«Por otro lado, si queremos comprender el proceso político debemos ser capaces, por debajo del abigarramiento de los partidos y los programas, de la perfidia y de los apetitos sanguinarios de unos, del valor y el idealismo de otros, de descubrir los contornos reales de las clases sociales, cuyas raíces se hunden en las entrañas de la producción y cuyas flores se abren en las esferas superiores de la ideología.» León Trotsky.
La situación concreta
Esta bella descripción de la tarea del análisis político, indispensable para cualquier intervención, no es negada por nadie en el ámbito de la izquierda socialista. Sin embargo, no siempre esa tarea se realiza actualizando las interpretaciones de los fenómenos ideológicos a los contornos de las clases.
Cuando eso no sucede aparece el desconcierto. En el sistema capitalista, a diferencia de cualquier otro sistema previo, la velocidad de los cambios es mucho mayor y éstos son más sorprendentes por las características contradictorias de su propia estructura. Un sistema que puede producir una extrema pobreza por un exceso de riqueza, un sistema caracterizado por los cortes abruptos y los giros violentos. Un sistema en el que constantemente es necesario volver al análisis de los contornos reales de las clases sociales, porque pueden marchitarse las flores ideológicas que el conocimiento más aprecia.
Como mencionamos en el editorial sobre el panorama internacional [ver aquí], las revoluciones anticoloniales y el surgimiento de burguesías nacionales desactualizaron las caracterizaciones del marxismo revolucionario para la mayor parte del mundo a partir de la década del 60. Así han pasado décadas en las que se intenta liberar países ya liberados.
Yanquis go home (los demás pueden quedarse)
Algo similar ocurre en el presente con fenómenos ideológicos a los que se intenta interpretar con matrices construidas hace más de medio siglo. Es de la Guerra Fría que proviene la interpretación de que en el mundo hay un mal absoluto, que es el imperialismo norteamericano, y cualquiera que se oponga a él objetivamente se coloca en el campo progresista. Fracasada la experiencia soviética y habitando un mundo de relaciones sociales capitalistas, esta estructura de pensamiento (la del «mal menor») persiste generando simpatías vergonzantes por regímenes que no brindan un mejor nivel de vida que el capitalismo avanzado, y en los que quienes ven rasgos positivos no podrían sobrevivir una semana. En este mismo período, en el que sectores importantes de las poblaciones no eran admitidos en el mundo de la ciudadanía y los derechos políticos (mujeres sin votos, negros sin derechos civiles, colonias sin autodeterminación), se originan los frentes populares y democráticos, esto es, la persistencia de los derechos individuales como tarea de los movimientos socialistas contra la abdicación (o la ralentización) de los burgueses ante esa misma tarea.
Obtenidas las independencias, los derechos electorales y civiles, se pudo hacer evidente que eso no proporcionaba el acceso a una sociedad igualitaria, fraternal ni libre. ¿La razón? Que el capitalismo no es igualitario ni racional ni fraternal. Ni siquiera para los varones blancos. Y que ese triunfo era un paso, un paso importante, pero en absoluto definitivo, para acercarnos al logro sustentable y real: que la sociedad se organizara en función de los interese de la mayoría. Sin que esa mayoría oprimiera a minorías, sino contemplando las diferencias.
¿La condición para una sociedad en la que la mayoría no aplaste a la minoría? Que, en lugar de organizar la sociedad en base a la competencia de los intereses, se organice en base a la conjunción y la solidaridad. Que no haya tal disparidad en las capacidades de los individuos, unos obligados a trabajar para sobrevivir y otros aprovechándose de esa necesidad para acumular, que haga que la conjunción de intereses sea imposible a nivel del conjunto social. Es decir, la liberación de la opresión de las minorías solo puede realizarse de la mano de la liberación de la mayoría. De lo contrario nos encontramos con pases de manos de unas minorías a otras, reproduciendo especularmente en lo político lo que ya está establecido en las relaciones sociales. De eso trata este artículo.
