El show de Milei ante un Luna Park repleto de jóvenes contentos demostró cuán inofensiva es la crítica culturalista de izquierda: a Milei no le falta rock. Incluso le sobra: su desparpajo auténtico, la peluca revoltosa, el traje de ejecutivo envuelto en un sobretodo de cuero (síntesis paródica de un Angus Young vestido por Hugo Boss), la impericia técnica para el canto, el fraseo indeliberadamente fuera de compás, la banda improvisada a último momento (ensayaron una sola vez)… son todos rasgos característicos del punk, el subgénero del rock obviamente más adecuado al presidente anarco-capitalista.
¿Cómo es posible? ¿Acaso la rebeldía se volvió de derecha? ¿Acaso el rock perdió su potencia desafiante del orden establecido? ¿Acaso la juventud ya no es el manantial de novedades que despierta culturas adormecidas?
No. La rebeldía es una actitud, no un proyecto de sociedad. El rock es un género musical, no una posición política. Y la juventud es una etapa biológica, no una fuente de verdades inauditas.
La hipótesis con la que venimos trabajando1 se puede resumir así: el arte no educa, la cultura es conservadora. Con este enfoque nos gustaría promover un debate que consideramos necesario para la construcción de un programa socialista. Porque el lugar común (progre, izquierdista) afirma exactamente lo contrario: que el arte es pedagógico y que la cultura es un campo de batalla.
Allí vamos.
01. Nacidos prematuramente –y a falta de un interior orgánico– los seres humanos culminamos nuestro desarrollo biológico en un marco social inmediato: la familia. Con ayuda de este entorno debemos jugar y disfrutar del juego para adecuar nuestra ineptitud rutilante (en comparación con otros mamíferos) a la puesta en marcha de una inmensa capacidad neuronal disponible. Incorporar nuestro cerebro a la vida social exige la construcción de una síntesis pragmática: el yo. Y, por supuesto, la adquisición del lenguaje. El sujeto resultante mantiene de por vida la necesidad del juego y el disfrute estético. El arte y la cultura son satisfacciones sofisticadas para esas necesidades primigenias expandidas y complejizadas.
02. Los productos artísticos y culturales satisfacen necesidades del cuerpo, sin importar si la naturaleza de esas necesidades se origina, por ejemplo, en el estómago o en la fantasía. La pandemia demostró que el capitalismo no induce los consumos sino que los necesitamos, vitalmente, para reproducir nuestra existencia humana, o sea, social: ver amigos, andar en bici, ir a un concierto o la cancha, tomar cerveza en un bar, llevar hijos a la plaza, salir a correr, jugar a las cartas.
03. Por eso estamos a favor del consumo. La culpa por el consumo («si tenés un IPhone sos un cheto», «si te gusta la cumbia sos un grasa», «si disfrutás el cine de Woody Allen sos un viejo verde», «si tomás Coca Cola afianzás el imperialismo») es reaccionaria. La idea de que vivimos en una «sociedad de consumo» desde mediados del siglo XX es una verdad parcial e inútil: toda sociedad humana es de consumo. El cuerpo nos induce al consumo porque se trata de la reproducción material de la vida. Por supuesto, las características de ese consumo dependerán de muchos factores: no existen los cuerpos en abstracto sino los cuerpos en una biografía –histórica, social– concreta.
04. Hablamos del consumo, el arte y la cultura en condiciones capitalistas porque son los que existen. No podemos hablar del consumo, el arte y la cultura socialistas sin ejercitar un alto grado de delirio: no sabemos cómo serían en un mundo socialista.
05. El capitalismo no promueve consumos, los abarata. Se produce mucha cultura de manera eficiente, a gran escala, en virtud de la competencia entre capitales, con bajo costo unitario. Así, una conexión a Netflix ofrece mucha cultura a bajo precio, como sucede con Spotify y la música. La producción de cultura no escapa a las condiciones generales en que se fabrican celulares o fideos codito.
06. El sentido común hace girar el problema de la cultura alrededor de sus contenidos. Casi no hay género musical desprovisto de posición ideológica: desde la reivindicación de L-Gante (porque lo escuchan las fracciones más pauperizadas de la clase trabajadora) hasta la defensa del dodecafonismo (porque expresaría una crítica a las jerarquías musicales entre «tónicas» y «dominantes»), pasando por el free jazz como denuncia contra la segregación racial, el folclore como lamento de protesta por la miseria de la vida campestre o el espíritu de rebelión supuestamente encarnado en el rock, casi no se puede concebir un sonido ayuno de atributos políticos positivos. Esta concepción culturalista de la política no se detiene en la música. En literatura, una narración simple, transparente, con final optimista, protagonizada por gente pobre, sería la más propicia para introducir a sus lectores a la lucha de clases. En el deporte, tal como ejemplarmente lo expone el sitio Odio Eterno Al Fútbol Moderno, jugar con enganche sería más «de izquierda» que jugar con carrileros. En gastronomía, la experiencia de comer choripán trascendería la satisfacción del paladar para convertirse en un emblema del pueblo y la nación. En el sexo, todo el Kāma-sūtra estaría disponible como un arsenal de combate contra la opresión liberticida que acecha en las alcobas, pues la manera de gozar sexualmente sería algo más que una forma de satisfacción personal. Ni hablemos de ciertas ceremonias para la resistencia, como la «Pachamama urbana», convocadas en alguna esquina de ese conglomerado de anulación de toda pachamama posible llamado Ciudad Autónoma de Buenos Aires. En suma, para esta concepción, casi cualquier actividad cultural posee un excedente capaz de expresar la crítica a algún aspecto de la realidad social.
