LOS LIBERTARIOS Y LA FINITUD DE LA VIDA (El capitalismo socava sus cimientos)

Muchas de las críticas a los libertarios se aplican a cuestionar a la incoherencia interna del pensamiento y la filosofía que pretenden llevar adelante con las acciones concretas y (a partir de diciembre) los actos de gobierno desplegados. Dejamos para otro artículo el análisis de la relación entre pensamiento, datos y coherencia, cuya simplificación es la base –a nuestro juicio– de muchos problemas en la estrategia política. Aquí nos queremos detener en el desarrollo histórico del pensamiento libertario, el giro ocurrido en cierto punto de ese desarrollo y dos explicaciones posibles a esa mutación. Explicaciones que, según entendemos, permiten comprender la coherencia de la incoherencia.

Una historia libertaria

La historia de los libertarios ha tenido su mayor despliegue (categóricamente, en el plano teórico y, relativamente, en el político) en los Estados Unidos de Norteamérica. Luis Diego Fernández, en el estudio preliminar a la compilación (Utopía y Mercado) Pasado, presente y futuro de las ideas libertarias1, resume así la transición entre el pensamiento libertario como efecto del New Deal y su desarrollo posterior:

El embrión de la filosofía libertaria se origina sobre todo como reacción al déficit del conservadurismo que contenía a sus proto líderes, vale decir, el libertarismo nace dejando en evidencia que no había nada que conservar de un presente configurado por el intervencionismo creciente del New Deal demócrata y desde herramientas ineficaces e insuficientes (apoyadas en tradicionalismo y el anticomunismo) para leer el espíritu anti estatista radical por parte de la derecha republicana.

Esta línea de pensamiento que comenzaba a tomar forma sería bautizada como libertarian en un artículo publicado en el periódico The Freeman en 1955 por parte de Dean Russell, como categoría para identificar a los nuevos e incipientes defensores de la libertad integral opuestos a los «nuevos conservadores» del Partido Republicano que se dejaban llevar, a diferencia de la Old Right, por el imperialismo y el militarismo estadounidense, de igual modo que los liberals, demócratas que se habían apropiado de este término otorgándole un sentido intervencionista y progresista. (20-1)

Los libertarios surgen como respuesta al rol internacional de EE.UU. tras la Segunda Guerra Mundial, y al New Deal que había rescatado (continuándose en la guerra y la economía del esfuerzo bélico) al país de la Crisis del 30 y la Gran Depresión. La vieja derecha del Partido Republicano era aislacionista y no preconizaba el crecimiento del Estado Federal. Pero mucho más rechazo les provocaban los liberales, es decir, los integrantes del Partido Demócrata que, además de imperialistas e intervencionistas en el exterior, lo eran hacia el interior del país.

Lo (aparentemente) paradójico es que esa defensa a ultranza del individualismo también era sostenida por la llamada «Nueva Izquierda»:

Subsiguientemente, la operación rothbardiana consistirá en hacer converger esta triple síntesis anti-estatista (moral, económica y aislacionista) en el marco histórico de la posguerra, haciendo que esta filosofía política pudiera nacer en un marco propicio para el desarrollo de la autonomía individual (que la llamada New Left también defendía) a partir de una caja de herramientas conceptuales innovadora y subversiva tanto para la derecha tradicional republicana como para el campo progresista welfarista de los demócratas.

Precisamente, una de las curiosidades e innovaciones será la interpelación del discurso libertario sobre un fondo anti-estatista común que lograba hacer confluir las inquietudes de la New Left con la incipiente derecha libertaria, a tal punto que Murray Rothbard propició una alianza entre ambos sectores, que se vio reflejada en la publicación Left&Right (1965-1968) dirigida por Rothbard, Leonard P. Liggio y H. George Resch, en la cual se podían leer sorprendentes elogios rothbardianos al Che Guevara, el Black Power y el movimiento de los Panteras Negras o la independencia de Quebec.

