La figura del vampiro es antigua y nos ha legado encarnaciones míticas, literarias, teóricas, operísticas, cinematográficas. El príncipe Vlad Tepes Dracúlea no desangró más víctimas en la Valaquia medieval que su metáfora moderna en la arquitectura laboriosa de El Capital. Y el Nosferatu de Murnau fue tan pródigo en sobresaltos como en sombrías inquietudes lo sigue siendo Batman, máscara vengadora del multimillonario Bruce Wayne.
Desde su reinterpretación romántica a fines del siglo XVIII, el vampiro es un muerto animado que se alimenta de sangre succionada a criaturas vivas. Sin esa sangre palpitante, el vampiro envejece hasta la decrepitud y el polvo deseoso. Pero si obtiene esa sangre vivaz, el monstruo rejuvenece de aspecto, tonifica sus dotes y apasiona su sensualidad. Puede contagiar el vampirismo, apoderándose triplemente de su ocasional víctima al absorber sus fuerzas, habitar su mente y metamorfosear su naturaleza.
Además, el vampiro acusa debilidades: desprovisto de reflejo, se indispone ante la luz del día y es espantado por el ajo, el agua bendita y el crucifijo. Darle muerte es una tarea riesgosa pero no imposible: basta con atravesarle el corazón con una estaca de madera, decapitarlo limpiamente o abrasarlo hasta los huesos.
Un capitalista no es el capital
La plataforma Netflix ha estrenado El Conde (2023), décimo largometraje dirigido por el chileno Pablo Larraín. La premisa es seductora. En una hacienda ovejera de la Patagonia se esconde Augusto Pinochet, un vampiro de 250 años que, tras haber fingido un infarto y un entierro para zafar de las investigaciones en su contra, espera –impune y aburrido– la muerte. Cuando una serie de crímenes macabros acontece en Santiago de Chile, los hijos de Pinochet van a visitarlo acompañados por una monja trilingüe, contadora y exorcista. La trama de misterio, horror y cuentas millonarias en el extranjero incluirá una escalada de traiciones y un impúdico plan de la Iglesia Católica, todo expuesto en los términos de la comedia negra y el falso documental de entrevistas, con una fotografía en blanco y negro preciosamente ejecutada.
El Conde fue concebida durante la pandemia por Larraín y el dramaturgo Guillermo Calderón. Su estreno al cumplirse 50 años del golpe militar contra el gobierno de Salvador Allende mueve, sin esfuerzo, a la tentación de adjudicarle propósitos políticos o ideológicos, aunque sea en términos de fábula, de sátira y de relato fantástico.
Una voz en off narra, en inglés, la película. La voz de una mujer con acento británico. Los críticos de cine Juan Pablo Vilches y Christian Ramírez dedicaron a El Conde un episodio del prolífico, erudito y muy recomendable podcast CivilCinema. Allí comentaron:
El problema de Chile y lo que esta película nos quiere contar es que estamos secuestrados por una ideología vampírica. Cuyo vehículo fue ideado en otro lado y llegó a Chile de manera bastarda, triste y sórdida… llegó para quedarse y se va a repetir. El ciclo se va a repetir.
Dejemos de lado el presagio de una recurrencia histórica que parece constatar los ciclos de acumulación, estancamiento y crisis propios del capitalismo, con sus respectivas expresiones políticas y sociales. Quedémonos con la interpretación del vampirismo en El Conde como metáfora de una ideología, porque esa interpretación incluye el lazo familiar como elemento clave, en tanto une al protagonista de la película con la mujer de la voz en off: «el hilo sanguíneo refleja el hilo ideológico», dicen los críticos. Y explican:
Pinochet, que es un vampiro, y su madre… crearon un «no muerto», que es una doctrina económica: el neoliberalismo… Y ese «neoliberalismo» vendría a ser el vampiro que está enquistado, anidado, en los usos, en las costumbres, en las leyes, en las constituciones, en todas partes.
