Tras el levantamiento del 17 de junio
el secretario de la Unión de Escritores
ordenó la distribución de folletos en la avenida Stalin.
El pueblo, leemos, ha perdido por su culpa la confianza del gobierno
y sólo redoblando sus esfuerzos podría recuperarla.
¿No sería
entonces más sencillo para el gobierno
disolver al pueblo
y elegir otro?
«La solución», Bertolt Brecht.
Ironías, chistes y memes
En junio de 1953, el gobierno estalinista de Alemania Oriental aplicó un ajuste que tuvo como respuesta una rebelión de los trabajadores de la construcción. Fueron reprimidos con dureza por tropas soviéticas, con cientos de muertos y muchos más detenidos. La Unión de Escritores, en una carta de su secretario Barthel, le reprochó a los sublevados haber traicionado al gobierno y dañado su confianza. Y les espetaba que: «Reconstruir una confianza traicionada es muy, muy difícil». Entonces Brecht publicó su poema.
La ironía, como el chiste, requiere la pertenencia previa a la misma tribu. El texto de Brecht dice algo casi similar a lo que publicó Barthel sobre el mismo hecho. Difieren en la exageración imposible en forma de interrogante. Sin embargo, nada cuesta interpretar ese poema como una broma de mal gusto en momentos de infiltración de la CIA. O incluso como una exagerada, pero justa, expresión literal del enojo con las masas incultas. Con las masas desconocedoras de las tareas históricas encarnadas en esos dirigentes «obligados» a reprimir por el bien de los reprimidos.
Dicho de otro modo, la ironía –y, repetimos, el chiste– (y mucho más algunas figuras omnipresentes en la actualidad, como el meme) producen un efecto agradable a partir de las posibilidades del lenguaje. Generan placer, satisfacción. Pero hay algo que no suelen lograr: convencer, explicar, enseñar. La ironía es para los propios. Es una figura ritual porque, como todo ritual, afirma a los de la propia congregación. Pero no suma a nadie, no acerca voluntades, porque desde afuera es incomprensible. O insultante. No es una figura paulina, ecuménica: no sirve para predicar. La ironía (y el chiste) es un instrumento de confirmación de los elegidos como parte del pueblo elegido.
Y si el poema de Brecht llegó a provocar algún impacto en el imaginario fue porque previamente el alzamiento generó un impacto real en los cuerpos: el resquebrajamiento de las ideas previas y el colapso de una interpretación. No el efecto de una combinatoria poética de la lengua, sino el de la brutalidad de los actos. Y aun así, en su amplio espectro de interpretaciones plausibles, como producto de su medio, el lenguaje poético le suma tanto a la revolución como a sus detractores. Porque al utilizar el recurso a un poema se les pide a los que la represión puso en crisis con sus ideas previas, que entiendan todo por sí mismos y, luego, comprendan el sentido irónico de la crítica.
Traigamos esto al presente. Todos los ataques y pullas que peronistas y progres ejercitan contra los votantes de Milei (hay incluso algunos recitales donde se solazan en cantar «¡El que no salta / votó a Milei!») son recibidos por gran parte de los que efectivamente votaron a Milei con una lectura auto afirmativa: para alguien que repudia al gobierno anterior –y vaya que existen motivos fundados para hacerlo–, esa felicidad por haber votado a Massa el año pasado y, antes, a Alberto sólo se puede explicar en base a la existencia de privilegios. O bien por la falta de inteligencia.
Así, los partidarios de cada proyecto burgués se encuentran en estado de tensión a la espera de que unos mantengan la iniciativa y el gobierno, u otros recompongan algún grado de autoridad, conducción y propuesta alternativa. Ambas fracciones, en sus bases, están convencidas de la obviedad de sus verdades y de la oscuridad de las intenciones de sus adversarios. Ambas fracciones, si entendemos el mecanismo utilizado, trabajan para nuestro enemigo de clase dinamitando los puentes en lugar de tenderlos.
Sucede que la cultura es conservadora y siempre llega con retraso1. Puede expresar cambios sociales, pero no crearlos ni promoverlos. Mucho menos si de lo que se trata es de cambiar una sociedad ordenada bajo la competencia en favor de la acumulación privada por la organización del conjunto social bajo un plan en su propio beneficio. Nos encontramos con una reiterada convocatoria a librar una batalla cultural. Pero la cultura no libra batallas. En todo caso, carroñea los despojos y garronea los festejos. Habla para propios y cierra el ingreso a los ajenos.