En ese sentido no es menor el hecho de que durante toda la década de 1960 ciertos estados como California fueran tierra de activistas libertarios de igual forma que fermento permanente de «zines» autogestionadas [fanzines], es decir, la irrupción del discurso del libertarismo por derecha e izquierda respondía a una susceptibilidad ascendente hacia las ideas críticas del Estado, de igual modo que contra el capitalismo corporativo y en favor de la formación de comunidades (hippies, ecologistas, lisérgicas, libertinas).

En definitiva, en sincronía con la proliferación de modos de vida alternativos aparecía en el horizonte un discurso que capitalizaba esta sensibilidad desde una perspectiva que lograba hacer converger el mercado con la contracultura. Rothbard leyó como nadie este Zeitgeist y llevó el movimiento libertario por esa vía a tal punto que Ayn Rand tildó despectivamente a sus seguidores de «hippies de derecha». [21-2]

El alemán Diedrich Diederichsen, en su ensayo «Fines del verano contracultural», reúne señales convergentes con el mapa trazado por Luis Diego Fernández al preguntarse por esa misma «proliferación de modos de vida alternativos» que caracterizó al masivo movimiento de la contracultura a mediados de 1969:

Cuando en agosto de ese año , y debido al crimen de Manson y al arresto de Beausoleil, la cultura mainstream norteamericana comenzó a ser dominada por la demonización de los hippies, el poeta, cantante (The Fugs) y periodista Ed Sanders reaccionó emprendiendo una costosa investigación sobre la familia Manson. Su meta era exponer los hechos y atacar la ideología de aquellos que ponían a Manson y a los hippies en la misma bolsa.

Lo que encontró fue una red ampliamente ramificada de sectas, satanistas y magos negros, que atravesaba la subcultura californiana y que superaban con creces sus peores temores. Desde L. Ron Hubbard hasta el productor de The Byrds e hijo de Dorys Day, Terry Melcher, desde el satanista mayor Charles La Vey hasta Keneth Anger, desde racistas y extremistas de derecha hasta rockeros listos para la revolución.

La nueva contracultura heredó estas estructuras sudcalifornianas del mismo modo que lo hicieron los círculos literarios protoecologistas y antirracistas de los beatniks del Norte de California, y muchos otros.2

De manera que la actual sorpresa por estos cruces, préstamos, injertos y metamorfosis entre nociones ideológicas dentro de las corrientes políticas burguesas se funda en el desconocimiento de esa genealogía. Esa sorpresa es la que ha producido libros como ¿La rebeldía se volvió de derecha?, de Pablo Stefanoni, que tiene un largo subtítulo explicativo: «Cómo el antiprogresismo y la anticorrección política están construyendo un nuevo sentido común (y por qué la izquierda debería tomarlos en serio)». Y ha generado también que el muy exitoso intento de explicar estas construcciones y reconstrucciones compilada por Pablo Semán se titule Está entre nosotros, un libro que también consta de un largo subtítulo: «¿De dónde sale y hasta dónde puede llegar la extrema derecha que no vimos venir?».

Todo se vuelve menos sorprendente cuando rastreamos las ideas desplegadas por la burguesía a lo largo del último siglo. Poner el acento en el individuo o en el Estado burgués y ensayar diversas combinaciones entre ambos términos es algo habitual e históricamente repetido mientras no se cuestione la base material de la sociedad en que vivimos: la propiedad privada de los medios de producción y el funcionamiento organizado alrededor de los intereses de productores privados en competencia.

Ocurre que la ironía, el sarcasmo, la crítica feroz y la falta de corrección política no conectan directamente con «la izquierda», sino con quienes no están en el poder (que no somos únicamente los trabajadores sino también algunas fracciones burguesas). La izquierda marxista no tiene capacidad de hacerse escuchar (por impedimentos ajenos y falencias propias) y en gran parte del globo, durante el último cuarto de siglo, el progresismo ha estado en el poder y se lo asocia con el poder. Los libertarios –marginales a los que la prensa burguesa les puede dar lugar porque, por ejemplo, cuestionan la presión impositiva–, desde posiciones limítrofes y de insignificancia aparente pueden atacar con mordacidad y mucha libertad a lo establecido.

