A fines de 2024 teníamos un borrador de las conclusiones parciales a las que arribamos tras dos años de trabajo en VyS. Se trataba de un borrador de programa. Una síntesis de ese borrador apareció como Editorial #14 en este blog. Otra síntesis fue publicada en nuestro canal de YouTube, a propósito de nuestro Plenario #13. En eso estábamos cuando Ariel Petruccelli nos propuso escribir un autorreportaje que funcionara como carta de presentación para ser publicada en la revista Corsario Rojo. Así que convertimos el borrador de programa en una entrevista ficcionada. Aquí está el resultado de ese ejercicio. (Que es, también, un oblicuo homenaje a Leo Maslíah).
INTRODUCCIÓN
Empecemos por lo más obvio: ¿de dónde sale ese nombre?
Azar y necesidad. Venimos de experiencias militantes diversas y algo frustrantes. Pero de esas frustraciones sacamos una idea que nos unió: lo importante era intentar que ninguno de nosotros abandonara la causa socialista por una mala experiencia personal en la construcción de herramientas para la tarea de buscar una salida a las crisis de la humanidad. Comparada con las amenazas y los inconvenientes a los que se enfrenta la clase trabajadora, nuestras frustraciones personales no son más que un pequeño traspié, menor y parcial, contra obstáculos insignificantes.
Después apareció el nombre, cuando decidimos crear el blog. Pero lo importante es qué ideas comprime. Pensamos que todo proyecto socialista debe fundarse en los problemas de la vida cotidiana de los trabajadores. A la vez, nuestra vida cotidiana, asediada por esos problemas, nos impone con urgencia creciente la necesidad del socialismo. Dicho de otro modo: consideramos nuestros problemas vitales desde la certeza de que el capitalismo no puede solucionarlos y bajo la hipótesis de que el socialismo, sí.
¿Por qué afirman que el capitalismo no podría solucionarlos?
Básicamente, porque lo que ordena al sistema en su conjunto (no sólo el sistema parcial de los bancos o el de las grandes empresas extranjeras, sino también el sistema parcial de las PyMEs y las cooperativas) es la ganancia de pocos, los que tienen capital. No hay explicación lógica ni mucho menos evidencia empírica de que ese interés particular y minoritario de lo que suele llamarse «los mercados» o «los inversores», pero cuyo nombre propio es capital, coincida durante plazos históricos considerables con la producción de una buena vida para la mayoría de la población implicada.
Cualquier ejemplo, agarrado al tuntún, nos lleva a la misma conclusión: ¿es la mejora de la calidad de las prótesis mamarias para cirugías estéticas más importante que la investigación para obtener una vacuna contra la malaria? No. ¿Pero los capitales afluyen allí donde haya una demanda monetaria, aunque eso no sea bueno para el conjunto? Sí. ¿Y los capitalistas no podrían ser convencidos de este «error»? No. ¿Por qué? Porque los grandes capitalistas ni siquiera se interesan mucho por el tipo de mercancía que les permite generar dinero: da más o menos lo mismo que sean libros, tanques de guerra, óvulos, casas o cigarrillos. Los capitalistas se limitan a contabilizar lo que introducen en el ciclo productivo para compararlo con lo que extraen de ahí.
A la vez, existe una cadena de mandos medios, los CEOs entre ellos, cuya calidad de vida depende de que los inversores reciban ganancias por el dinero que les han confiado, sin que, por el contrario, esa vida se encuentre afectada por la calidad de vida de los habitantes cercanos o lejanos del mundo. Además, tanto los capitalistas como los administradores del capital cuentan con amplios fondos para influir a su favor en el aparato estatal (amén del aparato represivo), ya sea por la vía de las elecciones, de los lobbies legales o de la corrupción.
Contra todo ese aparato político burgués, ningún argumento crítico del funcionamiento del sistema capitalista, por más agudo, razonable y robusto que se presente, puede tener eficacia alguna. Las ideas solas no hacen nada. A menos que sean encarnadas por un poderoso movimiento de masas que lleve la lucha de clases a las calles.
VIDA Y FEMINISMO
¿Por qué creen que las masas afectadas por el capitalismo no reaccionan en conjunto? ¿Qué es lo que sostiene a este sistema funcionando?
La vida cotidiana. Este es el principal factor de cohesión y reproducción del sistema capitalista. Vivimos y respiramos relaciones capitalistas desde que nacemos, año tras año, desde que nos levantamos, día tras día, con una naturalidad que empequeñece cualquier forma de imposición. A la vida cotidiana le sigue, de lejos, el sistema educativo. Y una tercera instancia es la cultura, todavía menos decisiva que la educación: el contenido de los consumos culturales (sus significados) tiene menos importancia que la forma de consumirlos. Cuando compramos un libro de Marx, nos educa más el sistema de precios implicado en esa compra (la vida diaria ordenada por ese sistema) que el contenido de cualquier introducción general a la crítica de la economía política. Los trabajadores consumimos comprando mercancías con lo obtenido por la venta de otra mercancía, nuestra fuerza de trabajo. Esa es la verdadera «escuela de la vida», la «universidad de la calle».
De ahí viene nuestra pretensión de desplegar una crítica socialista que tenga como punto de partida la vida misma, la vida cotidiana de los trabajadores. No la promesa utópica, el gueto cultural o la excepcionalidad heroica, sino esto que nos pasa en cada momento y que, bajo este sistema, nunca deja de suceder. Así se explican los miles de años de persistencia de los imperios esclavistas, los regímenes serviles e, incluso, los cientos de años de capitalismo. Además de atender a una violenta exacción de riqueza a las clases laboriosas nos interesa pensar la invención de esas clases laboriosas, su reproducción cotidiana, la adquisición de las ideas y costumbres de esas clases laboriosas. Todo lo cual incluye, por supuesto, la lucha y la rebeldía, pero también incluye la forma aceptada de reproducción, la forma aceptada de las satisfacciones estéticas y sensuales conocidas y requeridas, la forma aceptada de los lazos intersubjetivos posibles y practicados. La forma aceptada y esperada –nunca debemos olvidarlo–, como se esperan el ciclo de las estaciones, las fases de la luna o que el cielo cambie de color en el crepúsculo del día.
Y, entre esas formas aceptadas y esperadas, hallamos todas las que convergen en una finalidad política específica: la subordinación de las mujeres a los hombres.
Ah, ¿ustedes creen que todavía existe el patriarcado? Es decir, más allá de algunos resabios en ciertos países y más allá del machismo evidente en ciertas prácticas, ¿no les parece que las democracias occidentales han alcanzado un grado de igualdad entre los sexos que le quita sentido al concepto de «patriarcado»?
El concepto de patriarcado (tal como lo desarrolla Gerda Lerner en El origen del patriarcado y lo actualiza Carole Pateman en El contrato sexual) señala un sistema de subordinación de las mujeres a los hombres en base a la diferencia sexual. No hay instinto ni predeterminación o destino alguno en esto. Se trata de un problema político: el cuerpo de las mujeres, sus capacidades sexuales y reproductivas, como base material de ese sistema de subordinación.
La opresión patriarcal no comenzó con el establecimiento del sistema capitalista: tuvo un período de formación miles de años antes de que surgiera el capitalismo. De manera que la apropiación por parte de los hombres de las capacidades sexuales y reproductivas de las mujeres era una práctica social profundamente arraigada en instituciones, capilarmente extendida en diversos lazos y cotidianamente reproducida por la costumbre cuando el capitalismo lo reconfiguró bajo la lógica de acumular ganancias. Con esto queremos decir que el capitalismo no anula ni supera al patriarcado, lo adapta a sus necesidades.
Por eso es posible distinguir, en la abigarrada trama de la realidad cotidiana, una serie de fenómenos que no puede explicarse por el objetivo económico de valorizar valor: la desigualdad en el ingreso (brecha salarial, «techo de cristal»); el predominio de varones en puestos de poder (desde el personal político y las representaciones gremiales hasta la dirección de las empresas o los clubes deportivos); la carga física y mental del trabajo doméstico y las tareas de cuidado, crianza y limpieza; la violencia machista (doméstica, simbólica, psicológica, asesina, violadora…); el sistema prostituyente y su faz mostrada en cámara: el porno; los estereotipos ideológicos y culturales que colocan a las mujeres en un lugar de subordinación o inferioridad con respecto a los varones; las limitaciones (en diverso grado según los países y el momento histórico) al reconocimiento legal de derechos reproductivos (aborto, anticoncepción, planificación familiar); la hipersexualización de las adolescentes y las niñas (con su reverso: el «beboteo» impuesto a las adultas como índice de sumisión, infantilidad y coqueteo con la pedofilia).
Pero detengámonos en algunos de estos fenómenos porque, en la enumeración, puede pasar desapercibida la gravedad de lo que estamos señalando.
