La economía burguesa –al igual que las teorías burguesas al respecto– funciona. Podemos opinar y especular que no funciona tan bien como podría hacerlo otra estructura social. Pero no podemos decir que no funciona. También nosotros funcionamos ahí. Es decir, vivimos en esa estructura, en esta sociedad.
De manera que la superioridad del marxismo y la oportunidad del socialismo caducan en el exacto momento en que alguien considera que no vale la pena militar por esta causa y aquella crítica. Es decir, en el exacto momento en que el funcionamiento superior de una economía planificada para satisfacer las necesidades humanas (eso es una sociedad socialista) se vuelve completamente abstracto y utópico. Mientras tanto, se reconoce que la realidad económica del capitalismo (cruel, desigual, opresiva y tendiente a la degradación y, quizás, a la destrucción de la vida humana) es la única manera de vivir. Que el capitalismo es, aunque duela, el mejor de los mundos posibles.
Asumida esa perspectiva, se da por supuesto que mientras estemos vivos habrá que adecuarse al orden burgués, o sea, someterse a un programa personal e individualista de vida. En otras palabras: sin dedicar tiempo a luchar por algo que se considera imposible. La inmensa mayoría de la sociedad piensa así y actúa según la lógica, los valores y las opciones que la vida real dentro del capitalismo dispone, mezquina y enseña.
Ahora bien, al momento de retener, abrigar y cuidar para sí mismos alguna esperanza, subjetivamente necesaria (por más irrelevante e irreal que pueda ser), lo más común –y, por lo tanto, superior desde el punto de vista social– es la fe religiosa. Es mucho más práctica la fe en un dios que jamás se hará presente pero que, a la vez, nos permite no tener que cumplir demasiado con él, que la expectativa en un sistema social que tampoco se presentará y que, por lo tanto, también nos dispensa de tener que militar por él. Si no nos espera el Juicio de Dios y tampoco vale la pena el esfuerzo de luchar por el socialismo, entonces la Biblia y El Capital son dos textos maravillosos que auxilian a individuos con diferentes historias personales para soportar el dramático tránsito por este valle de lágrimas… y no mucho más1. Pues, para la vida concreta, ambos textos son aventajados por los portales de noticias que actualizan el valor del dólar, por las aplicaciones que anuncian el pronóstico meteorológico o, sin ir tan lejos, por el manual de instrucciones de un lavarropas.
Si se piensa que el capitalismo es el mejor de los mundos posibles y que no hay necesidad de militar contra él, si se piensa que es invencible y que es inútil hacer algo por el socialismo, entonces es honesto reconocer que a esa posición le corresponde una vida cotidiana orientada por la lógica de la acumulación privada. Pero esa correspondencia es un poco molesta. Porque, bajo esas condiciones, el egoísmo «liberal», lejos de ser detestable, se convierte en una actitud coherente con el mundo. (Acaso la más coherente con un mundo capitalista)2.
Además, bajo esas premisas, se vuelve natural aceptar la degradación de los productos culturales: la expresión «consumo irónico» brinda una coartada para ese deslizamiento, permitiéndole a un graduado universitario incorporar Gran Hermano a su vida espiritual. Asimismo, para vivir socialmente integrado se naturaliza la adecuación a otras instancias decadentes que la dinámica social capitalista produce, como crear un gueto cultural. Se trata de una opción vigente, exclusiva de ciertas minorías capaces de agitar consignas de compromiso social mientras practican el «sálvese quien pueda» encaramándose un peldaño (o varios) por encima de la pobreza generalizada3. Así, lo que para la lucha por el socialismo constituye un obstáculo (formas rastreras e individualistas de la vida burguesa), para estas almas bellas se presenta como un camino hacia la emancipación: grupos identitarios «disidentes» que lo único que reclaman es un lugar calentito bajo el sol del capitalismo y su Estado burgués.
Sin embargo, a esta altura de la soireé ya no se puede ocultar que «la diversidad» es promovida por el propio capitalismo –su mercado y su Estado– como un elemento conveniente, nutricio, vitamínico. Provee variedad y novedades, tanto de nuevos mercados como de nuevos productos y necesidades, floreciendo en «experiencias» turísticas o circenses. Una vez supuesta la igualdad formal (que encubre la desigualdad real entre los propietarios de medios para producir y los que apenas somos propietarios de fuerza de trabajo), lo diverso queda perfectamente bien integrado. Las innovaciones tecnológicas han desplegado una gran capacidad para absorber, procesar, multiplicar y vender la «diferencia», lo «disidente» y la «diversidad». Porque, para la acumulación, lo diverso y lo uniforme son modos tangenciales: lo central es que sea producido y gestionado de manera mercantil.