En el análisis del éxito de las acciones de LLA con las redes sociales y plataformas digitales se pone demasiado el acento en el uso de estas herramientas, como si la clave estuviera en algún aspecto técnico. Así se deja de lado el elemento político presente en el acartonamiento de las figuras que integran el establishment: es natural que tengan el ceño fruncido y el culo apretado, porque tienen mucho que perder. Los explotadores menos poderosos y más desplazados son naturalmente más proclives a la sátira, el gesto fronterizo y el discurso picante: Juez, Samid, Moreno, Cúneo, Milei en su momento.

Una historia bifurcada

Pero vayamos con Murray Rothbard, el autor más citado por Milei, porque se trata de un pensador que no cesó su marcha en la búsqueda de mixturas, alianzas y nuevas fórmulas:

De esta manera sirviéndose del anarquismo individualista en lo moral, del liberalismo clásico en lo económico y de la Old Right aislacionista en materia de política exterior como ingredientes indispensables de su receta, el libertarismo se institucionaliza perfilando una identidad singular, distante tanto del conservadurismo como del progresismo; para ser claros, si el Partido Republicano representaba la derecha en lo económico y el tradicionalismo religioso en lo moral, y el Partido Demócrata, por su parte, era el espacio de la izquierda en ambas cuestiones, para el Partido Libertario, tal como lo explicitará Rothbard en su Manifiesto, «no hay incoherencia alguna en ser “izquierdista” en algunas cuestiones y “derechista” en otras», algo que el humorista y militante libertario Penn Jillette sintetizó con la frase: «por izquierda en el sexo y por derecha en el dinero». [25]

Este movimiento intenta dejar de lado dos cuestiones que Rothbard y sus libertarios rechazan por igual: el estatismo demócrata y el tradicionalismo republicano. Les molesta tanto el Estado como la Familia y la Iglesia. Rothbard estima que son parte de las coerciones al accionar individual:

De ahora en adelante, el libertarismo logrará su expresión químicamente más pura en sus «dorados setentas» a partir de la cual se actualizarán diversas líneas internas mencionadas (epistemológicas, éticas, utópicas) así como expandirá la perspectiva libertaria a campos específicos tales como la literatura y la estética (Ayn Rand), la medicina, la psiquiatría y las drogas (Thomas Szasz), la ciencia ficción (Robert Heinlein) o el feminismo y la pornografía (Wendy McElroy); asimismo Robert Nozick introducirá la filosofía libertaria al interior de la academia, particularmente en la Universidad de Harvard, donde obtiene la legitimidad de los claustros en un medio hegemónicamente liberal (progresista).

El auge del libertarismo de cuya gloria seremos testigos de los setentas verá su coronación con el arribo de Ronald Reagan a la Casa Blanca en 1981. En este punto de inflexión es posible situar una paradoja: así como el reaganismo fue una consecuencia del clima fóbico a la estatalidad de la época previa, y en gran medida el discurso del Partido Republicano se ajustaba en este aspecto a un modelo de reducción del Estado en el cual «el gobierno era el problema», al mismo tiempo según Rothbard será Reagan el culpable de destruir todo el sentimiento neolibertario de los setentas en el ejercicio de un mandato decepcionante para la perspectiva maximalista rothbardiana. [25-6]

El problema, entonces, era que el Estado cuestionado por los republicanos era el de los «costos sociales», no el de la intervención en defensa de las ganancias privadas. ¿Ronald Reagan no pudo o no quiso desembarazarse del Estado, como esperaban los libertarios? El mismo Rothbard respondió a esa pregunta:

Hacia fines de la década de 1980, en los últimos años del gobierno de Reagan el movimiento libertario opera otro viraje de posicionamiento en el cual la figura emblemática de Rothbard funciona como la piedra de toque que permite observar el nacimiento del paleolibertarismo, es decir, resignificar la causa libertaria desde una inserción derechista dura. […] Este giro reaccionario de la visión libertaria durante la década de 1990 implicará el despliegue de una estrategia populista de derecha que la pluma rothbardiana detallará en su dimensión táctica funcionando con deslumbrante anticipación de la campaña de Donald Trump en 2016. Esta modalidad libertaria, de sorprendente resonancia en la actualidad, se apoyaba en una retórica que requería de la división entre la corporación política (élite gobernante, medios de comunicación, grandes empresas y academia) versus el pueblo (trabajadores, emprendedores y clase media).