Hay un incremento, año a año, de la rentabilidad de la industria del sexo y la explotación reproductiva. El negocio del sistema prostituyente hace podio, a nivel mundial, con la venta de armas y el tráfico de drogas. El porno, esa industria de la violación filmada, se consume a edades cada vez menores y las categorías más vistas son las más violentas y misóginas. Bajo eufemismos del estilo «subrogación de vientre» y «maternidad por sustitución», con la naturalización publicitaria que encarnan figuras como Marley o Luciana Salazar (por limitarnos a Argentina) y con el impulso de los partidos burgueses que ya han presentado proyectos para regular el mercado local (la mayoría de esos proyectos lleva la firma del peronismo), la imagen de las incubadoras vivientes en Mad Max: Fury Road dejó de ser una fantasía cinematográfica: la guerra en Ucrania exhibió el horror de verdaderas «granjas de paridoras» detrás del negocio.
Esta serie de fenómenos muestra, empíricamente, que hay una estructura social jerarquizada que se apoya en la diferencia sexual para reproducir constantemente esas desigualdades, asimetrías y subordinaciones. No se trata de un «pacto social entre machos», como pudo ser en estadios primitivos de su historia. Se trata de un sistema que opera a espaldas de sus agentes. El concepto de patriarcado no señala un «gobierno de los padres» sino una objetividad social que se manifiesta en esa serie de fenómenos generados de manera constante e inconsciente.
En ese sentido son muy ilustrativos los casos de Dominique Pelicot (quien drogaba a su esposa para que fuera violada por decenas de hombres) y Joël Le Scouarnec (acusado de agredir y violar a 300 niños) porque presentan un aspecto en común: la repetición, esto es, la persistencia en el tiempo de las aberraciones. Esta persistencia resulta inconcebible sin un sistema de instituciones, prácticas y representaciones comunes que legitiman y naturalizan la subordinación de las mujeres a los hombres.
Por eso, cuando se intenta refutar la idea de «cultura de la violación» argumentando que el 99,99% de los hombres no son Pelicot y Le Scouarnec, no sólo hay que pedir una explicación de la persistencia de esas aberraciones durante años (una que no sea la genialidad criminal de estos individuos), sino también –y fundamentalmente– una explicación del sistema prostituyente (basado en el derecho de los hombres a violar mujeres por dinero) y la industria de la violación filmada, cuyas víctimas son abrumadoramente las mujeres y cuyos consumidores son abrumadoramente los varones.
Y por eso es impertinente comparar cifras de hombres muertos en la guerra o asesinados por otros hombres con los casos contemplados bajo la figura agravante del femicidio. Lo que el concepto de patriarcado intenta establecer es la realidad de un sistema de subordinación que permite explicar las violaciones, el porno, la prostitución y los femicidios. Buscar las razones en el machismo sólo desplaza la pregunta, porque entonces hay que explicar de dónde sale el machismo, es decir, cómo se producen y reproducen los estereotipos sexistas de lo masculino y lo femenino, con sus relaciones de subordinación, desigualdad y violencia.
El feminismo es importante para ustedes…
Es decisivo. Hacemos política de cara a las mayorías. Y las mayorías, en todo el planeta, son dos: los trabajadores y las mujeres. Es decir, los seres humanos obligados a vender su fuerza de trabajo para poder vivir y las hembras de la especie (la mitad de la humanidad). Obviamente, esas mayorías se solapan: la mayoría de las mujeres pertenece a la clase trabajadora. Pero reconocemos que la agenda feminista, cuyo sujeto político son las mujeres, contiene demandas específicas, algunas de las cuales son irreductibles a la ley del valor y, en cambio, se entienden recurriendo al ya mencionado concepto de patriarcado.
¿Cómo se relaciona esa agenda feminista que nombraron con el colectivo LGBT?
Responder a esa pregunta nos exige un rodeo por la ciencia. La diferencia sexual es biológica, materialmente innegable, y se limita a la función reproductiva: un sexo fecunda, el otro gesta. El sexo no tiene nada que ver con una esencia, un sentimiento, una vivencia íntima o una identidad. Se determina por su función en la reproducción de la especie, no a partir de las opiniones o los padecimientos de los individuos. Tampoco se define por la apariencia de los rasgos anatómicos. Desde las investigaciones de Darwin (que no surgieron de la nada), la genética molecular ha ido desplazando a la taxonomía como criterio de clasificación de especies y definición de los órganos. En este sentido, el sexo se determina en relación al tipo de células sexuales, los gametos, que un organismo produce: los individuos que producen gametos pequeños y movedizos (espermatozoides) son machos, los individuos que producen gametos grandes e inmóviles (óvulos) son hembras. No hay gametos intermedios entre óvulos y espermatozoides ni hay funciones intermedias entre fecundar y gestar.
Esa es la división natural del trabajo reproductivo y por eso el sexo biológico en los seres humanos es un sistema binario. El binarismo (como ser mamífero o bípedo) es una característica de la especie, no de los individuos.
Aclarado ese punto, se entiende fácilmente que la agenda feminista supone un sujeto político basado en el sexo: las mujeres. Que la agenda LGB (libre disfrute de la orientación sexual, sin persecución ni discriminación) supone un sujeto político también basado en el sexo: lesbianas, gays y bisexuales. Y que la letra T (o la absurda concatenación LGBTIQNB+) presenta un sujeto político retórico, denominado «trans», cuya agenda no se basa en el sexo sino en un ente metafísico: la «identidad de género».
Llamarle «feminismo» a la ensalada que mezcla esas tres agendas socava la historia y la teoría del feminismo, fragmenta y debilita al movimiento de mujeres, y pone en peligro todos los derechos de las mujeres y las niñas basados en el sexo.
En suma, no sólo decimos que el feminismo es incompatible con el transactivismo. Afirmamos que es lo contrario.
¿En qué sentido?
La negación del sexo biológico humano ya ha provocado efectos tan nocivos que desbordan muchas de las peores fantasías sexistas. Se ha pasado de afirmar (desde el machismo) que un varón no debe maquillarse ni usar vestidos a afirmar (desde el progresismo) que un varón que se maquilla y usa vestidos es una mujer. Se ha pasado de afirmar (desde el machismo) que a una mujer deben gustarle «naturalmente» los hombres a afirmar (desde el progresismo) que una lesbiana es un hombre. Se trata de un delirio colectivo que no se queda en la literatura sino que produce un daño irreversible en los cuerpos: bloqueadores de la pubertad, hormonización cruzada, dobles mastectomías, histerectomías, faloplastias, colonvaginoplastias… Todo esto convierte, a menudo, a personas sanas en pacientes crónicos fármacodependientes.
El cambio de sexo es imposible. El sexo queda establecido en el momento de la fecundación y todas las células del cuerpo, que son decenas de billones, portan esa información genética hasta la tumba. Lo que las corrientes que niegan el sexo biológico promueven es un cambio de apariencia para adecuarla a un íntimo sentir tan inverificable como el alma de las especulaciones religiosas premodernas. Se trata de una concepción extremadamente individualista y superficial del sexo, peligrosamente oscurantista, que pretende negar la evolución biológica mediante implantes, amputaciones, pelucas y maquillaje, reforzando los estereotipos sexuales más retrógados como si fueran algo progresivo para los trabajadores.
No nos extraña que estas posiciones anticientíficas sean apoyadas por el liberalismo progre y constituyan una forma de particularismo minoritario de las más trágicas y repudiables. Debería extrañar, eso sí, que todos los partidos trotskistas que integran el FITU abracen este delirio religioso, que resulta en la práctica una avanzada contra los derechos de las mujeres basados en el sexo y que atenta contra la salud y la seguridad de los niños y los adolescentes (muy especialmente de las niñas y las adolescentes). Por eso decimos que el transactivismo es misógino, contrario al feminismo.
SOCIEDAD Y CAPITALISMO
¿No les parece que la sociedad se ha vuelto muy conservadora, que hay poco lugar para las propuestas emancipatorias, de cambio, revolucionarias? ¿No creen en esa frase: «la rebeldía se volvió de derecha»?
La rebeldía es una actitud, no un proyecto de sociedad. Las SA de Röhm eran rebeldes. Para mantener un diálogo con los trabajadores es necesario ponernos de acuerdo acerca de qué es la sociedad. Para nosotros –y nos parece evidente que para la inmensa mayoría de los trabajadores también–, la sociedad es una organización de seres vivos para reproducir su propia vida, no un contubernio de algunos miembros para dominar a otros. La sociedad no es un artilugio que oprime conciencias libres. Percibir la opresión depende enteramente de un corte en la persistencia exitosa del primer factor (el transcurso normal de la vida) y, a la vez, de cierto nivel de disgregación de ese éxito (los momentos que llamamos crisis).
El mundo se hizo para sobrevivir, no para buscar la justicia. Se hará justicia en la medida en que se la pueda enlazar a la causa fundamental, que es vivir. El propio contenido de la justicia se define por esa causa. Nuestra coincidencia con el conjunto de los trabajadores es que queremos vivir, de mínima, como hasta ahora. Y, si es posible, lograr algunas cosas más para que nuestro vivir sea más disfrutable. Nuestra no coincidencia es que la inmensa mayoría trabajadora es mucho más optimista que nosotros sobre las perspectivas futuras de una sociedad basada en los intereses de una minoría, que es la clase burguesa.
