La compleja discusión que hemos tenido en estas semanas dentro de VyS y la cantidad de aspectos que se han incorporado al debate y al análisis nos obligan a reflejar, en este editorial, apenas una porción del proceso y su contenido. Por estar en el centro de lo que se puso en discusión en el tramo final de la campaña, nos circunscribiremos a la tensión entre la vigencia del sistema democrático burgués y la crisis de la ideología de los derechos humanos.
La salud de un sistema democrático podría medirse por la capacidad para sorprender con sus resultados. A la significación ideológica de lo elegido se la puede contrastar con la permisividad para elegirlo. Y el enojo por el resultado ocultaría que el sistema político, diseñado para contener y conservar, habilitó un salto sin mediaciones hacia algo desconocido (un riesgo que preocupaba a todos los factores de poder desde las PASO).
Ese salto fue el paradójico canal que una profunda bronca popular terminó encontrando a falta de algo mejor. La debacle de JxC fue producida por la debilidad que exhibió para derrotar al gobierno, por su ineptitud para decidir qué y quién debería suceder al fracaso de los Fernández. Muchos elijen creer que hay un fervor por Milei, cuando lo que prima es un profundo rechazo al gobierno que finalizó su mandato hace 7 días. Un rechazo de tal magnitud, que llegó a hacer preferible el voto a Milei.
Un outsider que ingresó en la política hace dos años, sin estructura partidaria, derrotó a uno de los aparatos partidarios más poderosos de América Latina. Milei triunfó en un sistema que parece diseñado a prueba de outsiders, tanto por el vetusto método de votación que utiliza la Argentina y que exige contar con una estructura con capacidad de fiscalización en todo el país, como por el hecho de que hay que enfrentar tres contiendas electorales: las PASO, la primera vuelta y la segunda vuelta. No conforme con eso, el candidato libertario resultó victorioso a pesar de la campaña del miedo y del obsceno uso de los recursos del estado a favor del partido de gobierno.i
Y si a alguien le sorprende que los trabajadores voten masivamente a una variante de derecha, habría que reconsiderar dónde se ubica al peronismo para poder encontrar allí una «novedad». Los trabajadores, en circunstancias normales, dentro del sistema capitalista, votan masivamente a favor de expresiones políticas de la burguesía. ¿Por qué? Porque esas opciones expresan el sistema en el que vivimos y en el que la mayoría de los trabajadores percibe que se puede, y por eso quiere, seguir viviendo.
En esto, como en muchos análisis, el embellecimiento del peronismo tiñe y tuerce toda conclusión. Porque hay algo sospechosamente tramposo en el balance de las elecciones que el progresismo elabora: considerar al peronismo como un fenómeno natural. Como si fuera una montaña o un río; algo con lo que hay que contar tal como se presenta porque la naturaleza lo puso allí, sin crítica, sin voluntad. Esto impide ver que la mayor fortaleza de Milei no fue convencer de un nuevo sistema de valores, sino sencillamente enfrentar al ministro de economía de una economía infernal.
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Milei presidente fue el resultado y la conquista de un gobierno que mantiene a una porción creciente de la clase trabajadora en estado de sálvese quien pueda. Por eso quienes creyeron posible enfrentar y evitar el acceso a la presidencia de Milei defendiendo a la fuerza que lo produjo, votando al movimiento que le hizo lugar con su política económica y social, quienes creyeron enfrentar a Milei apoyando al peronismo, sellaron su triunfo, empujando a más y más votantes a optar por Milei.
Pero la democracia exhibió la profundidad de sus raíces en esta elección: un recién llegado sin aparato forzó a los descomunales, antidemocráticos y corporativos aparatos políticos estatizados de los partidos tradicionales a la derrota, la complicidad o la asociación. Claro que, como todo «rupturista» burgués, cuando Milei debe ir hasta el final defecciona voluntariamente (no sólo Perón en el 55), pero eso es otro tema. Lo que haga de ahora en adelante, el nivel de acuerdos y coaliciones que consiga firmar y tejer, no modifica el recorrido que lo llevó a la Casa Rosada.