Llama la atención, a esta altura del desarrollo del sistema capitalista, que el vampirismo sea interpretado en términos ideológicos, jurídicos, familiaristas y de lazos personales. La metáfora del vampiro, constreñida a sus cualidades nobiliarias, aristocráticas, propias de una dominación impuesta de forma extraeconómica por lazos personales de coacción, vasallaje y servidumbre, muestra con nitidez sus límites para ser fiel a las condiciones propias del capitalismo: explotación económica, lazos impersonales, automatización ciega. Ya en el siglo XIX, Carlos Marx, en el capítulo dedicado a «La jornada de trabajo» en El Capital, expuso de esta manera la distinción entre la persona del capitalista y la personificación del capital, al tiempo que reinterpretaba la metáfora del vampiro:
En cuanto capitalista no es más que capital personificado. Su alma es el alma del capital. Pero éste no tiene más que un instinto vital, el de valorizarse, el de crear plusvalía, de absorber con su parte constante, los medios de producción, la mayor masa posible de plustrabajo. El capital es trabajo muerto que sólo revive, como los vampiros, chupando trabajo vivo, y vive tanto más cuanto más trabajo vivo chupe.
No pintamos de rosa al Conde Pinochet, al Drácula de Bram Stoker ni a Blade… Si el vampiro puede ser una figura rica en sugerencias y alusiones simbólicas con respecto al capitalismo, lo es en tanto personificación de categorías económicas, no en tanto persona individual. Vampiro es el capital: trabajo muerto que se alimenta de trabajo vivo. Por eso no basta, para aniquilar el sistema, con «hacer justicia» encarcelando a alguna de sus personificaciones: este o aquel burgués, este o aquel milico, este o aquel arzobispo. Sino que es necesario reemplazar las relaciones sociales de producción capitalistas (que operan en la anarquía mercantil de la maximización de las ganancias, en virtud de la competencia entre propietarios privados independientes) por relaciones sociales guiadas por la planificación racional hacia la satisfacción de las necesidades humanas.
Esta es una cualidad crucial del vampirismo capitalista: sus personificaciones no mueren con la muerte de las personas. Hace falta destruir las condiciones que posibilitan y efectúan la realidad de esas personificaciones.
Una metáfora no es un concepto
La experiencia estética forma parte de las modalidades básicas de la experiencia humana, común, acerca del mundo. Su repertorio incluye recursos atencionales, emotivos y hedónicos, cuya inflexión singular en cada caso individual depende, fundamentalmente, de nuestra constitución como sujetos desde el nacimiento. Por eso nos permitiremos un breve rodeo por la biología evolutiva para reencontrarnos con la experiencia estética de la metáfora.
Nacemos absolutamente dependientes del entorno, más que cualquier otro mamífero superior, en estado de pre-maturación biológica y sobre-maduración neuronal: potencialmente más inteligentes y capaces que cualquier otro bicho, pero extremadamente inútiles. La condición de nuestra supervivencia consiste en activar, parte por parte, el cuerpo y las conexiones neuronales, provocando en ellas sensaciones satisfactorias. Al principio no hay «Uno mismo», sino sensaciones. Luego esas partes se integran en un artilugio sintético denominado «Yo».
Quien cumple la función materna estimula, con amor y tacto, el cuerpo que somos y nos habla, instigándonos a descifrar, en las reverberaciones del aire que percuten nuestros tímpanos, las señales de la satisfacción o de la insatisfacción. Desarrollamos entonces el lenguaje desde una función primitiva, relacionar sonidos con el mundo, construir reflexivamente un mundo en el pensamiento, hasta dominar su función comunicativa. Con el tiempo y algo de suerte, adquirimos la facultad para elaborar y transmitir conceptos. Así, cada biografía individual reproduce, a escala, la historia de la especie: del animismo religioso a la ciencia experimental.
Las satisfacciones sensibles generan circuitos que aspiran a repetirse, primero en las partes del cuerpo que somos, después en objetos de circulación social que mantienen su atracción a lo largo de la vida. Objetos que portan la mirada, la voz, la propiocepción, el movimiento muscular, el tacto. Y que tanto se utilizan para la satisfacción erótica como para el juego. El arte se encarga de proseguir, en la vida adulta, esas satisfacciones. Junto con el juego, que se continúa en el deporte.
