LA ORGANIZACIÓN SOCIALISTA: De la diversidad humana al teatro revolucionario y más acá…

La heterogeneidad humana, un valor inapreciable de nuestra especie, vuelve prácticamente imposible la unanimidad como punto de partida. Para los seres humanos, lograr coincidencias es una empresa trabajosa, plagada de amenazas y tropiezos. A cambio de esa dificultad, si se sortea, si se producen las coincidencias, entonces la potencia de nuestra especie se vuelve inusitada.

En general, las coincidencias son provocadas por la realidad: es hegemónico lo que funciona. Lo que funciona atrae sentimientos y pensamientos con la fuerza gravitatoria del hábito consolidado. Pero las utopías, por decirlo de alguna manera, las propuestas para construir algo que no existe, las hipótesis acerca de una sociedad alternativa a la que experimentamos cotidianamente, deben invertir, al menos en parte, el camino: para que algo llegue a funcionar debe convencer a muchos de que sería posible.

Eso vale tanto para construir la sociedad socialista como para construir la organización que aspire a realizar esa sociedad. Y debe contar con una ayuda inestimable, irrenunciable e insuficiente: que lo actual ya no funcione. En este estricto sentido, vivimos en un momento en que las ideas socialistas se pueden explicar y difundir porque el capitalismo expone su incapacidad para hacerle lugar a las necesidades y deseos del conjunto de la sociedad.

Pero eso no soluciona otro inconveniente: cómo hacer algo por el socialismo.

«Los demás son todos unos boludos»

Como expusimos en otras publicaciones1, las distintas ideas hegemónicas no expresan la incapacidad intelectual de los trabajadores. No son «liberotarios» ni «peronzonzos». Sencillamente confían, aún, en alguna forma de gestionar la vida que efectivamente ha funcionado: en este país se vive mal pero se ha vivido. Y se ha vivido no tan mal, o de mal a mejor, durante 200 años. Entonces no es absurdo ni insensato que muchos piensen que sea posible reeditar algunas de esas modalidades pretéritas de gestionar el capitalismo para vivir aceptablemente. Ora la «Argentina potencia» de la generación del 80; ora ese otro paraíso perdido: los felices años peronistas. Se trata de dos fantasías exageradas. «Todo poema, con el tiempo, es una elegía» (Borges). Sin embargo, lo cierto es que en otras épocas se ha vivido en condiciones y con reglas generales aceptadas por la mayor parte de la sociedad.

Una digresión. El marxista húngaro Georg Lukács escribió, en El alma y las formas, a propósito de los románticos: «Crearon un mundo homogéneo, unitario y orgánico, y lo identificaron con el mundo concreto». Resolver en nuestra mente que los demás están equivocados mientras las ideas ajenas campean dominantes en el mundo concreto es un retorno al fracasado universo del romanticismo. Lo que el resto de los trabajadores piensa no es un error. Es una realidad. No deben «darse cuenta» de algo: nosotros debemos instrumentar los medios para intervenir lo más eficazmente posible cuando esas ideas, bajo los golpes de la realidad, vacilan, aflojan, tiemblan.

Pero ojo: nuestras ideas también son vulnerables a esos mismos golpes –deben serlo– y una utopía que se aleja un paso a cada paso que creemos haber dado, un reconocimiento por parte de los compañeros trabajadores de que esa utopía es como Pichuco: «siempre está llegando» pero no llega, nos exige explicaciones más serias y profundas que la certeza un poco psicótica de que «ellos» están equivocados. Fin de la digresión.

Ante el fenómeno de este natural conservadurismo de las ideas construidas en la materialidad de la vida cotidiana, la militancia consiste en buscar los medios para generar una nueva coincidencia. Se la llame hegemonía, conciencia de clase o disciplina, los medios para conquistarla son parte central de la historia y los debates del socialismo. En dos sentidos. Hacia afuera del socialismo, se trata de acercar a lo común: una clase común que pueda lograr una sociedad basada en lo común. Hacia adentro, se trata de sostener, solidificar, profundizar (o fracasar, que es lo más frecuente) en unas coincidencias que, al comienzo, son más ligeras e hipotéticas que sólidas y profundas.