Por eso el mercado –y el Estado burgués– puede tolerar, integrar e incluso promover cualquier cosa que hagan algunas personas díscolas, en tanto y en cuanto la sociedad permanezca regida por la acumulación, el salario y la competencia. De hecho, la competencia es un vínculo muy propicio para integrar trotskistas, payasos, Testigos de Jehová, músicos callejeros, saltimbanquis, artesanos, filatelistas y otakus: al hacer converger todos estos elementos en un espacio que funcione como feria, el resto del mundo puede caer allí de visita (como turista) para chusmear y comprar gnomos, fumar un porro mientras suena Piazzolla, darle una moneda a los artistas callejeros y tomar una cerveza artesanal luciendo una remera con estampado soviético. Nada de todo eso se contrapone en absoluto a la lógica del mercado4.
Y si los que asisten o consumen «incorrección» y «rebeldía» se vuelven muy numerosos, entonces el propio mercado aprovecha el éxito, lo desarrolla a escala y multiplica las ganancias. Ahí tenemos, por ejemplo, los canales de streaming Blender y Carajo: el uno, progre y peronista; el otro, pletórico de libertarios. Ambos financiados por los mismos capitales5. Antes del festival de Woodstock, antes de la beatlemanía, antes de que las técnicas situacionistas y el surrealismo pasaran a la publicidad… las rebeldías juveniles en la música, el deporte o las peregrinaciones religiosas ya eran negocios bien integrados.
En su guía de la vida nocturna de Nueva York, publicada en 1913, Julian Street consideraba que el baile había creado una «mezcla social como la que nunca se había soñado en este país: un revoltijo de gente en el que respetables mujeres casadas y sin casar, e incluso jóvenes recién presentadas en sociedad, bailan, no sólo bajo el mismo techo, sino en la misma sala, con las mujeres de la ciudad. Liberté… Égalité… Fraternité».6
Es en este sentido que contraponemos ser socialista a militar por el socialismo. En su autonomía, el ser (como esencia) prescinde del entorno social y, por lo tanto, no necesita transformarlo para continuar siendo lo que es. El ser socialista satisface sus aspiraciones con un baño en las termas de su propia identidad: autosatisfacción al alcance de la mano. Su sectarismo no se funda en el rechazo hacia los demás sino en que los considera insignificantes. Como ya es lo que debe ser (socialista, en este caso), cualquier cosa que haga es un accesorio: si la sustancia es socialista, toda acción es un accidente, una eventualidad, una contingencia.
Por el contrario, militar implica considerarse fundamentalmente determinado por el conjunto social a intentar abrir una brecha para modificar ese conjunto. No se trata de algo que se es, sino de algo que se hace. Incluso se trata de algo que no se puede hacer en soledad, sino de algo que hacemos –necesariamente– con otros. Y no sólo porque sea imprescindible reunir más voluntades para cambiar una sociedad, sino también porque es en el proceso de buscar esas voluntades y llegar a acuerdos donde realmente nos ponemos a prueba a nosotros mismos y cambiamos.
El mercado y los negocios reconocen la distancia entre ser y hacer, por eso la publicidad es taxativa al respecto: Sertal sabe que está bueno ser vos mismo, no te moderes ni te cuides, reventate hígado. La publicidad como terapia afirmativa funciona eficazmente cuando necesitamos consumir algún suplemento ortopédico que nos ayude a ser lo que creemos que somos. No obstante debemos reconocer que no es difícil estar bien con uno mismo: basta con la resignación y el conformismo, que no mejoran el mundo exterior pero nos reconforta y alivia.
La resignación de izquierda, apocalíptica y crispada, pero integrada y escéptica, no posee ningún atributo de superioridad frente a la practicidad integrada, apolítica y egoísta, porque ambas son individualistas y ambas son apolíticas. Aunque la primera, la progresista, acumule y presuma de su mucha información improcedente al respecto.
Al preguntarnos por qué crece la nueva derecha, debemos interrogarnos sobre la confianza que demuestra frente a la resignación crispada y el conformismo informado del progresismo. Eso constituye un dique, un obstáculo, a la construcción de una salida de la mayoría para la mayoría. Mientras tanto, la nueva derecha ha conseguido unir su pensamiento a la militancia y enhebrar acciones en defensa de programas que arrastran mayorías detrás de los intereses de algunas minorías.
NOTAS:
1 Hablamos de eso en «La Cruz» y en «El Capital y la militancia socialista».
2 De ahí que «Los dos escepticismos» tiene este subtítulo: «O por qué, si no fuéramos socialistas, seríamos del PRO».
3 Desplegamos este problema en «¿Qué hacemos con la cultura? Arte y educación en el capitalismo argentino».
4 Ver «Milei es punk (Y la cultura no es política)», donde dejamos registro de nuestras hipótesis acerca del consumo de productos culturales.
5 «Sorpresa: un empresario vinculado a Facundo Moyano pica en punta para la nueva privatización ferroviaria», nota publicada en enelSubte el 22 de julio de 2024.
6Jon Savage, Teenage. La invención de la juventud 1875-1945, trad. Enrique Maldonado Roldán, Madrid, Desperta Ferro Ediciones, 2018,p. 150.