La música, la pintura, la danza, la escultura, el canto… son disciplinas simples, que luego se combinan en disciplinas artísticas y culturales complejas, colectivas e industriales (cine, conciertos, espectáculos deportivos). De la misma manera que comemos no por hambre sino por ganas de comer (por eso elegimos lo que nos gusta, no lo que nos nutre), en los objetos de arte prevalece, de entrada, la satisfacción de los sentidos y las sensaciones, aun antes de cumplir alguna función comunicativa, narrativa o ideológica. Llevar el ritmo con el pie, tararear, garabatear, cantar en la ducha o hablar tonterías son el grado cero de esas satisfacciones. La crítica opera en ese humus sensorial, tomando lo que ya ha ejercido atracción sensible para intentar un recorte, una explicación y una ampliación del significado. No tiene la aridez de la ciencia, porque parte de lo sensible, pero a cambio acepta la imprecisión de la metáfora y, por lo tanto, la contingencia de que una misma obra permita varias aproximaciones críticas, también válidas.
El filósofo y poeta venezolano Ludovico Silva, en su libro El estilo literario de Marx, establece una importante diferencia entre las teorías científicas y sus auxiliares metafóricos, destacando el valor eminentemente literario de las metáforas y limitando su valor científico al grado en que contribuyen al esclarecimiento de las teorías. Una metáfora no es un concepto. Si queremos educarnos, acceder a lo desconocido, provocar un cambio en nuestra percepción de las cosas, debemos recurrir a la ciencia, pasando por la crítica. Porque la cultura es esencialmente conservadora: sus vehículos estimulan nuestras biografías corporales mediante la repetida satisfacción de nuestros sentidos, según el modelo biológico de lo que ya fue satisfactorio durante el proceso constitucional de nuestro «Yo». Por eso el arte no educa en el cambio sino en la conservación.
Yo aconsejaría esta hipótesis –dice Borges–: la imprecisión es tolerable o verosímil en la literatura, porque a ella propendemos en la realidad. La simplificación conceptual de estados complejos es muchas veces una operación instantánea. El hecho mismo de percibir, de atender, es de orden selectivo: toda atención, toda fijación de nuestra conciencia, comporta una deliberada omisión de lo no interesante. Vemos y oímos a través de recuerdos, de temores, de previsiones. En lo corporal, la inconciencia es una necesidad de los actos físicos. Nuestro cuerpo sabe articular este difícil párrafo, sabe tratar con escaleras, con nudos, con pasos a nivel, con ciudades, con ríos correntosos, con perros, sabe atravesar una calle sin que nos aniquile el tránsito, sabe engendrar, sabe respirar, sabe dormir, sabe tal vez matar: nuestro cuerpo, no nuestra inteligencia. Nuestro vivir es una serie de adaptaciones, vale decir, una educación del olvido.
Aunque no sea un concepto (o en parte por eso), una metáfora puede colaborar con la explicación de un concepto. Por eso el vampirismo, interpretado como fuerza abstracta, amoral, ayuna de ideología, algo muerto que se alimenta de algo vivo, conserva (resignificado) su poder pedagógico: así como la máquina de hilar Jenny absorbió las destrezas del trabajo que podían realizar 36 obreras, hoy la inteligencia artificial es un vampiro que succiona facultades cognitivas conquistadas, a lo largo de miles de años, por toda la humanidad. Con esto no queremos decir que la causa de nuestros problemas como clase trabajadora se encuentre en las innovaciones tecnológicas. El título de una de nuestras notas, «La culpa no es del software sino del modo de producción», es bastante elocuente. No somos ludditas ni añoramos un paraíso perdido. La causa de nuestros problemas se encuentra en el tipo de sociedad que, en lugar de colocar las innovaciones tecnológicas al servicio de hacer más confortable la vida para el conjunto de la humanidad, las pone al servicio de la anarquía azarosa de la acumulación de ganancias. De tal manera que unos pocos disfrutan muchísimo la vida, mientras que muchísimos disfrutamos poco y nada hasta la muerte.