Los graves problemas que el sistema capitalista le impone a la población mundial no se deben solamente a estar organizado en base a la competencia (y no a la planificación), sino a que en esa competencia priman de manera determinante los intereses de una minoría que es la poseedora del capital. El capitalismo es un sistema en el que, en principio, cada uno tira para su lado y el sistema en su conjunto defiende los intereses de una minoría. Esa minoría, además, tiene una tendencia a ser cada vez más minoritaria en términos proporcionales, ya que expulsa sistemáticamente a parte de sus integrantes por la vía de la quiebra y la bancarrota a las que los lleva la propia competencia.
De los movimientos mayoritarios al elitismo progresista
La idea rectora del repudio al capitalismo fue durante décadas que no podía el interés de una minoría, la burguesía, sobreponerse y aplastar las necesidades de la mayoría, la clase trabajadora. Con la caída de la Unión Soviética, que invocaba la defensa de las mayorías proletarias –y de hecho la hacía coincidir con el cuestionamiento de los derechos individuales– la defensa de las mayorías cayó en descrédito.
El hundimiento del bloque soviético desconcertó a la izquierda mundial, pero también reordenó las coordenadas de las ideologías burguesas. El vencedor evidente era el conservadurismo al estilo Thatcher y Reagan, pero al pasar el tiempo éste se escindió en dos. La perspectiva conservadora, propia de los sectores económicos y los países menos competitivos, y la liberal competitiva, propia de quienes promueven la competencia descarnada. Sin la URSS ni su estela de movimientos radicalizados, se podía liberar a la política de derechos humanos (derechos individuales) y de derechos de las minorías de cualquier pesado parentesco con el socialismo. Se podía reescribir la estructura ideológico-política, esta tarea comenzó en EE.UU., y ha sido copiada por el progresismo mundial (que, a pesar de que aborrece a los yanquis en general, no deja de ser comandado mentalmente por el sector más potente de su burguesía).
Y a partir del nuevo siglo la defensa de las minorías se transformó en el Santo Grial de la política burguesa y arrasó a las organizaciones de izquierda. Es innegable que el número de seres humanos sobre el planeta que sólo pueden sobrevivir vendiendo su fuerza de trabajo (porque no tienen nada acumulado y a duras penas reproducen su vida, sin acumular) es amplia mayoría. Sin embargo, este atributo mayoritario, ser parte de la clase trabajadora, se ha vuelto vergonzante, por su carácter mayoritario. En espejo con su propia estructura social, la burguesía ha blanqueado su lugar en el mundo al abolir el valor de los derechos de las mayorías y lograr que, en su lugar, se valore positivamente, sobre todo en el pensamiento progresista, el imperio de las minorías.
El progresismo liberal despobló al discurso socialista de las clases sociales y de las referencias a la propiedad, y le propuso a cambio el lenguaje de las hegemonías y las disidencias, con valoraciones fijas asignadas: lo hegemónico (lo mayoritario) es negativo, en tanto las disidencias (las minorías) son siempre positivas. Es una construcción infinitamente maleable, porque toda disidencia puede tener sus propios disidentes. Lo comprobó Alberto Fernández al entregar el primer DNI en el que se podía poner una X en el casillero SEXO, eludiendo la opción masculino y femenino [ver aquí detalles y análisis del episodio]. De entre quienes reclamaban esa opción surgió una disidencia que rechazaba que sea un x la letra que los expresara en el documento oficial. Se trata de disentir. Así, la operación aritmética propia de la época es la división.
