CUATRO ELECCIONES Y UN RECHAZO GENERAL (EE.UU., Francia, Gran Bretaña, Argentina)

En el marco de los procesos electorales, realizados o encaminados, en los EE.UU., Francia y Gran Bretaña, las últimas semanas nos han entregado lo que consideramos que son claves de interpretación para leer lo que ocurrió en Argentina el año pasado en las elecciones nacionales. Veamos.

En los EE.UU., el presidente Joe Biden forzó un debate anticipado con Donald Trump para despejar dudas sobre su salud y capacidad cognitiva, con vistas a las elecciones de noviembre. Como hoy sabemos, lo que consiguió fue profundizar esas dudas, incluso más allá del límite de lo tolerable hasta por el muy tolerante (y demócrata) periódico The New York Times.

Por su parte, Francia llevó a cabo unas elecciones anticipadas que forzó el partido gobernante de Macron, quien se encuentra en el séptimo de los diez años que formalmente cubren sus dos mandatos. Pero la continuidad política puesta en tela de juicio por los resultados electorales no empezó con Macron: políticos de centroderecha como él han gobernado 25 de los últimos 30 años en Francia. ¿Qué pasó allí? Pasó que en las elecciones primarias ganó el partido de ultraderecha de Marine Le Pen. Y pasó que, en la segunda ronda definitiva, la centro izquierda del Nuevo Frente Popular (NFP) desplazó hasta el tercer puesto al partido de Le Pen, que venía del triunfo. ¿Cómo fue esto posible?

Hay un elemento crucial: el NFP anunció en su campaña que no presentaría candidatos en los distritos en los que no era la primera opción para combatir a la ultraderecha, porque su prioridad (dijo en el discurso y probó en la práctica) no eran los cargos sino derrotar la amenaza representada por el partido de Le Pen. No se puede subestimar el valor de esa táctica del NFP: el partido de ultraderecha obtuvo el 37,3% de los votos y 142 escaños, mientras que el NFP, con el 26,9% de los votos, se quedó con 178 escaños.

Al margen de las particularidades del sistema electoral francés, que propicia ese tipo de incongruencias en las proporciones votos/cargos, el resultado se explica principalmente porque el frente de izquierda no dio batalla allí donde no convenía darla. El problema ahora será cómo traducir esa administración electoral del descontento (una alianza táctica entre el oficialismo y el frente de izquierda para frenar a la ultraderecha) en gobernabilidad para Macron.

Vayamos a Gran Bretaña. Tras 14 años de gobierno conservador, los laboristas ganaron un amplio margen de poder: de 2019 a 2024, el laborismo pasó de ser oposición a dominar dos tercios del Parlamento. Sin embargo, obtuvo esos dos tercios de los cargos con un tercio de los votos (aumentando su caudal electoral, con respecto a 2019, en apenas 2%)1. El economista y politólogo Pablo Castro lo explicó así:

La estrategia de [Keir] Starmer fundamentalmente consistió en dos cosas. La primera, purgar al Partido Laborista de los elementos más cercanos a la izquierda, más cercanos a su líder previo [Jermey] Corbyn, que era un líder mucho más de izquierda. Starmer pertenece a la centroizquierda más moderada. […] La segunda pata de esa estrategia fue, simplemente, hacer propuestas relativamente vagas –algo muy convencional en la política– y dejar que los conservadores se destruyeran solos, después de 14 años en el gobierno.2

Todo lo cual no equivale a haber obtenido muchos votos, ya que la participación en el sufragio fue sensiblemente baja. Además, los grandes líderes conservadores fueron derrotados en sus circunscripciones, entre otros Teresa May, la ex primera ministra (una de las tres mujeres en la historia británica que ocupó ese cargo después de Margaret Thatcher y antes de Liz Truss, lo cual debería llamar la atención del progresismo: las únicas tres mujeres que alcanzaron ese rango militaban en las filas del Partido Conservador). Es decir que se trata menos de un triunfo de la oposición que de una derrota del oficialismo, tanto por los desastres acumulados en estos 14 años como por una fragmentación hacia la derecha (cuyo máximo referente es Nigel Farage).

