy diferente a la auténtica cultura popular)– no queda más remedio que acantonarse, en términos estrictamente estético-culturales, en un paradójico elitismo de izquierda. Este es un dilema que bien podríamos calificar de trágico, en el sentido de que no tiene solución posible dentro de los límites del sistema dominante (sea el capitalista o el «socialista» burocrático). [12-3]

Esa tensión –entre la producción de un fácil reconocimiento para un público embrutecido y la inaccesible complejidad elevada para restringidos destinatarios– no hace más que profundizarse por una combinación que la teoría socialista ha previsto hace más de un siglo. Por un lado, el conocimiento, el saber hacer humano, es crecientemente trasladado del individuo a la máquina colectiva. El producto se vuelve más complejo en su elaboración y más simple en su resultado y, además, en la medida que requiere mayores mercados para realizar su venta, rebaja su costo unitario. Esta ampliación del mercado de algunos capitalistas mediante la incorporación de tecnología expulsa capitalistas que son llevados a la quiebra y, sobre todo, expulsa trabajadores desplazados por la mayor productividad. Cuando esto se generaliza, se alcanza cierto punto de la vida social en que estos trabajadores ya no tienen otro patrón que los contrate y pasan a engrosar la población sobrante para el capital. Población envilecida y embrutecida, es decir, carente de educación y de posibilidades de acceso a la experiencia del arte y la cultura.

Todo consumo social requiere de cierto grado de educación y conocimientos. Hasta para comer afuera es necesario haber adquirido el conocimiento de cómo proceder en un restaurante, cómo se realiza el pago con los sofisticados productos tecnológicos adecuados, cuál es el protocolo para comer y beber educadamente… Todo lo cual conduce a incrementar el disfrute y mejorar la digestión, a menos que falte esa educación. Y no se trata de convenciones vacías, sino de convenciones plenas de satisfacción, utilidad y buen provecho.

En el territorio específico de los consumos culturales y artísticos, esto adquiere mayor relevancia, porque se trata del sentido con mayor profundidad y complejidad que en otros consumos, pero también y en mayor medida, porque se trata de la sensibilidad, de la educación de los sentidos. Los seres humanos no sólo hemos evolucionado hacia la tolerancia a la lactosa, que amplía posibilidades sociales, sino hacia la distinción de los semitonos, que amplía el disfrute estético. Pero la primera, afirmada en los genes, es más permanente que la segunda, que exige educación y práctica. En resumen, el arte no puede, como el Barón de Munchausen, tomarse a sí mismo de su coleta y elevarse. Requiere una sociedad que eduque a sus miembros. Y, en este momento histórico, la sociedad capitalista no quiere, porque no lo necesita, realizar esa tarea.

Por eso el problema más general del texto es que insiste en una paridad irreal y contraproducente entre la política y el arte, la estructura social objetiva y el placer sensible significativo, entre los modos de reproducción de la fuerza de trabajo y las particularidades de un componente, necesario, pero no más determinante, de esa reproducción.

Y aunque en la cita del prólogo se afirma que la palabra función es fea (sin explicar por qué), pocas páginas más adelante nos encontramos con que se le asigna al arte ¡una función! Sólo que esa función es abusivamente limitada y limitante. Su función es política: proponer un mundo mejor, hacerlo de manera desfigurada, y a la vez instalar un malestar:

el arte está generando un contraste, un conflicto con la realidad actual, sin pretender ni sustituirla ni poder transformarla. Es decir: está generando, en el mejor sentido del término, un malestar ante la percepción de la distancia entre lo deseable/posible y lo real. [23]

Hay una oposición planteada al comienzo, un «dilema trágico» que «no tiene solución posible», entre arte y política. Pero allí donde, a nuestro juicio, nos encontramos con la limitación intrínseca del arte y la cultura dentro del capitalismo, es decir, con su dependencia de las condiciones generales que lo hacen posible, el texto nos propone una pirueta extravagante: que el arte y la cultura se ocupen de mostrar lo que no se sufre, no se ve ni se comprende.

