Había ocasiones, cuando era chico, en las que mi vieja me decía «Hacé lo que quieras…» pero me estaba diciendo (y afortunadamente de esto me di cuenta tempranamente) que ni se me ocurriera intentar hacerlo. También comprendí prontamente que en otras ocasiones Hacé lo que quieras me empujaba a que lo hiciera. Saber que las palabras tienen en parte un valor propio y significan por sí mismas, y en parte un valor relativo y pueden significar algo muy distinto –y hasta lo opuesto– de lo que significan por sí mismas, no es una cuestión exclusiva de los lingüistas sino de la vida en común. A veces las palabras hablan de las cosas, y a veces las cosas hablan en las palabras. No es lo mismo un libro de química que uno de poesía, no es igual un chiste que un instructivo bien redactado.
Los repudiables cánticos de la Selección argentina de fútbol en su festejo «privado» de la Copa América han sido tomados, en demasiadas ocasiones, como un problema personal (de esos jugadores) y discursivo (de los términos utilizados en esas canciones). Enzo Fernández manifestó:
…me disculpo por quedar atrapado en la euforia de nuestras celebraciones de la Copa América. Ese video, ese momento, esas palabras no reflejan mis creencias ni mi carácter.1
Lo que se pone verbalmente de manifiesto al «quedar atrapado en la euforia» no refleja lo que Enzo Fernández sabe que no debió decir. Refleja lo que siente. La euforia no conduce al auto-enajenamiento sino a liberar profundos sentimientos contenidos.
Es bastante obvio que las palabras que aluden a haber nacido en Angola no revisten ningún carácter racista por sí solas. Ningún gentilicio nace racista. El carácter xenófobo, racista y misógino de las palabras en el cántico de la polémica es, en todo caso, un efecto semántico del colonialismo, del racismo y del patriarcado que imperan en las relaciones sociales. Es decir, un efecto de la todavía persistente desigualdad material en lo que respecta a los ámbitos de la nación, la raza y el sexo.
También es obvio que nada de eso obtendrá solución benéfica para el conjunto de la población humana mientras la vida social discurra por los actuales canales de la explotación, la opresión y la anarquía del capitalismo.
Como socialistas, nuestra idea del uso de los gentilicios se anuda, materialmente, a la vida misma de los trabajadores: «argentinos» somos quienes vivimos y reproducimos nuestra vida produciendo en Argentina; «franceses» son quienes viven y reproducen su vida produciendo en Francia. Todo lo cual es independiente del lugar en el que hayamos sido paridos, independiente del color de nuestra piel e independiente de nuestro sexo.
Pero falta mucho para conquistar una sociedad en la cual estas diferencias sean apenas una anécdota cultural, en lugar de ser una palanca para la discriminación, la opresión y el abuso.
Mientras tanto, si algunas palabras de empleo habitual no deben utilizarse es porque evocan, por reflejo verbal, un hecho social, no un problema de esas palabras por sí mismas. Si las palabras pueden tener una connotación misógina, xenófoba o racista es porque se cumple el requisito de que, primero, existan socialmente y de forma extendida la misoginia, la xenofobia y el racismo. Detrás de las palabras que connotamos negativamente existe una sociedad con aspectos negativos. Y Francia –la que gobierna Macron, no la que no gobierna Le Pen– es sumamente racista, xenófoba y misógina: jamás llegaron a la presidencia un negro, un magrebí o una mujer (un dato curioso para el sentido común progresista es que la única mujer que estuvo, hasta ahora, cerca de llegar a la presidencia es de ultraderecha).
En Argentina, la existencia de una acendrada y extendida misoginia salta a la vista en el hecho de que, durante todo el debate sobre el cántico de la Selección argentina de fútbol, un conjunto de problemas brilló por su ausencia: el que afecta directamente a las mujeres2.
De manera que las palabras siempre nos hablan, claro. Pero no de sí mismas. Salvo dentro de ciertos límites –como en la poesía, donde las palabras se refieren con frecuencia a ellas mismas, a su ritmo, su sintaxis, su aritmética de sílabas, su feliz ambigüedad, sus contigüidades sorpresa, su gozosa indeterminación, sus efectos musicales–, las palabras intentan hablar del mundo. Y así lo hacen.
Por supuesto que los «cantitos» de la Selección expresan relaciones sociales del mundo en que vivimos, como también expresan la biografía de cada uno de los que entonaron los versos puestos en tela de juicio. Tal como hemos señalado en varias publicaciones, los esquemas piramidales mediante los cuales el sistema elige a los triunfadores del capitalismo conforman una monstruosa e implacable máquina de picar carne3.
Cada uno de los individuos exitosos, en cualquier orden de la vida económica capitalista, sabe que una distracción lo puede arrojar fuera del éxito. Pero quienes recibieron por herencia la condición de burgueses saben que el capital y el riesgo son parte del legado a custodiar. En cambio, los triunfadores excepcionales (ésos que franquearon el límite de clase con la ardorosa aspiración de un fugitivo) tienen otra percepción del mundo: el esfuerzo nunca amaina. El sacrificio, a pesar del éxito, es permanente. Todo el tiempo se pueden quedar afuera del mundo del éxito.
La alta probabilidad de no llegar nunca a la cima y la no menos vigilante probabilidad de caer desde allí una vez alcanzada son traducidas, por los exaltados cronistas del sacrificio, en un relato que invierte las proporciones para ocultar las causalidades: la excepción ocupa toda la pantalla, mientras los grandes números de la estadística son invisibilizados.