En resumen, estos resultados indicarían que, en dos elecciones cruciales llevadas a cabo en países que están entre los más relevantes del planeta, la derecha y la ultraderecha fueron –por ahora– derrotadas. Mientras tanto, en el país más poderoso del planeta, la derecha trumpista acaricia el despacho presidencial, gracias a que su contrincante hizo todo lo posible para que en esa dirección se encaminaran las cosas.

Con semejante panorama, resultan muy confusos los análisis que aseguran la llegada de una «ola de ultraderecha» y, una semana más tarde, proclaman la aparición de una «ola de izquierda». Un día, la ultraderecha amenaza las calles y la democracia; al día siguiente, hay un renacimiento de la militancia y el «cordón sanitario». Por la mañana, los votantes son idiotas manipulados por las plataformas, las fake news y los «discursos de odios». Por la tarde, millones de ciudadanos conscientes encarnan la tradición jacobina y cantan «La Internacional» en defensa de la república.

Estos análisis volátiles como una pluma al viento parecen construidos en base al impresionismo y la inmediatez, sin mostrar compromiso alguno con la coherencia argumentativa y la lectura de la realidad cuando se nos aparece indómita a las coordenadas ideológicas que hacían legible el siglo XX.

«Democracias de agua caliente y agua fría»

Que una parte de la población defienda sólidas convicciones de derecha no es novedad. Lo novedoso es que los partidos que representan esa posición obtengan mayores resultados electorales. No obstante, estos resultados masivos no significan, necesariamente, que las convicciones anti-progresistas se hayan consolidado en grandes masas de votantes. De hecho, las elecciones en Francia y Gran Bretaña muestran una extrema variabilidad de la «masa flotante de votos», por llamarla de alguna manera.

Más que un giro autónomo hacia la derecha por parte de la población, pensamos que ocurre otra cosa: la derecha no encarna algo tan negativo. Especialmente, cuando el llamado «centro» y la llamada «izquierda» aplicaron y aplican políticas cuyos resultados económicos, sociales, educativos y culturales son, para la clase trabajadora, todo aquello que siempre se le ha adjudicado a la derecha. Porque lo que nos interesa destacar es que, en estas situaciones, tiene preeminencia la mala vida que estamos experimentando los trabajadores y la pésima gestión por parte de los que manejan el poder político en cada país. Es allí donde hay que buscar la causa de estas oscilaciones electorales. Y es allí donde hay que buscar orientación para la estrategia correcta en la causa socialista: el extremismo del electorado. Analizando estos procesos, el politólogo Andrés Malamud observa:

Son democracias de agua caliente y agua fría. Son democracias que no toleran a los tibios. No fue siempre así. En los tiempos de «Los gloriosos 30 [años]», en los 50, los 60 y los 70, en esas décadas en las cuales se podía vivir dignamente con un empleo mediocre, no había ningún problema en votar candidatos grises y partidos moderados, «centristas». Pero ahora la gente está irritada porque se le obturaron los horizontes de progreso. Y por eso lo que busca es, si no alternativas a su situación, por lo menos expresiones de su rabia. Votar a gente que le permita canalizar sus emociones, que son mayormente negativas.3

Nos referimos, por supuesto, a países donde la democracia burguesa funciona. No podemos extender este análisis a un conjunto de naciones en las que la clase trabajadora ni siquiera dispone de los más elementales medios de expresión política (incluso menguada por la diferencia de clase): Israel, Irán, Arabia Saudita, China o Rusia, por ejemplo. Son países que basan su estabilidad política en instituciones teocráticas, antidemocráticas y en una feroz represión política hacia todas las libertades individuales y las organizaciones de la clase obrera. No hace falta aclarar que estamos publicando en este blog, en un país cuya estructura política –por el mero hecho de consentir esta regularidad bloguera– se encuentra a años luz democráticos de los países mencionados.