Uno de los termómetros que nos indican los caminos diversos de estas dos alternativas es la política de acción afirmativa. Promover ventajas para minorías oprimidas o postergadas es una cosa si eso va en el camino de la liberación de las mayorías, y exactamente lo contrario si va en el camino de la reafirmación de las minorías, pero ampliando sus atributos y características. Veamos este problema desde el punto de vista de las mujeres: hay una política tendiente a la inclusión de las mujeres en los directorios de las corporaciones capitalistas, es una política feminista que favorece a una minoría de ellas, la de las mujeres burguesas. Correlativamente, los trabajos peores pagos son históricamente asignados a las mujeres, una asignación propia de la desigualdad de género. El grado de universalidad de la política feminista en este aspecto depende de la medida en que se emparejan ambas disparidades: si cuando las mujeres burguesas logran participar con sus pares masculinos de los organismos de decisión corporativos, las mujeres trabajadoras dejan de estar condenadas a las labores peor pagadas. Pero si la única medida del avance queda circunscripta a las mejoras logradas por las mujeres burguesas, finalmente esta acción destinada a una minoría sirve para hacer menos visible la situación de la mayoría. La única manera de medir cuál de las dos vertientes (política de minorías, hegemonía y disidencias, política de las mayorías, las clases sociales y sexo) se está desarrollando depende de si las mejoras en los accesos logradas por las mujeres burguesas son paralelas al abandono de las peores tareas como territorio natural de las mujeres trabajadoras. Como se puede notar, no hay manera de pasar de las minorías a las mayorías por una operación de sumatoria, sino por un abordaje más amplio, más general, basado en los atributos más comunes, menos disidentes.
La izquierda progresista direccionada por la Casa Blanca y el Capitolio
Pero esta pasión por las minorías ha sido propuesta y es desplegada, en primer lugar, por la minoría más poderosa del planeta: el establishment burgués yanqui. Esta asociación se opaca para la izquierda tradicional, porque considera al Estado burgués como neutro, y su crecimiento o participación en la economía como una señal favorable y progresista, en lugar de una estrategia propia de la clase que nos explota. Eso le permite suponer que los republicanos son la derecha y, por lo tanto, por simple derivación espacial, los demócratas están a su izquierda. Son preferibles….
Y son preferibles, entre otras cosas, porque no quieren bajar los impuestos y se proponen expandir el Estado. Mágicamente, el antiimperialismo se olvida de sí para suponer que la expansión del Estado imperial es progresivo porque el Estado es de todos y siempre es mejor que crezca. Sobre todo, si cumple la función de ayudar a las minorías. Y en eso coinciden con la propia burguesía demócrata, que piensa igual.
Veamos el ejemplo de los chips. La guerra de Ucrania ha expuesto el lugar crucial que ocupa la tecnología en la guerra contemporánea, algo que siempre ha ocurrido pero que parece haber tomado una dinámica de importancia mayor en la actualidad. La dirección de los misiles y la detección temprana de su trayectoria son determinantes y dependen de la posesión y desarrollo de una industria aeroespacial, de satélites, de comunicaciones encriptados y desencriptadores, de comunicación 5G, computadoras cuánticas e inteligencia artificial. Y de las herramientas capaces de poner todo esto en funcionamiento: los microchips. Y fundamentalmente las fábricas de fábricas de microchips en sus versiones más potentes (de 5 y 3 nanómetros). No casualmente la burguesía yanqui comandada por el Partido Demócrata ha dado un giro de tuerca más a la guerra comercial (guerra de aranceles y precios iniciada por el Partido Republicano) y promueve una política industrialista y de relocalización de industrias estratégicas. Cuya decisión más emblemática se conoce como «Ley de chips» y que supone subsidios del orden de los 52 mil millones de dólares para estas empresas. El problema que todos los analistas mencionan, por decirlo en palabras de uno de ellos, es que “es muy difícil hacer algo en EEUU” a causa de sus salarios comparativamente elevados (por esa razón hay tantas industrias localizadas en geografías distantes). A la vez, se le prohíbe a éstas y a cualquier empresa que compre estos productos, comerciarlos con China, de lo contrario se les aplicará sanciones excluyéndolas del comercio con los productos hechos en EE.UU. o partir de ellos. Se incluyen en el paquete ciertas políticas progresistas destinadas a las minorías como condición. Esta política agresiva y expansiva en el plano internacional tiene como objetivo sacar una ventaja decisiva con respecto a China, pero cuyo efecto inmediato es la dislocación, en cierta medida, de la producción y el consumo en China. La intervención estatal y los impuestos de los contribuyentes de EE.UU. servirán para desplegar una política cuyo efecto «es empobrecer a una nación de casi mil millones y medio de personas».