Podemos presumir que, si la clave de la construcción socialista es tomar el poder y trastocar las estructuras del sistema, eso requerirá de una acción, una gran acción, concertada y decidida. Y quien se propone hacer algo así debe contar con una organización acorde con la tarea: disciplinada, unificada, decidida.

La pregunta que nos hacemos en este punto es si todo lo que llega a ser «algo» debe ser ese «algo» desde el comienzo. E incluso nos preguntamos si debe ser lo mismo independientemente de la tarea, el momento, la situación.

Dicho de otro modo, nos preguntamos si en todos los períodos lo central es la solidez de la intervención y no la construcción de la confianza y de la determinación, la ampliación de las respuestas y su coherencia interna.

En suma, nos preguntamos si durante largos períodos no se trata de responder a la pregunta «¿Por qué alguien se disciplina?», mucho antes de exigirle a ese alguien que se discipline.

¿Por qué alguien se disciplina?

Si es cierto que resulta necesaria una elaboración colectiva, se debe a que diferentes individuos, con distintas biografías y diversos anclajes en la vida social, aportan miradas y perspectivas, formaciones, conocimientos y experiencias enriquecedores. ¿Cómo podrían esas diferencias subsumirse en una probable conclusión general sin restos, sin dudas, sin resquemores? En un mundo dinámico, esas conclusiones son, de alguna manera, siempre provisorias, tentativas, parciales, siempre sujetas a revisión, balance y crítica.

Hay mucho escrito y elaborado al respecto, desde la psicología y sus dinámicas grupales hasta la sociología y sus investigaciones sobre los grupos pequeños. Mucho de eso no debe ser desestimado porque algunos de los inconvenientes que señalan esos estudios son de difícil superación en los espacios militantes.

Pero nos interesa tratar puntualmente una cuestión singular: la de grupos (o, incluso, colectivos mas amplios) que se proponen lograr algo inexistente, sin modelo ni mapa del tesoro. Y que se proponen lograrlo siendo minoría, rechazando el dogmatismo y la teleología. Grupos que se proponen mantener la unidad y la acción, sin un decálogo de tareas, con incertidumbre acerca del porvenir (sin mesianismo), permeables al inmenso océano de ideas y opiniones adversas. Y persistir en una tarea histórica, es decir, buscando algo que no se agota en la finitud de la propia vida individual. Encontramos tres cimientos para eso: confianza, interrogación y crítica.

Interrogación y respuesta coherente, más interrogantes, más investigación, más respuestas coherentes. Coherentes con el conjunto, que se debe ir reactualizando de forma constante. Un ejemplo: debemos reconsiderar e interrogar la idea de que puede haber una «ciencia socialista». (Y unas satisfacciones, también, unos consumos y unos gustos socialistas: «prefiguraciones» que anticipen hoy lo que será el mundo que proponemos). Pero la presunción de una ciencia que se opondría a la ciencia burguesa condujo a catástrofes que no fueron ajenas a la debacle de la experiencia socialista: ahí tenemos el caso de Lysenko en la URSS o el trato que recibieron los homosexuales en Cuba, ambos basados en una extensión de las determinaciones del régimen de propiedad a las propiedades de cualquier fragmento del régimen.

La izquierda reformista respondió a estas calamidades con una inversión automática y completa, tan absurda como la versión que se pretendía superar: si antes el régimen de propiedad impregnaba todo lo que crecía bajo su amparo (sea el reconocimiento de una orientación sexual o el modo de mejorar el rendimiento de los cultivos), ahora se trata de equiparar todas las demandas, las pretensiones y los reclamos en igualdad de condiciones.

Se propone entonces luchar, simultáneamente, por la fragmentación de la clase trabajadora en unidades territoriales menores (Cataluña, nación mapuche), en contra de que esa «autodeterminación» ocurra en otros casos similares (Liga del norte, en Italia; Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia) y a favor de la unidad internacional de proletariado, aun a sabiendas de que el nacionalismo corrompe esa unidad. Se propone poner en pie de igualdad la agenda del 50% de la humanidad (las mujeres) y del 0,7% (los «trans»), aun a sabiendas de que si no hay reconocimiento de las mujeres como existencia, tanto sus reclamos positivos como la defensa ante los agravios y las muertes pierden todo sustento.