¿Cuáles son esos problemas de la vida cotidiana de los trabajadores que son afectados por las crisis?
Tener trabajo y que el salario alcance para vivir son problemas esenciales, porque en el capitalismo las condiciones para satisfacer necesidades sólo se pueden garantizar vendiendo la propia fuerza de trabajo por una suma de dinero. Nos referimos, por supuesto, a los trabajadores: los burgueses viven de explotarnos.
Pero incluso teniendo trabajo y un salario por encima de la línea de pobreza (un parámetro burgués que es necesario examinar críticamente), cada vez es más difícil, cuando no imposible, que los trabajadores –en todo el planeta– nos garanticemos vivienda, salud, educación, seguridad, esparcimiento, alimentación saludable, etc. Entonces decimos que esta dificultad (o imposibilidad) cada vez más palpable, cada vez más evidente, cada vez más amenazante para la reproducción de nuestra fuerza de trabajo es lo que ofrece razones, fundadas en la vida cotidiana, para negar el capitalismo y afirmar la hipótesis socialista.
El capitalismo no puede proveer la satisfacción de necesidades para el conjunto de la humanidad. Por eso es necesario el socialismo. No por capricho, idealismo utópico, posicionamiento moral o izquierdismo identitario. Sino por la desesperación que nace de una vida cotidiana cada vez más degradada, envilecida e invivible.
DESIGUALDAD Y POBREZA
Eso ocurre en Argentina, claramente. Pero hay países donde la vida ha mejorado mucho…
Hay aspectos de la degradación de la vida que son más insidiosos y omnipresentes que la miseria palpable, evidente, obvia. En el capitalismo, la distancia entre ganadores y perdedores se agranda no sólo en términos económicos. Pero, incluso si nos ceñimos a esos términos, a comienzos del 2023 la organización Oxfam publicó que «El 1% más rico ha acaparado casi dos terceras partes de la nueva riqueza generada desde 2020 a nivel global (valorada en 42 billones de dólares), casi el doble que el 99% restante de la humanidad». Esto suele ser admitido por el progresismo: hay más desigualdad en el mundo pero también hay menos pobres, nos dicen. Pero si nos atenemos únicamente a la desigualdad, vemos que no es un defecto o una imperfección del sistema capitalista sino una consecuencia necesaria: la desigualdad, históricamente, no hace más que aumentar. Y este dato solo ya es crucial. No porque los trabajadores seamos envidiosos o nos falten ambiciones propias, sino porque significa la marginación subjetiva, un alejamiento cada vez mayor de la capacidad de decidir sobre la propia vida. Ya no se trata de si puedo o no puedo sobrevivir (que es el juicio criterioso de economistas, organismos internacionales y periodistas bienintencionados: cuántas calorías necesita un organismo humano, cuánta harina y almidón entra en la canasta alimentaria), sino que se trata de cuán obligado estoy a vivir en un mundo donde mi vida tiene cada vez menos posibilidades de hacer valer alguna de sus aspiraciones e intereses.
De manera que, incluso votando, marchamos a un mundo cada vez menos democrático. Porque la democracia no es sólo que las mayorías decidan, sino también que esas mayorías estén en condiciones materiales de decidir. Y este es un modo de empobrecimiento intraducible al idioma de lo estrictamente económico. Porque hay muchos modos en que el capitalismo nos empobrece, más allá del bolsillo.
¿Cuáles son esos otros modos?
Las megalópolis, con su afluencia masiva de expulsados del campo, la concentración de algunas oportunidades y servicios, etc., encarece la vivienda, que se ha vuelto progresivamente un motivo de especulación inmobiliaria. Dónde vivir se ha tornado una pregunta cada vez más angustiante para inmensas y crecientes masas de la población trabajadora. En algunos países, como en Argentina, se elabora una canasta para el costo de la vida que supone que todo el mundo es propietario: no mide el alquiler ni el costo de la vivienda. Y los economistas burgueses aceptan esos datos, a los que complementan con suposiciones laterales. Pero la vivienda, las condiciones y costos del transporte (que son un vector de este problema habitacional), el retorno de muchos de los problemas que el higienismo sanitario burgués del siglo XIX atacó, pero que ahora la propia burguesía provoca, es un empobrecimiento que no ha cesado de aumentar desde hace décadas.
Todo esto, entre otras cosas, compone una de las causas de algo que los biólogos Levins y Lewontin denominaron, hace más de cuatro décadas, «el retorno de las infecciosas». Y no es el único problema medido de manera muy sesgada y muy parcial. Ahí está lo que mencionamos antes, la socorrida «línea de pobreza».
¿A ver? Desarrollen eso, por favor.
Hay una concepción, propia de la burguesía, según la cual la pobreza se mide puramente en dinero y por ingresos. Si vivís con menos de 2,15 dólares diarios estás en la «pobreza extrema» (700 millones de personas en el mundo), pero ése es el parámetro para los países más pobres. En los más ricos sos pobre si vivís con menos de 30 dólares diarios, de manera que si aplicáramos esa medida a todo el planeta tendríamos 6.700 millones de pobres en la actualidad. Son mediciones burguesas, está claro, pero son las que existen y por eso las usamos, del mismo modo en que Marx usó los informes de los inspectores británicos de fábricas para describir el infierno de la clase obrera. Pero insistimos: son mediciones insuficientes desde una perspectiva socialista, humanista.
¿«Humanista» en qué sentido?
Sostenemos que hay una pobreza humana expresada, por ejemplo, en la degradación educativa, en la tendencia a impersonalizar los lazos sociales, en la pérdida progresiva de facultades como la atención, la memoria y la empatía, en la simplificación de las satisfacciones culturales (provocada por el abaratamiento del costo unitario de los productos que la competencia capitalista impone), en la epidemia de soledad y aislamiento. Todos estos problemas son rasgos determinantes que impregnan nuestro día a día y el capitalismo no puede resolverlos sino tan sólo agudizarlos.
En varias de las notas y charlas que publicamos nos esforzamos por destacar una forma de empobrecimiento muy importante, que se da en la sinergia de la complejidad humana en el capitalismo y que tiende a simplificarse al extremo. Entonces se pierde la necesidad de pensar y comprender lo distinto y difícil, se pierden la curiosidad y la emulación. Y un achatamiento equivalencial en la medianía nos empobrece.
¿Qué significa «la sinergia de la complejidad humana»?
El capitalismo ha entronizado una modalidad de civilización que, simultáneamente, satisface y uniforma. No por un designio malvado o una voluntad obtusa, sino simplemente porque la baja del costo unitario en la producción, virtud de la innovación tecnológica, sólo se sostiene ampliando la escala del mercado. Esto castiga a la diferencia, porque ubica todo en escalas ordinales (series donde las versiones de «lo mejor» someten a lo diverso) para allanar el proceso de acumulación. Y concentra la diferencia en los pocos individuos (o grupos) que todavía son requeridos para pensar. Estos individuos componen una minoría de la clase trabajadora que se encuentra a merced de dos tentaciones: la paranoia moral y el elitismo intelectual.
Si a uno le toca ser parte del selecto colectivo proletario que produce cosas complejas (las increíbles novedades técnico-científicas que nos rodean), entonces puede acceder a cierto nivel de vida y confort, tan satisfactorio como amenazado. Este trabajador se pensará como un perseguido permanente, acechado por la amenaza de caer al llano de las mayorías desgraciadas. Y aunque se equivoque al señalar a su perseguidor (un funcionario político, un gran propietario, o las dos cosas), acertará con la profundidad de la amenaza. Por otra parte, hallará cada vez menos interlocutores con quienes compartir las sofisticadas maravillas del pensamiento a las que accede.
Así, la mentalidad paranoide aumenta como expresión sesgada de un problema real: gran parte de los mejores atributos de la humanidad se encuentra amenazada. Elegir un protagonista antropomorfizado en lugar de una máquina imparable de valorización del valor es una de las características propias de nuestra historia como especie. Pero adscribimos a la tesis de Marx (anticipada por Babbage y actualizada por Braverman) de la descualificación constante de la fuerza de trabajo en el capitalismo, que también llamamos «degradación educativa»: gran parte del saber hacer se ha depositado en las máquinas y en una porción de la clase trabajadora que no debe aislarse en asambleas de intelectuales, frentes de artistas o refugios de la cultura, sino integrarse con los trabajadores productivos repetitivos junto a los precarizados y desocupados.
Esa porción educada de los trabajadores, que todavía ama lo que hace, o que hace algo que vale la pena, debe combatir su particularismo, debe abandonar la queja porque el Estado (o sea, la personificación burguesa del conjunto social) no protege su particularidad. A esa porción nos dirigimos para que sus posibilidades y destrezas intelectuales sean utilizadas en la comprensión y seguimiento del modo en que funciona el capital. Y en la lucha contra él.