El qué no es el cómo
En comparación con El Conde (cuya trama familiar conecta «héroes de la codicia» mediante un «hilo sanguíneo que refleja el hilo ideológico»), la película The Matrix (1999) es una fábula más adecuada al funcionamiento del capitalismo: un colosal sistema de máquinas totalmente automatizado, sin moral ni ideología, que utiliza como combustible la energía vital provista por millones de cuerpos humanos (literalmente enchufados al sistema como pilas alcalinas), que duermen el sueño alienado de una sociedad tolerablemente organizada (el Sr. Anderson tiene un trabajo registrado, horarios fijos, vivienda, entretenimiento). Señalemos, además, que The Matrix ha producido un impacto cultural y estético a nivel internacional que El Conde difícilmente vaya a alcanzar. Y, sin embargo, no parece que desde 1999 la clase obrera mundial haya desarrollado una conciencia crítica más clara con respecto a las leyes que regulan el funcionamiento de la sociedad moderna. ¿Por qué? Porque una metáfora no es un concepto. Porque un producto cultural no es un proyecto de sociedad. Porque el arte es conservador. Porque las necesidades humanas son el motor y no el medio para el cambio social. Porque la necesidad cultural de ver películas puede movilizar a una lucha, pero consumir la filmografía de Ken Loach o de Agnès Varda no es luchar.
Sin cuestionar las relaciones de producción, cualquier desarrollo interno de la cultura funciona en perfecta armonía con una sociedad que no se define por el qué (sus contenidos temáticos) sino por el cómo (el fetichismo mercantil). Todo el debate a propósito del carácter contestatario de la película Barbie (2023) se desvanece en el aire ante el único fin relevante para el sistema capitalista: acumular. Más ilustrativo es el ejemplo de la película Reds (1981), enorme homenaje a la Revolución Rusa basado en el libro Diez días que estremecieron al mundo, de John Reed. Dirigida, producida, escrita y protagonizada por Warren Beatty, con un elenco que contaba con Diane Keaton, Jack Nicholson, Edward Herrmann y Gene Hackman, fue nominada a 12 Oscars en pleno gobierno de Reagan y ganó 3, incluyendo Mejor Director ( «La Internacional» fue tocada tres veces por la orquesta durante la ceremonia de entrega de premios e Iván Reguera cuenta que: «A Reagan, por cierto, le gustó Rojos. Solo criticó que no tuviera un happy end».). O, por tomar un caso mucho más reciente, el New York Times –una publicación insospechada de bregar por la expropiación de los medios de producción– recomendó la lectura del principal teórico de la corriente socialista, sin tergiversarlo, en la nota titulada «Antes de agarrárselas con el “capitalismo progre”, Ron DeSantis debería leer a Karl Marx». O, sin ir tan lejos, los libros que pueblan las bibliotecas marxistas fueron producidos por empresas burguesas mediante la explotación de trabajadores.
Ocurre que, en condiciones capitalistas, la cultura se produce como cualquier otra mercancía destinada a satisfacer necesidades humanas, «ya surjan del estómago o de la fantasía» (como dice Marx apenas arranca El Capital): bajando el costo unitario al trasladar la producción artesanal hacia la gran industria, con productos estándares para mercados gigantescos. Lionel Messi, por ejemplo, que produce un espectáculo para cientos de millones de espectadores, es mucho más económico como publicista que el Beto Alonso, cuyos ingresos se pagaban con dinero de los socios de River Plate y de los 15 mil asistentes al Monumental cada dos semanas:
Después de un solo verano, la maglia rosa está en todas partes. Se ha vuelto casi imposible de adquirir, pero ahí está, paradójicamente, en las espaldas de miles de fanáticos que abarrotan los estadios estadounidenses, colgado de los puestos de los mercados en Buenos Aires y Bangkok, un destello vívido en casi todos los campos donde los niños se reúnen para jugar al fútbol en Inglaterra. Que la camiseta se haya convertido, aparentemente de la noche a la mañana, en la mercancía deportiva más popular del planeta es una ecuación capitalista simple: el resultado de una combinación irresistible de uno de los atletas más reconocibles y queridos de su generación; un color distintivo y exótico; y la despiadada eficiencia de las fábricas textiles del sudeste asiático.