Mediante esa estrategia el paleolibertarismo de Rothbard y Rockwell instaba a enfrentar desde «fuera del sistema» las instituciones corrompidas que respondían a intereses divergentes de los populares; en este sentido es que el objetivo a partir del giro reaccionario del libertarismo será desmantelar y reducir toda la burocracia estatal y elitista en favor del pueblo y el mercado, aboliendo los privilegios de clase, bajando los impuestos a una mínima expresión, derogando toda política de acción afirmativa hacia las minorías sexuales y raciales, instalando el ejercicio de la mano dura contra el crimen y propiciando valores familiares de tradición cristiana como eje de la vida social…[25-6]

El «fuera del sistema» de Rothbard se decanta. Ya no se trata de «coerciones al individuo» sino de «coerciones a la acción económica del individuo». Indulta entonces a algunos de los que han sido sus peores enemigos cuando tenía una visión superficial del problema. Arroja por la borda la pornografía y el amor libre, las drogas y la antipsiquiatría, y pasa a seducir a los evangelistas y los patriotas.

Lo que Rothbard escribió y le llevó más de tres décadas de experiencia política y producción intelectual procesar, lo estamos viendo ante nuestros ojos. Pero realizado en Milei con la torpeza de quien no ha leído bien a sus maestros, en la urgencia y la velocidad de los hechos consumados, las decisiones atropelladas, los efectos inminentes, el reloj enloquecido. «Bertie» Benegas Lynch es el Rothbard de la década del 60. Insulta al Papa porque desprecia las imposiciones a la vida privada por parte de la Iglesia; está de acuerdo con vender órganos o niños, porque la sociedad se organiza alrededor de los precios y el mercado, y suele repetirse en boutades por el estilo3.

Al mismo tiempo, cuando Milei se indigna porque hay periodistas «ensobrados» o medios que lo «operan», traiciona las bases de lo que él mismo presenta como su pensamiento. Para un anarco-capitalista, los precios determinan no sólo el valor sino también el sentido de los intercambios. Es decir, no hay esencias absolutas: hay objetos relativamente deseados para satisfacer algún anhelo a cierto precio. Que haya periodistas que vendan sus opiniones o que haya medios que se presten, por alguna suma, a desarrollar noticias falsas sobre los candidatos, no encuentra modo de ser cuestionado desde ninguno de sus planteos teóricos4. Es decir que el problema del Rothbard «rebelde sin causa» y del Milei radicalmente libertario es que el mundo no puede funcionar de la manera que ambos han dicho que debe funcionar. Pero mientras Rothbard lo descubrió especulativamente; Milei, menos intelectual, lo hace recibiendo varios golpes de la realidad.

Si Milei atendiera al giro de Rothbard vería que dio sus frutos. Permitió no sólo la alianza con los conservadores tradicionalistas en el campo de la familia –algo que, ya veremos, es crucial–, sino el florecimiento de nuevos aliados surgidos en el mundo de la tecnología:

Posteriormente, el arribo del siglo XXI encuentra los adscriptos al libertarismo con fuerte presencia en tres campos: el entrepreneurship (en el mundo de la web), las ciudades libres (del Free State Project en New Hampshire al proyecto de enclaves marítimos de Patri Friedman, nieto de Milton e hijo de David) y el universo de las criptomonedas, sobre todo a partir de irrupción del bitcoin en 2008. [27]

Hasta aquí hemos desarrollado la historia de los libertarios a través de los planteos de su principal exponente en los últimos tres cuartos de siglo. O, al menos, del más coherente en la búsqueda de imponer lo fundamental de esas ideas. Lo hemos asociado a los retoques, necesariamente estatista burgueses, que el «primer presidente libertario» se ve obligado a hacer cotidianamente.