Por eso no participamos del delirio de las izquierdas nacionalistas que justifican la represión de las burguesías débiles sobre la clase trabajadora y otros sectores oprimidos, como si eso formara parte de una astucia de la razón en el combate contra el imperialismo. Mucho menos cuando es obvio que gran parte de los países mencionados despliega a su alrededor políticas imperialistas.

Pero volvamos a los países donde se vota.

Está claro que estos resultados electorales permiten inferir procesos en la conciencia siempre distorsionados. En primer lugar, por la diferencia de clase: no es lo mismo emitir un voto cada 4 años que ser aportante destacado de un partido político. Los financistas y los lobbistas votan cada día. Además, los trabajadores, al hacerlo con periodicidad e irrevocabilidad hasta el siguiente turno electoral suelen ser defraudados, sin poder hacer otra cosa que desmoralizarse y esperar. Esto tiene consecuencias directas en los modos de votar: promueve el apoyo al «mal menor» y el voto a ganador, convirtiendo lo que se supone que son complejas elecciones en simples opciones cerradas a plazo fijo.

«Explotadora, sí, pero mujer, joven y marrón»

Advertimos puntos de contacto entre lo que sucede en Argentina y, por ejemplo, Gran Bretaña, donde los conservadores llevan 14 años en el gobierno, realizaron la gran aventura del Brexit y empeoraron las condiciones de vida de la población. Condiciones que son muy superiores a las nuestras, por supuesto, pero que decrecen frente a las expectativas de los propios británicos (excepto sus correspondientes individuos, nadie compara su propia vida con las posibilidades de la burguesía alemana o el inframundo de la población sobrante etíope, sino con su propia biografía inscripta en un espacio de acumulación concreto). Ciertos datos publicados por el New York Times traducen al formato gráfico contra qué votaron los británicos:

Bajo esas condiciones se presentaron los mismos que gobiernan hace 14 años. En cambio, los laboristas aparecieron renovados (Starmer por Corbyn) y más conservadores, con un nuevo liderazgo, una purga de izquierdistas consumada y la conjuración del divisionismo interno mediante un programa hecho de vaguedades. Así los laboristas obtuvieron 412 de 650 cargos disputados, a la vez que se retiraron de muchos distritos que podían ser favorables a los Demócratas Liberales, capaces de dividir el voto anti-conservador. Los laboristas no incrementaron su masa de votantes pero sacaron ventaja del alejamiento de los votantes conservadores del proceso electoral.

En otras palabras, el laborismo se hizo con el gobierno en base al cansancio que la población tenía con los conservadores y el propio sistema político después de 14 años. Algunos analistas ven así este fenómeno:

El Partido Laborista llega al poder con el porcentaje más bajo de voto popular de cualquier gobierno entrante en la historia británica. Su victoria se logró gracias a un masivo voto anti-Tory [anti-conservador]. Los conservadores registraron el porcentaje de votos más bajo de su historia.

El partido sufrió una caída masiva de 20 puntos desde 2019, con 11 ministros de alto rango perdiendo sus escaños, entre ellos la ex primera ministra Lizz Truss, el secretario de Defensa Grant Shapps y el destacado partidario del Brexit Jacob Rees-Mogg.4

Por su parte, en Francia hay preocupaciones similares por el futuro inmediato. Esas preocupaciones se expresaron en los recientes conflictos laborales, que tuvieron como uno de sus ejes más sensibles la cuestión jubilatoria. En ese eje vemos un claro ejemplo del presente crepuscular que experimentan los trabajadores en general y los franceses en particular: si el trabajo formal se reduce mientras aumenta la masa de ancianos, ¿quién pagará las jubilaciones? La reforma previsional francesa estableció que:

Desde 1 de septiembre de 2023, día en que se aprobó la Ley de Reforma de las Pensiones, la edad de jubilación para los franceses aumentará progresivamente hasta el año 2030, cuando se pasará de los 62 años actuales a los 64. El objetivo es que esta edad de retiro laboral aumente un trimestre por cada año que transcurra hasta esa fecha.5

Semejante ajuste provocó masivas protestas el año pasado, que pusieron al gobierno en el centro del descontento masivo y popular6.