La pregunta es cómo fue posible que arribara al gobierno alguien que el «establishment» no eligió. Un «no elegido» que ni siquiera se sostiene en la posesión de algún engranaje determinante del aparato del Estado, o de las instituciones de la clase trabajadora funcionales a la organización capitalista de la vida (sindicatos, clubes, movimientos sociales). Bastan las declaraciones –y los actos– de la Sociedad Rural Argentina, de muchos industriales, de los inversores del exterior, de la Iglesia Católica (¡la Iglesia Católica!), de los palcos del Colón, del gobernador recientemente curado de fascismo de Jujuy, etc., para tomar nota del rechazo del «establishment».
Vemos la apertura de una brecha democrática en las instituciones estatales que, en ciertas circunstancias, permite superar en profundidad a otras instituciones menos «universales»: en la UTEP, por ejemplo, se votó por primera vez tras el triunfo de Milei; en los sindicatos hace años que no accede a la secretaría general de un gremio alguna lista que patee el tablero; el propio FITU carece mecanismos decisorios que no sean el acuerdo entre cúpulas, como nos lo ha mostrado en estas semanas al intentar, infructuosamente, sacar un pronunciamiento común antes del ballotage.
Hasta la década del 70, votar y ser respetado en lo que se votaba era un valor defendido por la nueva izquierda. En ese entonces estaba claro que se debía tomar distancia tanto del oprobioso régimen de la URSS como del corporativismo peronista, cuyo modelo sindical sigue vigente:
La nueva ley de Asociaciones Profesionales, 20.615, de 1974, ilegalizaba los sindicatos por empresa y otorgaba amplias facultades de intervención a las filiales y de control sobre los delegados locales. Las comisiones internas quedaban fuertemente supeditadas a los sindicatos locales, éstos a su vez se integraban en las federaciones regionales y al Consejo Directivo nacional de la CGT. Las minorías no tenían ninguna participación en los consejos directivos y, además, las dirigencias podían integrarse a un partido político. […] Se buscó reeditar el modelo corporativo de estado, con escasa autonomía sindical frente al Estado, pero en la que la principal base de apoyo del gobierno era la propia dirigencia sindical y la dirigencia del llamado empresariado nacional.ii
Toda propuesta antidemocrática se auto-justifica asumiendo que es válido elegir, siempre y cuando no se elija mal. Así se imponen (y se aceptan) elecciones formalmente tuteladas, esto es, con proscripciones. De ahí que los últimos 40 años constituyan el período más democrático de la historia argentina, si tenemos en cuenta la amplitud poblacional de quienes detentan el derecho al voto y si notamos la inexistencia de proscripciones. Trotskistas, comunistas, maoístas, guevaristas, nacionalistas filonazis, no tienen impedimentos para la participación democrática, lo cual es inédito en este país. Tan amplio horizonte democrático –el mayor posible en la democracia burguesa, regida en esencia por la capacidad económica de cada «ciudadano»– permite explicar por qué Cristina Fernández agita el fantasma de una supuesta proscripción cuando en realidad se encuentra procesada por los curros que la comprometen. Cristina se recuesta en el afianzado sentimiento democrático imperante para intentar, sin éxito, sacar partido de un sano criterio: no impedir a nadie participar de las elecciones a causa de sus ideas. Pero las defraudaciones al Estado no son precisamente ideas.
La democracia, en su forma procedimental, no en su aspecto discursivo sino en el efectivo, ha pasado a ser otra bandera regalada a la oposición. El peronismo siempre ha sido el mundo de «la mesa chica», el personalismo y las decisiones verticales. Pero la izquierda, históricamente, reclamó democratización. Hoy, en los gremios, los movimientos sociales, los clubes, etc., ya no se reclama una mayor democratización, ya no es una exigencia la participación mediante el voto. Pensamos que se ha abandonado ese reclamo porque el individualismo (no el individuo) es «lo otro de lo social», como la tendencia antidemocrática es una forma más de «lo otro de lo social». ¿Qué tipo de libertad electiva y qué participación de las bases permite un movimiento que llevó como candidato a alguien poderoso pero que era imposible que ganara, salvo por el peso del aparato y las sombras del fraude? En este sentido, hemos sido testigos de un fenómeno notable en las elecciones de este año: la democracia burguesa es más profunda y está más viva en el Estado burgués que en el llamado «movimiento popular». Es más: el otro movimiento, el que le ganó al peronismo, ejercitó una suerte de democracia directa en las propias elecciones burguesas.