Los capitales más competitivos se encuentran a gusto con la inclusión de las minorías bajo el régimen de la propiedad concentrada. Su lema es aceptar la competencia bajo reglas claras y ordenadas (o sea bajo la inviolabilidad de la propiedad privada, la libertad de expresión –de esos capitales– y la disolución de las barreras extrañas a los movimientos mercantiles). Todo puede comprarse y venderse, hay un derecho inalienable a eso, y nadie puede quedar excluido de ese derecho salvo por carecer de medios para hacerlo. La competencia de todos, aun de las minorías postergadas, a cuyos elementos destacados se les compensa por las injustas postergaciones en la competencia. Una meritocracia compensatoria, en la que el mérito es la capacidad de hacer que el capital se reproduzca, dejando de lado, disolviendo en el aire, las tradiciones, los relictos feudales. Hay lugar para todos los que quieran competir: ni ser negro ni ser mujer ni ninguna otra atribución debe impedir a un individuo (la minoría absoluta) ser parte de la minoría que gobierna el mundo si tiene los medios, el capital, para hacerlo.
Uno de los voceros del sector, The New York Times, los explica así, en referencia al candidato republicano a la presidencia, Ron De Santis de Florida:
Es cierto que los jugadores más importantes del mundo corporativo, obligados a buscar ganancias por las presiones competitivas del mercado, han dejado de atender los gustos y preferencias particulares de las partes más conservadoras y reaccionarias del público estadounidense. Tomando prestado y parafraseando a la leyenda del baloncesto Michael Jordan: las familias homosexuales también compran zapatos. Los republicanos han descubierto, para su aparente disgusto, que su total devoción a los intereses del capital corporativo concentrado no les compra apoyo para una agenda cultural que a veces va en contra de esos mismos intereses. Aquí vale la pena señalar, como ha argumentado la socióloga Melinda Cooper, que lo que estamos viendo en esta disputa cultural es una especie de conflicto entre dos segmentos diferentes del capital. Lo que está en juego en la «creciente militancia» del ala derecha del Partido Republicano, escribe Cooper , «es menos una alianza de los pequeños contra los grandes que una insurrección de una forma de capitalismo contra otra: el capitalismo privado, no corporativo, y basado en la familia versus el corporativo, que cotiza en bolsa y propiedad de los accionistas». Es el capitalismo patriarcal y dinástico de Donald Trump contra el capitalismo más impersonal y gerencial de, por ejemplo, Mitt Romney. En la medida en que los reaccionarios culturales dentro del Partido Republicano hayan sido sorprendidos por la fricción entre sus intereses y los de la parte más poderosa de la clase capitalista, harían bien en aprender una lección de uno de los cucos de la retórica y la ideología conservadoras: Carlos Marx. A lo largo de su obra, Marx enfatizó el carácter revolucionario del capitalismo en su relación con las relaciones sociales existentes. El capitalismo aniquila la «vieja organización social» que encadena y reprime «las nuevas fuerzas y las nuevas pasiones» que brotan en el «seno de la sociedad». Descompone la vieja sociedad de «arriba a abajo». «Lleva más allá de las barreras y los prejuicios nacionales», así como de «todas las satisfacciones tradicionales, confinadas, complacientes e incrustadas de las necesidades presentes y la reproducción de viejas formas de vida». O, como observó Marx en uno de sus pasajes más famosos, la «época burguesa» se distingue por la «perturbación ininterrumpida de todas las condiciones sociales». Bajo el capitalismo, «todo lo que es sólido se desvanece en el aire, todo lo que es santo es profanado, y el hombre es al menos obligado a enfrentar con sentido sobrio sus condiciones reales de vida y sus relaciones con los de su especie». En contexto, Marx está escribiendo sobre relaciones sociales y económicos precapitalistas, como el