La cultura de masas de Posguerra
Nos interesa pensar qué le ha sucedido al proyecto burgués genéricamente asociado al intervencionismo estatal, la atención a las mayorías y la redistribución del ingreso. Porque Brecht no era tonto. Su poema les habla a los obreros. Pero son obreros de otro mundo, un mundo que ya no es el nuestro. ¿Qué pasó con ese mundo? ¿Dónde están esos obreros? Bhaskar Sunkara ofrece algunas respuestas en magazine reformista Jacobin:
En Estados Unidos, aunque el Partido Demócrata ha virado hacia posturas progresistas en política nacional, cuenta con menos apoyo de la clase trabajadora que nunca. Tanto las encuestas del Center for Working-Class Politics que utilizan datos ocupacionales como las encuestas a pie de urna de la CNN que utilizan la educación como indicador de clase (un marcador impreciso pero útil) muestran una distancia cada vez mayor entre los demócratas y los trabajadores. En 2020, Biden perdió entre los votantes sin estudios universitarios por 4 puntos. En las elecciones de 2024, Harris los perdió por 14.
El cambio en el atractivo del partido es evidente incluso entre los trabajadores sindicalizados. En 1992 favorecieron a Bill Clinton por 30 puntos. Donald Trump se acercó a 19 puntos en 2020 y redujo la diferencia a tan solo 8 puntos este año.
Dinámicas similares están en juego en todo el mundo capitalista avanzado, como en Alemania, donde el partido de izquierdas Die Linke pasó de recibir casi un tercio de los votos en los estados industriales del este del país en 2019 a apenas alcanzar a registrarse como fuerza electoral este año. Del mismo modo, aunque continúa en el poder, la tendencia del Partido Socialdemócrata es perder apoyo entre los trabajadores, que se sienten cada vez más atraídos por los llamamientos de extrema derecha de Alternativa para Alemania…2
Esta es la sucinta expresión del hecho; los obreros abandonan los partidos a los que votaban. Veamos la historia que lo precede:
Para entender el alejamiento de los partidos socialdemócratas de los trabajadores, debemos remontarnos a los orígenes de estas organizaciones. Con la aparición de una clase obrera masiva en el siglo XIX, los trabajadores empezaron a buscar representación política y económica. Dado que los capitalistas detentaban el poder político y económico, los trabajadores necesitaban organizaciones que persiguieran sus intereses colectivos. Los partidos socialdemócratas se convirtieron en la expresión política de los intereses de la clase obrera en la sociedad en general, y los sindicatos persiguieron esos intereses en el terreno de la producción. No importaba si esos órganos eran representantes efectivos o si también estaban poblados por campesinos, artesanos y otros sectores que difícilmente podían considerarse parte de la clase obrera industrial; eran inseparables de su base social básica.
Una política de izquierda arraigada en torno a estos partidos y sindicatos obreros y un conjunto de reivindicaciones igualitarias fueron la norma durante siglo y medio. Esta política no representaba en absoluto un movimiento unificado; las fracturas y escisiones —entre la socialdemocracia de preguerra y el anarquismo, entre la socialdemocracia de posguerra y el comunismo— fueron habituales. Pero cualquier competencia dentro de la izquierda era siempre por la lealtad de la misma gente.
En ciudades como Manchester o Turín, la gente vivía apiñada en barrios y trabajaba en fábricas densamente pobladas, en cierta manera obligada por el propio capitalismo a establecer, si no siempre lazos de solidaridad, al menos de comunidad. Como era de esperarse, votaban mayoritariamente a partidos de izquierda. El trabajo de los militantes revolucionarios consistía en convencer a los trabajadores ya comprometidos con una vía lenta hacia el socialismo para que la reemplazaran por una vía urgente.
El artículo exagera en la duración de los tiempos, pero es cierto que «un conjunto de reivindicaciones igualitarias»fueron la norma durante varias décadas. Eso se hace visible cuando se escucha a los liberales hablar de su propio ostracismo hasta la década del 803. Pero lo que se llama «vía urgente» y «vía lenta» es, dicho con mayor precisión, la discusión entre la aplicación de reformas en el interior del capitalismo y la necesidad de revolucionar las relaciones de propiedad, entre el llamado a corregir las imperfecciones del sistema y la exigencia de salir del capitalismo.
De ahí que la vía lenta pudiera ser encarnada, en muchos países, por expresiones nacionalistas o abiertamente burguesas (el peronismo aquí, los demócratas en EE.UU.): no era lentitud en la velocidad del cambio radical, sino la negación de la necesidad de cambiar el ordenador social (la valorización del valor) lo que las separaba. Esto es, la búsqueda o no del socialismo.
