#EsoNoVaAPasar… ¡Ah pero pasa!
El femicidio de Micaela Ortega ocurrió en 2016. Jonathan Luna, quien por ese entonces tenía 26 años, se puso en contacto con Micaela, de 12 años, utilizando un perfil falso de Facebook, en el que se hacía pasar por otra niña de la misma edad. Luego de un intercambio a través de la red social se produjo el encuentro entre ambos. Micaela desapareció y recién un mes más tarde, a partir de una intensa búsqueda, Luna fue detenido y confesó que había intentado abusar de ella, le robó y la mató. Al año siguiente el femicida fue condenado a prisión perpetua. Este caso, que se originó en el delito de Grooming, fue el primero en el país en terminar en un femicidio. Sin embargo, se trata de un delito que es cada vez más frecuente. Los datos muestran que el 82% de los agresores son hombres adultos y el 78 % de las denuncias involucran a niñas de entre 7 y 13 años de edad. En 2020 se sancionó la Ley 27.590, llamada Ley Mica Ortega.
Por estos días, el femicidio de Micaela volvió a ser noticia, cuando nos enteramos de que Jonathan Luna cambió de género, ahora se autopercibe Yoana y su causa fue recaratulada a partir de una resolución del Tribunal de Casación y gracias a la ley de identidad de género. Sin embargo, esto no quedó allí. Sus abogados reclamaron a la Justicia que no se trató de un femicidio sino de un homicidio simple, porque Luna se siente mujer y presentaron un habeas corpus solicitando su traslado a una cárcel femenina.
En nuestro país, desde hace once años tenemos la Ley de Identidad de género que posibilita que cualquier hombre pueda afirmar legalmente que es una mujer, sin ningún tipo de cambio hormonal ni físico y mucho menos acreditación médica o psicológica. Esto habilita automáticamente que varones biológicos, autopercibidos mujeres, convivan y pongan en peligro a mujeres encarceladas. Según el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, para el periodo 2016-2020, 260 mujeres trans/travestis eran alojadas en complejos y unidades penitenciarias femeninas, de las cuales 14 habían sido procesadas y condenadas por violencia de género, abusos, violaciones y otros delitos contra la integridad sexual.
Estos datos, que parecen salidos de una novela distópica, forman parte de la realidad que nos atraviesa actualmente en Argentina -y a nivel global- como consecuencia de las políticas de la identidad, que se empeñan en invisibilizar y eliminar el sexo como categoría jurídica y eje de la opresión y, por ende, borrarnos a las mujeres, diciendo que no somos reales, que no nos podemos definir como lo que somos (hembras humanas adultas) y que cualquiera puede declararse mujer, porque ser mujer consistiría, básicamente, en sentirse mujer y manifestarlo.
El problema no es que un hombre se autoperciba mujer. El problema es que la sociedad convalide que esa autopercepción y deseo individual tenga un carácter legal y social y que, como resultado, se imponga y permita que los hombres ingresen e invadan espacios (habitaciones hospitalarias, cárceles, vestuarios, refugios, baños, etc.) que deberían ser segregados por sexo para nuestra protección y privacidad y que han sido conseguidos con mucho esfuerzo a través de la lucha feminista.