Los votos blancos y las abstenciones expresaron la crisis de la representación burguesa, pero esto no significa, necesariamente, un repudio al régimen burgués. Expresa, como mínimo, una retracción ante la falta de opciones, un rechazo a lo vigente. «No voy a votar porque no hay nada que merezca mi voto», no significa que me parezca mejor que no exista la posibilidad de votar. Nos permitimos sospechar que quienes sí piensan que es mejor no votar, simpatizan con el partido que, por su historia, es enemigo de la democracia: el peronismo. Votar «con la nariz tapada» o con Omeprazol, como declaró buena parte de la «militancia anti-Milei», lo exhibe inequívocamente: no pudieron elegir un buen candidato porque en ese partido reina el poder de los aparatos, no el de las bases. Estos simpatizantes del «día de la lealtad al líder» (no de la lucha por un programa) son el modelo de la resignación ante lo dado.
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Una razón en contra del crecimiento del socialismo es que el aparato del Estado está diseñado para la defensa de la clase explotadora. Su dimensión formal (el Estado es de los ciudadanos) queda desmentida en la práctica (el Estado es de los ciudadanos… burgueses). Pero cuando esa dimensión formal se ve cuestionada, la hegemonía burguesa experimenta un inquietante malestar. Identificar al Estado burgués democrático con una sola facción de la burguesía (la que representa el peronismo), utilizar los recursos «de todos» (los recursos estatales) para la campaña de un solo sector (el que encumbró a Massa), evidenciaron un retroceso democrático grandioso, con independencia de las ideas que esa apropiación de lo común por una facción burguesa sostuviera como justificación, argumento o «relato». Amplias franjas poblacionales (incluida la izquierda formalmente trotskista y realmente estalinista) aceptaron ese manejo totalitario del Estado. Pero franjas aún mayores lo rechazaron.
Eso nos da una clave de lectura para el debate presidencial: entre los dos individuos que vimos en pantalla, uno contaba con superioridad manifiesta y contundente en cada plano de la contienda. Esta cruda exposición de las debilidades de Milei, esa imagen del outsider aplastado por un gigantesco aparato en manos de políticos profesionales, esa batalla que enfrentó a «un cuatro de copas» que no tiene quién le lleve el cuaderno y los anteojos (como dijo Pagni) contra los recursos estatales «de todos» dispuestos en beneficio «del más preparado» Sergio Tomás, provocó un efecto paradójico: ganar el debate fue perder las elecciones. Y es que Massa actuó en el debate exactamente como Chocolate Rigaud y Martín Insaurralde actuaron ante la mirada pública: mostrándonos que usan «la de todos» para provecho de ellos solos.
Aquí radican la fortaleza y la debilidad de Milei. Expresa la bronca y el hastío que una porción creciente de la población abriga contra un Estado enemigo, sordo y ajeno. Pero deberá utilizar esa confianza para aplicar un plan que lo situará en la posición de enemigo, sordo y ajeno. Eso sí, tiene una bala de plata: señalar que quienes no movieron un dedo durante cuatro funestos años de miseria y empobrecimiento, ahora van a soliviantarse, pero no por la miseria que supieron aceptar silenciosamente, sino para volver a sus curros, sus yates, sus fiestas. Si Milei echa mano de esta treta podrá vulnerar y dividir la resistencia a su plan económico. Y si esta resistencia va a estar encabezada por quienes efectivamente no se han preocupado por sus compañeros durante estos 4 años, entonces no podremos superar esa división y esa vulnerabilidad.
En suma, la crisis de representatividad se expresa democráticamente en un proceso en que los aparatos políticos han intentado utilizar y apropiarse de la bronca contra ellos, pero esa bronca se canalizó forzándolos a aceptar una irrupción inesperada.
