EDITORIAL N° 10: Las preguntas socialistas hoy

¿Qué hacer? Esta pregunta es la obvia pregunta socialista. Pero si el texto clásico que lleva ese nombre propone crear un periódico nacional como organizador colectivo en un mar de analfabetos es porque la respuesta resiste a la obviedad: se trata de una respuesta re-buscada.

¿Qué hacer? no es, en primer lugar, la pregunta por la verdad. La pregunta por la verdad es una pregunta teórica que la presupone en algún lugar. ¿Qué hacer? Es una pregunta por la acción. Una pregunta que busca la respuesta a preguntas que no son directamente las nuestras pero que nos interrogan.

¿Qué hacer? es lo que nos preguntamos ante la inquietud que, alarmante, nos llega desde la clase trabajadora por lo que está sucediendo. ¿Qué hacer? ante una porción importante de la clase trabajadora que parece no haber registrado el empobrecimiento y la debacle peronista y que se obstina en regresar a ese martirio. ¿Qué hacer? frente a otra porción importante de la clase trabajadora, la que sí parece haber registrado la catástrofe y que, por eso mismo, está dispuesta a sostener un gobierno que continúa y profundiza el ajuste del gobierno anterior. Y, sobre todo, ¿Qué hacer? ante una izquierda que se ha edificado históricamente en la obligación de elegir una modalidad burguesa como preferible a otra y, por lo tanto, recorta lo propio de la clase obrera como si fuera lo propio de ese segmento burgués, el peronismo.

Para esas preguntas tenemos algunas señales, indicios de respuesta.

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En primer lugar, si las preguntas nos llegan desde las inquietudes de otros, es necesario afirmar la necesidad de dialogar: nuestra agenda, nuestros artículos, nuestra actividad, no pueden surgir desde otro lugar que no sean los otros, nuestros compañeros de laburo, de estudio, de barrio. Como dijimos recién, no se trata de afirmarnos en una verdad previa: se trata de buscar respuestas. Y las respuestas únicamente surgen de las inquietudes.

Además, consideramos que es muy importante, en este momento, insistir con el diálogo, el debate, la discusión, porque se ha impuesto el método de la cancelación. Es decir que hoy la vieja censura ya no se justifica con el interés de las mayorías, sino que es parte del ensalzamiento de las minorías. Increíblemente escuchamos a compañeros que aclaran que «no quieren convencer». ¿Por qué alguien no querría convencer si cree que tiene argumentos sólidos y respuestas más eficaces que su interlocutor? Pensamos que es una forma light de la cancelación: no querer convencer es una forma individualista de exponerse sin riesgos, una forma que parece respetar la opinión de otros pero que posee, como su fin primordial, blindar la propia opinión. Una forma que parece democrática pero es autoritaria.

Nosotros queremos dialogar para intentar convencer. Para poner en juego nuestras ideas. Para avanzar en algo común, aunque nos implique cambiar (y mejorar) lo que pensábamos antes del diálogo.

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En segundo lugar –y como preparativo que compone la intención de convencer–, necesitamos promover la moderación y la apertura. Todos vivimos en un proceso de formación y aprendizaje continuo. La supuesta solidez de nuestras verdades a menudo le debe menos a su fortaleza y a su coherencia interna que al hecho de que no las ponemos a prueba.

Tomemos un ejemplo que ha sido parte compleja de nuestra elaboración y discusiones hasta el día de hoy. Tenemos una serie de artículos sobre el gasoducto Néstor Kirchner, la debacle de la producción industrial argentina, su atraso y la degradación laboral (que justifica y es correlativa a otros artículos sobre la degradación educativa). En pocas palabras: gente que no sabe trabajar. Y tenemos una charla y otra prevista próximamente sobre la «teoría crítica del valor», que retoma la apuesta marxista contra la alienación del trabajo, el fetichismo de la mercancía y la forma ciega de la reproducción económica, reivindicando la liberación mediante la abolición del trabajo y no mediante su defensa. Estos dos polos dialécticos requieren pensarse otra vez, cuestionarse y dialogar. Pero, para eso, es necesario encontrar un espacio común en el que cada participante no se conforme con exponer su verdad parcial y esquivar los argumentos inquisidores.

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Otra pregunta sobre la validez del conocimiento se ha convertido en lugar común: declarar que tal o cual planteo está «basado», fundado en datos, no en relatos. Pero la historia y la filosofía de la ciencia también afirman que no hay dato independiente de un relato: una teoría, un paradigma, un programa de investigación.

Ninguna investigación científica puede comenzar directamente con la observación y recopilación de datos porque es precisamente la teoría quien determina qué constituye o no un dato, un hecho observable y relevante para la investigación. Los objetos de conocimiento, sean de la física o la historia, no están simplemente ahí, ya dados, para ser aprehendidos empíricamente: los objetos se construyen pacientemente mediante el trabajo teórico.

De manera que el oficio científico no consiste en ampararse en una metafilosofía que asegure la validez de los datos. Consiste en admitir –como hacen todas las ramas de la ciencia– el inter-juego cuestionador entre «datos» y «relatos», entre objetos y programas, que se invalidan, se cuestionan y permiten expandir la capacidad de intervención del conocimiento.