Y, finalmente, Grüner cita un párrafo del Manifiesto que explicaría cómo puede funcionar esa apuesta:

El capitalismo en decadencia es incapaz de asegurar siquiera las condiciones mínimas necesarias para el desarrollo de aquellas corrientes artísticas que, en cierta medida, satisfacen las necesidades de nuestra época. Cualquier palabra nueva lo aterroriza supersticiosamente. [30]

Se trata de un acendrado prejuicio romántico: el arte y la cultura se llevan mal con la desigualdad y la injusticia. Por lo que su mera existencia sería progresiva, cáustica y revulsiva para el orden establecido. Sin embargo, no hay evidencia alguna que sirva para sostener semejante cosa. Probablemente, si este rasero se pasara sobre la cultura universal, pretérita y actual, no quedaría prácticamente nada en pie, representaría un embrutecimiento sin precedentes. Por eso el prologuista corrige una de las afirmaciones centrales del texto que se publica al agregar lo siguiente:

En verdad, no fue tan así. Después de la II Guerra el capitalismo demostró una notable maleabilidad para absorber (entre varias otras cosas) muchas de las corrientes artísticas que se proponían «aterrorizarlo». Las vanguardias como el surrealismo, que se apresuraron a postular que podían liquidar para siempre lo que llamaban la institución-arte, terminaron colgadas en las paredes de los museos (paradigma de «institución-arte» si los hay). El gran error de los surrealistas –mucho más grande que el de Trotsky, ciertamente, y un error en el que Trotsky nunca podía haber caído– fue el que repetidamente hemos venido señalando: creer que la «vida» puede cambiarse a partir del arte. Como decíamos antes, ellos fueron del arte a la política y no de la política (revolucionaria) al arte.

Como sea, la industria cultural capitalista se transformó, en la segunda posguerra, en una formidable maquinaria no sólo de cooptar al arte «resistente», sino de producir todo tipo de «novedades» estéticas haciéndolas entrar en la lógica globalizada de la producción de mercancías. [30-1]

Corrección que nos devuelve a nuestra inquietud inicial: ¿Para qué publicar textos cuya utilidad ha caducado porque el mundo no es el que se describe en ellos?

hoy ya no hay lugar para las vanguardias […] ¿Por qué nos importa terminar nuestro texto diciendo esto? En cierto modo estamos «abriendo el paraguas», como se dice vulgarmente. Porque algún/a lector/a apresurado/a que conozca medianamente el «estado de situación» del arte actual podría suponer que volver a publicar hoy el Manifiesto por un Arte Revolucionario Independiente, conjuntamente con los otros documentos que lo acompañan en este volumen es una suerte de anacronismo muy poco útil. O, en el mejor de los casos un ejercicio «arqueológico», sin duda interesante, pero como materia de historiadores o críticos ultra-especializados. [32]

Justamente, las fuerzas en juego en aquel momento (hace 86 años) ya no están vigentes: ni el realismo socialista (ni siquiera su matriz, la URSS) ni las vanguardias (mucho menos su carácter anti-institucional). Pero tampoco se han mostrado como aciertos sus análisis, diagnósticos y predicciones:

De lo que hay que volver a hablar hoy –y de allí no solamente la «vigencia», sino la renovada e intempestiva actualidad del Manifiesto– es de la relación (complejísima tanto teórica como políticamente, y por eso tanto más apasionante) entre la independencia del arte –por la revolución– y la revolución –por la liberación definitiva del arte– con la que culmina el Manifiesto. Evidentemente, hoy ya no tenemos el problema del «realismo socialista», ni del «socialismo real» que levantaba como absurda –y maligna– bandera estético-cultural. [32]

Por eso el libro (de 363 páginas) es necesario, porque:

Pensar, una y mil veces, la relación arte/revolución es, entonces, una gran tarea civilizatoria. [33]

Justamente, si queremos pensar, entonces es necesario desestimar lo que confunde. Desde el título del Manifiesto hay dos términos que no aportan claridad y sí mucha confusión: «independiente» y «revolucionario». Tal como explica el propio texto introductorio, el carácter revolucionario que se le puede atribuir al arte (una supuesta «productividad crítico utópica») se ve impedido de alcanzar el éxito por su inaccesibilidad («elitista», anota Grüner) para las masas explotadas y embrutecidas. Por eso la conjunción «arte revolucionario» (cuando se ha abandonado la idea estalinista del «contenido») sólo puede traer equívocos y problemas. O bien –y queremos destacar esta conjetura– se trata de un guiño para las Asambleas de Intelectuales, Asambleas Culturales y otras formas excepcionales de agrupamientos de seres excepcionales2.