Insistimos con este dato: la izquierda bajó de la segunda vuelta a una cantidad importante de candidatos. En estas elecciones por circunscripción llegan a la ronda definitoria más de 2 candidatos (en general 3). El Frente Popular declinó participar allí donde había salido tercero, para no dividir los votos que se oponían a la ultraderecha. Esa decisión fue determinante. No la unidad de fuerzas de centro izquierda, que ya había ocurrido antes de la primera ronda. Sino el gesto práctico y real de priorizar lo que se dice priorizar, en los hechos y no sólo en las palabras. El Nuevo Frente Popular, al bajar a sus candidatos que no habían sido los más apoyados por los votantes, ofreció –al menos en este caso– una señal palpable de que el objetivo de impedir el triunfo de Agrupamiento Nacional estaba por delante de los nombres y los cargos. De esta manera consiguió bastante más: objetivo, nombres y cargos.

En cambio, el drama en EE.UU. todavía acaba de resolverse a medias. Allí también el progresismo hace campaña bajo la misma bandera de la amenaza de la ultraderecha desquiciada y demente. Pero no había conseguido, hasta hace 72 horas, que el presidente Joe Biden (cuya llegada a Washington data de 1972, cuando fue electo Senador) se dispusiera a abandonar el centro de la escena. Y eso a pesar de que la mayoría de sus potenciales votantes opinaba que se encuentra incapacitado para continuar en funciones.

Si Trump necesitaba una imagen que reflejara qué significa «establishment», qué es «lo establecido», qué es «casta», pudo exponerlo sin esfuerzo en el debate gestionado por sus propios adversarios políticos. Los demócratas cabildearon y dieron vueltas alrededor de «las tradiciones», los mecanismos institucionales y las marcas «identitarias» del partido. Es decir, se demoraron alrededor de mantener intacto el sistema político, aún a costa de favorecer a quien tiene como única bandera la denuncia nítida y simple de ese conservadurismo «de casta».

Los sucesivos tropiezos (físicos y cognitivos) de Joe Biden y las presiones internas lo condujeron a retirar su candidatura e, inmediatamente, una tormenta de alivio empapó a los demócratas. El mensaje pluvial humedeció, sobre todo, las áridas perspectivas de los que juntan guita para la campaña.

Es probable que el daño ya esté hecho. Sin embargo, aun tardíamente resuelta la desventaja por decrepitud del actual presidente de EE.UU., el fruto no ha caído lejos del árbol: la casi segura candidata es la ex fiscal general, ex senadora por California y actual vicepresidente, Kamala Harris. Más joven y más morena que Biden pero no menos perteneciente a la «casta».

«Una hidra que se muerde a sí misma»

Como hemos dicho en otros artículos, el esquema derecha/izquierda –tal como se ha aplicado en los primeros 80 años del siglo XX (es decir, en clave nacionalista)–, en el mejor de los casos, no ayuda mucho a pensar nuestro presente. Y, en el peor, conduce a barajar definiciones conceptualmente insostenibles y políticamente perjudiciales, como el apoyo a Chávez en Venezuela (véase la declaración de Madres de Plaza de Mayo ayer publicada) o las simpatías por gobiernos autoritarios como los de Xi Jinping o Vladimir Putin.7

Desde diversos puntos de partida y alcanzando heterogéneos niveles de decadencia, degradación y violencia generalizada, hace casi dos décadas que el mundo entero empeora8. Es más pobre, más inseguro, muestra peores condiciones ecológicas, mayor desigualdad y concentración de la riqueza y (se aborde por donde se aborde el sentimiento de rechazo por la situación) lo que salta a la vista es la permanencia de los mismos partidos administrando y generando el desastre. El contenido ideológico del rechazo no es tan claro ni tan profundo como sí lo es la forma contundente del rechazo en sí.