Confundir integración al sistema imperante con «lentitud» y confundir socialismo con «urgencia» son errores que le rinden dividendos a la reacción. William Morris lo expresaba mejor: se trata de la lucha por controlar la economía, por abolir los resortes (la propiedad privada de los medios) que la hacen incontrolable para la clase trabajadora (y, en gran medida, para la burguesía también). Jacobin compara la situación de aquellos años con estos, los que nos tocan:
Es un punto de partida irrisoriamente fácil comparado con la situación en la que nos encontramos en la actualidad, cuando la clase obrera parece más fragmentada que nunca y menos atraída por la política igualitaria. En 1885, William Morris escribió que, aunque los trabajadores sabían que eran una clase, los socialistas tenían que convencerlos de que «debían ser sociedad», una fuerza capaz no solo de existir dentro de una economía, sino también de controlar el futuro de esa economía. Ahora, los socialistas debemos esforzarnos por defender también la parte de la clase.
Y aparece esta pregunta crucial:
¿Cómo hemos llegado a este punto? Hace casi medio siglo, el historiador británico Eric Hobsbawm se preguntaba si «la marcha hacia adelante del trabajo y del movimiento obrero» se había detenido, y el teórico francés André Gorz declaraba que la clase obrera había muerto como agente social. Teniendo en cuenta la profundidad de la división de clases en la actualidad, esas declaraciones previas parecen tan clarividentes como prematuras.
Los cambios incipientes que Hobsbawm y Gorz detectaron tenían raíces tanto económicas como sociológicas. Los logros de la socialdemocracia de posguerra (y los de su contrapartida estadounidense, el New Deal) se basaron en una expansión económica que favoreció tanto a los trabajadores como al capital. Cuando el crecimiento se ralentizó en la década de 1970, las demandas de los trabajadores que los capitalistas habían soportado anteriormente con el objetivo de mantener la paz les parecieron económicamente insostenibles. En este nuevo entorno, los sindicatos y los partidos políticos en retirada tenían menos que ofrecer a los trabajadores por su participación.
Al mismo tiempo, los propios trabajadores estaban cambiando rápidamente. La automatización y la competencia mundial provocaron un desplazamiento del empleo fordista en los sectores industriales al trabajo en las industrias productoras de servicios. Mientras tanto, la inmigración masiva diversificó aún más la clase trabajadora desde el punto de vista étnico.
La clase trabajadora nunca había sido una entidad estática, sino más bien un grupo de personas que dependía de los salarios de los empleos creados por un sistema capitalista en perpetuo estado de cambio y recomposición. Pero las décadas de 1970 y 1980 fueron un periodo de transformación especialmente rápida, y lo que realmente lo distinguió fue la sorprendente respuesta de los partidos apoyados por los trabajadores.
La «sorprendente» respuesta no fue abandonar la confianza en el capitalismo en vista de sus resultados (con independencia de si eso permitía ganar elecciones, pues el objetivo sería empedrar el camino hacia una sociedad más igualitaria). La respuesta fue abandonar los intereses de los trabajadores que ya no podían mantener sus estatus bajo el capitalismo, es decir, la respuesta fue abandonar a la clase obrera.
Las formaciones socialdemócratas se enfrentaron a las crisis económicas capitalistas de aquellos días buscando una solución en su propia base. Su rumbo definitivo estaba condicionado por la realidad básica y universalmente comprendida de que el crecimiento económico bajo el capitalismo se basaba en la creencia de los capitalistas de que podían invertir de forma rentable. La clase obrera solo existía gracias a las empresas privadas, y los trabajadores estaban atrapados tanto en un inexorable conflicto de clase con sus empleadores como en un estado de dependencia respecto de ellos. Del mismo modo, los Estados redistributivos que habían votado dependían de los impuestos para mantenerse. ¿Qué se podía hacer cuando los capitalistas exigían cambios estructurales antes de reanudar la inversión?
Al principio, la crisis de estanflación tomó por sorpresa a la centroizquierda. Pensando que habían abolido el ciclo económico mediante la intervención estatal, los viejos partidos de la Segunda Internacional marxista olvidaron un principio marxista básico: que las contradicciones del capitalismo y su tendencia a la crisis no podían resolverse dentro del sistema. Cuando las dificultades económicas demostraron ser algo más que un efecto transitorio de la crisis del petróleo de 1973, los socialdemócratas quedaron desamparados. Sin la voluntad de buscar alternativas en la izquierda —como permitir que los trabajadores obtuvieran más poder sobre la inversión a través de fondos laborales—, aceptaron una resolución neoliberal.
Aquí debemos destacar que el fondo del asunto no es tanto la aceptación de la solución neoliberal como la insistencia en el fracaso de la solución reformista. Si los trabajadores obtuvieran más poder por crear fondos propios de inversión a través de fondos laborales –como afirma Jacobin que pudieron haber hecho–, esto no aboliría la competencia capitalista ni moderaría su ferocidad. Esos fondos de los trabajadores se esfumarían en la bancarrota, o bien sobrevivirían siempre y cuando se decidieran a tomar las mismas medidas de ajuste y explotación incrementada que toman los patrones de ideas neoliberales.