Eso explica esta nota del New York Times. En el mismo sentido, Paul Krugman se pregunta: «¿Le están pagando mal a Taylor Swift?». Todo lo cual no significa que neguemos la existencia de ideología. Pero la principal fuente de transmisión ideológica es, como todos sabemos, la vida misma, «una serie de adaptaciones», una «deliberada omisión de lo no interesante»: levantarnos, salir a la calle y lidiar con el conjunto de la humanidad que actúa privilegiando su interés individual frente al colectivo, en implacable competencia entre poseedores de fuerza de trabajo privados e independientes. Vivir desconectados de la función social de nuestro trabajo, en una acción tras otra («Nuestro cuerpo, no nuestra inteligencia»), nos introduce en la mentalidad burguesa sin que haga falta un relato mediador que nos adoctrine con un pizarrón a la vista: la cultura no necesita educarnos, simplemente refleja con un monto de satisfacción lo que ya conocemos, lo que ya nos resulta satisfactorio.
Y esto nos conduce a pensar, un poco más profundamente, la diferencia entre el motor de las necesidades y el medio para satisfacerlas.
Comer sano no es luchar
Tomar Coca Cola, escuchar a Víctor Jara o ver películas en Netflix no es más o menos capitalista (ni más o menos socialista) que otros consumos. Capitalista es la propiedad de los medios para producir bebidas gaseosas, contenidos musicales o películas. Como socialistas, nos interesa pensar cómo se hacen los productos culturales. No cuáles son sus contenidos. Asimismo, por poner otro ejemplo, nos interesa pensar cómo se producen los alimentos, bajo cuáles relaciones de propiedad, circulación, acceso y con qué propósitos, con arreglo a cuáles fines. No nos interesa si es más progre comer hamburguesas, berenjenas o insectos. Porque las necesidades culturales son –como lo son el hambre, la falta de abrigo o de vivienda– el motor del cambio social, no el medio para llevarlo a cabo. Cuando la candidata a presidente por el Frente de Izquierda, Myriam Bregman, agita la consigna «Te falta Rock» se apoya en un error: creer que el consumo de un determinado género musical equivale a sostener un proyecto de sociedad. Pero escuchar bebop o free jazz, leer ciencia ficción o limitar la dieta a vegetales no es luchar. (Como tampoco lo es comer choripán, escuchar a León Gieco o tomar vino del tetra). El medio para concretar un cambio político y social es la lucha por un programa, por un proyecto de sociedad, que satisfaga las necesidades «del estómago y de la fantasía».
Por lo tanto, nuestro mensaje para los trabajadores de la cultura es el mismo que tenemos para los trabajadores de otras áreas (como la docencia y la salud), que colaboran con la reproducción del sujeto humano en tanto sujeto (no sólo en tanto el animal que también somos): tenemos que luchar por nuestra reproducción amenazada, por nuestras pasiones en decadencia. Llamamos a luchar por nuestra reproducción como trabajadores, por las demandas inmediatas. No llamamos a construir un gueto insignificante de cultura progresista. La tarea socialista en relación a la cultura consiste en luchar por el socialismo para cambiar la cultura. Y, ante la imposibilidad de producir una cultura que impacte en la población, tenemos que reconocer como gran tarea a la crítica. Es decir, tenemos que recurrir, en el terreno del arte, a lo mismo que recurrimos en los demás aspectos de la sociedad: abandonar el particularismo y el individualismo para pensar y encontrar, en las obras culturales, la imagen de la sociedad actual.
El Conde nos parece una muy buena película. Queremos más películas así. Pero no porque consideremos que la abundancia de ciertos productos culturales mejorará las condiciones para la lucha. Sino porque nos gusta disfrutar de buenas películas.
Es más, si existe una causalidad es la inversa: la lucha contra el sistema capitalista (cuyo vampirismo anárquico empujó a la huelga de guionistas y de actores en Hollywood) mejora las condiciones para que haya buenas películas, porque suspende o ralentiza el implacable proceso de degradación educativa propio del sistema (para que los guiones sean escritos por seres humanos y no por un software, hace falta que muchos seres humanos sean educados con el fin de que algunos gusten de y aprendan a escribir guiones).
Sin embargo, el arsenal –imprescindible e insuficiente– de las luchas gremiales sólo puede ofrecernos ajo, agua bendita y crucifijos. Espantará, por un rato, a tal o cual personificación del vampirismo capitalista. Pero no acabará con su funcionamiento ciego y despiadado.
La estaca, la guillotina y la hoguera que pondrán fin al vampirismo del capital integran el nombre de un proyecto cada vez más acuciante, cada vez más necesario, cada vez más universal: el socialismo.