Por eso, mientras los ingleses votan prácticamente lo mismo pero en rechazo al partido que gobierna, los franceses rechazan el gobierno panquequeando entre izquierda y derecha con una naturalidad pasmosa, sólo porque se trata –precisamente– de las dos opciones que no están en el gobierno. Por su parte, los norteamericanos eligieron a Trump porque se presentó como el campeón de la rebelión anti-establishment. Y es muy probable que lo vuelvan a elegir si el «joebidenizado» establishment sigue aferrado a sus códigos y tradiciones sin importarle pagar el precio de sostener a una persona moribunda y senil a un manotazo de distancia del botón rojo del mayor arsenal nuclear que existe en el mundo.

Según vemos, todo este recorrido nos permite entender mucho mejor las elecciones del año pasado en Argentina. Si imaginamos a Milei como una suerte de Trump periférico, entonces no será difícil ver en Massa a un Biden pícaro y, aunque no jugáramos a estas sustituciones, no habría dudas en que el peronismo es el partido del establishment. Como sabemos, el peronismo eligió al peor candidato posible para dar «la madre de todas las batallas» contra la ultraderecha: al gestor más obvio, más indisimulable, de la crisis que se vivía. Punto de contacto con el partido demócrata yanqui.

Y si bien la historia nos presenta algunos casos en que un ministro de economía ascendió, desde el cargo ministerial, al presidencial (por ejemplo, Fernando Henrique Cardoso en Brasil), hay que decir que –en todos esos pocos casos– el ascenso fue alcanzado a caballo de un éxito económico palpable y galopante para porciones significativas de la población votante. En situaciones así, el reconocimiento a la tarea cumplida se transforma en apoyo masivo.

Pero un ministro de economía (como fue Massa) que piloteaba una inflación de 3 dígitos y en aumento (ahora advertimos que «el 3 adelante» significaba 300), que generó un millón y medio de nuevos pobres en un año, con una pobreza estadística que se acercaba rápidamente a la mitad de la población, un ministro así, que termina su gestión ofertado como candidato por el partido del orden capitalista, no puede ser leído más que como el índice revelador de una imposibilidad de recambio «de ideas, de figuras y de repertorios» (como no se cansa de repetir Pablo Semán) por parte de todo ese personal político burgués abulonadao en el poder desde hace décadas. Esa fue la contribución inestimable del peronismo al triunfo y a la popularidad de Milei. En la especulación de que el inmenso rechazo hacia su gestión no podía terminar en una experiencia tan novedosa como delirante (recordemos que el massismo le puso guita, avales y candidatos a las listas de Milei), no se bajaron ni renovaron sus nombres ni su programa.

Cuatro años antes el peronismo pareció haber comenzado a transitar ese camino de recambio y fue votado bajo la condición de que Cristina no llegara a la Casa Rosada como presidenta. Es más: quien sí llegó fue alguien que, aunque perteneciente al riñón del Estado, se había ido dando un portazo (tan ruidoso, que votó en blanco ante el balotaje Scioli-Macri de 2015)9. Pero en 4 años no cesaron de poner en evidencia que el retroceso táctico era menos, mucho menos, que una movida teatral. No era nada. CFK nunca se retiró y el país continuó hundiéndose ante su mirada imperturbable, sus denuncias de lawfare y su repertorio de intrigas palaciegas.