De la clase social (mayorías) a las identidades (minorías)
Pero el problema no anidaba en la administración política o la creatividad contable. Anidaba en el funcionamiento mismo del sistema cuyos 30 gloriosos años de auge experimentaban su ocaso. Un ocaso que además presagiaba el final del «corto siglo» XX, que entre 1917 y 1989 vivió al comunismo como su religión. Finalmente, las ideas burguesas de gestión de la economía adoptadas por los progresistas tuvieron el efecto esperable –y nada «sorpresivo»– de fortalecer a la clase para las que han sido pensadas:
Después de intentar salir de la crisis mediante préstamos —sin éxito—, la socialdemocracia acabó aceptando sin reservas la acusación de que la propia socialdemocracia era la causa de la crisis económica. […]
En Estados Unidos, donde el compromiso de los demócratas con los trabajadores siempre fue sospechoso, la transformación no tuvo menores consecuencias. […]
Carter combinó el tratamiento de shock de Volcker con reducciones de la infraestructura reguladora de la era del New Deal, especialmente en el sector financiero. Mientras el presidente hablaba por televisión de la salud moral de Estados Unidos, la salud económica de los trabajadores que lo habían elegido estaba fallando. Una ola de desindustrialización afectó a la base manufacturera estadounidense, disparó el déficit comercial y alimentó la decadencia urbana. Cuando a mediados de los ochenta se produjo una vacilante recuperación, Ronald Reagan ya estaba en el poder para atribuirse el mérito.
Al igual que la socialdemocracia en Europa, el Partido Demócrata en Estados Unidos responsabilizó a sus propios partidarios por la demora en la recuperación del crecimiento. Pero lo que vino después fue igualmente perjudicial. A pesar del dolor causado a finales de los años 70 y 80, Bill Clinton contó con gran parte de la antigua coalición del New Deal para ganar la presidencia en 1992. Una vez en el poder, sin embargo, buscó construir un nuevo consenso bipartidista sobre el libre comercio y el objetivo de «acabar con el bienestar tal y como lo conocemos». Clinton hizo poco por evitar la pérdida de puestos de trabajo en la industria y adoptó a los profesionales de los suburbios y a los «trabajadores del conocimiento» como sustitutos de los votantes perdidos de su partido. Encontró nuevas fuentes de apoyo en las empresas tecnológicas —los «Demócratas Atari»— y en las finanzas.
Los demócratas, así, pasaron de ser el partido de la justicia y la estabilidad al partido de la meritocracia y el dinamismo. […] Sin una visión económica como la propuesta por el New Deal, que hacía de una clase trabajadora unificada su núcleo, los demócratas se vieron obligados a hablar de progreso únicamente en el lenguaje de la representación y los derechos civiles. Tales apelaciones tenían pocas cosas tangibles que ofrecer a la gente, especialmente a los hombres blancos que acudieron en masa a Trump en 2016. […]
La socialdemocracia, y en mayor o menor medida sus imitadores de centroizquierda, surgió en primer lugar para representar los intereses de los trabajadores frente al capital, pero acabó respondiendo a las contradicciones del capitalismo inclinándose por defender los intereses del capital frente a los de los trabajadores. Dada la dependencia asimétrica del trabajo respecto al capital, esta respuesta era racional en un sentido económico. Pero una de sus consecuencias políticas fue la huida masiva de trabajadores de los partidos de izquierda.
Una masa importante de la clase trabajadora fue dejando que esos partidos se entregaran a la política de austeridad burguesa sin acompañarlos, ni en sus ajustes y reestructuraciones económicas, ni en sus justificaciones ideológicas. Lamentablemente, el raquitismo de quienes criticaban a estas fuerzas con solidez y claridad desde la izquierda permitió que la opción de recambio se encontrara en los conservadores neoliberales y posteriormente en el populismo nacionalista. El progresismo obtuvo y retuvo minorías particularistas:
Según Political Cleavages and Social Inequalities, editado por los economistas Amory Gethin, Clara Martínez-Toledano y Thomas Piketty, entre 1950 y 1959 la izquierda de las democracias occidentales obtuvo en promedio un 31% más de votos entre la clase trabajadora que entre otras clases. En 2020, ese margen era solo del 8%. Es importante destacar que los ricos han mantenido su tradicional lealtad a los partidos de derecha, pero las clases profesionales han cambiado en respuesta al giro social-liberal de los partidos socialdemócratas. En resumen, los otrora «partidos de los trabajadores» se están convirtiendo en «partidos de los educados». […]
La propia clase trabajadora está cambiando, señalan acertadamente activistas y políticos de izquierda. A medida que el número de puestos de trabajo que exigen mayores credenciales aumenta, la clase obrera se ha vuelto más culta. También se ha diversificado. En lugar de vincular la política de centroizquierda a un tema universal, afirman, deberíamos ver a los trabajadores como un importante grupo de interés a semejanza de otros como la «gente de color», los ecologistas, los pobres, etc. Esta amplia coalición puede tener un aspecto diferente al movimiento obrero que construyó la socialdemocracia clásica, pero demostrará ser igual de capaz de lograr la redistribución.