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Nos llegan cuestionamientos sobre el lugar de las satisfacciones. La valoración de las satisfacciones se ha transformado en un refugio del pensamiento crítico ante las derrotas profundas del movimiento socialista. Se ha vuelto común inventar y promover la posibilidad de combatir la solidez del capitalismo a través de las formas de satisfacción de los trabajadores. Paradójicamente, mientras el capitalismo expande, subyuga y subsume más y más actividades a la lógica mercantil, se busca encontrar la forma de satisfacción individual capaz de sustraerse o resistir a esa lógica, o bien capaz de hacerle frente y cuestionarla.

Tan estrafalaria como caprichosa es esta concepción de las satisfacciones, que los opuestos sirven para la misma argumentación: la resistencia y lo disruptivo pueden estar afincados en el heavy metal surgido en Birmingham de la clase obrera inglesa, en el folclore que nos blinda contra la penetración inglesa, en el trap que es espejo acrítico de la miseria obrera, o en la música académica que refugia «el aguante» de la Argentina educada frente a la brutalidad de Milei.

Es cierto que hay mercancías a las que ciertos juicios técnicos y científicos pueden calificar como nocivas y es cierto que esto puede tener un basamento real. Por ejemplo, cuando los médicos afirman que fumar (u otras formas de satisfacción y consumo) es malo para la salud. Pero que eso se aplique en la vida social no depende de la muy abstracta y poco eficiente noción de «bien común», sino de la mucho más concreta y activa cuestión de evitar las pérdidas provocadas en alguna rama en particular o, sobre todo, en el conjunto de la economía y las ganancias.

Los juicios millonarios sobre estas cuestiones, a veces presentados como muestra de que el capitalismo se regula y resuelve sus aspectos más perjudiciales, hay que considerarlos así: únicamente regula y elimina los aspectos nocivos, perjudiciales, malos para la acumulación del conjunto. Y, además, suele desplazarlos a otra modalidad de satisfacción y consumo. Las mismas tabacaleras que fueron acusadas y cuestionadas por los resultados de la adicción al tabaco son dueñas de muchas de las mayores empresas de cigarrillos electrónicos (vapeo).

El capitalismo no se enamora de ninguna mercancía en particular sino de la mercancía en sí misma, vacía de contenido concreto y llave maestra de la acumulación privada. Tolera –y, en algunos casos, promueve– los juicios adversos contra esta o aquella mercancía pero con el único fin de mejorar la salud del sistema de las mercancías en su conjunto.

De manera que los juicios técnicos sobre formas de satisfacción y consumo no expresan ningún juicio político sobre la prioridad de una mercancía sobre las otras, no expresan ningún juicio adverso contra el sistema capitalista como tal, ni son motivadas por la persecución de un objetivo de emancipación social.

Los diálogos con otros nos obligan a hacernos preguntas sobre la conciencia, que es un dispositivo evolutivo menor pero determinante para la lucha política. Y no una fortaleza soberana y autofundada, asediada por los sentimientos, las sensaciones y los prejuicios. La biografía –en parte singular, en parte colectiva– es tan determinante como la solidez de la argumentación y el diálogo.

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Finalmente, nos repiquetea la pregunta por la acción. Que no se limita a estar en la calle (o peor aún, a figurar en las redes) sino que consiste, fundamentalmente, en reunir voluntades. Descubrir la inmensa cantidad de diferencias que subsisten detrás de nuestros acuerdos y tratar de pensar a través de ellas en lugar de dar por sentado que todos somos lo mismo. E intervenir de acuerdo con un programa y no de acuerdo con la visibilidad pública o la autonomía del aparato.

La gran pregunta del ¿Qué hacer?, al fin y al cabo, es cómo revertir la profundización de una lógica fetichista de la militancia, negada al diálogo, proclive a la exposición de vidriera, a la afirmación tautológica del autobombo, a la búsqueda de la mirada sin debate, ofertada a la disponibilidad y eventualidad propia de los shoppings. Revertirla para aunar, tenaz y laboriosamente, a una vanguardia consciente de la inviabilidad del capitalismo como sistema social y, también, consciente de todos los interrogantes que la transición al socialismo abre y expone día a día.

Una vanguardia que no es el conjunto de los trabajadores sino algunos que se proponen conquistar la unidad del conjunto de los trabajadores, con independencia de la burguesía, su personal político y sus burócratas. Esta unidad de la clase, que no está dada sino que hay que construirla, es central porque defendemos los intereses de las grandes mayorías.

Una vanguardia que, por todo lo dicho, es una minoría. Porque, salvo un milagro de unanimidad esotéricamente justificado, toda mayoría comienza con una minoría activa y consciente. Un siglo atrás se trataba de los que podían leer un periódico socialista en el atrasado y analfabeto imperio zarista. Hoy se trata de quienes podamos unirnos para proponer la unidad de la clase obrera al margen de cualquier canto de sirena patronal.

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