En suma, ante una coherencia censora, que expulsaba problemas y novedades, la izquierda reformista respondió con la equiparación de todos los problemas humanos. Así, los modos de organizar la sociedad para producir y distribuir riqueza para el conjunto de la población quedan en pie de igualdad con, por ejemplo, el deseo de hablar una lengua semi extinguida como el mapundungún. Se las considera demandas equivalentes y se las agrupa en «cadenas equivalenciales». Llegado el momento, las unidades y alianzas estallan porque nunca se construyó la jerarquía de los problemas, su encadenamiento causal, su importancia relativa. En lugar de interrogar el problema, la izquierda reformista invirtió la respuesta en una reacción automática.

Jerarquía de los problemas vs. reivindicaciones equivalentes

El encadenamiento de importancias y jerarquías, de causas, efectos, condiciones y resultados en una sólida –y constantemente actualizada– estructura programática es, cuando se logra, la fuente de la solidez de un grupo. Hablamos de programa no como una serie de puntos que abarcan distintos temas, sino como una lógica que incluye todos esos puntos en tanto razones que hacen del objetivo socialista una salida necesaria. Esa solidez de un grupo vivo y permeable se sustenta en una correa de transmisión entre un ideal o una causa superior y otros problemas dependientes.

Los ominosos Juicios de Moscú y la represión estalinista en los años 30 han sido reflejados en obras literarias como El cero y el infinito, de A. Koestler, o El caso Tuláyev, del revolucionario Víctor Serge. Esta novela de Serge, sobre todo, resalta un elemento impactante y conmovedor, en el sentido más literal de la palabra. Entre la pureza de los ideales y la mugre de la represión y los privilegios del poder, el drama que nos sorprende es el vaso comunicante: las confesiones. El reconocimiento de culpabilidad absurda de los inocentes. Inocentes de los cargos que confesaban. Siendo «muertos de vacaciones», como supo bautizar un revolucionario alemán a los de su especie en la década del 30, militantes que se habían jugado la vida muchas veces a lo largo de su existencia, a sabiendas de que esos juicios ya tenían la muerte como sentencia, ¿qué los llevaba a confesar?

La respuesta posible es que, habiendo dedicado su vida a una causa, aislados de la abundante información necesaria, sabiendo que lo que buscaban excedía la vida de cada individuo en particular, muchos estimaban que su denuncia produciría más daño que beneficios a la causa socialista, que Stalin podía ser un desvío menos oneroso que la restauración capitalista que haría uso de aquellas críticas silenciadas.

No se trata de traer esta historia aquí para juzgar esa acción, sino para ilustrar la relación indisolublemente humana entre las causas superiores, de las que no podemos alienarnos, y el resto de nuestras decisiones. La solidez de una organización y la confianza se sostienen únicamente en esa estructura de jerarquías. Las equivalencias, por el contrario, son el camino a la deslealtad y la panquequeada: ¿por qué me quedaría en un lugar incómodo (no digamos ya mortal) por alguna cuestión puntual, si puedo abandonarla y seguir adelante con otra cuestión puntual que no me produzca tanto escozor? La ministra de las «mujeres, géneros y diversidades» que convivía con Manzur en el gabinete peronista es un ejemplo tan deplorable como cristalino al respecto. Se trata del otro marxismo, el de Groucho y su apotegma: «Estos son mis principios… pero si no le gustan tengo otros».

Ahora, sí: por qué alguien se disciplina…

Un sistema programático coherente puede permitir la fidelidad a los principios, ante dudas particulares y aun en términos extremos. La adhesión a una sumatoria de reclamos no lo permite: lo impide, al promover la traición y la decepción cuando llega el momento de ordenar los falsos equivalentes.

Pero la consistencia es un trabajoso proceso que no se suplanta con ninguna declaración jurada. Porque, más allá de lo dicho, siempre se puede alegar, sinceramente, desconocimiento. La letra chica del contrato socialista es prolífica y cambiante: por sus relaciones con la realidad, en su apariencia y en su estructura, por sus relaciones con el resto de la clase trabajadora que no es socialista, con la conciencia del resto de la clase, con las novedades que la sociedad propone.