Aunque esta corriente tiene razón al evitar valorizar un momento particular de la vida de la clase obrera, ignora tanto la medida en que la estabilidad fordista fue el resultado de victorias políticas duramente ganadas, como el hecho de que el ascenso del «precariado» está en sí mismo relacionado con las derrotas sufridas por los socialdemócratas y los sindicatos. En lugar de intentar reconstruir las bases sociales de la izquierda, estos dirigentes se esfuerzan por encontrar una nueva, pero esta vez a través de actores que no están tan estratégicamente posicionados como los trabajadores en los puntos de producción e intercambio.
Sin embargo, una coalición basada principalmente en la ideología es siempre más débil que una basada tanto en la ideología como en intereses materiales compartidos. Este hecho creará nuevos dilemas para los partidos de centroizquierda cuando lleguen al poder. ¿Cómo será posible, por ejemplo, ampliar los Estados de bienestar sin los ingresos fiscales adicionales provenientes de los profesionales que ahora votan contra la derecha por razones sociales y culturales?
No pudiendo proponer medidas contra el capital, el progresismo se limita a lo que el capital puede dar: satisfacciones para minorías. Así cultiva una segunda enajenación de las masas trabajadoras, ya que a la incapacidad de resolver los problemas generales de la vida cotidiana, la economía le agrega un elitismo incomprensible, inadmisible y autoritario. Frente a esta nueva percepción de los partidos de masas que representaban políticamente a la clase trabajadora como partidos excluyentes, las propuestas individualistas adquieren cada vez mayor relevancia. Si los partidos del igualitarismo han canjeado a las mayorías por las minorías, entonces todos los que no se sienten representados por alguna minoría ven que la mejor representación posible es abogar por sí mismos.
Un ejemplo ilustrativo. Cuando el Partido Demócrata aceptó abolir la existencia de la mujer para sustituirla por la defensa de una minoría que no llega al 1% de los habitantes, empujó al 50% de la población a «hacer la suya». Cierto es que los republicanos cercenan los derechos sobre el aborto, pero los demócratas ingresan en la cárcel de mujeres a violadores por el simple expediente de afirmar que ahora se auto perciben con otro género4. Así, cada mujer abandonada en sus intereses generales como colectivo sexual tiene que decidir como individuo sin representación. Así resurgió el individualismo en Gran Bretaña, según Jacobin:
Tras la derrota de los laboristas en las elecciones generales de 1992, la Sociedad Fabiana publicó Southern Discomfort, un panfleto en el que pedía a los laboristas que se reorientaran hacia los profesionales del sur de Inglaterra. Sus conclusiones, que incluían un énfasis en la «oportunidad», el «individualismo» y la restricción fiscal, fueron adoptadas por Tony Blair en su exitosa campaña de 1997. El Nuevo Laborismo de Blair era, al menos en parte, un proyecto para convertir al laborismo, de un partido socialdemócrata de la clase trabajadora, en «el ala política del pueblo británico»: joven, cosmopolita y dinámico. […]
En este sentido, cuando los partidos de izquierda estaban más arraigados en las comunidades obreras, entendían instintivamente cómo apelar a sus electores. A medida que se burocratizaban y se distanciaban de esta base y que su bloque de votantes se vuelve más de clase media, buscaban apoyo yendo demasiado a la izquierda en cuestiones culturales y sociales.
¿Se puede ir «más a la izquierda en cuestiones culturales y sociales» y a la vez «distanciarse de esa base» trabajadora y sus intereses? Sí, siempre y cuando llamemos «izquierda en cuestiones culturales y sociales» a una serie de derechos propios del liberalismo político que el socialismo siempre ha defendido, pero que nunca constituyeron el núcleo de los intereses de la clase trabajadora. Este núcleo es el camino para que la clase trabajadora –en términos de William Morris– pase de la mera existencia dentro de una sociedad al control de esa sociedad. Claudicando en esta última ambición, las cuestiones culturales y sociales no son más que el recorte de algunos intereses de sectores muy particulares dentro de la clase trabajadora, más lo que queda de la pequeña burguesía.