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El mensaje progresista fue tan claro a lo largo de estos años como en su culminación durante la campaña electoral: un policía en la cuadra siempre es una amenaza abominable; pero «Sergio Tomás», el amigo de la Embajada, encarna un freno a la represión. Esa fue la conclusión lógica de combinar «anti-yutismo» con «mal menor»: considerar que el corazón de la estructura represiva no es el Estado burgués con su personal político, sino los errores y excesos de los trabajadores que se conchaban uniformados para tener sueldo, obra social y vacaciones pagas. En este sentido, hubo una Victoria Villarruel travestida en cada «micromilitancia» progresista y, así las cosas, no pueden extrañarnos las conclusiones (también lógicas) alcanzadas por los millones de trabajadores que votaron a Milei.
En el mismo plano militante del «anti-yutismo», el núcleo que ganó la conducción del movimiento de los derechos humanos se ha ido alejando de cualquier conexión con la realidad. No sólo porque pretende ampararse en leyes que lo sustraen del caudaloso río de los debates (obteniendo así una fosilización de las banderas y las consignas), sino también porque en su recorrido de la última década, al comprometerse con el peronismo, ese núcleo se ha asociado a la miseria del presente. Así, los compañeros que murieron por un mundo menos miserable quedan atados, en su reivindicación, a la persistencia y profundización de este mundo miserable. Así, los compañeros desaparecidos se convierten en una bandera abstracta, desligada incluso de las desapariciones actuales, que llegan por esta vía a ser ridiculizadas o ignoradas: el peronista que dijo que Julio López estaba tomando el té con una tía es ministro del gobierno que pretendía continuar en el poder como defensor de los «compañeros desaparecidos».
Ocurre que no es lo mismo la vigencia de las libertades democráticas que el avance en cuestiones de memoria, verdad y justicia. Basta ver qué pasó en los países de la región con sus amnistías y plebiscitos anti-juzgamiento (salvo que alguien crea que el único país democrático del cono sur es Argentina). O recordar que en el período 1987-2005 hubo un retroceso constante en cuestiones de memoria, verdad y justicia sin que fuera acompañado por un retroceso cualitativo en la vigencia de las libertades democráticas y la Constitución Nacional (incluso se realizó una Asamblea Constituyente, para éxtasis del trotskismo). El Indulto a los milicos es ilustrativo al respecto: se apoyó en la totalidad de los dirigentes peronistas y en el hecho de que la bandera de los derechos humanos había sido cooptada por el alfonsinismo, que sometió a los trabajadores al enloquecido empobrecimiento forzado por la inflación y la hiperinflación. No fue ésa la primera vez (ni sería la última) en que una noble y justa bandera flameara en el asta de una política infame, dejando a las nuevas generaciones un legado sucio de mugre burguesa.
El tema de los derechos humanos es percibido por millones de trabajadores no como una bandera ética que transciende a los partidos políticos, sino como la insignia de una superioridad moral que sirve a la conveniencia de un partido. Desde la obra pública que el Estado entregó a Sueños Compartidos hasta el lanzamiento de la campaña electoral de Massa escenografiada con la repatriación de un avión que operaba para los vuelos de la muerte (y que ahora operó para los votos del ministro), el peronismo ha construido la debilidad del movimiento dentro de un marco de plena vigencia de las libertades democráticas. Villarruel supo hincar la daga en la contradicción entre la consigna «Son 30 mil» y el RUVTE (Registro Unificado de las Víctimas del Terrorismo de Estado) instituido por Cristina en 2006, cuyos números (al final de su gobierno, en 2015) contabilizaron 8.717 víctimas en el período 76-83, 981 en el 73-76, y 72 en el 69-73. De esta manera, la campaña electoral ofrecía optar entre el voto a «Son 30 mil con miseria» y el repudio al gobierno del hambre votando a los que plantean rediscutir la dictadura.
Recortada sobre la silueta exacta del escudo peronista, la bandera de los derechos humanos excluye lo que no le conviene y debería estar adentro, e incluye lo que le conviene y debería quedar afuera. Son derechos humanos con Milani y sin Julio López; con Santiago Maldonado y sin Astudillo Castro; con «asaditos de la alegría» en la ex ESMA pero sin el crematorio del campo de entrenamiento (cedido a River Plate para hacer negocios). El peronismo ha efectuado esta tarea de desguace y ahora los resultados horrorizan.