Sin embargo, es posible que el tema trascienda la estrategia política y la ambición por conquistar –o retener– el poder. Es probable que los libertarios hayan tocado un núcleo disolvente del propio capitalismo y que esto los haya hecho retroceder. Un núcleo que, como el canto de las sirenas, sea tan mortífero como cautivante, lleve a que todo termine muy mal pero suene tan deliciosamente bien…

Una historia identitaria

Es necesario que demos un rodeo por otro de los problemas que Estados Unidos tuvo que enfrentar al mismo tiempo en que ocurrían, se contradecían y se superaban, los planteos de Rothbard. Se trata del problema de la identidad. Como hicimos con las ideas libertarias, seguiremos este otro problema a lo largo de los últimos 70 años, en este caso según el libro El idioma de la identidad, de Vincent Descombes5.

El uso reciente de la palabra «identidad» no se puede explicar, entonces, a partir del sentido ordinario en el que se puede entender que hay cosas «idénticas» y que, en tal sentido, tiene una identidad porque se parecen.

Una investigación sobre la palabra identidad, tomada en el sentido de lo identitario, se impone.

Tenemos la suerte de poder remitirnos a un estudio histórico muy bien documentado sobre la palabra «identidad». Es una obra de un historiador estadounidense, Philip Gleason, que es un especialista en la historia de Estados Unidos. [26-7]

¿Qué descubre, básicamente, ese historiador? En qué momento, en qué lugar y bajo cuáles motivaciones surgió el término para uso corriente en las investigaciones académicas de ciencias sociales. Observa Descombes:

La primera conclusión es clara: la noción de identidad así entendida nació en los Estados Unidos. En los años cincuenta, la palabra –en su nueva acepción– está muy presente en la bibliografía de las ciencias sociales. Gleason cita un libro de 1955 que sostiene la siguiente tesis: a la pregunta «¿Quién es usted?», los estadounidenses respondían, antes de la Segunda Guerra Mundial, refiriéndose a sus distintos orígenes nacionales (italianos, irlandeses, etc.), mientras que ahora responden evocando su filiación religiosa. […]

Un sentido emerge: el individuo se sitúa en la sociedad (aquí en la sociedad global que le otorga su nacionalidad) destacando un rasgo que distingue al grupo al que está vinculado, de otros grupos. Gleason recuerda al respecto a Toqueville y retoma la manera en que este caracterizó la sociedad estadounidense: «La relación del individuo con la sociedad siempre constituye un problema para los americanos, dada la importancia mayor de los valores de libertad, igualdad y autonomía del individuo en su ideología nacional».

La fortuna de este término se explicaría, así, por el hecho de que esta palabra le permite a gente profundamente individualista expresar a pesar de todo la fuerza de sus lazos sociales.

¿Cuál ha sido entonces la causa decisiva? A mi juicio, la consideración más importante es que la palabra «identidad» se adecuaba perfectamente a esta tarea: hablar de la relación con la sociedad en los términos mismos en los que este problema persistente se planteaba para los estadounidenses a mediados del siglo.

Según la pesquisa llevada a cabo por Descombes, ciertos aspectos del uso actual del término «identidad» fueron importados de la noción «crisis de identidad», forjada por el psicoanalista germano-estadounidense Eric Erikson. Fue en su trabajo de campo en las reservas indígenas de Dakota del sur donde Erikson llegó a diagnosticar «crisis de identidad» entre los adolescentes sioux:

El adolescente sioux se encuentra como paralizado por el hecho de haber sido educado, es decir aculturado, en el seno de dos sistemas heterogéneos: por un lado, se le ha transmitido el código moral de su pueblo (moral del honor y del gasto); por otro lado, la de los estadounidenses de origen europeo (moral de la dignidad y la autonomía). Estos dos sistemas se excluyen mutuamente. La moral de la culpabilidad personal (que habla a través de la voz de la conciencia moral) y la moral de la vergüenza (que habla a través de la voz de la conciencia colectiva) tironean a los jóvenes sioux en dos direcciones opuestas. [37]

Esta versión de la crisis de identidad tiene un marco definido por dos identidades contrapuestas. Una segunda versión, que conserva rasgos comunes a la precedente, presenta otro marco, el de las diferencias generacionales:

El interés del término «identidad» radica en que permite centrar la atención del sociólogo en el individuo y sus problemas, pero al mismo tiempo consignar las cuestiones que dicho individuo les plantea a los cambios de su entorno social. Este individuo extrae la idea que se hace de sí mismo del ideal estadounidense autosuficiencia (self-reliance), pero es muy consciente de que vive en una sociedad de masas que engendra el conformismo. […]