¿Existe algún camino a seguir como respuesta al realineamiento de clases de la socialdemocracia? Otras partes de Europa ofrecen una alternativa más prometedora, más ortodoxa desde una perspectiva socialista y que también ha demostrado su eficacia electoral. El Partido de los Trabajadores de Bélgica (PTB-PVDA) fue en su día un partido sectario de la izquierda comunista, pero desde 2008 ha evolucionado hasta convertirse en una fuerza de masas que da forma a la política de su país. Aunque hace tiempo que abandonó su bagaje maoísta, su enfoque organizativo sigue pareciendo sacado de un manual de épocas pasadas. El partido se centra sobre todo en la construcción de bases en las comunidades obreras […]
Hoy podría ser mejor perder unas elecciones con votantes comprometidos con tu programa que ganarlas gracias a votantes que solo quieren hacer retroceder una agenda social de derechas.
En última instancia, la izquierda no puede ganar suficiente poder para cambiar la sociedad sin poner en primer plano las preocupaciones básicas y arraigarse en los grupos que más se beneficiarían de la redistribución de los recursos. […] Sin esta conciencia básica, los nuevos socialdemócratas se parecerán a los viejos burócratas comunistas de aquel poema de Bertolt Brecht de 1953 («La solución») que, tras un levantamiento, proponen disolver al pueblo y elegir a otro.
Hacer una coreografía no es hacer política
Tenemos tres elementos que interactúan. Por un lado, la marcha de la economía capitalista, que puede ser más favorable en algún período a la distribución progresiva, pero que a la larga no puede sostenerla (no hay razón para la coincidencia entre lo que favorece a la acumulación y lo que favorece a la humanidad). La política, que explica y propone cursos de acción ante los eventos de la economía (eventos y cursos políticos que, aunque no pueden determinar el rumbo económico, inciden fuertemente en él). Y la cultura, el clima de época, que expresa las relaciones entre las dos primeras. No es una fuerza dinámica sino netamente conservadora.
La cultura opera por yuxtaposición, mixtura, adición, hibridación de lo ya existente y lo ya preponderante. Incluye, asimila, mezcla. La economía y la política no. Cuando parece que la economía y la política están determinadas por un marco cultural, lo que sucede es que una economía y una política exitosa ya han determinado el marco cultural. A la vez, cuando no se tiene una política clara, determinada y solvente (una hipótesis programática), la cultura puede (hasta cierto punto) encubrir una defección en toda la línea. Llegado el momento, como bien describe Jacobin, la política se impone. Llegado el momento, la política de gestionar la convivencia con el capital se impone a las vagas nociones igualitarias y progresistas que la encubrían.
Otro ejemplo: Milei llega al gobierno porque, sin modificar al sistema que propugna la acumulación privada, la economía argentina se disgregó hasta volverse tan invivible para una clase como para la antagónica. Allí la economía ya había impuesto condiciones. La política sólo se pudo proponer desplegar esas condiciones. Por eso, al final, los contendientes reales fueron Massa, Bullrich y Milei. Cuyos posibles gobiernos no hubieran diferido en lo central: ajuste permanente y tentativa de reestructuración. (Algo parecido a lo que hicieron los dos mandatos previos, sin ir más lejos).
Una pregunta clave es la siguiente: ¿Por qué el progresismo, el igualitarismo, que dominaba crecientemente la cultura, perdió la simpatía política de las masas trabajadoras, de las mayorías? Si se trata de una batalla cultural, ¿cómo es posible que el progresismo fuera derrotado cuando se encontraba en su mejor momento? Usando una expresión de Jacobin al comienzo de la nota que citamos: ¿Por qué, aunque el Partido Demócrata ha virado hacia posturas progresistas en política nacional, cuenta con menos apoyo de la clase trabajadora que nunca?
Respuesta: porque el universo de la cultura puede ser una tabla a la que aferrarse en un naufragio, pero no una palanca que cambia el mundo o un garrote que aleja los peligros. Permite flotar, no nos conduce a una solución. Por eso se vio en las últimas elecciones yanquis una categórica expresión de esto: el mundo académico, de las estrellas de cine, los escritores e, incluso, el mayor icono pop del momento y su pareja: Taylor Swift y el mejor ala cerrada de la historia para muchos, Travis Kelce, estrella del futbol americano y mariscal de campo de los ganadores del SuperBowl, apoyaron a Kamala. Y Trump ganó en todos los terrenos, electores, voto popular, senadores y representantes. De hecho sucede que los apoyos se mueven en sentido contrario. Son los artistas los que pierden el favor por sus declaraciones políticas y no los partidos políticos los que suman apoyos siguiendo a los ídolos.