Por otro lado, la palabra «independiente» no es menos tortuosa. ¿Independiente de qué? ¿Del estalinismo? Se hundió hace 35 años. ¿Del Estado burgués? La mayoría de los reclamos de «los trabajadores de la cultura» van en sentido contrario, reclamando el sostén del Estado, no la independencia: reclaman que el conjunto de la población sostenga obligadamente emprendimientos culturales y artísticos que esa misma población se niega a sostener pagando sus entradas, comprando sus libros, sus discos o sus obras. ¿Independiente del capitalismo? No existe ese «afuera» del sistema social total. Basta recorrer las notas de La Izquierda Diario para encontrar falseada la supuesta ambición de independencia:

Es importante destacar que la principal fuente de financiamiento del INCAA se integra con un impuesto del 10% sobre el precio de las entradas de cine, el 10% del precio de venta de «videogramas grabados» y el 25% de la recaudación del Ente Nacional de Comunicaciones (Enacom), a partir del impuesto a la facturación de los canales de TV y servicios de cable, y otros ítems menores. El INCAA posee fondos virtuosos que no implican un gasto por parte del Estado Nacional.3

Y la coordinación del sector frente al ataque que significa el DNU y la ley ómnibus que cierra el Fondo Nacional a las Artes, el Instituto Nacional del Teatro, desfinancia las bibliotecas populares, el INAMU, la CONABIP, el INCAA, y el Fomeca. Además de despedir miles de trabajadores de las distintas dependencias del Estado.4

Con este triunfo del ingenio para los juegos semánticos:

Las editoriales independientes sobreviven por sus propios medios. A diferencia de otras provincias o políticas de orden nacional, no existen subsidios ni líneas de crédito ni estímulos a través de ediciones conjuntas.5

«Las editoriales independientes sobreviven por sus propios medios»… ¿No sería, con plena exactitud, el carácter distintivo de algo independiente no depender, o sea, sobrevivir «por sus propios medios»? Sin embargo, todos sabemos que tales editoriales son pequeños emprendimientos comerciales (no importa cuánto amor y capacidad se ponga en ellos) que requieren subsidios del Estado burgués para sobrevivir a la competencia. Resabios de un mundo en extinción: la cultura en formato artesanal. El libro publicado por el IPS recupera textos escritos cuando el proceso de industrialización de la cultura era incipiente y los publica ahora, en tiempos en que no es posible saber a qué fuerzas «artísticas independientes y revolucionarias» asignarles las tareas del Manifiesto.

No somos de los que plantean incorrecto o innecesario hacerle reclamos al Estado burgués. Tampoco somos de los que suponen que cada demanda popular adquiere carácter transicional. Estamos de acuerdo en sostener reclamos al Estado burgués que pudieran resultar en algún beneficio para la clase trabajadora. Pero, así como no calificamos a la lucha salarial como «independiente» o «revolucionaria», tampoco le adjudicamos a los problemas de otros sectores ligados a la reproducción humana facultades y potencias que no poseen.

Dicho de otra manera: mientras el PTS considera interesante abordar el tema del arte y la cultura con un manifiesto en defensa del artesanado que data de 1938, nosotros preferimos hacer el intento de pensar a partir de estos dos fragmentos de El Capital, una obra más vieja y, a la vez, más actual. El primero nos permite remitir lo que caracteriza al arte y la cultura, fundamentalmente, a una parte del valor de la fuerza de trabajo, cuya determinación encierra un elemento histórico y moral:

Por lo demás, hasta el volumen de las llamadas necesidades imprescindibles, así como la índole de su satisfacción, es un producto histórico y depende por tanto en gran parte del nivel cultural de un país, y esencialmente, entre otras cosas, también de las condiciones bajo las cuales se ha formado la clase de los trabajadores libres y por tanto de sus hábitos y aspiraciones vitales. Por oposición a las demás mercancías, pues, la determinación del valor de la fuerza laboral encierra un elemento histórico y moral. Aun así, en un país determinado y en un período determinado, está dado el monto medio de los medios de subsistencia necesarios.6

Ese elemento varía constantemente, en buena medida porque el desarrollo del capital tiende a embrutecer a una parte de los trabajadores que emplea:

Hemos visto que la gran industria suprime tecnológicamente la división manufacturera del trabajo, con su anexión vitalicia y total de un hombre a una operación de detalle, mientras que a la vez la forma capitalista de la gran industria reproduce de manera aún más monstruosa esa división del trabajo: en la fábrica propiamente dicha, transformando al obrero en accesorio autoconsciente de una máquina parcial: en todos los demás lugares, en parte mediante el uso esporádico de las máquinas y del trabajo mecánico, en parte gracias a la introducción de trabajo femenino, infantil y no calificado como nuevo fundamento de la división del trabajo. La contradicción entre la división manufacturera del trabajo y la esencia de la gran industria sale violentamente a la luz. Se manifiesta entre otras cosas, en el hecho terrible de que una gran parte de los niños ocupados en las fábricas y manufacturas modernas, encadenados desde la edad más tierna a las manipulaciones más simples, sean explotados a lo largo de años sin que se les enseñe un trabajo cualquiera, gracias al cual podrían ser útiles, aunque fuere en la misma manufactura o fábrica. En las imprentas inglesas, por ejemplo, anteriormente tenían lugar, conforme al sistema de la vieja manufactura y el artesanado, un pasaje de aprendices desde los trabajos más fáciles hasta los más complejos. Recorrían un curso de aprendizaje hasta convertirse en impresores hechos y derechos. Saber leer y escribir era, para todos, un requisito del oficio. Todo esto se modificó con la máquina de imprimir. La misma emplea dos tipos de obreros: un obrero adulto que vigila la máquina, y asistentes jóvenes, de 11 a 17 años, cuya tarea consiste exclusivamente en introducir en la máquina los pliegos en blanco o en retirar de la misma los pliegos impresos. En Londres, principalmente, ejecutan esa tarea agobiadora a lo largo de 14, 15, 16 horas interrumpidas durante varios días a la semana, ¡y a menudo hasta 36 horas consecutivas, sin más que 2 horas para la comida y el sueño! Gran parte de ellos no saben leer, y por regla general son criaturas extremadamente salvajes y anormales. [589-90]

Y, simultáneamente, a realizar la producción de manera crecientemente colectiva y coordinada, aboliendo los misterios y saberes del trabajo artesanal:

Lo que es válido para la división manufacturera del trabajo dentro del taller, también lo es para la división del trabajo en el marco de la sociedad. Mientras la industria artesanal y la manufactura constituyen el fundamento general de la producción social, es una fase necesaria del desarrollo de la subsunción del productor en un ramo exclusivo de la producción, el descuartizamiento de la diversidad de las ocupaciones ejercidas por dicho productor. Sobre ese fundamento, cada ramo particular de la producción encuentra empíricamente la figura técnica que le corresponde, la perfecciona con lentitud y, no bien alcanza cierto grado de madurez, la cristaliza rápidamente. Salvo los nuevos materiales de trabajo suministrados por el comercio, lo único que provoca cambios aquí y allá, es la variación gradual del instrumento de trabajo. Una vez adquirida empíricamente la forma adecuada, ésta también se petrifica como lo demuestra el pasaje de esos instrumentos, a menudo milenarios de manos de una generación a las de las siguientes. [591]

Finalmente, hay que aplicar a la intelección del universo de la cultura, dentro del capitalismo, el reconocimiento del mismo impacto que Marx le atribuye a la gran industria para otros ramos del proceso social de producción. Es decir, rasgar el velo que oculta a los hombres su propio accionar:

La gran industria rasgó el velo que ocultaba a los hombres su propio proceso social de producción y que convertía a los diversos ramos de la producción, espontáneamente particularizados, en enigmas unos respecto a otros, e incluso para el iniciado en cada uno de esos ramos. El principio de la gran industria –esto es, el de disolver en sí y para sí a todo proceso de producción en sus elementos constitutivos y, ante todo, el hacerlo sin tener en cuenta para nada la mano humana– creó la ciencia modernísima de la tecnología. Las figuras petrificadas, abigarradas y al parecer inconexas del proceso social de producción se resolvieron según el efecto útil perseguido en aplicaciones planificadas de manera consciente y sistemáticamente particularizadas de las ciencias naturales. La tecnología descubrió asimismo esas pocas grandes formas fundamentales del movimiento bajo las cuales transcurre necesariamente, pese a la gran variedad de instrumentos empleados, toda la actividad productiva del cuerpo humano, exactamente igual que la mecánica no deja que la mayor complicación de la maquinaria le haga perder de vista la reiteración constante de las potencias mecánicas simples. La industria moderna nunca considera ni trata como definitiva la forma existente de un proceso de producción. Su base técnica por consiguiente es revolucionaria, mientras que todos los modos de producción anteriores eran esencialmente conservadores. [592]