feudalismo. Pero creo que puedes entender esta dinámica como una tendencia general también bajo el capitalismo. Los intereses y demandas del capital a veces están sincronizados con las jerarquías tradicionales. Hay incluso dos impulsos en competencia dentro del sistema más amplio: un impulso para disolver y erosionar las barreras entre los asalariados hasta que formen una masa única e indiferenciada y un impulso para preservar y reforzar esas mismas barreras para dividir a los trabajadores y obstaculizar el desarrollo de la conciencia de clase. […] Por ahora, simplemente diré que el problema del «capitalismo woke» para los conservadores sociales y políticos es el problema del capitalismo para cualquiera que espere preservar algo frente al impulso incesante del capital para dominar a toda la sociedad. […] Si puede eliminar formas alternativas de ser, si puede debilitar el trabajo hasta el punto de la desesperación, entonces tal vez pueda obligar a las personas a regresar a las familias tradicionales y los hogares tradicionales. Pero no importa cuánto lo intentes, no puedes detener el movimiento dinámico de la sociedad. Se agitará y agitará y agitará, hasta que finalmente se rompa la presa. [Ver nota completa.]
No escasean los líderes que se apoyan en la tradición
En contraposición, los capitales menos competitivos, los lobbys agrícolas del mundo desarrollado, las empresas con menor productividad, escala o plasticidad, las naciones que tampoco poseen esos atributos, se plantan frente a estas ideas liberales retomando las banderas de las mayorías tradicionales. El «Hacer grande América», de Trump; Bolsonaro contra la infiltración comunista como influencia extranjera; Modi, en la India, contra los musulmanes; Boris Johnson contra la Unión Europea, al igual que Marine Le Pen; la tradición musulmana para dos decenas de países de segundo o tercer orden, y más de mil millones de personas, pero a su vez la tradición chiita o sunita para los intereses opuestos de algunas de esas naciones y su burguesías; la referencia de China al centenario PCCh, calcada sobre los contornos de la milenaria historia china; la Rusia imperial, suplementando el recuerdo de las influencias de la URSS. El recurso a una tradición del pasado nacional o religioso no es más que la vieja estrategia de construcción política que consiste en colocar una parte en lugar del todo. Se habla de «la gran Rusia», para expresar los intereses de la burguesía rusa. Y si es necesario resistir al empuje de las minorías competitivas (y «disolventes», en términos de Marx), se hace necesaria la reivindicación de los valores tradicionales: la patria, la familia, la religión.
Un último dato que no puede dejarse de lado para entender estas variantes de la defensa del capital. Es cierto que el asalto al Capitolio del 6 de enero en EE.UU. parece una ruptura institucional, pero la retórica de su convocatoria es opuesta, se tomaba el Capitolio contra el fraude, y la desconfianza con el establishment de Washington y Wall Street se basa en una tradición muy vigente en aquel país: la preexistencia, nunca disuelta en el Estado federal, de los estados:
En áreas tan variadas como el acceso a las armas de fuego, la atención médica de emergencia, la aplicación de la ley de inmigración, la regulación de las criptomonedas y la crisis climática, los estados han estado afirmando sus poderes para influir y, en algunos casos, para desafiar la política estadounidense. Los líderes estatales litigan agresivamente para bloquear la política federal y responden activamente a los desarrollos federales que contrastan con las preferencias de las mayorías electorales estatales. Y algunos de los estados más grandes (California, Florida, Nueva York y Texas representan, en conjunto, alrededor del 37 por ciento del PIB de EE.UU.) se están involucrando más en asuntos exteriores, no sólo en cuestiones económicas y sociales, sino también a través de la diplomacia suave de valores y cultura. [Ver nota completa.]