[A] la etapa de los «rebeldes sin causa» y a continuación las revueltas de la juventud universitaria en los campus estadounidenses, hacia finales de los años 60 […] se las podía interpretar sin dificultad a través de un esquema que actualizaba la crisis de identidad como «crisis generacional»… [39-40]

Una tercera versión retiene ecos lejanos pero perceptible de las dos versiones anteriores:

Finalmente, en la tercera etapa que distingue Gleason, la palabra «identidad» entra en el vocabulario de los militantes políticos que reclaman derechos cívicos para las «minorías». Aparecen así los movimientos que encontrarán en parte su expresión teórica en las ideas del multiculturalismo y de la lucha por el reconocimiento (lo que debe entenderse entonces como reconocimiento de la identidad minoritaria por parte de la sociedad global). [40]

Siguiendo esta deriva del término en el catalizador de las minorías –y su imposición sobre las mayorías–, la identidad surge del individuo y debe imponerse a (o negociar con) los demás para surtir efecto.

La palabra «identidad» tiende a designar a partir de entonces una etiqueta social que los otros le aplican al individuo en función de su rol o de su posición social, etiqueta que dicho individuo puede transformar en una «identidad» si la retoma para sí, pero cuyo contenido tiene que negociar en una interacción con los demás. [40-1]

La sociología muta en psicología, la «identidad de grupo» (de la que el individuo debía extraer una definición de sí mismo) muta en «coacción sobre el individuo» (tan cara a los libertarios) y el ethos (los ideales comunes) muta en modelo dramatúrgico de la vida en sociedad:

La psicología social se encuentra así con uno de los temas de la filosofía existencial: todo rol que desempeñamos pone en juego una coacción sobre el individuo y ofrece un ángulo para el control que los demás pueden ejercer sobre todos sus movimientos, pero el individuo puede recobrar una parte de su libertad mostrando su desapego al cumplimiento de sus tareas, como el célebre mozo de café que Jean-Paul Sartre puso en escena. El mozo exagera; en cierto sentido, actúa su propio personaje social y a través de ello muestra que no se deja engañar. Su identidad es irónica. [41]

El término «identidad» empieza a ser utilizado en dos acepciones incompatibles: de una parte, indicaría el esfuerzo de integración del individuo a los ideales colectivos, es decir, la construcción de una sola (única) identidad; de otra parte, indicaría un rol o un personaje que el individuo debe saber actuar en la escena social y debe, también, saber abandonar para pasar a interpretar otro rol o personaje, es decir, la proliferación de identidades. Descombes cita a Philip Gleason:

A medida que la identidad fue tendiendo a transformarse progresivamente en un cliché, su significación se fue volviendo más difusa, lo que favoreció un uso cada vez más relajado e irresponsable. El resultado desolador es que una buena parte de lo que intenta hacerse pasar por una discusión sobre la identidad no es mucho más que una prodigiosa incoherencia. [42-3]

Esta incoherencia se debe al intento fallido de dotar a la ideología individualista yanqui de un apoyo firme en la promesa del término «identidad», que sería capaz de sintetizar dos elementos en tensión irresoluble: «por un lado, la afirmación del individuo y de su capacidad para arreglárselas solo (self-reliance) y, por otro, el hecho mismo de la vida social» [43]. Este problema tiene dos niveles, dos profundidades. Terminemos de establecer uno de esos niveles o profundidades con esta referencia de Descombes al economista indio Amartya Sen:

En su libro Identidad y Violencia, Amartya Sen criticó a los intelectuales que defienden lo que se conoce en Francia como una política «comunitarista» y en inglés una política de las identidades. Lo que les reprocha a estos intelectuales es que confinen a seres humanos en identidades exclusivas. […] En lugar de diversidad, observa, lo que se preconiza se parece más bien a una yuxtaposición de lo que llama «monoculturalismos». Y, efectivamente, un programa de esa naturaleza consiste, al fin y al cabo, en confirmar a cada uno en su comunidad de origen.