El imaginario persecutorio se complace en pensar que «nos quieren brutos para dominarnos». Esa idea supone que la inteligencia es el vector de la resistencia de masas y de la lucha. Pero no es así. El principal bastión del capital es el país con mayor cantidad de Premios Nobel de ciencia y las mejores universidades. Esa paranoia también culpa a los trabajadores menos necesarios para el capital, los precarizados, los que son abandonados en las aulas depósito de la educación degradada. Como si ellos eligieran voluntariamente ser menos educados. Como si pudieran elegir hacer el gran esfuerzo de educarse en una sociedad que no les garantiza ningún tipo de retribución concordante con ese esfuerzo.
Hay que sortear los cantos de sirena de la paranoia y del elitismo intelectual para mirar de frente el horrendo semblante de la verdadera causa: la acumulación del capital.
¿Qué otros aspectos encuentran poco interrogados de la vida cotidiana? ¿O qué otros efectos de la acción del capital se encuentran mal medidos?
No diríamos categóricamente «mal medidos». Aunque se agite hasta el cansancio que «Dato mata relato», lo cierto es que un dato cobra significado al interior de un paradigma, una teoría o programa de investigación que le otorga validez y sentido. Por ejemplo, cuando la burguesía mide y expone los datos de la desocupación, se refiere a los que buscan trabajo. Algo lógico, porque para un patrón lo que presiona sobre (o alivia) el costo del salario es la ausencia o existencia de demandantes de trabajo. Pero a la burguesía no le importa que los demolidos por la situación ya no salgan a buscar trabajo: la depresión y otras afecciones de la salud mental quedan fuera del registro. De manera que el dato «desocupación» adquiere validez dentro del «relato», del paradigma, del mercado capitalista de oferentes y demandantes. No nos habla de cuántos sufren por la falta o escasez de ingresos porque al capitalista no le importa. Y no es por maldad, sino porque es irrelevante para decidir dónde poner la guita.
En los resúmenes económicos no aparecen ciertas formas de pobreza que debemos rastrear en informes sobre la cultura o las condiciones sanitarias. Por ejemplo, un aspecto de la vida cotidiana que consideramos necesario interrogar son las redes sociales. Un invento cuya motivación y parámetros de éxito se rigen por la venta masiva, por mercados de escala planetaria, por la publicidad acorde a esos mercados, por tecnologías tan capaces de responder a esas demandas como de comercializar en esa escala. Todas las redes sociales y todas las plataformas son eso y nunca aspiraron a ser otra cosa. Presentan períodos de generosidad aparente, con usos gratuitos y membresías bonificadas, porque la penetración capilar en amplios públicos es su acumulación de capital. Sin embargo, llegado el momento, todas se encuentran con el atolladero de la «monetización»: recuperar y ampliar el retorno del dinero invertido mediante suscriptores pagos (las menos) o vehiculizando publicidad (lo más común).
Por eso nosotros le damos el uso para el que han sido creadas: publicitar a bajo costo o gratuitamente. En nuestro caso, ideas. No nos ponemos a debatir ahí. La militancia es otra cosa, no sucede en las redes. Exige otros tiempos, otra disposición y una relación personalizada. No el anonimato y la eventualidad. El propósito de las redes se explica por el clickbite: provocar el click, obtener vistas, generar reacciones, publicitar lo que fuere, incluso noticias aunque no informen. Pero las redes sociales no buscan dominarnos, colonizar subjetividades ni engañarnos con fakenews. Lo que hacen es reproducir una doble condición propia del capitalismo, propia del estar inmersos en el mercado: disponibilidad y eventualidad. Nadie nos educa ni nos miente con eso. Así estamos desde que nacemos en esta sociedad y así están todos a nuestro alrededor: como en un gran shopping donde el mundo está disponible «las 24 horas» y donde cualquier cosa o persona es eventual.
CONSUMO Y ESQUEMAS PIRAMIDALES
Y así somos presa fácil del consumismo…
Para nosotros ese no es un problema, porque el consumo es inevitable: ningún ser vivo puede prescindir de los intercambios nutricios con el ambiente que lo rodea. Todos somos consumidores. Lo problemático no es el qué, sino el cómo. No el contenido de los consumos sino la forma en que se produce ese contenido. Nuestros consumos, nuestra cotidianidad, se adecuan paulatina y exhaustivamente al modelo de la disponibilidad y eventualidad propio del mercado. Esto genera una propensión adictiva, ya que se efectúa una satisfacción inmediata (comprar no es construir) y paralelamente efímera (se disipa con rapidez). Shock de dopamina en el centro de recompensa del cerebro.
Sin anular la vigencia del consumo mediado y determinado por la oferta y la demanda mercantil no se pueden anular sus efectos subjetivos. La famosa idea del fetichismo de la mercancía «No lo saben, pero lo hacen» hunde ahí sus raíces: nuestra educación fundamental en el capitalismo no llega por la escuela ni por los medios masivos de comunicación o las redes sociales. Llega por los modos de vivir elaborados y reproducidos en la multiplicidad ubicua de los consumos mercantiles. Por eso concebir la cultura como insumo y a sus productos como mercancía nos permite restarles valor moral e identitario como fuente de arraigo, nacionalismo, elitismo, populismo, etc. Todo lo cual nos lleva a otro punto que consideramos relevante: no somos pobristas ni nos definimos a través de los consumos. Queremos vivir bien, confortablemente. Y tomamos los productos culturales como fuente de satisfacción, no como rasgos de identidad. La culpa por el consumo («si tenés un IPhone sos un cheto», «si te gusta la cumbia sos un grasa», «si disfrutás el cine de Woody Allen sos un viejo verde», «si tomás Coca Cola afianzás el imperialismo») es reaccionaria. Y la idea de que vivimos en una «sociedad de consumo» desde mediados del siglo XX es una verdad parcial e inútil: toda sociedad humana es de consumo.
El cuerpo nos induce al consumo porque se trata de la reproducción material de la vida. Marx hablaba del componente «histórico y moral» de la reproducción de la fuerza de trabajo: los obreros franceses toman vino, los ingleses toman cerveza. Por supuesto que las características del consumo dependen de muchos factores: no existen los cuerpos en abstracto sino los cuerpos en una biografía –histórica, social– concreta. Pero hablamos del consumo, el arte y la cultura en condiciones capitalistas, es decir, hablamos de lo que existe. No podemos hablar del consumo, el arte y la cultura socialistas sin ejercitar un alto grado de delirio. No sabemos cómo serían.
¿Qué otros aspectos de la vida cotidiana merecen atención y no la tienen, o la tienen pero insuficientemente?
La tan conocida como poco denunciada estructura empobrecedora de los esquemas piramidales, que ha pasado de la periferia de nuestra vida cotidiana a su centro. Nos referimos a organismos de captación y selección omnipresentes, que son un tema crucial de la economía y la cultura del siglo XXI como expresión brutal de un mundo en el que la ferocidad competitiva es inédita con respecto al período clausurado en los años 80. Hasta esos años, muchas actividades contaban con una estructura meritocrática institucional, como en las carreras universitarias. Se producía para una demanda amplia, mediante una selección social suave, purgada por el origen social de los estudiantes y el rasero de los exámenes, pero que no ponía límites a la cantidad porque había una demanda social que satisfacer. Las revoluciones tecnológicas y las fusiones empresariales desde los años 80 para acá efectuaron una concentración y una alta productividad que elevaron esas pirámides y afinaron sus cúspides. Por eso se imponen mecanismos de selección feroces. Si antes llegaban todos los que superaban un cierto nivel (los exámenes), hoy el nivel está determinado por los pocos que llegan, porque no hay más lugar, aquella demanda social ya no existe.
La crisis del Estado de bienestar se caracteriza, entre otras cosas, por el desplazamiento de sus meritocráticos pero pesados y burocráticos sistemas de promoción (y control) de la movilidad social, para que ocupara ese lugar un sistema más dinámico, mucho más amplio y más empinado. Hoy ni los progresistas defienden las carreras administrativas exceptuando, apenas, la cima glamorosa de las universidades. Y es que el propio Estado se deslegitimó. Porque, a medida que el mundo cambiaba y se hacía más hostil, el Estado pasó de promotor social meritocrático a recurso para acomodar a amigos y parientes en un sálvese quien pueda. Todos vivimos eso. Javier Milei le puso nombre: «casta». Y es una de las razones del apoyo que obtuvo y mantiene.
Pero los esquemas piramidales proliferan y las cúspides se achican porque la innovación tecnológica permite hacer lo mismo con pocos, cada vez con muchos menos. Así funcionan desde los youtubers e influencers hasta las revendedoras de Avon o Natura, desde las pibas que se acercan a la prostitución mediante Only fans hasta los pibes que se acercan al narcotráfico como soldaditos en un barrio, desde la captación de talentos deportivos hasta los esquemas de estafa con criptomonedas. Se trata de una inmensa picadora de carne proletaria para producir la exacción de lo que más le sirve al capital. El hecho de que una minoría, dentro de esa minoría que casi zafa, llegue a ser millonaria, es una pequeña lombriz en el anzuelo. Pero la pesca se realiza con inmensas redes predadoras.