«Parece que siempre apoya a un demócrata y probablemente pagará un precio en el mercado», dijo Trump. No sabemos si será así, pero ya sabemos que no logró la victoria demócrata. Y algunas mediciones se realizaron antes de las elecciones y concluyeron que:
Taylor Swift lleva tanto tiempo en la gira Eras, que comenzó en marzo de 2023, como cualquier candidato presidencial que se lance a la presidencia. Ha estado en más de una docena de estados y ha actuado ante cientos de miles de personas. Incluso fue al Super Bowl. Pero ese no es el motivo por el que The New York Times puso a prueba la “calificación favorable” de Swift en su última encuesta presidencial entre posibles votantes a nivel nacional. La semana pasada, Swift respaldó la candidatura de la vicepresidenta Kamala Harris para la presidencia, luego de meses de especulaciones, lo que generó un frenesí de cobertura informativa y análisis de su potencial impacto en la campaña. Según una encuesta del New York Times, el Philadelphia Inquirer y el Siena College, que se llevó a cabo del 11 al 16 de septiembre (después del debate y del apoyo de Swift, que se produjo inmediatamente después), el 44 por ciento de los posibles votantes a nivel nacional tienen opiniones favorables de la música estrella, mientras que el 34 por ciento tienen opiniones desfavorables. […] El Times nunca había sondeado a los votantes sobre Swift antes, pero parece que su decisión ha dividido rápidamente a los estadounidenses según líneas partidistas. Entre los demócratas, el 70 por ciento la ve con buenos ojos, en comparación con el 23 por ciento de los republicanos.
Como señala El Economista, cuatro años atrás el comediante Ricky Gervais les espetó a los artistas sobre estas veleidades inútiles:
«No usen los premios como plataformas para dar discursos políticos», aconsejó Ricky Gervais ante una audiencia que se debatía entre el fastidio y el enojo. «La mayoría de ustedes no está en posición para dar lectura sobre nada. No conocen el mundo real. Trabajan para Apple, Amazon y Disney. Si ISIS creara un servicio de streaming, ustedes ya estarían llamando a sus agentes». Como el bufón que provoca la ira del rey cuando dice las verdades que ninguno de sus cortesanos se atreve a señalar, Gervais incomodó a toda la elite de Hollywood presente en la ceremonia de los Golden Globes.
Durante las últimas semanas de campaña, todos los días aparecía alguna nueva celebridad para expresar su apoyo a Kamala Harris. Taylor Swift, Robert Downey Jr., Mark Ruffalo, Scarlett Johansson, George Clooney, Harrison Ford, Lady Gaga, Beyoncé, Jennifer Lopez, Michael Keaton, Eminem y un largo etcétera que parecía estar más alineado (y alienado) que nunca en favor de un candidato. Pero hubo un gran error de cálculo de parte de toda la industria que terminó como efecto boomerang. Una interpretación equivocada sobre la legitimidad, la fama y el poder para influenciar a los espectadores. Muchas de estas figuras estuvieron en las fiestas de P. Diddy. Por supuesto, eso no las hace culpables de nada. Pero, frente a los ojos del público de todo el mundo, el argumento podría ser el siguiente: «¿Por qué estos millonarios de California dan lecciones de moral cuando encubrieron durante años a personas como Harvey Weinstein o P. Diddy?». Del productor y acosador Weinstein, además de los Clinton, Obama y Trump, fueron amigos casi todos mientras tuvo poder.
Que un cantante que llena estadios haga una película no significa que esa película vaya a vender la misma cantidad de entradas, como sucedía el siglo pasado. La misma lógica aplica cuando un cantante llama a votar por un candidato, cualquier sea. Más allá de los fanáticos acérrimos que hacen caso omiso a sus ídolos, ¿existe el poder de influencia sobre el público general? Los hechos parecen indicar que no.
En Argentina la pelea de Milei con Laly Espósito no le restó apoyos a Milei, pero llevó a algunos que no la escuchaban antes a escucharla e incluso reivindicarla. Los comentarios del Dibu Martínez a favor del gobierno tampoco le han sumado apoyos a Milei, pero pueden haberle restado simpatías al arquero. Más allá del tiempo pasado, siempre sucede como en la historia triste de un poeta triste, Discepolín. Así lo recordaba Infobae 72 años después de su muerte
Estaba deslumbrado por la figura de Perón […] Una tarde de junio Raúl Apold, subsecretario de Prensa y Difusión, lo llamó a su casa. Le propuso sumarse a la campaña electoral con un microprograma de radio. […] Esa noche le contó a Francisco Canaro la propuesta recibida. El director de orquesta le aconsejó no meterse porque los actores perdían público cuando se involucraban en política. […]
Con el triunfo electoral, Mordisquito terminó, pero no los padecimientos para Discépolo. Nadie iba a ver su obra teatral «Blum» en el Politeama y le llovieron amenazas que le llegaban a su domicilio, a Sadaic y al teatro. Le dolió que muchos le quitasen el saludo, que algunos se cruzasen de vereda cuando lo veían o cuando debía retirarse de un restorán por los silbidos de los comensales. Rompían los discos con los tangos de su autoría. Le mandaban encomiendas a su casa, con paquetes con los pedazos de esos discos o con excremento. Su teléfono sonaba a todas horas. […]
Discépolo tenía 50 años cuando murió. […] En su escritorio, entre una montaña de papeles, se encontró una letra inconclusa que había titulado «Fratelanza»: «Me pidió la escalera prestada / pa’ subir hasta donde llegó. / Cuando estuvo afirmado en el techo / me dio una patada en la jeta… y rajó».