Bajo la apariencia de una celebración de la diversidad y el respeto de los usos de cada uno, se terminaría organizando oficialmente, en realidad, la segmentación del país en «comunidades» que podrían vivir ignorándose las unas a las otras. A este programa le formula una objeción de principios que consiste en recordar el sentido que le damos a la ciudadanía en un régimen de soberanía popular (en otras palabras, democrático).

Esta objeción es, en efecto, decisiva. La ciudadanía democrática supone que el ciudadano es directamente miembro de su país, sin que pueda introducirse la mediación de una comunidad. [18]

Una historia de la vida

Lo dijo Toqueville hace algunos párrafos: «La relación del individuo con la sociedad siempre constituye un problema para los americanos, dada la importancia mayor de los valores de libertad, igualdad y autonomía del individuo en su ideología nacional». Este es el problema que ilustra uno de los modos de la inviabilidad del capitalismo como régimen social.

No se trata únicamente del florecimiento de monoculturalismos que se excluyen entre sí. Tampoco se trata sólo de la imposibilidad de construir un esfuerzo colectivo –y sostener el poder– en base al más desaforado individualismo. Se trata de los límites del propio individualismo en general, es decir, de los límites que impone la prevalencia de las decisiones de un individuo por encima de la vida social. Un criterio disolvente incluso para un sistema de explotadores y para los propios capitalistas.

Es el gran inconveniente que presenta la finitud de la vida. Ninguna sociedad puede persistir organizadamente si lo que la rige es el individualismo. Porque el individuo no persiste más de 70 u 80 años. En cambio, la sociedad es una persistencia organizada.

Aunque Marx nos convidara la idea (no la frase) de que con el capitalismo «todo lo sólido se desvanece en el aire»6, la historia nos muestra que algo de lo sólido debe ser sostenido por el propio capital para que él mismo no se desvanezca en el aire.

Por ejemplo, el sentido de la Ley de Herencia es preservar la acumulación. Pero para que esta ley tenga sentido individual (es decir, para que un individuo crea conveniente legar algo y no despilfarrarlo todo), el propietario debe creer en la familia, en la descendencia. Debe ponerle una ficha a algo que lo trascienda. No puede ponerle esa ficha a la sociedad, que estaría por debajo del individuo, sino por ejemplo a un invento legendario: Dios, que está por encima de todo pero no jode a nadie. La familia, una entidad antigua y restrictiva, debe ser rescatada por el capital para darle a la propiedad privada una vida lo más longeva posible.

El individuo liberado de las constricciones propias de la sociedad, aún el más pacífico, destruye esa misma sociedad. Un efecto notorio es que baja la tasa de natalidad mientras aumenta la esperanza de vida. Algo lógico si el lazo social es una fábrica de sujetos individualistas.

Pero –un pero que reclama la atención del sistema–, a medida que se desarrolla y profundiza el individualismo, ¿qué razón lógica habría para hacer lugar a las necesidades del capital: el ahorro y la inversión? Ahorro e inversión exigen una razón de ser, una motivación inapelable, porque el largo plazo del capital, su movimiento sin fin7, no encaja con la finitud del capitalista individual.

Hay muchos modos de atenuar esa contradicción en la cumbre: los imperios industriales, las sociedades por acciones, todo artilugio destinado a introducir un colectivo («trabajo en equipo») en el más desenfrenado individualismo. Incluso en su forma de manifestación dentro de la clase trabajadora (cada vez más viejos con cada vez menos hijos), el individualismo conspira –a partir de cierto punto– con la reproducción generacional de la propia clase trabajadora, indispensable para las necesidades de la burguesía8.

El giro paleolibertario no es simplemente una alianza con «poderes fácticos» para facilitar el desarrollo político. Es fundamentalmente un retroceso al borde del acantilado al que nos empujan el individualismo y sus consecuencias: el fin de la vida social. Porque este fin es un abismo en el que también finalizan la explotación y la acumulación privada.