Por todo eso el socialismo es una propuesta a la vez coherente y cambiante. El socialismo es, no nos cabe duda, un sistemático e infinito ejercicio de interrogación y respuesta, de variaciones alrededor de la pregunta sobre la posibilidad –y el camino– de una vida mejor. Incluso sobre el significado de esa vida mejor.

Para lograrlo hace falta una mayor cantidad de interrogantes, no una autoridad moral que sólo produce sumisión y admiración (pero no confianza). Y los interrogantes se responden con un trabajo sistemático y comprometido de pensamiento, no con el curso o la recomendación de lecturas canónicas (que son, en general, de difícil integración en la realidad actual). A la pregunta «¿Por qué alguien se disciplina?» podemos responder que lo hace porque tiene clara conciencia de las divergencias menores frente a las coincidencias más generales. Pero también, y esto es fundamental, porque las ha podido exponer y ha podido comprobar que su percepción, su opinión, no es mayoritaria. Y no lo es porque su opinión es considerada, desde un punto de vista honesto, parte del amplio abanico de posibilidades. No hay un déficit moral o social en quienes no comparten nuestro punto de vista por el mero hecho de no compartirlo.

Esa posibilidad de crítica, de divergencia, requiere una segunda oportunidad, a posteriori. De todo lo que no resulta no se puede concluir que estuvo errado: se puede concluir que estuvo errado si se pudo elegir otro camino y no se hizo. Y eso no significa que hubo traiciones o mala fe, sino algo tan obvio y repetido como difícil de admitir: somos extremadamente falibles y parciales en nuestros juicios.

Por eso es necesario plantear muy bien para qué se hace algo: así se puede saber si se obtuvo lo buscado, si se cumplió el objetivo. El ejemplo más claro es el FITU: al comienzo de cada período no se sabe qué busca y, al final, se asume feliz de haber logrado lo que efectivamente obtuvo, por magro que sea. Si el objetivo está claro y no se obtiene hay que pensar por qué. Si el objetivo no está claro y se festeja cualquier resultado, habría que pensar por qué.

Finalmente, la confianza se construye en experiencias comunes. Una argamasa de esa cohesión es la gravedad de esas experiencias vividas. Pero no siempre, casi nunca, hay de esas experiencias. Lo heroico, afortunadamente, es excepcional. La otra manera de generar confianza es tiempo, compromiso, permanencia. El mismo tiempo que se nos hace necesario para ganar la confianza de los compañeros, respetando sus decisiones, proponiendo y llevando adelante las propuestas cuando son aceptadas: el tiempo de las pequeñas acciones gremiales que preparan el surgimiento, cada tanto, de las grandes movidas callejeras. El mismo compromiso que se nos hace necesario para encontrar los interrogantes adecuados y pensar las respuestas socialistas. Compromiso, permanencia, pensamiento audaz y atención a la autonomía de la minucia reivindicativa.

En el teatro revolucionario, los trabajadores son espectadores satisfechos

Contrariando esa modalidad de la paciencia y la constancia –que no es gris, porque las novedades de la vida cotidiana son desafiantes–, se encuentra la ficción de la aventura: el lenguaje de enfrentamientos colosales o heroicos, aunque en el lugar de trabajo reine una calma somnífera y un desconocimiento absoluto de la revolución inminente; las situaciones «pre-revolucionarias» que se demuestran con citas del canon bolchevique; los llamados a acciones de masas por parte de grupos que no pueden convocar más que a sus propios miembros; la tipografía en mayúsculas, los signos de exclamación, el estilo en negrita…

Toda esa pseudo agitación revolucionaria que convoca a un heroísmo de puf en el living es tomado por el resto de nuestros compañeros laburantes como un género artístico, una ficción sin consecuencias, una mímica auto satisfactoria y sobrepoblada de sellos y micro agrupaciones.

Así, donde hay que explicar, se agita, se chicanea, se exhibe una impostada superioridad. Los grupos, hasta cierto tamaño, no tienen convocatoria: sólo pueden desarrollar capacidad explicativa. Pero la sustituyen por la comparación de consignas hiperbólicas, por la competencia periodística de la primicia («nosotros lo dijimos antes») y por cuestiones anecdóticas que no revisten mayor importancia aisladas del contexto.

