EDITORIAL N°6: La dignidad en el rechazo a las propuestas miserables

Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionarias es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal. […] Es como el principiante que al aprender un idioma nuevo lo traduce mentalmente a su idioma nativo, pero sólo se asimila el espíritu del nuevo idioma y sólo es capaz de expresarse libremente en él cuando se mueve dentro de él sin reminiscencias y olvida en él su lengua natal. Si examinamos esas conjuraciones de los muertos en la historia universal, observaremos enseguida una diferencia que salta a la vista. […] En esas revoluciones, la resurrección de los muertos servía, pues, para glorificar las nuevas luchas y no para parodiar las antiguas, para exagerar en la fantasía la misión trazada y no para retroceder ante su cumplimiento en la realidad, para encontrar de nuevo el espíritu de la revolución y no para hacer vagar otra vez a su espectro.

Carlos Marx, El 18 brumario de Luis Bonaparte.

La foto de hace 20 años no nos dice cómo estamos hoy

Toda fantasía de reeditar las luchas y el estado de efervescencia de los años 70 es similar a otra fantasía: la de volver al estado de cosas previo a la Conquista. Son ensueños irreales que, negando el paso de la historia y el peso de lo real, buscan anclarse en un pasado más apetecible que el presente a los ojos del soñador.

Pero a veces no hay que retroceder 500, 200 ni siquiera 50 años, para perderse en ensoñaciones. A veces –y hoy estamos en una de esas ocasiones– el ensueño retiene una realidad que apenas ayer estaba ante nuestros ojos, determinando nuestra experiencia. Las PASO 2023 indican un nuevo escenario político, un temblor de placas tectónicas en movimiento que modifica el paisaje conocido. No se trata de la irrupción de elementos absolutamente novedosos ni significa que hayan muerto para siempre las condiciones precedentes. Se trata de una nueva distribución de elementos en la escena.

Interpretar la realidad no equivale a quedarnos satisfechos con ella. Sino partir de lo aparente para reconstruir una totalidad incorporando lo que no se deja ver con facilidad. En el desarrollo de esta tarea, lo que nos importa, lo que nos interesa lograr o conseguir, la acción política, no tiene lugar en primera instancia. Porque la interpretación es el insumo imprescindible para la acción política racionalmente orientada. En este sentido, si afirmamos (como vamos a afirmar) que el voto a Milei –y, sobre todo, el voto en blanco y la abstención– es un índice revelador de la situación de millones de trabajadores que ven al Estado como un servicio menguante y un problema creciente, no es porque deseemos que así sea, sino porque no podemos negar que ése es el camino elegido por la realidad política. Y para entender cómo llegamos hasta aquí es necesario desandar ese camino algunas décadas.

El mundo de las colonias para el que fue pensado el programa revolucionario internacionalista de los años 20 dejó de existir por completo en los años 70. Independencias nacionales, instituciones burguesas, reformas agrarias, derechos individuales… fueron conquistas arrancadas a clases pre-capitalistas (señores, nobles, virreyes, funcionarios coloniales) para usufructo de otras clases pre-capitalistas (siervos, campesinos, artesanos, etc.) que dejarán de serlo. Acciones revolucionarias que hoy carecen de referencia masiva en el mundo real. Sólo se las encuentra disfrazando la realidad: denominando «indígena» a un desocupado, confundiendo una monarquía constitucional con una absoluta, identificando la independencia política nacional con la autosuficiencia económica completa. Un mundo se fue y el rito de pasaje no se ha realizado. Adeudamos un velorio. Y sobre ese velorio postergado del mundo de la III° Internacional, las mutaciones continúan su marcha y se aceleran.

El período que fue de los años 60 a los 80, con sus tumultuosos 70 como bisagra, dio fin al país ambicioso del pleno empleo, la educación respetada y respetable, la solidaridad creíble y la unidad nacional. Cierto es que la división política era visible y profunda, pero no tanto por su correlato social como por su adhesión voluntaria e ideológica: ser peronista o ser radical, expresiones de la clase obrera industrial y de la clase trabajadora en servicios (por simplificar en dos imágenes), eran posiciones repletas de vasos comunicantes en sus grises corporaciones intermedias. Un país sólido, con movilidad social ascendente, que se respetaba a sí mismo en sus convicciones ideológicas. Ese país tampoco tuvo velorio: nos dijeron que hizo un largo viaje y que algún día volverá. Tratados como niños, los trabajadores argentinos esperaban su retorno.

Los años 90 fueron, en muchos aspectos, un espejismo que recubrió importantes novedades. Por un lado, en la clase trabajadora, la expulsión del circuito formal de una masa de obreros que ya nunca volverá, embruteciéndose a lo largo de ya tres generaciones. Por otro lado, la partida de los pocos capitales relativamente viables, sobre todo a Brasil. Además, se concretaron el salto tecnológico de la burguesía agraria y la consolidación de una gran burguesía prebendaria y estatista.

Tras el corte fechado en diciembre de 2001, las dos primeras décadas de este siglo se caracterizaron por la alianza (primero) y la ruptura (después) entre dos sectores de la burguesía subsidiada (el Pyme y el concentrado) y dos tipos de trabajadores asalariados: el ligado al Estado y el privado registrado. Este era el suelo que le daba sentido a «la grieta»: de una parte, trabajadores estatales empobrecidos que, sumados a los precarizados y desocupados, es decir, la población sobrante para el capital, conformaban la base kirchnerista; de otra parte, trabajadores registrados y pequeñoburgueses (un sector que se había achicado sensiblemente pero que aún gozaba de condiciones superiores al resto, en términos generales) otorgaban la base del acuerdo macrista radical. Obviamente, con direcciones burguesas en ambos bandos. El mapa electoral del territorio nacional se podía asociar fácilmente a una vieja camiseta de Boca: provincias más dependientes del aporte central, al sur y al norte, con color azulceleste FPV; provincias con alguna relativa fracción productiva, en la franja central, con color amarillo JxC. Esta era la última foto de familia que teníamos para reconocernos.

El Estado burgués pasó a la clandestinidad, nadie lo encuentra

La decadencia sistemática y la degradación de los últimos 25 años han producido una nueva estratificación en la vida y en la política. Y de lo que hoy se trata es de la relación de la población, del movimiento de masas, con un Estado capitalista quebrado, mentiroso y siniestro. Un Estado que habla con la E «inclusiva» pero se niega a reconocer las necesidades infraestructurales más inmediatas de millones de seres humanos. Un Estado que no quiere dejar de discutir el plan, el bolsón de alimentos y el clientelismo para hacer lugar a la discusión por su ausencia estructural. Las zonas liberadas al narco, a los chorros o al proxenetismo; las clases suspendidas por las huelgas provocadas por los salarios de miseria de ese Estado; la rotura de los pocos artefactos tecnológicos del sistema sanitario, que carece de ellos porque el sistema de las obras sociales reguladas por el Estado financiaron la adquisición de esos instrumentos para la salud privada durante 70 años; las inundaciones sistemáticas a causa de obras estatales no realizadas y de obras privadas (countries y shopings, sobre todo) consentidas por ese Estado como excepciones; las recurrentes tragedias (Cromañon, Once, inundación de La Plata) porque el Estado no controla pero recauda.

Hay una imagen que reúne y contrasta estos dos mundos, el mundo del «como si» y el mundo real: el nuevo billete de mil pesos, galardonado por ser «el más seguro de Latinoamérica». Reúne y contrasta los dos mundos porque las medidas de seguridad adoptadas para producir este billete son totalmente inocuas y prácticamente descartables, ya que el billete es infalsificable por una razón mucho más categórica y profunda: no vale nada. De manera que tenemos un billete que nadie va a querer falsificar, porque no justifica el esfuerzo, y que reúne la galardonada y laboriosa empresa de impedir que lo falsifiquen. En síntesis, Argentina tiene el billete que se merece: el de un Estado fantasmagórico, que parece existir pero ya no existe; un Estado «como si», que se ocupa de cosas que no tienen ningún sentido.

Enfrentados a esta anomia –con una notable dificultad para asumir el duelo por esa ausencia– y perjudicados de manera marginal, nos encontramos con todos los trabajadores privados registrados cuyos convenios son regulados y garantizados por ese Estado, y con todos los trabajadores de ese Estado cuya estabilidad contrasta con su eficacia: el mundo de la cultura que vive de subsidios, estímulos y protecciones, mientras carece de público porque sus obras le son ajenas a los millones que viven en el otro mundo; el universo de la educación universitaria, cuyo acceso y cuyos resultados también carecen de importancia concreta y real para millones de trabajadores; el mundo de la burocracia sindical y su universo paralelo y degradado: la burocracia de los movimientos sociales, cuya verdadera fuente de legitimación es ese Estado y no sus bases (a pesar de su vehemente oratoria, a Grabois nunca lo vota nadie); el mundo queer del transactivismo y el «lenguaje inclusivo», que no mejoró la realidad de millones de mujeres violentadas, golpeadas y asesinadas, mal pagadas y postergadas, pero logró beneficios para quienes encontraron una secretaría en una ONG o en un organismo estatal para mejorar, eso sí, sus vidas individuales. E incluso pertenece a la esfera del Estado, aun remanente, la izquierda que no ha hecho otra cosa que repetirse y perseverar en su insignificancia y lateralidad, como forma de existencia.

Esta es la nueva foto de familia. Una instantánea tomada el 13 de agosto.

Una bronca que discrimina ya no es sólo bronca, sino conciencia

En las PASO 2023 se han levantado los habitantes del mundo al que ya no le importa el Estado, porque el Estado los ha abandonado hace años. El universo de los trabajadores sin voz, porque no escriben en blogs ni revistas electrónicas, porque no fueron a la escuela a aprender sino a ser depositados para que no molestaran a sus adultos responsables cuando éstos tienen que salir a hacer changas, porque no fueron promovidos en virtud de la ilustración alcanzada sino porque (los que aprenden de verdad y usufructúan ese saber, como Darío Z) los han convencido de que no importa aprender sino evitar la estigmatización. Un universo al que el mundo de la cultura y la educación le critica su falta de cultura y educación, sus L-Gantes, sus lenguajes tumberos, sus discursos machistas, cosificadores y sus perreos. O peor, no los critica y los ensalza.

Ese mundo que no vota, vota en blanco o vota a un loco delirante, ese mundo que puede optar por Milei pero también por el paco como opción, ese mundo del emprendedurismo indigente de la prostitución, del soldadito narco, del motochorro. El mundo al que se le ha ofrecido OnlyFans para llevarlo a Constitución, se le ha mostrado a Galperín para que pedalee con un paquete, se le ha propuesto la legalización de la marihuana para que termine muerto defendiendo a un tranza o convertido en un zombi. Ese mundo ha expresado con su acción, el 13 de agosto, el grado tenebroso de descomposición del sistema. No es una bestialidad lo que hacen. Bestialidad es lo que el sistema ha hecho con ellos. Y el progresismo, en representación de ese sistema, les pide racionalidad, que piensen en lo que está en juego, en lo que se puede perder. ¿Perder? ¿Ellos? ¿Es una broma de mal gusto?

No nos puede extrañar que un sistema que arroja a millones de personas al más extremo, embrutecedor y riesgoso «sálvese quien pueda», genere una aceptación de las propuestas individualistas más extremas, embrutecedoras y riesgosas. Mucho más si a esas personas se les responde, desde propuestas pretendidamente colectivas y sociales, con la incomprensión y el juicio negativo. O peor: con la defensa corporativa y la burla. Si la inteligencia no los puede interpretar, entonces lo que resulta extraño es que se les pida a ellos que respeten la inteligencia.

Pero ambas son maneras de eludir la verdad. Porque lo que está en juego en el modo de votar en estas elecciones es la incapacidad del capitalismo argentino –expresada en el fracaso de sus corrientes políticas dominantes– para satisfacer el programa mínimo de reivindicaciones de la clase trabajadora. La condición para que el sistema capitalista se reproduzca bajo las circunstancias determinadas por sus propias leyes es que los trabajadores podamos reproducir materialmente nuestras vidas. En otras palabras, que la economía permita la reproducción normal de la fuerza de trabajo. Esto significa adaptar esas condiciones de reproducción material a las novedades que la tecnología introduce en la vida cotidiana y mantener, dentro de esa reproducción normal, a la mayor parte del proletariado.

En la historia del capitalismo, el Estado burgués se ocupa de mantener la paz social para que prosperen los negocios. Una forma de hacerlo consiste en ocuparse mínimamente de todo lo que no es rentable, es decir, de aquellos aspectos socialmente necesarios para el conjunto de la población pero económicamente antipáticos para la clase burguesa: la mayor parte de la educación, mucho de lo que se llama «cultura e ilustración», la salud de los pobres y de los viejos, el transporte y la seguridad en los barrios marginales. Se trata de servicios que no son mejores por ser públicos, sino que son públicos porque a ningún capitalista le resulta atractivo brindarlos. Son parte del programa mínimo de la clase trabajadora. En ningún caso estos servicios públicos transforman al Estado burgués en un Estado neutro. Mucho menos en nuestro aliado de clase. Simplemente expone al Estado burgués como interlocutor de muchas de las demandas obreras.

Un período reformista –y, por ende, un pensamiento reformista– es el que permite, de manera bastante regular, concesiones en estas áreas. En cambio, un período revolucionario es aquel en el que estas concesiones no se concretan y nos resulta tan arduo obtenerlas que, insistentemente, llegamos a la conclusión de que es necesario cambiar el sistema. Podríamos decir que, desde este punto de vista, consideramos al Estado como un proveedor de servicios: un interlocutor válido cuando los puede proveer y un enemigo cuando se encarga de impedirlos. Pero nunca es nuestro Estado.

También podemos considerar al Estado como un prejuicio y no como un servicio. Un prejuicio propio de la igualdad formal ante la ley burguesa, que consecuentemente enseña al Estado como si fuera neutral, no un Estado de la clase explotadora, y como si fuera gobernado por las mayorías ciudadanas, no por el poder del dinero. En los momentos en que el programa mínimo se vuelve inaccesible, el Estado desnuda su verdadero carácter, su carácter burgués. Y mucho antes de hacerlo por la vía de la represión –que aparece cuando es exigida por la encarnizada lucha de clases–, lo hace por la vía del engaño. Y el principal engaño es su aparente neutralidad, en virtud de la cual defenderlo sería defender algo que, al menos parcialmente, «es nuestro».

La campaña progresista «Vienen por nuestros derechos» es la forma en que se manifiesta, en estas elecciones, la defensa del Estado burgués: nos dicen que es cierto, que nos están quitando –ahora mismo– todas las posibilidades materiales de vida, pero que todavía tenemos los derechos, que van a ser barridos por Milei… Se trata de un razonamiento que supone la existencia de derechos con independencia de la base material que los hace posibles: comer, trabajar, estudiar, descansar… en una palabra, vivir. La rebelión contra esta mentira es lo que pone frenéticos a los reformistas. La rebelión contra la farsa de que el Estado «es nuestro».

¿La rebeldía se volvió de derecha? No. Porque la rebeldía es una actitud, no un proyecto de sociedad. La rebelión que describimos es un repudio sin claridad. Pero esto no es un problema de los trabajadores que se abstienen, votan en blanco o votan a Milei. Es fundamentalmente un problema de las fuerzas burguesas que se pretenden populares, progresistas o reformistas. Que un puntero ligado al candidato a presidente del peronismo retire impunemente, de un cajero automático, millones de pesos de decenas y decenas de supuestos empleados públicos, tan impunemente que se enoja cuando le piden que se apure, y que la causa sea inmediatamente anulada en razón de «problemas de procedimiento» por jueces que son nombrados con acuerdos del Senado y a propuesta del Ejecutivo; que en el Banco Central la presidenta nombre a una numeróloga y a su esposo; que la Secretaría de Derechos Humanos del gobierno nacional le entregue el sitio de la memoria en el que se cremaban los cuerpos de los compañeros asesinados en el predio de la ESMA a un club millonario para que sus socios lo dediquen al sano esparcimiento y la entidad multiplique sus negocios… en fin, todas esas, por ejemplo, son iniquidades imperdonables. Las fuerzas burguesas que han callado, ocultado, minimizado esas imperdonables iniquidades han sido abandonadas por casi 20 millones de votantes. En medio de la debacle social, esas fuerzas burguesas no han dejado a este amplio sector de la clase trabajadora otro camino que el repudio sin propuesta. Que la fuerza de izquierda que participa en las elecciones no levante la crítica a esas iniquidades como bandera para orientar la bronca contra los tres aprendices de Menem, ratifica, consolida y demarca la bronca en el mismo sitio mudo y sin perspectiva.

El progresismo considera que el miserable que recibe un plan está siendo contemplado y atendido por el Estado, de la misma manera en que el individualista se considera «hecho a sí mismo». En ambos casos, los miserables tendrían que estar agradecidos por no ser exterminados lisa y llanamente. Por eso, cuando se rebelan, cuando votan a Milei porque les da lo mismo recibir algo que no alcanza para vivir o no recibirlo, el mundo bienpensante del progresismo se ofende. Molesta la ingratitud por la limosna.

Los planes sociales, migajas de una miseria espantosa, eran compensados o complementados, en parte, con una serie de servicios y prestaciones que el Estado ofrecía desde larga data. Pero sabemos que se encuentran en constante declinación desde hace décadas. El Estado burgués creyó que le garantizaban una mínima estabilidad social en base al clientelismo político. Pero la ruina del Estado, la catástrofe en la prestación de esos servicios que supuestamente «recién ahora» estarían en riesgo, ya no es una preocupación para millones de seres humanos que han sido expulsados del circuito productivo de reproducción social. Y también para millones de seres humanos que ya no están al amparo del Estado en casi todos los aspectos de su vida. Por eso no votaron a la izquierda en el FITU: porque su programa para los piqueteros es que sean piqueteros. Que asuman llevar una existencia gris, opaca, misérrima. Y que, cada tanto, escuchen, en el eco prosaico de algún paper universitario, cómo se los destaca y ensalza. O bien acepten ser grabados para algún audiovisual del Canal Encuentro. Pero ahora, justo ahora, que ya estábamos acostumbrados a convivir con el corte en la 9 de Julio, con la polémica sobre su lugar en la vida, ahora…. resulta que no votan o votan a Milei.

Ese mundo expulsado del mundo no es el mundo que queremos y que reivindicamos. Todo lo contrario. Somos partidarios de la vida, de la buena vida.

El enojo de quienes todavía somos amparados (mal, pero amparados) por el Estado es profundamente egoísta. Como todo egoísmo sofisticado, se viste de generosidad y declara que «es por ellos» que preocupa el resultado electoral. Pero en ese enojo anida un terror. Porque lo que ese mundo expulsado del mundo expresa es que el Titanic se hunde y hay mucha, muchísima gente en el casco partido de la embarcación. Lo que ese mundo expulsado del mundo expresa es que hay cada vez menos personas en los botes salvavidas y que quienes todavía no subieron –y ya nunca subirán– se van a colgar de los botes –o de nuestros cuellos– arrastrándonos a todos hacia el fondo del mar. Eso expresa el mundo expulsado del mundo, en vez de resignarse a un naufragio educado, civilizado, democrático. Un naufragio peronista.

Milei no asusta a nadie, realmente. Si algo debe asustarnos es que el peronismo le preste su aparato, como hizo con la UCD en los 90 para permitirle gobernar. El «neofascismo» no asusta a nadie: nadie ha cerrado una cuenta pública por expresar opiniones ni ha tomado precauciones propias de la clandestinidad ni se ha puesto seguridad en los locales partidarios ni hay bandas parapoliciales apaleando obreros en las calles. Quienes vivimos en suelo argentino, acostumbrados como estamos a eludir –desde hace décadas– las zonas peligrosas del territorio en defensa de nuestra seguridad, si creyéramos en la amenaza fascista estaríamos actuando de otra manera. Nadie le teme a eso hoy.

La insistencia machacona, la obsesión desorbitada con Milei (quien obtuvo menos de un cuarto del apoyo del electorado) en contraste con el llamativo silencio y el olvido deliberado ante las abstenciones y votos blancos (que sumaron un tercio del mismo electorado) expresa el esfuerzo por reconducir la bronca y el rechazo volcánicamente manifiestos hacia el cauce manso y templado de la institucionalidad democrática. En este sentido, leemos que hay un amplio y tácito acuerdo, que va desde Milei hasta Bregman, para reconducir la negatividad insurgente hacia el voto positivo: hay que votar a alguien, hay que votar a alguien, hay que votar a alguien…

