Sencillito #39: El demiurgo y su golem

O CÓMO CULPAR A LA CRIATURA LIBERAL POR LOS ACTOS DE SU PERONISMO CREADOR

Un poco inclinados hacia la crítica que se aprende en Puán, las evaluaciones del debate presidencial se extravían en el examen de las destrezas argumentativas y la solidez icónica de los personajes. Con cierta pérdida del eje central del asunto: cómo se construye el camino al Poder Ejecutivo de un país estallado económicamente y en medio de una crisis de credibilidad sin precedentes.

Si retomamos ese norte, los debates presidenciales han sido ganados por Milei. Llegó a ellos con ventaja en todas las encuestas y sus rivales no han sabido, no han podido o no han querido (para el caso da lo mismo) aprovechar las dos ocasiones previstas por el cronograma electoral para asestarle algún golpe decisivo.

Para Milei, no perder de visitante es un buen resultado; cuando juega de local, en las redes sociales, lleva mucha ventaja (algo que, moderadamente, también ocurre en las encuestas): en TikTok tiene 1,4 millones de seguidores contra 223 mil de Bullrich y 80 mil de Massa; en Instagram, 2,6 millones de seguidores frente a 600 mil de Bullrich y 200 mil de Massa. En conjunto, el 49,15% de las interacciones de todos los candidatos se van con Milei. En otras palabras, Milei acapara el 50% de la influencia en redes.

Flancos débiles intactos

Ninguna de las debilidades que se le señalan han podido ser explotadas. No quedó expuesto ni por su endeblez en el plano de las propuestas económicas concretas ni por las sospechas sobre el entramado político institucional que lo sostendría en el poder ni pudieron justificarse las alertas sobre su estabilidad emocional.

Como participante individual del debate, Milei no exhibe su fragilidad institucional. El debate convoca a debatir en soledad, no se muestra el aparato político que respalda a cada candidato. En esas condiciones, no se nota que Milei carece tanto de legisladores como de algún titular en ejecutivos. Tampoco se nota que sus listas están tan pobladas de peronistas como los potenciales equipos de funcionarios. En espejo, Massa concurre al debate vestido de un Dr. Jekill que desconoce al Mr. Hyde ministro de economía y presidente de facto del país derrumbado. Fue notorio que nadie quisiera revolver demasiado el pozo ciego de corrupción institucional que alimenta financieramente a sus rivales porque hubiera significado el riesgo a un contragolpe simétrico. Por eso hubo poco Insaurralde y muy poco Chocolate. Allí donde la candidata del FITU habría podido arrebatar la bandera de lucha contra «la casta», no lo hizo. Este pacto de silencio que dejó afuera del debate la corrupción estructural colocó a Milei a salvo de uno de sus tropiezos más probables (a cambio, Milei evitó ese mal trago para Massa y Bullrich). Entre bueyes no hay cornadas y entre chorros nadie pide levantarse el antifaz.

Si para la izquierda el debate era una ocasión aprovechable para la denuncia, se debió insistir en ese punto sin importar el cronograma y el temario. Porque un debate televisivo está más cerca del teatro y de la danza que del ágora y el lógos de los griego. Es más dependiente de la entonación, los gestos corporales y el lenguaje visual que de la solidez del encadenamiento argumentativo. Funciona más el mantra que el concepto. Massa supo aprovechar la cámara para gestualizar como si fuera el penado 14; Milei aprovecha toda ocasión y tema para hablar de precios y «teoría económica»; Bregman podría haberse mostrado menos aceptable, coherente y solvente, para mostrarse más radicalizada, díscola e incisiva. El público que la elogió no la va a votar.

El sistema en cuestión

Lo que Milei sabe hacer es proponer una transformación lo suficientemente profunda como para hacer creíble («creíble», no posible) un cambio de envergadura, una modificación «de raíz» en las reglas de juego que permita arreglar este desastre. Supo hacerlo. Milei ha obtenido, antes y después de las PASO, magros resultados con sus candidatos provinciales, lo cual expresa al menos dos cosas: su escuálido aparato territorial e institucional y su sostén en una propuesta genérica, no local, no territorial, esto es, una propuesta nacional, una propuesta sistémica. Milei no sólo promete barajar y dar de nuevo: promete cambiar la baraja y romper la mesa de juego.

Esa propuesta se expresa de manera llamativamente coherente en las intervenciones del candidato libertario: todo evento social debe estar organizado, puede ser corregido, debería ser moderado, por los precios. Los precios son el armazón social y su regulador. Y los precios funcionan. Si la sociedad no funciona es porque no se deja actuar a los precios.

Milei sabe qué espectador le interesa: el que está muy enojado y quiere algo nuevo. El que lo votó y los que votaron en blanco o no votaron. Ese universo de votantes es el 55% del padrón: alcanza largamente para ganar. Por eso su estrategia combina rabias y furores con «la escuela austríaca» en un cóctel que empatiza con sentimientos y percepciones masivamente corporizados: mucho enojo ante el presente y enorme expectativa de algo radicalmente nuevo. Remitir todos los problemas al sistema de precios es una extraordinaria novedad discursiva. El progresismo reformista, poseído por la aversión emocional ante esa estrategia, no puede combatirla ni aprender de ella.

Frente a la radicalidad del discurso de Milei, el progresismo reformista se repite en su reivindicación del Estado, hasta el punto en que el FITU reivindica al Estado reivindicando así al Estado burgués, que es exactamente el mismo Estado que gran parte de la población identifica con los curros de Martín Insaurralde y Chocolate Rigou. Desde la perspectiva socialista, la liberación de las variables económicas no es racional ni aceptable. Pero el control de precios, la defensa del capital atrasado, el proteccionismo, los cepos cambiarios, la salud o educación mixtas, etc., tampoco lo son. Si el liberalismo es inconducente, su contracara burguesa es igualmente bestial. Al menos, así lo pensamos quienes proponemos un cambio de sistema social como salida.

Los que creen que es posible reformar este sistema para beneficio de la clase trabajadora, aunque sea como salida provisoria, escuchan a Milei aprovecharse de lo que ellos no quieren ver: el fracaso del capitalismo, de sus relaciones sociales y de su Estado. Lo escuchan con consternación. Creen en este Estado, confían en este sistema y sufren con dolor el sinceramiento de la incapacidad del capitalismo para administrar la vida satisfactoriamente.

Una virtud admirable

La falta de respaldo provincial para Milei indica dos cosas. Por un lado, por supuesto, su debilidad partidaria: no tiene organización propia, el peronismo le prestó gran parte de la que tiene (en un comienzo, para debilitar a Juntos por el Cambio, y ahora probablemente le sirva para mantener las mayorías territoriales en cada «honorario» concejo deliberante). Por otro lado, indica cierta dualidad entre lo que corresponde a la administración del territorio (en muchos casos, cercana a la tarea de un gestor) y lo que corresponde a la administración de un Estado (que debería convocar a un estadista).

Ese contraste entre la figura de un gestor y la de un estadista podría explicar la buena performance de Milei en el plano de los problemas nacionales, con una estrategia a la que se le señala mucho un solo aspecto –el personalismo– y se omiten otros que consideramos importantes. Ya es un tópico decir que Milei representa, con su enojo, la identificación de millones de votantes enojados, hartos e, incluso, desesperados. Sin embargo, ese tópico, muy trabajado en los análisis, no apareció elaborado en las campañas, toda vez que la respuesta más común del progresismo reformista ha consistido en atacar a esos votantes acusándolos de suicidas o masoquistas, como si las razones que han provocado el surgimiento del fenómeno Milei desaparecieran tras ser contabilizadas por los análisis.

Contrariamente a ese doble desprecio (de las causas y del votante, que es efecto de esas causas), Milei sí ha tomado nota y ha desarrollado una campaña proponiendo un cambio sistémico. Abiertamente, no defiende al Estado. Y hay que darse cuenta de que cuando alguien defiende al Estado en las condiciones actuales se precipita, lo quiera o no, en la defensa de los Insaurraldes y Chocolates, porque estamos hablando de este Estado real, concreto, existente y no del Estado imaginario que el reformismo edifica sobre los escombros del derrumbe.

Pero Milei va todavía más allá. Presenta la hondura del cambio que propone llevando todas las respuestas a un campo alternativo y rupturista: que decidan los precios. Milei sabe que la gestión del Estado es catastrófica y lo dice, mientras los demás parecen estar debatiendo en otro país (o en este país pero en otro siglo). Milei responde a cualquier tema (violencia, inseguridad, armas u órganos, educación o política exterior) con un mantra que –sin importar hasta qué punto es comprendido– es algo inaudito, algo decididamente novedoso para el oído: que decidan los precios.

Que a Milei le falten aplomo y capacidad argumentativa, puede ser, pero es poco importante en la medida en que no los necesita. Milei gana porque es el reflejo del enojo generalizado y gana porque propone un cambio radical. En ese punto, el aplomo y la solvencia de Myriam Bregman componen el hombro desafortunado para la palmadita de respeto por parte de quienes van a votar a otro candidato.

El espectador que nos interesa

La forma ciudadana es una abstracción. Cada candidato con chances le habla a una franja muy determinada (o que ha intentado determinar) de los telespectadores (en los debates) y de los ciudadanos (en la campaña general). Nuestros textos no escapan a esa búsqueda y escribimos esta nota para el progresismo reformista. Para los simpatizantes de izquierda que confían en las bondades de este Estado, que adoptan el principio de elegir siempre el mal menor, que creen en la defensa de los derechos y piensan que la estructura social y las variables económicas se subordinan a estas generalidades abstractas, a la pronunciación de discursos y a los enunciados performativos.

Massa le hizo a Bregman la única pregunta que a los socialistas nos importa, la que nos interesa responder y la que nos interesa que sea considerada por el conjunto de los trabajadores. Le preguntó a la candidata del FITU si pensaba que ellos (el gobierno) y Milei eran lo mismo, le preguntó qué haría en una eventual segunda vuelta.

No encontramos ninguna respuesta posible a esa inquietud que no sea: sí, son lo mismo. Desde el campo socialista, no hay ninguna respuesta alternativa. Obviamente, si consideráramos que el capitalismo argentino tuviera margen para las concesiones otorgadas por la burguesía, podríamos preguntarnos si alguno de los candidatos las entregaría en caso de obtener el triunfo (pero entonces habría que hacer otra pregunta: qué podríamos arrancarle, en las calles, a cualquier posible triunfador, pero esto no se resuelve individualmente en el cuarto oscuro sino colectivamente en la lucha).

Ya expusimos que la diferencia entre el negacionismo fáctico del gobierno y la declamación negacionista de Milei es la que existe entre un hecho espantoso y la promesa de hacer algo peor. Y ahondar en esa distancia entre las medidas de gobierno y las promesas de campaña no favorece al peronismo. Si está al alcance de Milei destruir los archivos de la dictadura es porque antes y durante décadas el peronismo los ha escamoteado. La destrucción del lugar de la memoria en el campo de entrenamiento de la ESMA para imponer un lugar de esparcimiento y diversión no ha esperado a un gobierno de Milei: el peronismo intenta llevarlo a cabo ahora. Sin embargo, el progresismo reformista se declara satisfecho si, al menos, esto no se dice en voz alta.

Gol machirulo

Massa logró varias cosas durante el debate. Entre ellas, que no lo atacaran más que lateralmente y siempre con algodones que amortiguaran el impacto. También ofreció sin ambages una muestra del machismo peronista como perspectiva sobre la situación de las mujeres. Milei le planteó a la candidata socialista que era lógico que ella no entendiera un punto económico de sus planteos porque, citó a Hayek (exponentes de la escuela austríaca): «Si los socialistas supieran de economía, no serían socialistas». En esa réplica, atinada en un debate (ya que es lo que piensan los economistas burgueses acerca del pensamiento marxista), no se atacó a Bregman por su sexo, sino por las ideas que defiende. Pero Massa se apresuró a ponerle un límite al gatito mimoso: «Javier, hasta acá llegaste, dejá de faltarles el respeto a las mujeres porque me parece que, más allá de que piensen distinto, tienen derecho a opinar distinto a vos y me parece que muestra tu rasgo autoritario». Incapaz de asumir que una mujer pueda defender sus ideas por sí sola, el candidato peronista a la presidencia de la nación realizó una exhibición de condescendencia y paternalismo machistas con 36 puntos de rating. Y el progresismo reformista lo festejó.

En el principio no fue el verbo, sino la acción

La destreza de Massa durante el debate para hablar como si llegara desde exilio para arreglar el país desnuda los límites del debate para incidir en la realidad. Pero la insistencia de Massa con las grandes propuestas de «Unidad Nacional» y soluciones económicas que comenzaría a aplicar «cuando llegue al gobierno» en diciembre, no lograron convencer a nadie. Una población que padece las medidas de Massa no fue convencida de que Massa no es gobierno. Aunque el progresismo reformista sí pueda creerlo.

De hecho, durante toda esta semana, el progresismo reformista denunció que la escalada del dólar se debió a los dichos de Javier Milei y no, por ejemplo, a la devaluación sorpresiva y sin plan del candidato presidencial peronista al día siguiente de las PASO. Pero digamos que los dichos de Milei tienen la fuerza que el progresismo reformista le atribuye: ¿de dónde obtiene esa fuerza? ¿No es la desastrosa gestión anti obrera del gobierno peronista el amplificador de efectos conectado al micrófono que le ponen a Milei? ¿Son las palabras del candidato más votado en las PASO un factor más decisivo que la catástrofe social desatada por el peronismo? Las declaraciones de Milei, ¿no se potencian como un eco cavernoso que rebota en las profundidades del abismo dislocado del funcionamiento normal del propio capitalismo?

En este sentido, la hipocresía progresista resulta impúdica. ¿Qué les dicen los progres a sus amigos? ¿Que pongan en plazos fijos lo que no van a gastar de manera inmediata?

Al remarcar que les parece mal lo que dice Milei, subrayan por oposición que les parece bien que el gobierno peronista lleve la economía al desastre con medidas ni siquiera cortoplacistas, sino fantasiosamente electoralistas. Les parece mal una recomendación de sentido común, la de los plazos fijos. Pero no les parece peor, aunque lo sea, que el gobierno, a último momento (y después de años de haber sido ellos mismos los que establecieron el impuesto al trabajo como «impuesto a las ganancias»), libere esa carga fiscal para ganar –o intentar hacerlo– algunos votos. Creando así mayor presión sobre el dólar, estimulando la brecha cambiaria y promoviendo el retiro del ahorro en pesos; pesos en los que nadie puede tener confianza. Esta pérdida de confianza fue cosechada por los dichos de Milei pero fue sembrada por los hechos del gobierno de Alberto, Cristina y Massa.

Lo que Milei expresa –la decadencia total de la economía y la sociedad capitalista argentina– fue engendrado por la misma fuerza política que los reformistas defienden: la fuerza política que ejerce el actual gobierno. El peronismo es la causa que potenció al engendro liberal. Sin combatir al demiurgo será imposible evitar que se realice el programa de su golem.

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