07. Esos ejemplos del sentido común culturalista, de izquierda, que estamos criticando convergen en una convicción: lo que el capitalismo vino a superar, subsumir y/o desarrollar es precisamente lo que deberíamos recuperar para derrotarlo. Se trata de un romanticismo cultural: aferrarnos a identidades menguantes (un idioma que agoniza, una tecnología obsoleta, preferir «el instinto a la urbanidad», como cantaba Serrat) o, directamente, de un regreso a paraísos perdidos para «resistir» desde allí. Toda la lucidez de Mark Fisher se compendia en haber advertido la impotencia de esa convicción (y toda su práctica política se limita a haber asumido esa impotencia): si las técnicas surrealistas son empleadas por la publicidad, si las innovaciones formales del modernismo carecen del potencial revolucionario que se les atribuía, si todo producto artístico que ayer parecía rupturista o anti-sistema sólo puede volver mercantilizado y «no ya como un ideal de vida», entonces no hay nada más que hacer2. Esta parálisis resultante de haberles atribuido «ideales políticos de vida» a los consumos y las satisfacciones es el callejón sin salida del culturalismo izquierdista.
08. Oponemos a esa concepción esta otra: el problema no es el contenido sino el funcionamiento. Nos interesa cómo está organizada la producción, quién posee los medios para producir la cultura. No qué hacen los artistas sino cómo lo hacen3. No le atribuimos cualidades de transformación social y política a los consumos, a las producciones artísticas y culturales, porque esas prácticas y objetos se encuentran –ni más ni menos que– en el terreno de las satisfacciones personales. La necesidad de ver películas o de ejercitar la natación pueden ser motores para la lucha pero la filmografía de Pino Solanas o el estilo mariposa no son medios de lucha. Los medios de lucha germinan en la reunión de voluntades para levantar un programa político capaz de conquistar la satisfacción de esas necesidades que motorizan la lucha. Pero los medios de satisfacción no son medios de lucha.
09. El arte no educa –no puede educar– porque el objeto, la obra, es incapaz de explicarse por sí mismo. Para prestar atención a una obra (literaria, cinematográfica, pictórica, musical, arquitectónica, etc.), para inteligirla, para emocionarnos ante ella, disfrutarla, criticarla, construir una interpretación, hace falta una educación que es necesariamente previa a la contemplación de la obra. La obra no educa, lo que educa es la educación. El arte satisface lo que ya conocemos, lo que ya vivimos, las necesidades que hemos logrado engendrar y desarrollar, biográficamente, en nuestros cuerpos. Por eso es tan fundamental el problema de la educación para pensar el problema de la cultura. Y por eso no tiene sentido (colectivamente hablando), para la mayoría de la población argentina, luchar por el Instituto del Cine o el Teatro Colón cuando la mitad de los niños de 8 años no entiende lo que lee4.
10. Todo lo cual no significa, por su parte, que el problema de la educación pueda resolverse en términos meramente educativos. El tipo de educación depende del tipo de sociedad, no al revés5. No puede haber una educación ascendente en un país que se hunde. Por eso los indicadores educativos de Argentina caen a pesar de las sucesivas y profundas reformas (1993, 2006): porque los indicadores sociales caen desde hace más de medio siglo6.
11. La diferencia entre una cultura izquierdista y una estrategia política radica en la diferencia entre la identidad individual y la práctica común: cultura es que dos individuos aislados se conecten por ideas que comparten a distancia; política, en cambio, es que esos mismos dos individuos se conecten para intentar ser tres y poner en pie un programa.
NOTAS:
1 Por ejemplo, la charlas «¿Utopía o romanticismo?» y «¿Es Mel Gibson más progre que Víctor Heredia?», que pueden escucharse en YouTube, o las notas «¿Qué hacemos con la cultura? Arte y educación en el capitalismo argentino» y «El Conde: una película chilena y una metáfora universal». También la charla y debate «¿Cultura de izquierda o estrategia socialista?».
2 Mark Fisher, «Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo», en Realismo capitalista: ¿No hay alternativa?, trad. Claudio Iglesias, CABA, Caja Negra, 2017, pp. 21-34.
3 Por eso nos interesó la huelga de guionistas y actores en EE.UU., sobre la que escribimos en dos partes bajo el título El gremialista Aquiles y el socialista Ulises: parte 1, «Tecnología, huelgas y socialismo»; parte 2, «Gigificación, coraje e inteligencia».
4 Ver «MAD MAX: La Educación Argentina Antes Del Váucher», publicada el 23 de marzo de 2024.
5 Hablamos de esto en «La culpa no es del software sino del modo de producción», publicada el 7 de mayo de 2023.
6Ver «Escolares cada vez más brutos, robots cada vez más piolas», publicada el 22 de abril de 2023.