Por cierto, el prefijo «ex» en la «ex ESMA» resulta significativo comparado con lo que se ha hecho en otros sitios o espacios de memoria, que señalan una barbarie que no tiene fin ni puede saldarse: Auschwitz es Auschwitz y Treblinka sigue siendo Treblinka. En cambio, el peronismo dio apresuradamente por concluida la cuestión, desarmando al movimiento y debilitando la lucha.
La fuerza no es un buen recurso, salvo cuando se va a aplastar al enemigo. De allí que la cancelación y la negativa a debatir ahora se vuelva en contra del propio movimiento: para una porción relevante de la sociedad, los derechos humanos son un curro. Y en lugar de luchar para separar el curro de la lucha por memoria, verdad y justicia, se ha colocado como punto de partida una meta final: la discusión está saldada, no hay nada que debatir. Pero sucede que la discusión se reabrió y eso es inevitable, no por Villarruel, sino por lo señalado: los 30 mil son percibidos como una bandera de quienes llevan a la miseria a sectores crecientes de la población. En esta elección, los 30 mil, las tarjetas de crédito que financian a la política, el jefe de gabinete de Kicillof en un yate en el Mediterráneo, la inflación de 140%, dos de cada cinco argentinos pobres… se presentaron del mismo lado. Procediendo así, no extraña que, lo que para muchos es bandera, para otros sea un trapo.
Identificar la elección social mayoritaria a favor de la democracia burguesa con la decisión compartida de memoria, verdad y justicia es una exageración que cumplió una función nefasta: desarmar al movimiento, desarticular su fuerza. En la batalla entre la lucha por los derechos humanos y su ficción semi-vaciada (durante más de una década, en las marchas del 24 de marzo), el Encuentro Memoria Verdad y Justicia perdió ante la fracción «Los piqueteros se mataron entre ellos y Milani es inocente». Un resultado de esa derrota es el discurso de Victoria Villarruel. Milani fue un amordazamiento del debate y un freno a la búsqueda de castigo, además de un cerrojo a la posibilidad de abrir los archivos de la dictadura.
En ese sentido, Villarruel es la sutura que se descose por el extremo opuesto: reclama reabrir el debate y deja en falsa escuadra al movimiento de derechos humanos ante millones de jóvenes –los más golpeados por la política económica del peronismo y «la casta»–, que ven el tema como un asunto ajeno y, sobre todo, partidario. El voto mayoritariamente joven a favor de Milei expresa (entre otras cosas) eso: no están a favor de la dictadura pero tampoco comprenden qué tiene de bueno carecer de vivienda, alimentación, salud, educación, trabajo y poder adquisitivo. El kirchnerismo llevó esta identificación hasta la obscenidad, mostrando activamente que los derechos humanos son su patrimonio. Atados a la miseria de la clase obrera y la corrupción del peronismo, los derechos humanos fueron rechazados junto con ellas.
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Hace 40 años que la población del país (no sólo los trabajadores; también la burguesía que, de conjunto, está más segura de esta elección que los propios trabajadores) elige el sistema democrático burgués como su manera de regir la vida social y política. Salvo el estallido del 2001, reencauzado en sus aristas más rupturistas, no ha habido discordancias llamativas en esto. Los carapintadas terminaron demolidos a tiros por Menem; las FF.AA. acabaron devaluadas en su importancia por el repudio generalizado a su gestión económica, la represión salvaje y la derrota en Malvinas, sumándole a ese desprestigio la falta de presupuestoiii. O sea que el acuerdo básico democrático, considerado en peligro por todo el progresismo, experimenta al contrario un rozagante vigor.
Si queremos defender la democracia y profundizarla, no debemos asumir como punto de partida la validez absoluta de lo que «Yo elijo». El triunfo de Milei nos exige recorrer el camino de la comprensión de ese voto, no el de oponer al voto libertario la superioridad del voto peronista. Porque esa superioridad no existe. La clase trabajadora no renunció a la democracia, aunque a veces renuncie a ejercer el voto (un acto democrático que sólo el corporativismo peronista puede cuestionar).