Lenin elaboró varias respuestas para un grupo de militantes acosados, maltratados y marginados2. Una de esas respuestas se convirtió en texto sagrado. Pero su experiencia no se repite en el mundo occidental del presente a excepción de forzarla hasta el ridículo: vivir una doble vida, con medio cuerpo bajo condiciones imaginarias de represión fascista y dictadura, mientras el otro medio cuerpo vive bajo condiciones reales de libertades burguesas y promoción del consumo3. La marcha del 24 de enero lo expuso: militantes enardecidos contra el fascismo pero marchando con polleras y sandalias, indumentaria poco recomendable para las corridas; con pesadas mochilas para llevar el agua mineral, la cerveza, el termo, el mate; acompañados por familiares o amigos con poca capacidad para los enfrentamientos: discapacitados, ancianos, menores; realizando performances en las calles laterales, al margen del conjunto. En suma: todo el repertorio de quien sabe que no lo van a salir a cazar los fachos motorizados pero que necesita de esa ficción para justificarse.

Lo más peligroso es que, al requerir que la realidad justifique una opción organizativa con más peso en el centralismo que en la democracia, se produce un enaltecimiento del heroísmo y el martirio que daría la razón a la obediencia. De manera que «heroísmo y martirio» pasan, de ser consecuencias posibles en situaciones dramáticas y excepcionales, a ser virtudes en ejercicio permanente que necesitan ponerse a prueba en cada oportunidad de lucha. «La revolución se convierte en una proeza de personajes homéricos a la que el hombre común, la masa, no puede tener acceso», dice Giussani en Montoneros: la soberbia armada. Y cuidar a los compañeros –algo indispensable en algunos espacios, como los trabajos privados en los que la dictadura del capital reina sin disimulo– se señala como cobardía. El mundo del revés.

Crear un público, orgánicamente

De esa manera, el rechazo a la vida que se puede vivir bajo relaciones capitalistas reemplaza al rechazo a las relaciones capitalistas que nos impiden vivir la vida. Parece un juego de palabras pero no lo es. Observemos que se le dice «burgués» a quien vive un poco mejor –algo deseado por toda la clase trabajadora– y no a quien posee los medios para no trabajar y explota trabajo ajeno4. Así, los demás trabajadores nos verán como una secta mesiánica que promueve las mismas privaciones que ellos sufren a manos del capital y que pretenden superar.

Es una izquierda que, a falta de revoluciones reales, elige anticiparlas renegando (en la propia mente) de la posible vida social, rechazando lo mismo que se quiere lograr: vivir bien. Así nos alejamos de la mayoría de la clase y de su vanguardia natural, esto es, de quienes se organizan para conseguir, al menos, pequeñas mejoras vitales.

¿La disciplina militante está caduca? No. Lo caduco es la teoría de los homúnculos, que ha sido remplazada por la genética. El cuerpo del individuo desarrollado no llega a serlo aumentando de tamaño, siendo lo mismo desde su concepción y su nacimiento. Al contrario: crece mutando y re-conociendo, mientras crece, que en su origen es fundamentalmente información, no realidad práctica, no consistencia material. Sin embargo, en el desenvolvimiento de esa información primordial se encuentra asegurada la madurez. La potencia para reproducirnos, el sexo, está inscripta desde el inicio pero tardíamente desarrollamos la capacidad efectiva de ponerla en práctica. La disciplina revolucionaria padece la misma necesidad evolutiva. De otro modo, se torna absurda y expulsiva. Para quienes no han inscripto la estructura de jerarquías de las causas fundamentales, de las acciones y de las resoluciones tácticas, las imposiciones no se acatan sino por un rato: luego, el militante (en el mejor de los casos) se marcha a otra organización o (en el peor) abandona el socialismo.