Toda esta forma de organizar la producción de lo que consumimos educa mucho más para vivir en el capitalismo que cualquier contenido escolar, cualquier algoritmo publicitario y cualquier campaña de marketing.
Así pensado, de manera tan insidiosa e intersticial, no hay manera de combatir al capitalismo con éxito, ¿o sí?
Puede parecer que no hay nada que hacer. Pero existen las crisis. El impedimento de esos consumos por la vía de las crisis de sobreproducción abre una ventana para los interrogantes acerca de la estabilidad y la viabilidad del capitalismo. En este sentido, no por muy repetida es menos cierta la frase que afirma que una crisis es una oportunidad. Ningún partido político, por grande que sea, incluso los grandes partidos de masas burgueses, ninguno puede eludir las crisis capitalistas ni evitar por completo la respuesta de las masas ante las crisis. Eso sí: una dirección política burguesa puede desviar el enojo (e incluso el heroísmo) hacia caminos sin salida, ahogar la energía de las masas en el desgaste y conducir ese movimiento al fracaso. De ahí que, para los momentos de crisis, sea necesario construir, en esta misma cotidianidad y sus luchas, la vanguardia socialista consciente. Si las crisis son un punto decisivo para la organización socialista es porque golpean la puerta de las masas: la reproducción material es atacada con violencia, súbitamente.
Desde esta posición, la imagen poética de «tomar el cielo por asalto» no cuadra. Ninguna revolución, ni siquiera las que en alguna medida conquistaron ese cielo, se propuso de entrada semejante proeza. El motor de una revolución, siempre, es la huida del infierno, no el asalto al cielo. Ocurre que, como el cambio en la conciencia humana procede por cataclismos y da saltos, no es extraño ni imposible que esas instancias no contiguas, cielo e infierno, logren conectarse.
LAS CRISIS Y EL SUJETO
La palabra «crisis» es tan omnipresente en el discurso de izquierda que a veces hasta carece de sentido propio. Es como un telón de fondo permanente y, al poco tiempo, invisible. Para ustedes, ¿la crisis es permanente o hay crisis cíclicas? ¿Cómo lo piensan, qué provoca las crisis?
Por definición, una crisis es algo relativamente excepcional, un momento de quiebre, de ruptura, cuya superación conduce a algún tipo de estabilidad. Si se vive permanentemente «en crisis», entonces eso no es una crisis, sino un modo distinto de estabilidad. Los planteos políticos que agitan una crisis, económica o revolucionaria, para cada semana pervierten la utilidad del concepto. La crisis es el momento propicio para el cambio. No para el cambio de funcionarios, ministros o presidentes. Sino para el cambio de régimen. Si el sistema capitalista es una máquina ciega, entonces las crisis no serán el efecto de una voluntad individual o de «casta», sino de ese funcionamiento impersonal. Una crisis endógena. Y en el preciso momento en que la máquina se atasca, su ceguera ofrece un resquicio a la voluntad, la economía se abre a la posibilidad de la ruptura política, a un nuevo barajar de las cartas. Una vez cerrada la crisis, la oportunidad se pierde.
Por eso, como socialistas, pensamos que es necesario elaborar una teoría general de las crisis capitalistas que nos permita comprender su naturaleza y que, a la vez, nos permita explicar las tan peculiares crisis argentinas. A nuestro juicio, lo esencial para explicar las crisis periódicas del capitalismo es que la competencia empuja a producir más de lo vendible, se produce más valor del que se puede realizar en el mercado y esa carrera desenfrenada culmina en un parate abrupto y un derrumbe en cascada. En palabras de R. Astarita: «en la teoría de las crisis por sobreproducción el énfasis está puesto en los fenómenos desequilibradores, las aceleraciones en el desarrollo de las fuerzas productivas y los virajes abruptos, y hasta violentos, a la crisis y la depresión. Seguidos por otras recuperaciones cíclicas del desarrollo de las fuerzas productivas –aumento de la productividad, aumento de la fuerza laboral, acumulación intensa favorecida por la recomposición de la tasa de ganancia- y nuevos estallidos de las contradicciones.» Estas crisis son el momento de la verdad del sistema capitalista, el catalizador de sus problemas y la oportunidad de su superación en manos de quienes más sufren esos problemas.
Y los monopolios, ¿no pueden ponerse de acuerdo para evitar las crisis?
Vivimos en una sociedad de capitales en competencia y, por lo tanto, ocurren cosas muy distintas a lo que sucedería en una sociedad dominada por monopolios. Dejemos de lado los usos impropios, como llamar «monopolios» a empresas grandes. Los capitales en competencia producen algunos efectos sociales tremebundos. Afluyen hacia donde obtengan ganancias y desbordan la demanda, provocando crisis nunca vistas en otros sistemas sociales, previos al capitalismo: el mundo se empobrece porque hay demasiadas cosas y no hay suficientes compradores, aunque haya suficientes personas que las necesitan. Una locura. Esta es la irracionalidad del sistema.
Los capitalistas provocan crisis en otro aspecto, por la disputa política. Al competir ferozmente entre ellos (además de explotarnos a los trabajadores), se hacen zancadillas continuamente. Salvo en relación a la clase trabajadora, contra la que aplican métodos autoritarios cada vez que pueden, los capitalistas defienden la democracia burguesa como su régimen de gobierno más provechoso. Un modo «civilizado» de dirimir, entre ellos, quiénes ganan y quiénes pierden. Esto significa que, además de su oposición cerril a la clase obrera, existen disputas reales entre sectores, fracciones y miembros individuales de la clase capitalista. Ninguno de estos sectores, fracciones o individuos se merece nuestro apoyo, porque sus disputas son por las ganancias que obtienen a través de nuestra explotación. Sobre ese fondo común del interés en la acumulación basada en explotarnos, las diferencias reales entre capitalistas apuntalan una base material para la ideología burguesa del «mal menor». Esta ideología exagera esas diferencias para establecer que, de un lado, están los monopolios (o los bancos, o los capitalistas que residen en otro país) como causa de todos nuestros males y, del otro lado, hay algo que, por oposición, no es tan negativo (el pueblo, la patria, la nación o el Estado). Pero aquí los enemigos de nuestros enemigos también son nuestros enemigos.
Tan importante es la democracia burguesa para los capitalistas individuales, que la aceptan incluso al costo de entregar, en virtud de su mismo juego, derechos a los trabajadores. Tan importante, que es el régimen de gobierno elegido por la principal y más poderosa potencia capitalista del planeta, que lo sostiene y desarrolla desde hace más de 240 años, aun estando en guerra. La democracia es un juego de confrontación entre intereses capitalistas en competencia.
Todo esto tiene implicancias importantísimas para la militancia socialista. Porque si ningún capital particular es tan poderoso como para modificar la ley competitiva de matar o morir, si la fuerza objetiva de la acumulación se impone sobre las voluntades individuales, entonces nuestro enemigo es una máquina ciega e impersonal que, incluso, somete (favoreciendo) a cada capital particular y a cada político individual. Luchamos contra esa máquina ciega e impersonal que no es todopoderosa, ya que no puede evitar, merced a su propia lógica, el ingreso al callejón de las crisis recurrentes.
No hay nada que esperar del capitalismo y tenemos una oportunidad para derrotarlo. Esa oportunidad se habilita en los momentos en que exacerba la miseria abruptamente.
¿O sea que el sujeto de la revolución estaría compuesto por las masas más pauperizadas de la sociedad? Porque, si lo piensan así, la clase media que no sufre esos niveles de miseria difícilmente se acercará al socialismo.
No compartimos esa manera de conceptualizar. La idea de «clase media» en el mundo actual no es mucho más que un rango de ingresos, bastante caprichoso, que engloba y separa a sectores de la clase trabajadora (generalmente a los registrados). Eso cuando la idea de «clase media» no es directamente una autoimagen, una consideración subjetiva que no dice nada acerca del lugar que se ocupa en la estructura productiva y en las relaciones de propiedad. Si tomamos entonces el cuestionable criterio de «ingresos medios», pensamos que gran parte de esos sectores se ve afectada por la decadencia capitalista de manera genérica, con algunas diferencias específicas vinculadas a todo lo que dijimos acerca de «la sinergia de la complejidad humana» y el consumo.