Por ejemplo, cuando nos cuentan que Di María, el de las bolsitas de carbón, necesitó que toda su familia se sacrificara por él como condición para perseguir su sueño de futbolista profesional. Se nos narra que, finalmente, ha cumplido su sueño y con ese relato se nos dice, tácitamente, que existen miles y miles de hijos de trabajadores que también concentran el sacrificio familiar y un pavoroso esfuerzo personal alrededor de sus aspiraciones de gloria y contratos millonarios. Pero esos miles y miles no llegan ni llegarán a ninguna parte más que al fracaso4.
Cada uno de los pocos, poquísimos, hijos de trabajadores que llegan a «algo» dentro de esta picadora de carne por el éxito capitalista nos recuerda a esos pibes que avanzan sobre la playa en la escena inicial de Rescatando al soldado Ryan (1998), esquivando las balas mortales y otras adversidades menos piadosas. Cada uno de estos chicos del proletariado (que ingresan a la extensa base piramidal de la competencia capitalista como si avanzaran pisando la arena de Normandía) tendrá siempre a flor de piel, siempre lista en sus labios, la palabra sacrificio. Y la palabra sacrificio tiene un reverso tan oscuro como necesario: el resentimiento.
Porque el sacrificio es una demanda de algo en demasía, un acto de abnegación innecesario que no puede eludir, por esa misma combinación de lo caprichoso y lo exagerado, la incubación del resentimiento: «Este odio maldito / Que llevo en las venas», una bronca masticada largamente, contenida y creciente, espumosa e inquieta, ávida de ser escupida cuando el temor al fracaso y el ritmo laboral no la sofocan. Sí, justo en ese momento, en el instante del éxito. Por eso las dos frases más clichés de los deportistas profesionales de elite (dos frases que repiten quienes desean llegar al mismo encumbrado lugar) son «Sabíamos que iba a ser difícil» y «Esto se lo dedicamos a todos los que…».
El encono y el desprecio dirigidos a los periodistas, a los hinchas, a «los que no confiaron en nosotros», son tan persistentes como los cantitos racistas, xenófobos y misóginos. Rara vez esos sentimientos tienen como blanco a los dirigentes (salvo cuando se presentan a alguna interna) y jamás apuntan al sistema en general. Convertidos en burgueses (es decir, lógicamente impedidos de poner en cuestión al capitalismo), los ungidos con gloria y billetes continúan buscando a quién pasar la factura por tanto malestar e incertidumbre experimentados cada día.
No extraña ni sorprende que el resentimiento desvíe su objetivo, que apunte a blancos equivocados, que se aleje de la extensión y profundidad de las causas para concentrarse en algún efecto superficial y bien delimitado: un chivo expiatorio. Ahí se cargan la culpa y la responsabilidad por nuestros problemas. No porque las tengan sino porque así nos descargamos, nos aligeramos, de ellas. Este mecanismo no es novedoso. Lo que sí es novedoso –e inútil– es pensar que los problemas de la vida social que se expresan (que nos hablan) en el ámbito de las palabras se pueden resolver en ese ámbito.
Hace años que los dirigentes del fútbol profesional, sus asesores académicos y los gobiernos cómplices, han decidido que, para combatir la violencia en los estadios, los crímenes y la delincuencia organizada alrededor de ellos, había que ocuparse de las palabras y los gestos. De lo que se puede y no se puede cantar, de cómo se puede o se debe festejar un gol, de las banderas que pueden o no colgarse, al punto de plantear que el problema era la existencia de simpatizantes de equipos diferentes dentro del mismo estadio. Agradecidos los barrabravas, los narcotraficantes que utilizan los estadios como centro logístico, los burócratas sindicales peronistas y los políticos burgueses que recurren a los servicios de los barrasbravas han estado unánimemente de acuerdo en que los problemas sociales se resuelven en el terreno de las palabras.
Ahora un exponente lateral de la crueldad del sistema –el resentimiento de los triunfadores– lleva nuevamente a un ataque de corrección política. A un delirio místico performativo: una solicitud al Dios del lenguaje para que corrija los defectos del mundo cuando son mencionados. O al menos hacerlos callar. Pero si para los patrones la cuestión es que lo oprobioso no sea mencionado, nosotros apostamos a que su mención no convoque a la supresión de las palabras, sino a la revolución del mundo que les da contexto y sentido.
NOTAS:
1 «Las disculpas de Enzo Fernández por el video en los festejos de la Selección que generó críticas en Francia», nota publicada en Infobae el 16 de julio de 2024.
2 Hemos publicado al respecto las siguientes notas: «Somos abolicionistas porque somos feministas», «Explotación reproductiva: deseos, mercancías y derechos», «Ser mujer no es un sentimiento», «Milei y el mercado de niños», «Lo que dejó un nuevo 8M», «Cárceles Queer».
3 Ver, por ejemplo, «Redes y prostitución», «Reíte de Titanes en el Ring», «Cristiano Ronaldo y las revendedoras de Avon», «Apuestas online y degradación educativa», «Only Fans: ¿qué tienen en común los narcos, el porno y el sistema prostituyente?».
4 Hablamos de esto en «Un campeón mundial por cada millón de pibes desechados», «Golpes en el piso a la esperanza infundada», «El proletariado del fútbol».