Por eso viene a cuento leer cómo son juzgadas, desde el portal financiero internacional Bloomberg, las peleas intestinas entre quienes están en el poder británico:

hay muchas promesas en el nuevo primer ministro del Reino Unido, Keir Starmer. Primero, brindará estabilidad a un país que ha visto a cinco primeros ministros conservadores entrar y salir de Downing Street durante los últimos 14 años. Los conservadores se habían convertido en una hidra de muchas cabezas, cada una de las cuales mordía a sus contemporáneos, envenenando a todo el cuerpo político. En contraste, el Partido Laborista sólo tiene un líder real: Starmer, quien purgó la organización de su izquierda radical.10

La imagen de una hidra de muchas cabezas envenenándose a sí misma con sus propios tarascones es perfectamente aplicable a los 4 años del Frente de Todos, con Alberto Fernández, Cristina Fernández y Sergio Massa en el gobierno. La hidra peronista, cada vez más reducida, continúa mordiéndose a sí misma a través de las disputas entre Axel Kicillof y Máximo Kirchner, dos personajes cuya agenda común de problemas se muestra a espaldas de la catástrofe social argentina y atenta a los eternos laureles que Cristina le prometió a su vástago.

Nada de esto es un problema limitado a la cúpula del PJ. Se trata de un problema extendido a toda la ideología peronista, que prefiere la derrota propia o la muerte ajena (e incluso ambas cosas juntas) antes que ceder en la lucha por el poder burgués. Massa no era el candidato laborista alejado del poder ejecutivo (él y su partido) durante 14 años. Massa no era Melenchón, ajeno al gobierno francés y dispuesto a ceder territorio para derrotar a la ultraderecha. Massa fue apenas el remedo farsesco, la ilusión cómica, de aquel monarca absolutista que repetía «El Estado soy yo» y «Después de mí, el diluvio».

La mancha voraz

Las noticias internacionales que interpretamos en esta nota indican algunos caminos posibles. Ninguno de esos caminos pasa, en este momento, por los partidos en el poder o los que defienden el orden establecido. Ante la ausencia de enfrentamientos consecuentes con ellos, ante la ausencia de un repudio consecuente de los que realmente mandan, gobiernan e imponen las condiciones de vida que padecemos, el rechazo masivo anda en busca de un cauce, como el agua desbordante, fría o caliente (nunca tibia).

Si todos estos resultados electorales descolocan al analista versado y al militante comprometido, quizá sea porque a veces las goteras asoman en superficies muy alejadas del lugar en donde se originó la pérdida. Los caños están rotos y el plomero insiste con volver a pintar sobre un muro manchado que se descascara.

NOTAS:

1 Jack Schikler, «Elecciones británicas 2024: Los laboristas logran una aplastante victoria sobre los conservadores», nota publicada en EuroNews el 5 de julio de 2024.

2 Pablo Castro, «Vote a la derecha, obtenga a la izquierda», episodio #12 del podcast Fenómeno barrial publicado por El Economista el 11 de julio de 2024.

3 Andrés Malamud, «Primero la inflación, segundo Francia, tercero Biden», episodio #13 del podcast Fenómeno barrial publicado por El Economista el 23 de julio de 2024.

4 Chris Marsden, «Victoria aplastante contra los conservadores, pero el colapso del voto popular de los laboristas anuncia la crisis del gobierno del Reino Unido», nota publicada por World Socialist Web Site el 5 de julio de 2024

5 «Cómo es la jubilación en Francia», nota publicada en Planes de futuro MAPFRE el 4 de abril de 2024.

6 Jan D. Walter, «Francia y las protestas por la reforma de pensiones», nota publicada en DW el 27 de marzo de 2023.

7 Por ejemplo, en las notas «¿Dónde está el peligro?», «Las dos constelaciones del pensamiento burgués», «El progresismo es opuesto al socialismo», «La hipóstesis programática: un debate ausente en la izquierda socialista», «Éxito y fracaso de los votantes libertarios».

8 Ver al respecto «Los dos escepticismos (O por qué, si no fuéramos socialistas, seríamos del PRO)».

9 «Alberto Fernández: “Voy a votar en blanco, la disyuntiva nos parece fea”», nota publicada en Perfil el 27 de octubre de 2015.

10 Howard Chua-Eoan, «Los británicos votan a favor de la estabilidad, pero ¿lo conseguirán realmente?», nota publicada en Bloomberg el 5 de julio de 2024.

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