Colocamos estos pasajes, que contrastan con los publicados por el PTS, porque –a diferencia de los anarquistas, los intelectuales pequeñoburgueses o los dueños de maxikioscos y polirrubros– el capital no vacila: comprende cómo funciona su propio sistema y busca el camino más corto para ahorrarse problemas. En principio, que mientras se pueda pagar la reproducción de la fuerza de trabajo, el sistema funciona. En segundo lugar, que funciona mejor si mediante la incorporación de tecnología los burgueses logran que el costo de esa reproducción se abarate, aumentando la porción que queda para la clase ociosa. En tercer lugar, en su sitial de conductora de la sociedad, la clase capitalista percibe sus distintos componentes sociales sin el romanticismo individualista. Ted Sarandos, CEO de Netflix, en tanto personificación del capital, expresa la conciencia del sistema cuando una periodista del New York Times le pregunta qué es lo que más le preocupa del futuro y la respuesta es la siguiente:

Sobre todo me preocupo por la ejecución interna. Es una compañía muy diferente con 270 millones de suscriptores en todo el mundo de lo que era cuando me uní con 175,000 suscriptores que obtienen DVD en los EE. UU. Así que cómo evolucionas la empresa, cómo no te pones demasiado nostálgico, cómo no eres demasiado romántico con el pasado. Las películas, los juegos, la televisión y la comedia stand-up, todas estas cosas son verdaderas formas de arte.7.

La principal función del cine norteamericano no es convencer del modo de vida norteamericano a los norteamericanos, que viven cotidianamente ese modo de vida. La principal función ha sido y es producir un elemento necesario en la reproducción de la fuerza de trabajo (ese que ocupa la franja que va del arte al entretenimiento) de la manera más barata y aceptable posible. Los capitalistas no son enemigos de la alta cultura y el arte, no buscan estupidizar a las masas e impedir rebeliones mediante la limitación del refinamiento o la prohibición de obras complejas y sofisticadas. El país más culto de Europa fue la cuna del nazismo, y el que tiene más premios Nobel es el creador del show business. Para el sistema capitalista, el principal problema, hoy, de la alta cultura, del arte elevado, es el mismo que en otras ramas de la producción social: resulta caro producirlo. Y, atención, resulta mucho más caro producir espectadores capaces de satisfacerse con ese tipo de arte. Se trata de la misma burguesía –pero habiendo desarrollado la lógica descrita por Marx líneas más arriba– que construyó el Carnegie Hall, Disneylandia y los encuentros de Wrestelmanía8.

Por eso pensamos que de este laberinto (señalado por Grüner al comienzo de su prólogo al libro editado por IPS) únicamente se sale por arriba: preparándonos para el momento en que las propias crisis económicas generadas por la competencia empujen a la necesidad de un enfrentamiento de la clase trabajadora contra el capital. Porque únicamente en el caso de triunfar y apoderarse de los resortes fundamentales de la economía y la sociedad podrá comenzar la reconstrucción de una cultura compleja, sofisticada, junto a la construcción de nuevo sujeto, miembro de esa nueva sociedad, capaz de incrementar el refinamiento y la intensidad de sus satisfacciones humanas.

NOTAS:

1 Nos referimos a El encuentro de Bretón y Trotsky en México, CABA, Ediciones IPS, 2016. Indicamos la paginación, al final de cada cita, entre corchetes.

2 Extendimos una reflexión al respecto en «La ciudadela de los intelectuales».

3 «Pantallazo en Mendoza: Asamblea Cultural proyectará “Dominom”, en defensa del Cine Argentino», nota publicada en La Izquierda Diario el 28 de junio de 2024.

4 Nazarena Sauri, «Cordobazo Cultural: Asamblea de cientos de artistas, trabajadores de la cultura, comunicadores y estudiantes en La Piojera», nota publicada en La Izquierda Diario el 4 de enero de 2024.

5 «Escritorxs en Mendoza: políticas de vaciamiento en cifras», informe publicado en La Izquierda Diario el 16 de junio de 2023.

6 Karl Marx, El Capital (Crítica de la economía política), trad. Pedro Scaron, México, Siglo XXI, 2008, p. 208. Resaltado original. En adelante, colocamos al final de cada cita, entre corchetes, las páginas correspondientes a esta misma edición.

7 Lulí García-Navarro, «El plan del jefe de Netflix para que te des un atracón más», entrevista publicada en The New York Times el 25 de mayo de 2024.

8 Acerca de la Wrestlermanía escribimos «Reíte de Titanes en el Ring».

1 comentario en “EL ARTE DEL TROTSKISMO: ¿Cómo se supone que el arte sería un factor de cambio?”

Dejá un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *