En su informe final, el antropólogo marciano dejó anotada esta observación general:
Las especies terráqueas que denominamos «animales» tienen una organización básicamente destinada a conseguir los recursos para supervivir individualmente y, también, para la reproducción de la propia especie. Piaras y cardúmenes, manadas y jaurías, colmenas y hormigueros.
Un poco más adelante, el informe introduce de este modo el capítulo dedicado a nosotros, los seres humanos:
Algunas especies con conductas más complejas dividen esas tareas destinadas a la supervivencia en dos grupos. […] los humanos, por ejemplo, se reproducen como especie con una colectividad que llaman «familia» y se reproducen a sí mismos con otra, que denominan «trabajo». La vida de gran parte de los especímenes humanos adultos gira alrededor de estas dos formas de relación entre ellos.
De pronto, la sorpresa se apodera del registro etnográfico y la sobriedad se convierte en alarma. El texto se detiene en un llamativo aspecto de nuestra vida cotidiana:
Cabe señalar que en esta última especie hay un modo de relación ajena a las mencionadas (ver los informes preliminares acerca de «familia» y «trabajo»). Hemos registrado que muchos humanos se reúnen para no hacer nada: ni producir ni reproducirse.
En esos inútiles encuentros observamos que los problemas, tanto del sistema nervioso central como del sistema nervioso periférico, se presentan con mayor asiduidad. Súbitos e inexplicables estallidos de una extraña expansión llamada «risa» y convulsiones asfixiantes de una suerte de «risa» mayúscula que denominan «carcajada», se nos presentan como gestos que sólo podemos interpretar como amenazas, ya que los individuos muestran los dientes y, a veces, aúllan. Otro gesto, igualmente jeroglífico, recibe el nombre de «llanto» y puede ser contiguo a la «risa» o absolutamente ajeno a ésta.
Aunque no hemos comprobado la existencia de objetivos sexuales ni agresivos, en presencia mutua, durante estas reuniones inservibles, los especímenes se empujan, se rodean con los brazos, se besan, se palmean. A veces saltan en grupo con una sincronía fantástica, otras veces caminan mucho (no siempre con rumbo fijo). En ocasiones permanecen largo tiempo juntos y en silencio. Y en circunstancias cuyas condiciones no hemos sabido captar hasta ahora, se comunican en susurros, como si tramitaran complejos problemas que afectan al universo entero.
Así llegamos al núcleo del asombro marciano:
Tampoco supimos detectar cuál es el factor ambiental que regula sus apariciones, pero en muchas sociedades los seres humanos padecen ataques regulares de eso que llaman «amistad». Conjeturamos que se trata de una extendida, impetuosa y dinámica enfermedad neuronal, ya que no hemos captado ninguna utilidad en esos encuentros, ni en sus risas, ni en sus lloros, ni en sus abrazos.
Otro tanto sucede con la ferocidad que caracteriza, no pocas veces, el distanciamiento abrupto entre individuos: no sabemos, aun después de nuestra prolongada estancia en la Tierra, para qué sirve ni por qué lo hacen. Sin embargo, los anudamientos y desgarros vinculares se repiten y se repiten.
No podemos asegurar con plena certeza si se trata de un padecimiento o de una acción voluntaria, si no pueden evitarlo o si quieren seguir haciéndolo.
Esa última línea incluye una extensa nota al pie que incorpora este matiz:
Cabe señalar –para tranquilidad de los ecólogos estelares– que, en estas últimas décadas en el planeta, hemos registrado un sensible declive de esta enfermedad.
Mediante (i) una obligada disposición de mayor tiempo para eso que llaman «trabajo» (o para tratar de conseguirlo); (ii) la propagación de una violencia creciente en las calles y otros lugares donde los amigos podían juntarse; (iii) el debilitamiento de los recursos necesarios para esos peligrosos encuentros de irracionalidad y derroche (y otra serie de recortes), los seres humanos se han recluido cada vez más en sus actividades productivas (casi con desesperación, según nuestros registros).
Notamos, además, que esa reclusión ha incorporado en su provecho la utilidad de las herramientas y artefactos creados para la comunicación (correspondencia). Esos ingenios facilitaban que, hasta hace décadas, favorecían el contagio de la enfermedad, ahora propician su erradicación.
Entre las conclusiones del informe reencontramos la obsesión con ese aspecto de nuestra vida cotidiana que resulta, para el ojo marciano, entre pintoresco y amenazante:
Los seres humanos poseen la rara habilidad de curar con lo que enferma (le llaman «vacunas», a veces), de manera que están consiguiendo curarse de la amistad gracias al trabajo que usaban para establecerla y consolidarla, echando mano también de la tecnología que empleaban para erigir sus puentes simbólicos. Han dado con un sistema social que, en su madurez, parece ir resolviendo el problema. Algunos emplean el rótulo «capitalismo».
De todas formas, esta beneficiosa deriva social se ve empañada por la incomprensible persistencia de algunos «amigos» (como les gusta llamarse), que se niegan a un tratamiento terapéutico que los cure de la amistad.
Tan enfermos de amistad se encuentran, que se festejan a sí mismos, sin respaldo lógico y en raptos de insensatez que denominan «alegría», mediante una expresión que no hemos sabido traducir aún: «¡FELIZ DÍA DEL AMIGO!»
Por más vida y por el socialismo.