Si la UTEP ha votadoiv es porque escuchó el mensaje. La izquierda concentrada en el FITU no tiene esos reflejos. Será cuestión de reconstruir y volver a imponer, desde abajo, la democracia de los trabajadores en las organizaciones de los trabajadores. Como resultó notorio en este proceso electoral, las PASO burguesas y los acuerdos de cúpulas ni forjan la unidad ni encuentran el programa para la izquierda socialista. Lo único que pueden lograr, como bien señala el autocelebratorio balance de la dirección del FITU, es «tener por primera vez una bancada con 5 diputados». Mientras tanto, un país a la deriva cayó en manos de una corriente política que tiene apenas dos años de existencia.
NOTAS:
i https://eleconomista.com.ar/politica/el-rugido-leon-n68505
ii https://www.aacademica.org/gonzalo.ralon/6.pdf
iii «El anuncio del precandidato presidencial de Argentina Horacio Rodríguez Larreta, de desplegar al Ejército para controlar las fronteras y activos estratégicos del país, hoy tarea de la Gendarmería Nacional, para desplegar al personal de ésta que hoy cumple dicha función, en el combate del delito en el territorio nacional, genera nuevamente la discusión sobre el empleo de las Fuerzas Armadas en misiones de seguridad y denota otra vez el desconocimiento sobre la diferencia entre Fuerzas Armadas y de Seguridad, lo cual va en línea con declaraciones anteriores.» (https://www.pucara.org/post/qu%C3%A9-esperar-en-defensa-de-pol%C3%ADticos-que-no-comprenden-para-qu%C3%A9-existe ). «Sin embargo, hay una gran diferencia entre lo que son las Fuerzas Armadas y las de Seguridad, empezando por el simple hecho de que las primeras, a la hora de actuar, se enfocan en aniquilar al enemigo y las segundas solo a detener su accionar de la manera menos violenta posible. Las Fuerzas Armadas no son Fuerzas de Seguridad de mayor tamaño, sino que tienen una misión distinta, entrenamiento y capacidades distintos. Así, si bien ambas hacen a la “seguridad nacional”, las Fuerzas Armadas lo hacen protegiendo al país frente a amenazas externas y las de Seguridad lo hacen actuando frente al crimen, y solo cuando existe una situación excepcional podrían unas cubrir parte del rol de las otras. Sin embargo, lo que plantea el precandidato no es algo excepcional, sino permanente. Por otro lado, si bien hay un crecimiento del narcotráfico en la Argentina, éste se viene dando principalmente por inacción e ineficiencia del estado y no por falta de personal para hacerle frente. Más allá de que el marco legal actual impediría a las Fuerzas Armadas actuar ante cualquier delito que ocurra en las áreas en donde se las despliegue (solo podrían llamar a la Policía o responder el fuego si son atacadas), tampoco tienen el entrenamiento ni la doctrina adecuadas para actuar. […] Desplegar al Ejército a las fronteras a cumplir tareas de seguridad significa además desvirtuar a la Fuerza de su tarea original, que es estar preparados de la mejor manera posible para defender a la Nación. Además, implica que el personal empiece a cumplir tareas para las cuales no decidió seguir la carrera militar, lo que llevaría a una mayor desmotivación en el personal de la fuerza (ya afectado por los bajos salarios y la baja operatividad) y podría acarrear a un éxodo de personal. […] Resulta preocupante que, ante el enorme deterioro que vienen sufriendo las Fuerzas Armadas de Argentina, que no se ha revertido en los últimos 40 años, lejos de plantear su recuperación, alguien que apunta a ganar las elecciones plantee acelerar ese deterioro, yendo directamente a acabar con la razón de ser de las Fuerzas Armadas.» https://www.pucara.org/post/el-ej%C3%A9rcito-no-es-una-fuerza-de-seguridad
iv https://latinta.com.ar/2023/11/29/elecciones-en-utep-economia-popular/#:~:text=Un%20total%20de%20420%20mil,de%20votaci%C3%B3n%20a%20nivel%20nacional.