Nos referimos a la conciencia de esos sectores de la clase trabajadora que son minoritarios pero están compuestos por millones de obreros que hacen algo bien, que se ven crecientemente frustrados y que no pueden conducir la crítica más allá de su área particular de conocimiento. Estos sectores perciben que en la izquierda actual hay personas bienintencionadas pero prejuiciosas, poco comprensivas de la realidad cotidiana que esos trabajadores deben afrontar en la producción y reproducción de la vida. Así, por ejemplo, los trabajadores del conurbano bonaerense no pueden apoyar la escuela pública si esa escuela no les permite planificar sus vidas con clases regulares. Así, desde cualquier labor técnica no se puede ver con simpatía la propuesta de arreglar el país no pagando la deuda, es decir, quebrando la cadena de pagos, aumentando los costos de los insumos y, para colmo, manteniendo a los patrones en sus lugares. Así, un artista que trabaja en complejas producciones que no promueven la revolución ni nada por el estilo, sino placer estético, no puede ver que su problema con el capital sea el contenido conservador de lo que produce (una misa de Mozart, por ejemplo) sino el enflaquecimiento de sus ingresos, la amenaza a la estabilidad de su trabajo y, a menudo, el avanzado raquitismo intelectual y sensorial de su público.
ARTE Y CULTURA
¿Eso implicaría un llamado a la creación de una cultura socialista o una contracultura?
No. A los trabajadores del arte, de la cultura, de la salud, de la educación, del deporte, a todos los que hacen algo que valoran porque está preñado de sentido, de razón de vivir, les decimos que eso que saben hacer y que aman hacer está en peligro. Y que ninguna salvación vendrá de esa actividad particular. Hacer buenas películas no salvará al cine, jugar bien al fútbol no salvará al deporte, dar clases magistrales no salvará a la educación, diseñar puentes perfectos no salvará a la ingeniería. Eso, que el sistema va frustrando, no puede auto sostenerse, no puede resolver sus condicionamientos y no tiene, en el capitalismo, otro destino que la degradación creciente en extensión y profundidad. Al menos, para la inmensa mayoría de estos trabajadores.
Esa es la causa por la que somos socialistas: todo lo que amamos está en peligro. Las relaciones afectivas reemplazadas por aparatos. El placer estético atacado por el embrutecimiento de los sentidos. La vida común torpedeada por el individualismo sin freno. Ninguna de esas actividades (sanitarias, educativas, culturales, literarias, deportivas, comunitarias, etc.) es la causa de su propia decadencia. Pero tampoco puede ser el motor de su propia salvación. Hay un sistema social que opera alimentándose de trabajo vivo y extendiendo esa decadencia: acumulación de valor, ésa es la amenaza concreta. No es nuestra acción militante la que debe exaltar la importancia del arte o de la cultura, sino que es nuestra obligación denunciar, explicar y mostrar de qué manera eso –que es muy importante para muchos seres humanos– va siendo desahuciado mientras el capital, en su insaciable apetito de ganancias, lo sustituye por otras versiones de lo mismo pero más baratas, bajo producción industrial y con una mayor escala de mercado.
Estas versiones económicamente abaratadas y cualitativamente achatadas nutren (y nos nutren), en una realimentación constante, la degradación educativa y la decadencia de la vida social. El auge de las series en plataformas on demand y de los superhéroes en el cine, por ejemplo, no expresa la maldad y la estupidez de las productoras y los CEOs de la industria audiovisual, sino la necesidad del capitalismo de obtener el mayor beneficio posible: la estructura repetitiva de las series y la simplicidad de las historias de superhéroes son una consecuencia de esa necesidad (retroalimentada con el debilitamiento de las facultades cognitivas de un público formado en un proceso generalizado de degradación educativa). El Batman psicodélico de los años 60 remitía a un legado cultural (accedía a los batitubos, ocultos tras una biblioteca, accionando un interruptor ubicado en un busto de Shakespeare); incluso el de Tim Burton todavía era capaz de hacerle un guiño al expresionismo alemán; pero desde Christopher Nolan en adelante, cada Batman en pantalla remite a sí mismo, a su propio universo, porque cualquier alusión que se le pierda al espectador es un riesgo para la taquilla.
La ruptura del excepcional ciclo virtuoso de los «30 gloriosos años» que reivindicaba la cultura y la igualdad a la vez, y las hermanaba, ha producido esta fractura. Y los trabajadores que aún permanecen integrados a la educación y todavía esperan sentido en sus actividades, no deben confiarles nada a quienes alimentan el peligro que los aterra, sino únicamente a los que han sido golpeados más que ellos y antes que ellos.
¿Pero no es posible que esos sectores contribuyan a cambiar la sociedad con sus actividades, con sus acciones, con sus obras?
No nos parece posible. Si se trata de exponer lo obvio, no es necesario. Si la pasamos mal, no hace falta verlo en una pintura o una película ni leerlo en un cuento o un poema para saberlo. Si se trata de transmitir a través del arte lo que intentamos transmitir a través de la acción política, entonces consideramos que es un retroceso. El arte es polisémico y uno de sus atractivos es el llamado a la interpretación. En cambio, lo que la causa socialista requiere es claridad conceptual y definición política.
Por otro lado, hay una contradicción de base en la que no hemos insistido lo suficiente: el público para las obras de arte decrece por embrutecimiento paulatino. A mayor cantidad de población sobrante para el capital, menos necesidad de invertir en educación por parte de la burguesía y su Estado. Esta tendencia a la descualificación progresiva de la fuerza de trabajo incluye a la tecnología, que absorbe destrezas humanas y sustituye trabajadores: se producen máquinas cada vez más piolas (IA) y escolares cada vez más brutos (los informes del sitio Argentinos por la Educación son rotundos a este respecto).
Distinto es que, quienes ya arribaron a la conclusión de la necesidad del socialismo, se sientan más interpelados, más atraídos o disfruten más algún tipo de obras o productos culturales. Pero nadie arriba a una conclusión revolucionaria por contemplar obras de arte. Es como lo que ocurre con el efecto de la ironía o del chiste: el juego de palabras exige, para lograr su efecto, la complicidad previa con esos sentidos. Al revés no funciona.
Pero ¿no piensan que los trabajadores del arte y la cultura, los intelectuales, integran una esfera relativamente autónoma de la sociedad, cuya tarea puntual en la lucha por la emancipación consiste en producir obras que amplíen el horizonte de lo imaginable, que denuncien el orden establecido o que, al menos, inyecten dosis de malestar en la percepción que tenemos de lo cotidiano?
No. No pensamos eso. La idea de que «es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo» proviene de una posición derrotista (o simplemente burguesa). Como militantes socialistas, todos los días nos imaginamos el fin del capitalismo. No por placer estético sino por necesidad vital. No necesitamos que una obra de arte nos informe que vivimos para la mierda.
La cultura y el arte son componentes de la reproducción «histórica y moral» de la fuerza de trabajo, no artilugios para la opresión. Si hoy se degradan con el aumento de la escala y la disminución en el costo unitario en la producción de la gran industria es porque sus modos artesanales ocupan el mismo lugar y destino que en cualquier otro sector social. Por eso interpelamos a los autoproclamados «artistas» e «intelectuales» para que se reconozcan como lo que son según el lugar que ocupan en la estructura productiva del sistema: trabajadores. Este posicionamiento unifica perspectivas con el resto de la clase obrera, mientras que diferenciarse por la excepcionalidad y la educación recibida («artista», «intelectual») distancia, aleja, separa de la agenda genérica de la mayoría. Mayoría que debe ser el sujeto del cambio histórico radical.
¿Qué piensan sobre ciertas formas comunitarias que nos podrían ir acercando al socialismo o que podrían prefigurarlo?
Pensamos que la comunidad no puede invertir su lugar. Las formas menores, artesanales, marginales en tiempo o extensión, de «comunidad» no son el camino sino la víctima propiciatoria del sistema. Pasar de ser lo deseado y necesario a ser el camino para llegar a lo deseado y necesario es una concepción invertida de la acción transformadora. De objetivo a herramienta. Esas formas sociales no pueden oponerse a una lógica cuya raíz y cuyo poder les es ajeno y exterior, pero a la vez las devora y digiere con delectación.
Somos seres sociales y la pandemia expuso esto de dos maneras: en primer lugar, en la cohesión con que millones se sacrificaron dejando de lado ingresos, encuentros y costumbres, ante el llamado del bien común. No es justo desmerecer ese primer impulso comunitario ni reírse de las expresiones de lo común (por ejemplo, los aplausos a los trabajadores «esenciales» por las noches) sólo porque todo eso haya sido burlado por las autoridades. Y un segundo efecto, paradójicamente contrastante, es que esa gran comunidad burlada comenzó a sufrir la demolición de los lazos comunitarios, afectivos, sociales que existían, y su ausencia causó un salto en un problema anterior ya mencionado. La vida utilitaria como criterio de los lazos sociales, el reemplazo de las personas por aparatos, la suposición de que la eficiencia, tan necesaria en la producción de riqueza, era también útil en la vivencia común. ¿Qué falló? El régimen social, la disposición estuvo pero fue estafada. ¿Por qué? Porque no puede desarrollarse el interés de las mayorías en un sistema cuyo objetivo es la acumulación de valor para una minoría.
¿Entonces las luchas no producen una cultura?