Una historia por venir

El progresismo reformista ha elegido otra salida frente a esta necesidad de trascendencia que el individualismo requiere para vivir en el marco social. Es la inmanencia de los mini guetos, la elección de una mini colectividad, competitiva y belicista. Una barrera a las mayorías en manos de una guerrilla de minorías autodeclaradas a las que el Estado presta armas: la censura, que de herramienta del oscurantismo medieval pasó a ser arma de combate progresista con sólo cambiarle el nombre, «cancelación», y disponerla para el uso de minorías egoístas. Minorías egoístas, porque su aspiración no es un modelo de sociedad más colectiva, sino la imposición de su particularismo a como dé lugar.

Estos mini colectivos resuelven el problema de la finitud del individuo a la vez que oponen una barrera a las aspiraciones colectivas de las mayorías. La clave es que mantienen el modo competitivo de relacionarse con los otros. De allí su belicosidad, su apelación al odio como causa, el amordazamiento como recurso: están diseñados para imponerse, no para buscar una buena vida.

Limitar, someter o liberar la competencia significa aceptar su existencia como eje vertebrador de la sociedad. Esa estructura social no tiene salida: si no aceptara retroceder ante el oscurantismo individualista y el delirio inmanente del sistema, se autodisolvería. Entonces retrocede.

Si el criterio para vincularnos, si el unificador social, es la competencia entre productores privados e independientes vinculados por el mercado, la mediación entre los sujetos individuales y el conjunto social no puede generar otra cosa que egoísmo.

Paradójicamente, el desarrollo intelectual de los libertarios, mediante un salto estrafalario y oscurantista, acepta ese costo de manera más perceptiva que el egoísmo progresista, cuyo efecto destructivo del tejido social y de la vida en común está generando (por oposición reactiva) saltos al vacío en abrazo con la religión, la patria, la etnia o cualquier comunidad amplia e incluyente, que es la forma actual de rechazo a las identidades minoritarias y excluyentes.

Los paleolibertarios no tienen en Milei a un presidente que refleje la evolución de los últimos trabajos de Rothbard. Un presidente sin hijos que llama «hijos de cuatro patas» a perros clonados exhibe un ejemplo ilustrativo de los riesgos que Murray Rothbard comprendió en los años 80. Milei encarna, en su vida personal, la peor solución a ese problema insoluble en el capitalismo, resumido en las palabras de Toqueville: La relación del individuo con la sociedad.

NOTAS:

1 Luis Diego Fernández (comp.), (Utopía y Mercado) Pasado, presente y futuro de las ideas libertarianas, CABA, Adriana Hidalgo Editora, 2023. A partir de aquí, las citas sin referencia provienen de este libro. Colocamos el número de página correspondiente, entre corchetes, al final de cada cita.

2 Diedrich Diederichsen, Personas en loop: ensayos sobre cultura pop, Buenos Aires, Interzona Editora, 2011, p. 50.

3 Sobre el mercado de órganos y niños hablamos en «Milei y el mercado de niños (Tenembaum, Rothbard y el peronismo».

4 Observamos esto en «Dos curiosas contradicciones», publicada el 30 de octubre de 2023.

5 Vincent Descombes, El idioma de la identidad, trad. Cecilia González, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2015. A partir de aquí, las citas si referencia provienen de este libro. Colocamos el número de página correspondiente, entre corchetes, al final de cada cita.

6 Le dedicamos algunos párrafos a esa frase erróneamente atribuida a Marx y Engels en la nota «Sztajnszrajber, modelo de intelectual fernandista, parte 2: Usar a Marx para limpiarse el culo», publicada el 22 de noviembre de 2022.

7 «La circulación del dinero como capital es… un fin en sí, pues la valorización del valor existe únicamente en el marco de este movimiento renovado sin cesar. El movimiento del capital, por ende, es carente de medida». Karl Marx, El Capital (Crítica de la economía capitalista), trad. Pedro Scaron, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002, tomo 1, volúmen 1, p. 186.

8 «Será necesario reponer constantemente con un número por lo menos igual de nuevas fuerzas de trabajo, las que se retiran del mercado por desgaste y muerte. La suma de los medios de subsistencia necesarios para la producción de la fuerza de trabajo, pues, incluye los medios de subsistencia de los sustitutos, esto es, de los hijos de los obreros, de tal modo que pueda perpetuarse en el mercado esa raza de peculiares poseedores de mercancías». Karl Marx, obra citada, pp. 208-9.

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