La rebeldía sí puede ser reaccionaria
Pero esa irrupción puede generar cierta confusión, después de todo asaltar el locus del poder es el sueño de los revolucionarios. La relación de la clase trabajadora con el cambio social es paradójica: puede cambiar el mundo partiendo del conservadurismo más elemental. Grandes momentos de la lucha de clases se han iniciado defendiendo el statu quo, intentando no perder lo que se tenía. Pocos panfletos sindicales proponen: vamos por más, muchísimos declaman: no podemos permitir este atropello a nuestros derechos, conquistas, salarios. La interpretación de un acontecimiento no necesariamente coincide con la percepción del mismo hecho que tienen sus protagonistas mientras lo realizan, en muchas ocasiones sucede así.
Es atractivo el título de un libro interesante, ¿La rebeldía se volvió de derecha? (P. Stefanoni, Siglo XXI) pero parte de una errada suposición: que la ideología y la acción burguesa sólo pueden ser conservadoras. El nacionalismo de comienzos del siglo XX ya combinaba la reacción social (la defensa del capitalismo) con la retórica revolucionaria (la denuncia del intento de demolición de las instituciones vigentes). La rebeldía no es, en sí misma, un indicador políticamente fiable. Es una actitud, no un proyecto de sociedad. El enojo y la queja son respuestas a la incomodidad, pero el sentido social de ellas no es obvio. De la misma manera que la disidencia no indica mucho más que distancia con la mayoría, la rebeldía no indica más que distancia con el actual estado de las cosas. Pero ninguna de las dos dice mucho más por si misma. Los esquiroles son disidentes con las resoluciones de las asambleas, los Testigos de Jehová se rebelan frente a las posibilidades sanitarias de la transfusión de sangre. No consideramos propio de socialistas sumarnos a ninguna de estas propuestas. Promovemos la aceptación de las resoluciones de lucha que hegemonizan las asambleas y la mansa aceptación de las conquistas de la ciencia y sus beneficios. Nuestro socialismo es ése.
Intereses burgueses contrapuestos detrás de cada constelación ideológica
Como la vida social es necesariamente la organización de las mayorías (sea para explotarlas y obtener plusvalías, en el caso del capitalismo; sea para resolver sus problemas y buscar la felicidad, en el caso del socialismo), la abolición de las preguntas sobre las mayorías tiene como resultado la dificulad creciente para abolir los problemas de las mayorías, es decir, tiene como resultado el alejamiento de las utopías sobre la vida social bajo el imperio de los problemas personales, individuales, minoritarios.
Logrando una sociedad que refleja exactamente su estatus de minoría, la burguesía aparece como una más de los tantos intereses minoritarios que deben ser contemplados y que no deben responder sobre el mundo en el que su interés se impone. Tomemos el ejemplo de la explotación reproductiva: el derecho de tal o cual individuo a tener un hijo se expande al punto de no permitir siquiera pensar en el derecho de tal o cual mujer a no ser usada como una incubadora. Pero, como no hay sociedad ni mayorías, el mercado lo resuelve.
Ante semejante situación, no es una salida volver (o defender) la tradición, la familia, la dependencia y la opresión de género. Tampoco defender las economías domésticas, atrasadas, protegidas y empobrecedoras. El conservadurismo no es salida al individualismo. La alternativa a ambas ideologías burguesas (la mujer como mercancía al servicio de la minoría que puede usarla de incubadora; la mujer como propiedad del marido en la familia patriarcal) proponemos volver a pensar una sociedad basada en la resolución de los problemas de las mayorías. Y en la que esas mayorías, en su liberación, incluyan a las minorías en un mundo mejor.
Imagen principal: Perseo y Cefeo, fragmentos del mapa de constelaciones de Julius Schiller (1580-1627).