Cualquier lucha por entender, explicar y denunciar todo esto crea inevitablemente una visión del mundo alternativa que puede comenzar a compartirse. Pero esto no puede crear una contracultura. Y no puede por una razón material muy concreta: las culturas no son exclusivistas, sino inclusivas, tienden a multiplicar ideas y contradicciones, nada les impide la convivencia, la proliferación, la yuxtaposición. Hollywood produjo una de las mejores películas sobre la revolución rusa, Reds (1981), en plena era Reagan. Sin inconvenientes, la premió y la sumó a su catálogo. Y es que hay sola una cosa incompatible con el capitalismo: la lucha de clases socialista. Todo lo demás (y de manera más accesible, la cultura y el arte) es integrable al sistema y degradable en ganancias.
Lo que puede parecer una contracultura es la adhesión de una clase en combate a algunos elementos culturales distintivos. Pero el orden de los factores es irreversible: crisis, rebelión, encausamiento fuera del marco burgués, reconfiguración de los elementos culturales previos. Nadie hace una revolución por el plano de carne agusanada en El acorazado Potemkin (1925). La cultura y el arte son el furgón de cola dependiente de la lucha de clases y la política. Aunque, por una inversión en la percepción de los protagonistas, como sucede a menudo en el capitalismo, los factores se entiendan al revés. No es algo buscado. Es algo encontrado.
¿Tienen un modelo de socialismo?
Los planes detallados sobre la construcción del socialismo no son muy factibles porque carecen del previo plan detallado acerca de cómo se llegará a la instancia de construirlo: con qué fuerzas a favor y cuáles en contra, qué quedará en pie y qué no, qué alianzas se forjarán, qué experiencias constituirán sus pasos previos, etc.
Sin embargo, no esquivamos el bulto. Es necesario desarrollar ideas generales posibles, como la planificación de la economía mediante la cibernética, por ejemplo. Criterios generales, como que, básicamente, se trata de una sociedad que reemplace el interés de una minoría por el interés del conjunto, lo que implica desposesión privada de los medios de producción y formas democráticos de gestionar esos medios.
Pero hoy no es posible decir cómo sucederían pasos posteriores mientras desconocemos cómo serán los inmediatamente anteriores. La historia es algo que se hace sobre la marcha y se escribe cuando ya pasó. Mientras tanto pensamos, discutimos, imaginamos, soñamos con el futuro.
ECONOMÍA Y ESTADO
¿Por eso le prestan una especial atención al tema económico en el sentido más llano, a la acumulación, la desocupación, la pobreza y las crisis?
En efecto. El empobrecimiento que produce el capital es más amplio que la economía, como explicamos antes, pero la economía es obvia, cruda, brutal. Los seres humanos somos conservadores. Y también somos plásticos, dinámicos. Con suficiente tiempo (o en condiciones extremas) nos adaptamos. De manera que la crisis ecológica, el deterioro mental, el empobrecimiento cognitivo, siendo problemas gravísimos, se presentan con demasiada lentitud o en trayectorias demasiado indirectas para provocar y concertar respuestas colectivas mayoritarias. La llave de la lucha de clases, que no es la totalidad del problema de la decadencia capitalista sino su faz más elocuente, es la crisis económica. Ella es la que invita a salir a la calle.
En ese sentido, más o menos coinciden con los demás grupos de izquierda, sobre todo el FITU, ¿correcto?
Nada nos gustaría más que eso. Pero, por ahora, no es así. Al menos, en lo central: cuáles son las causas de la crisis. Por más que el FITU aspire a construir el socialismo en algún momento –y no tenemos por qué dudar de esa intención–, en el presente hace propaganda y educa con el ojo puesto en otra cosa. Lejos de denunciar y exponer el funcionamiento del sistema capitalista, el FITU se concentra en la denuncia y demonización de algunas ramas de la producción o algunos tipos de propiedad existentes en su interior, a favor de algunas otras (asociaciones civiles, pequeña propiedad, ramas industriales especialmente Pymes); en una reivindicación acrítica del Estado de la clase enemiga (por ejemplo, en la defensa irrestricta de la educación «pública»); en la crítica del capital de algún origen sobre otros (cualquier origen que no sea EE.UU.) y en aspectos individuales que ensombrecen el funcionamiento sistémico, tapado por las atribuciones de maldad, crueldad, ambición o ignorancia a sus representantes y dirigentes. Así, el FITU posterga la comprensión de las leyes de funcionamiento del sistema para otro momento que no sólo no llega, sino que vemos alejarse más y más.
Pero, ustedes, ¿no están a favor del Estado, como todos los socialistas?
No. Los socialistas, en el sentido más general, estamos a favor de construir una sociedad en la que el Estado no haga falta y se extinga por innecesario. Reconocemos que será precisa alguna forma estatal para afrontar el largo proceso de construcción de esa sociedad que pueda prescindir del Estado. Pero en el caso al que nos referimos durante toda esta entrevista, se trata del Estado de los capitalistas. No es nuestro Estado y nos oponemos a él. Le reclamamos, al igual que le reclamamos y exigimos a los patrones. Pero no para ratificar su propiedad y su existencia, sino para andar el camino de su cuestionamiento. Por otro lado, si reivindicamos la propiedad estatal en la figura de «lo público», estamos aceptando la existencia paralela de lo privado: ¿qué sentido tendría el adjetivo «público» si no se contrapone a «privado»?
Pero, «lo público», ¿no es un camino posible para la propiedad social?
Lo público suele ser, en el Estado capitalista, el terreno de lo que a la clase capitalista le resulta demasiado oneroso, o bien claramente deficitario. Los capitalistas prefieren que lo muy costoso y lo que da pérdidas lo paguemos entre todos, así ellos pueden disponer de su usufructo y concentrarse en lo que es rentable. El inicio de la carrera espacial es un ejemplo de lo primero; la salud pública, de lo segundo. En el primer caso, realizadas las inversiones riesgosas e iniciales, ya han dado paso a las empresas privadas como SpaceX. En el caso de la salud pública, la población se hace cargo, con sus impuestos, de sostener la salud artesanal para los pobres, mientras que los aportes sindicales fueron financiando una salud altamente tecnificada y elitista para «los pudientes», como gustaba llamarlos el autor de ese plan: Ramón Carrillo. Esa es la función del Estado burgués. No es «de todos». Y nunca hay puntada sin hilo en el zurcido capitalista.
Entonces, para ustedes, ¿no es positivo que el Estado se haga cargo de las empresas vaciadas?
Desde nuestra perspectiva, un capitalista es alguien que no pretende dar un golpe de mano y huir con un bolso repleto de guita, sino alguien que busca mantener largos ciclos de acumulación y reinversión para seguir acumulando. La imagen del atesorador no se ajusta a la del capitalista porque la acumulación, en rigor, implica un movimiento continuo de introducción de dinero en un ciclo económico para extraer más dinero y reinvertirlo en el ciclo hasta el infinito y más allá. Cuando un burgués recurre al vaciamiento de una empresa no lo hace porque ése haya sido su objetivo original, sino porque se encuentra acorralado y no quiere perecer. El vaciamiento no es el recurso de una voluntad malvada e insensible, sino el manotazo de ahogado que el sistema exige para preservar su movimiento vital. De manera que, tanto el reclamo de estatización como el relanzamiento de la empresa vaciada bajo la forma de una cooperativa, son medidas legítimas de resistencia, de defensa de nuestros intereses como trabajadores y, en tanto tales, parte del programa mínimo que por supuesto reivindicamos. Apoyamos esas acciones rotundamente. Pero es importante debatir que esas medidas no se acercan al socialismo y son apenas medidas tendientes a evitar el cierre de una empresa a la que la dinámica de la competencia y el mercado han desahuciado. Que el árbol de las reivindicaciones mínimas no nos tape el bosque del funcionamiento del sistema. Por la vía de apropiarse de lo que anda mal en la producción, o de asumir la demanda insolvente, o de garpar lo demasiado caro y riesgoso (con plusvalía arrancada a los trabajadores, no lo olvidemos), el Estado burgués no hace germinar el socialismo sino que protege y consolida el sistema capitalista.
MILITANCIA Y PROGRAMA
¿Cómo se definen ustedes?
Como trabajadores socialistas. Nuestra tarea como socialistas es lograr la unidad de los proletarios, como dice el Manifiesto comunista. Eso implica una lucha permanente contra el particularismo. Apoyamos las demandas parciales y reconocemos sus limitaciones, por eso batallamos para superar cada particularismo, mediante el entendimiento de una unidad más amplia y determinante: la clase social a la que pertenecemos. E inscribir los problemas particulares en problemas más generales y determinantes, que son los del sistema en su conjunto. En otras palabras, nuestro proceder se opone a esa concepción que plantea que las demandas particulares configurarán una cadena de equivalencias o empujarán a un movimiento transicional. Lo que nos preguntamos constantemente es lo siguiente: ¿hay algo que nos une a las grandes masas de seres humanos perjudicadas por el despliegue y la decadencia del capital? La respuesta es sí, ser trabajadores.
