En 2013, la crisis económica de Brasil estalló en protestas multitudinarias. Un aumento del transporte, junto a la provocación de estar destinando millones a la organización de un Mundial. Así lo describían los compañeros de la Revista Herramienta:
Junio de 2013 entrará en la historia de las rebeliones sociales en Brasil como fecha emblemática. […] una explosión que sólo ha tenido antecedentes semejantes –al menos en su magnitud, aunque con formas bastante diferentes– en la Campaña por el impeachment (destitución) de Collor en 1992 y en la Campaña por elecciones directas en 1985, aún bajo la dictadura militar.
Poco después estallaron los casos de corrupción del Lava Jato y, en el final de 2014, Dilma consiguió la reelección con el balotaje más ajustado (hasta ese momento) de la historia de Brasil. No ganó el PT, sino un amplio frente que incluía al PMDB (Partido del Movimiento Democrático Brasileño) del vicepresidente Temer. El PT contaba con 60 de los 513 diputados y 11 de los 81 senadores; entre 12 y 13% de los representantes.
Terminado el ciclo venturoso de las materias primas, expuesta la corrupción y rota la capacidad de contención de las movilizaciones, como lo demostró el 2013, se reconfiguró el frente burgués: desplazó a la minoría del PT, a la que le cargó la pesada herencia (dilapidación y corruptela) y entregó el Ejecutivo al vicepresidente Temer (tan representativo como Dilma, ya que integraba la misma fórmula).
Las causas ligadas a la obra pública de la gran constructora Odelbrecht estallaban en todo el continente y, por supuesto, en Brasil (país de origen de la empresa). En ese marco de crisis económica, corrupción política y ruptura de la confianza de los trabajadores en el PT, se suceden la destitución de Dilma y el procesamiento de Lula, llevados adelante por las instituciones burguesas democráticas del Brasil.
El gobierno provisional de Temer duró hasta 2018, en que hubo nuevas elecciones. Llegaron al balotaje un empresario del establishment (PT) y el poco conocido Bolsonaro, pro militar, tan proclive a los grandes capitales como su opositor. El intento de asesinato por parte de un militante del Partido Socialismo y Libertad (un desprendimiento del PT), que apuñaló a Bolsonaro, le dio a éste, quizá, el envión que le faltaba para ganar.
Desde el juicio político en adelante, el PT y el progresismo latinoamericano militaron consistente e insistentemente en la demolición de la institucionalidad democrática burguesa: los jueces eran parte de una justicia amañada y el sistema político era una cueva de dirigentes corruptos.
En un artículo que analiza la invasión al Capitolio instigada por Trump, se explica que la fuerza de Trump radicaba en que, previamente a asumir la presidencia en 2016 y durante todo su mandato, repitió una y otra vez que la democracia estaba en peligro, porque el sistema era fraudulento o proclive a serlo. Y casi tuvo éxito con esa maniobra, en la medida en que se presentó como el damnificado por el fraude y el defensor de la democracia.
La paradoja de Brasil (y de todo el continente sudamericano) es que los principales detractores del sistema democrático burgués son también quienes dicen ser sus defensores. Es difícil para el PT ser convincente sobre lo que hay que defender ahora, porque es lo mismo que vino atacando los últimos 8 años. El espíritu de mafia del progresismo produce un clima de desconfianza en las instituciones que fácilmente es aprovechado por sus rivales políticos.
La movilización producida al centro del poder político de Brasil aspiraba a una interrupción del régimen democrático y reclamaba a los militares la realización de un golpe. Pero es imposible repudiar como debe repudiarse ese intento sin señalar, a la vez, la participación del progresismo en la creación del caldo de cultivo necesario para estos intentos, que tienen hoy en Brasil un primer ensayo.
Imagen principal: detalle del Políptico del Juicio Final (1440-1450), de Rogier van der Weyden.