Para crear un mundo nuevo hay que divorciarse del viejo

El 13 de agosto, dos preciosas reliquias fueron sepultadas bajo un aluvión de piedras de papel. Se trata de dos premios consuelo repartidos (principalmente por el kirchnerismo, aunque la izquierda no ha querido quedarse atrás) entre los más postergados: la identidad y el orgullo. La miseria orgullosa e identitaria experimenta un saludable proceso de decadencia en este país. A la cruel materialidad de la injusticia y la privación no se le oponen, con éxito, palabras, entonaciones y retornos imaginarios a un pasado feliz. Como prueba, basta con fijarnos en Ofelia Fernández, candidata a nada. Grabois entendió que hablar en una neolengua que el conjunto de la población no hizo suya propicia una comunicación ahumada, gourmet y autosatisfactoria, pero no soluciona los problemas materiales. Por eso escondió a la que supo ser su estrella porteña. Signo de los tiempos. Esta declinación de las particularidades identitarias y los sentimientos de orgullo son una buena noticia: nos abre el camino a la lucha por la conciencia. Por la conciencia de que hay algo común a los dos mundos que esta elección ha permitido expresarse, algo que nos une: la pertenencia a una misma clase, la de los desposeídos de los medios para producir, la clase obrera.

El verdadero impacto ante las PASO es la exigencia de pensar y actuar en un mundo nuevo, en el que la discusión ya no trata de más o menos condescendencia con los cortes de los piqueteros, con los planes, con la inseguridad o con los narcos. La discusión que abrieron las PASO impone evaluar más o menos condescendencia con el país que los produce, con el sistema que los engendra.

Hemos cuestionado que la izquierda socialista haya dirimido por el mecanismo burgués de las PASO unas diferencias que, si creemos en sus declaraciones de fe revolucionaria, son secundarias: qué rostros y qué nombres se muestran como representantes de lo que verdaderamente importa, que es el programa socialista. Pero esa interna fue la manera burda e inconsciente en que esta realidad que intentamos describir se hizo presente en el FITU, lo atravesó y lo obligó a expresarla. Como observamos en nuestro editorial anterior, un trotskismo liberal y un trotskismo populista se enfrentaron en esas listas. Hoy, con más nitidez, podemos señalar como liberal a todo lo que todavía es bien atendido por los circuitos estatales y de integración social (expresado en el PTS-IS) y señalar como populista a todo lo que denuncia cuanto es desatendido por la sociedad y el Estado (expresado en el PO-MST). Sin haber interpretado correctamente esta fractura social, la interna trotskista adoptó su fisonomía, se ajustó como un guante a la fractura, pero en un movimiento indeliberado, como si fuera una marioneta inspirada por fuerzas que desconoce.

Una mano tendida a los que ya no creen en esta mierda

En este escenario naciente, consideramos que es necesario reivindicar, para las acciones militantes, una concepción de la política a desarrollar según la medida de nuestras fuerzas. Hacer cosquillas no es una tarea militante. Para VyS, «en la medida de nuestras fuerzas» no refiere únicamente al número sino fundamentalmente al sector social al que pertenecemos. No nos abstuvimos de ir a votar ni votamos a Milei, las dos expresiones masivas y radicales del rechazo: 18 millones de votos. Votamos en blanco: una expresión de rechazo que se suma a las dos mencionadas para arañar los 20 millones. Pero a diferencia de aquellas dos, el voto en blanco es un recurso permitido por el Estado burgués cuya lectura política es más nítida y cuyo aprovechamiento lateral por parte de la burguesía es más dificultoso. Se trata de una intervención propia de trabajadores educados, que todavía reproducen su vida dentro de las estructuras reguladas por el Estado. Un rechazo reflexivo, que coincide en lo central con el otro, más drástico, más masivo, más desordenado y desordenante. ¿Qué podemos, qué debemos hacer nosotros en esta situación?