Mucha anticipación organizativa y demasiado encierro explicativo pueden producir mucha pérdida de contacto con la vida. Hoy, perder contacto con la vida es una amenaza mayor porque no es algo que le pase únicamente a las sectas. Le sucede, por ejemplo, al mundo del arte y la cultura, acorralado por la miseria social y la degradación educativa: replegado sobre sí, reniega de cualquier vinculo que lo exceda y pide protección al mismo Estado que abandona millones de trabajadores a su suerte. Lo demostró al eludir marchar el 24 con sus sindicatos, aislándose en una corporativa y autoindulgente columna de los trabajadores del arte y la cultura, plagada de patrones y «emprendedores». En el mundo de las ideas (monetizadas), al ya histórico esquema Ponzi de los grupos de estudio privados (allí no se reclama que el Estado provea), se le suma ahora el alternativo y amplio universo de las redes, los podcasts, las radios, el streaming, las ediciones independientes… que habilitan otro modo de emprendedurismo cultural. En cualquier caso, terminaron votando a Massa, es decir, apostaron al pequeño margen de maniobra que podía favorecerlos particularmente, si no se tocaban ciertas partidas presupuestarias marginales. Pero, ¿y para el resto?5

No nos alcanzaría con ser buenos charlistas, que los hay y brillantes. Nos debemos proponer algo que las vanguardias artísticas, en uno de sus pocos propósitos rescatables, se proponían: crear un público. Quien lucha por un mundo todavía inexistente, se dirige a un público que es, también, todavía inexistente. Ese público puede existir en una conjunción muy precisa: el abandono de condiciones de vida antes aceptadas pero hoy insoportables, y el encuentro con una respuesta coherente para ese abandono.

A ese público no se le pide que escuche, sino que pregunte, que proponga y que permanezca. Y se lo encuentra entre quienes hacen algo contra el conjunto del drama social, no entre quienes todavía piensan que nuestros problemas son, simplemente, de facción, de desajustes, de correcciones a lo que hay.

Tomamos una conocida oposición sobre las actitudes en la vida, propuesta por Max Weber: la ética de la responsabilidad y de la convicción. «La pasión no convierte a un hombre en político si no está al servicio de una “causa” y no hace de la responsabilidad con respecto a esa causa la estrella que oriente su acción». En la predominancia de una u otra podemos arriesgar que la ética de la convicción es la adecuada cuando «ha llegado el momento» y cuando ese momento ha sido construido en un largo trayecto a través de la ética de la responsabilidad. No es posible elegir el momento ético pero sí lo es actuar a conciencia con él.

Por último, este recorrido puede dar lugar a muchas conjeturas y equívocos. Pero es necesario desterrar algo. Este texto no es una queja: es una convocatoria. No es importante lo que otros hacen de una manera que consideramos errada, excepto para una sola cosa: proponernos hacerlo mejor, hacer lo mismo pero bien, si está dentro de nuestras capacidades. Como todo cuestionamiento a acciones ajenas, el nuestro sólo es válido en la medida en que se demuestre, aun en pequeñas medidas, que lo que se propone como sustituto es posible, es viable y hay alguien dispuesto a llevarlo adelante.

De no ser así, habremos de concluir que la manera de luchar por el socialismo que cuestionamos es la mejor de las opciones políticas posibles, no por sus virtudes sino por la ausencia de alternativas. En cambio, si comenzamos a llevar adelante lo que oponemos a lo criticado, podremos distinguir la queja (que no busca otro resultado que la satisfacción en la propia inactividad) de la crítica (que busca saber en qué nos estábamos equivocando, nosotros, para hacerlo mejor esta vez).

NOTAS:

1Por ejemplo, en «La dignidad en el rechazo a las propuestas miserables», «El demiurgo y su golem», «El progresismo desastrado», «The Walking Dead», «El atroz redentor Paco Olveira», «Pero, ¿cómo puede ser? (Sorpresas en el espejo de la ilusión progresista)», «¿La democracia burguesa en cuestión?».

2En «La concepción del partido revolucionario en Lenin», Antonio Carlo señala al menos seis períodos diferenciables en el desarrollo histórico del pensamiento de Lenin con respecto al problema de las relaciones entre conciencia de masas y vanguardia revolucionaria, desde un «economismo» explícito a fines del siglo XIX hasta sus «angustiados» últimos años de vida.

3A propósito de este asunto, publicamos una serie de notas bajo el título La doble vida del trotskismo: «La educación sentimental (política) del progresismo», «Interrogar nuestra militancia» y «El progresismo es opuesto al socialismo».

4Al respecto publicamos «Ni “chetos” ni “pueblo”: por una alianza obrera viable y necesaria».

5Lo que venimos pensando acerca de la cultura está resumido en «¿Qué hacemos con la cultura?»

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