De «Playa Girón» al desierto
La cultura y el arte son subsidiarios de la política y la economía en todos los aspectos. Con el impacto de la revolución rusa, el boom de posguerra y la amenaza soviética tras de la derrota del nazismo, durante algunas décadas no sólo había una cultura de izquierda, un sentimiento colectivista, socializante, claramente reconocible. También se podía creer que ese mundo cultural era la contracara, no la continuación lógica y normal, de la conciliación entre las clases por las concesiones burguesas. Cuando la URSS estalló y la burguesía retomó la ofensiva, se intentó mantener el espejismo de que había un reducto al cual volver: la cultura y el arte de masas de color progresista.
Ese mundo ya no existe. Y así como su origen fue producto de grandes eventos políticos de la lucha de clases, ese es el único camino para el arte, la cultura y el socialismo en este momento, en esta travesía en el desierto que nos espera.
Por eso comenzamos con un poema de Brecht que hoy no nos sirve y terminamos con otro, que sufre la misma suerte. Un poema que nos ilustra entre las tareas de un mundo y del actual. Se trata de «Los imprescindibles»:
Hay hombres que luchan un día y son buenos
Hay otros que luchan un año y son mejores
Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos
Pero los hay que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles.
Porque hubo un tiempo en que todo el mundo en la clase trabajadora era «medio socialista» de alguna manera. Un tiempo en que lo que había que determinar, fundamentalmente al interior de esa clase, era si se trataba de reformar el capitalismo hasta, algún día, terminar de arreglarlo o de revolucionarlo y superarlo de una vez. En ese marco, ser consecuente, ir hasta el final, no defeccionar, no flaquear, la intransigencia y la voluntad eran valores necesarios, porque se suponía que sólo podía haber un problema: quedarnos a medio camino. Pues se pensaba, también, que íbamos marchando para el mismo lado.
En ese tiempo, los prolongados setenta años del corto siglo XX, refulgía la luz de la revolución rusa y, aun bajo el estalinismo, una tibia resolana mantenía activo el ideal socialista como un lugar deseable y esperado. Una meta a la que sólo la represión y la violencia podrían impedirnos llegar.
Nos enfrentamos ahora a algo no esperado ni teorizado: el peso del fracaso de una experiencia socialista. La URSS no fue invadida: se desplomó. Y esto hace necesario reconstruir nuestro espacio político. En primer lugar, ya no es necesario buscar sólo a los imprescindibles porque sobran los buenos. Ahora somos pocos en todas las categorías de Brecht. Desde allí debemos partir y ese camino no se construye con cultura sino con militancia política.
El trayecto de la IV internacional da cuenta de que no es tan así. El trotskismo, nacido de la mano de algunos imprescindibles, pero escaso de buenos, mejores y muy buenos, demostró que los buenos y los muy buenos también son imprescindibles. Y que los que luchan toda la vida, los cuadros políticos, no pueden alejarse de todos los que luchan.
Los imprescindibles viven únicamente en mundos donde hay masas de buenos y poblaciones enteras de muy buenos. Hoy el mundo no es así. Por eso la cultura de izquierda no incluye a las masas. Por eso lo que debemos construir es a esas masas. Políticamente.
NOTAS:
1 Resumimos nuestras tesis al respecto en «Milei es punk (Y la cultura no es política)».
2 Bhaskar Sunkara, «La era del realineamiento de clase», artículo publicado en Jacobin el 24 de noviembre de 2024.
3 A propósito de este ostracismo escribimos «Los libertarios y la finitud de la vida».
4 Escribimos sobre esto en «Cárceles Queer» y «Cárceles Queer II». Un caso reciente en Patricia Blanco, «Se autopercibe mujer, está acusada de violencia de género y violó y embarazó a una presa en la cárcel», nota publicada en Infobae el 11 de noviembre de 2024. Nótese cómo el delirio se expresa también en la gramática: la «acusada» de violencia machista (dejemos los eufemismos) «violó y embarazó a una presa». ¿Una mujer violó y embarazó a otra mujer?