Como en casi toda ocasión, la política socialista se orienta por el lema del Manifiesto Comunista: «¡Proletarios del mundo, uníos!» Esta tarea, de manera inmediata y teniendo en cuenta nuestras fuerzas, consiste en propiciar –en el campo socialista, en el mundo de los trabajadores como nosotros, educados, registrados, estatales, integrados, que nos rodean– la comprensión, la simpatía y la unidad con el otro campo de la clase obrera, el de los radicalmente expulsados de la vida. Propiciar un acercamiento, no a su identidad, que no tiene mayor importancia en este punto, sino a su acción de rechazo y de desconfianza hacia el Estado burgués (y, de manera inmediata y perentoria, a la desconfianza y el rechazo hacia sus personificaciones concretas: los tres aspirantes a Menem que competirán en octubre). Esta tarea militante consiste en promover y profundizar la desconfianza en el campo burgués, la desconfianza en su Estado y en la totalidad de sus representantes, para tender un puente hacia ese otro inmenso sector de la clase trabajadora que ha manifestado el 13 de agosto esa desconfianza de manera tan contundente. Un rechazo tan drástico que el triunfo parcial del candidato ultraliberal no puede eclipsar: desde ese día, los bonos y acciones argentinas no han subido. Porque cuando se trata de cuidar su dinero, los mercados, es decir los burgueses, no se engañan.

Estamos conmovidos. Pero no por la situación económica, la miseria y la falta de perspectivas. Si alguien tomó nota de esa situación amenazante e incierta recién a partir del 13 de agosto es porque se mentía a sí mismo. Estamos conmovidos porque se murió una manera de leer la realidad social y de intervenir políticamente en ella.

Milei, con su programa capitalista que no pueden apoyar los capitalistas (dolarizar sin dólares, cerrar el Banco Central, dejar de negociar con China y otras tantas bravuconadas sin sentido de realidad) es un testimonio del fracaso capitalista, no de su salud, de su solidez o de su éxito. Por su parte, el hecho maldito que el país burgués nos ha legado, el peronismo, se encuentra fuertemente cuestionado. No muerto, pero ciertamente en crisis. Con él, quizá, también la inmensa muralla de contención que han sido durante décadas, por las vías del consenso y de la violencia, sus dirigentes en los organismos de la clase trabajadora: la burocracia sindical peronista. Acaso el tembladeral sacuda prejuicios, cuestione instituciones, rechace componendas largamente perjudiciales para la clase trabajadora.

Es el momento de exponer el hilo rojo de ese rechazo y explicar su posible continuidad en la propuesta socialista. Cada compañero que se ubique en este cruce de caminos abrirá una alternativa real. No en octubre, por supuesto, pero sí desde ahora, a la demoníaca trinidad electoral que se nos ofrece como continuidad capitalista.

El campo socialista nos muestra dos aspectos en discordancia: un exiguo resultado electoral que convive con una importante masa de luchadores. Este amplio campo tiene, a nuestro juicio, dos problemas inmediatos a resolver. A uno de ellos lo hemos desgranado hasta aquí: una orientación política reformista, con simpatías notorias hacia instituciones del Estado burgués y hacia su principal exponente, el peronismo. Pero esta desorientación programática se acompaña de una desorientación estratégica. Convencida, en parte fundamental por su matriz trotskista, del permanente «estado de excepción» –y su correlato, la inminente situación revolucionaria–, la militancia vive en perpetua condición de epopeya. Un «fin de los tiempos» que trastoca la ignorancia o el error en traición; el debate, en diatriba; la diferencia, en ruptura. (Con una paradoja: el tono de enojo y exaltación con los compañeros de la misma causa contrasta con los puentes tendidos hacia quienes confían en instituciones burguesas). Según esta concepción apocalíptica, toda discusión, todo esfuerzo de intelección, de discernimiento, es tiempo precioso que se le quita a una batalla callejera que se está iniciando en este mismo momento, un combate de clases que golpea nuestras puertas y del que no debemos distraernos. Un cristianismo invertido en el que «la carne» (intervenir, intervenir) se encuentra separada de forma absoluta «del alma» (desarrollar la crítica, pensar, discutir entre compañeros). En resumen, el sentimiento épico y heroico considera que intervenir es no pensar sino usar pensamientos que fueron elaborados en otro momento; por ejemplo, en 1938.

No se trata de intervenir más, sino de hacerlo mejor. Por eso es tan importante discutir este nuevo panorama político. Podemos hacer historia, pero no a nuestro libre arbitrio ni eligiendo las circunstancias. Sino bajo aquellas circunstancias con que nos encontramos directamente, que existen y nos han sido legadas por el pasado. Ese pasado ya es pasado. Propongámonos hacer algo con el presente. Una posibilidad de futuro. Una apuesta por el socialismo.

Vida y Socialismo, 30 de septiembre de 2023.

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