Hay elementos reales que atentan contra esa unidad en la forma misma de nuestra situación de explotados. Unos precarizados, otros registrados, otros desocupados. Unos argentinos, otros bolivianos, o chilenos, o mapuches. Unos que hacen cosas de manera más artesanal y otros que las hacen de manera industrial, o automatizada. Al interior de un mismo sector hay varios sindicatos, casi por oficio, como hace 100 años. En la rama de la salud, por ejemplo, hay gremios de profesionales y otros para los no profesionales, sin mencionar a los sectores tercerizados como limpieza, gastronomía o seguridad. Estas diferencias particulares tienen reclamos específicos, eso es innegable. Pero también portan reclamos generales que unen cada ramo con los otros.
El particularismo es un cáncer para la clase trabajadora porque fragmenta mayorías en minorías. Y en la lucha entre las minorías hay una que inevitablemente prevalece: la burguesía. Por eso el liberalismo es un exacerbado defensor de las minorías. Y un cerrado negador de las mayorías.
Si lo consideran un cáncer, entonces pareciera que desprecian las luchas particulares…
Por supuesto que no. No sólo no nos oponemos, sino que apoyamos –en la medida de nuestras minúsculas fuerzas– esos reclamos particulares que permitan o busquen mejorar la vida de los trabajadores. Pero pensamos que la militancia socialista consiste en la incansable tarea de llevar lo particular a lo general. El movimiento socialista nació despreciando las fronteras nacionales y luchando contra ellas, que eran (a su vez) un gran avance en comparación con los feudos, principados y otros fragmentos medievales. Sin embargo, a pesar del internacionalismo genético en la tradición socialista, hoy existen corrientes de izquierda que proponen el apoyo irrestricto a la proliferación de autonomías, e incluso de autonomías que perpetúan la distinción de clases en su interior.
La idea de que las demandas particulares, nacidas e impregnadas dentro del capitalismo, pueden evolucionar natural y gradualmente hacia lo general y lo rupturista carece tanto de lógica como de antecedentes históricos en los flexibles Estados modernos. Frente a una situación límite, se hace necesario un salto, un más allá de lo que esos reclamos hacen esperable. Y la batalla por decidir hacia dónde se encamina ese corte, ese salto, esa ruptura, es la batalla política que proponemos librar. Como socialistas, encaminarlo hacia el socialismo.
¿Qué rol juegan ahí el programa mínimo, el programa máximo, el programa de transición…?
El programa mínimo es lo que el capitalismo en algún momento ha concedido. El programa máximo es el socialismo, hoy en estado de hipótesis. El programa mínimo tiene pocas probabilidades de ser realizado y es, tendencialmente, particularista: lo que obtiene una fracción repercute en una quita a otra fracción casi de inmediato. El gremialismo construye su programa de arriba hacia abajo (y nuevamente hacia arriba): la voluntad de intervenir va hacia los intereses y demandas de los compañeros; eso vuelve como la línea posible. El plano político, en cambio, construye de abajo hacia arriba (y retorna hacia abajo): los problemas particulares se asimilan a una perspectiva unitaria y vuelven como programa político. La frustración del primero es la llave para comenzar a pensar el segundo, por eso (además de las posibles conquistas que se puedan obtener, cada vez más escasas) es necesario militar ambos.
¿Aspiran a tener una corriente sindical?
Tenemos compañeros que realizan actividad gremial. Pero, como el programa mínimo se ocupa de lo posible, consideramos contraproducente la diferenciación política a través de él. Sobre todo entre las expresiones de izquierda. Delimitarnos entre compañeros socialistas en base al programa mínimo conduce a una competencia ridícula por lograr la consigna menos plausible (y por lo tanto más cercana al programa máximo). Uno dice «Paro de 24 horas» y otro le contesta «Hay que ir a fondo: paro de 36 horas»; alguien propone «Salario igual a la canasta básica» y otro lo acusa de reformista para proponer «Salario igual a dos canastas». Eso es la negación misma de las tareas inmediatas. No por la imposibilidad del capital de brindar lo que se reclama, sino por la acción de reclamar lo imposible para mostrar que se es más socialista que otros.
La izquierda no debería tener más que una sola gran agrupación o corriente sindical. No «multicolor», como rejunte de particulares, sino de un solo y mismo color. Al no llevar a cabo esta unidad en lo gremial queda al desnudo el sectarismo de esta política y hace que nos preguntemos: ¿cómo la izquierda va a ser buena unificando al conjunto de los trabajadores para un reclamo común, si no puede hacerlo con los que teóricamente comparte muchísimas más cosas?
Mucha práctica sindical «socialista» se realiza con una hipócrita doble vara que esteriliza gran parte de sus esfuerzos. Decimos más: es posible que un militante socialista, honesto y esforzado, no sea el mejor delegado, ya que la separación con los traidores no es la única variable que hace a las diferencias entre los compañeros. Hay muchos matices en la actividad gremial y nada permite asegurar que un militante socialista sea mejor en esa tarea que alguien que no lo es. De la misma manera en que pensamos que es preciso elaborar profundamente las propuestas socialistas, pensamos que hay que ser amplios en las acciones de organización del conjunto y de lucha.
¿Qué tipo de agrupamiento intentan construir?
Hasta ahora no sabemos de movimientos exitosos absolutamente horizontales, desatados por unanimidad. Sí sabemos de explosiones de furia que parecen responder a estas características, pero han sido desviadas fácilmente a la subordinación en organizaciones antidemocráticas (gran parte de los piqueteros que postulaban el autonomismo, por ejemplo). Por otro lado, nosotros, que no vivimos bajo un régimen de gobierno dictatorial, sin libertad de prensa, de organización y reunión, que vivimos en condiciones de defensa jurídica como las que ofrece la democracia burguesa, no vemos razones para promover, en este momento, una agrupación de revolucionarios profesionales similar a la que era necesaria en la autocracia zarista.
El criterio de «cuadro» puede ser revisado, pero no la idea de vanguardia. Hoy por hoy, en nuestra situación, en lugar de tiempo completo a cambio de una renta, sacrificio y entrega, preferimos compromiso, confianza y formación política. Porque una de las tareas que más tiempos nos insume es seguir poniéndonos de acuerdo entre nosotros, promoviendo la confianza, la paciencia y la permanencia. Cualidades que la propia vida cotidiana en el capitalismo limita y acorrala.
Consideramos que en esta «etapa histórica», por decirlo pomposamente, el signo de los tiempos se resume en aquella idea de Manuel Sacristán: nos toca transitar una larga travesía por el desierto. Es decir, intentamos poblar de voluntades la causa socialista, no echar a perder ninguna. Y, sobre todo, comprender que la formación militante comienza el día en que sumamos nuestra voluntad, sí, pero ponernos de acuerdo es una tarea constante, una larga tarea de arrimar voluntades ajenas. Y también de arrimar nuestra propia voluntad, nuestro propio pensamiento al pensar común, a veces alejándonos de lo que nos parecía adecuado previamente. Pensar es siempre pensar contra el propio cuerpo, contra la inclinación conservadora a confundir la verdad con lo que nos resulta placentero, es decir, poniendo en cuestión al cuerpo. Y si esto comienza con algún acuerdo, luego requiere seguir entendiendo y produciendo el conjunto de propuestas que nos une.
¿No se puede crecer por medio de alianzas con los grandes partidos?
El capitalismo tiene muchas cosas a su favor, sobre todo el poder existente y la acumulación de dinero. También tiene problemas. Ya mencionamos las crisis por sobreproducción, pero hay otros. Uno de ellos, nada menor, estriba en que debe regular su propia naturaleza, a la vez que su propia naturaleza atenta contra la regulación. El capitalismo es el sistema económico de los productores libres, privados, en competencia. Pero la competencia de estos productores lleva, inevitablemente, a su abolición. Por lo que, en defensa de la libre competencia, es necesario regularla y limitar esa libertad. De no hacerlo, surgirían monopolios que determinarían los precios por fuera de la ley del valor y someterían al conjunto de los libres oferentes y demandantes. Cuando el gobierno de los EE.UU., por citar el ejemplo más ilustrativo, interviene dividiendo y sancionando empresas, como ocurrió en 1911 con la Standard Oil, en 1984 con la AT&T, en 1998 con Microsoft o el año pasado con Google, vemos un problema ahí, una contradicción ineludible, propia de la naturaleza del sistema capitalista.
De la misma manera, en el terreno político social, el capitalismo es el sistema del individualismo más exacerbado. Pero ese individualismo, si no tiene límites, destruye el propio sistema en una lucha sin cuartel de todos contra todos. Por eso es hace falta que el propio sistema, en su defensa, instituya formas, criterios, límites ejemplares en la figura de «la comunidad», ora en «la gran comunidad nacional», ora en formas identitarias y menores de comunidad.
Este cúmulo de contradicciones entre regulación y libertad, entre individualismo y comunidad no expresan al capital y su reverso, sino las dos caras del mismo problema. Son las dos apuestas, las dos alternativas que el mismo capital trata de conjugar para auto preservarse. En ese intento, el capital prueba y varía, en momentos distintos de la historia, con la adscripción de diversos tipos de propiedad burguesa. Pero como el socialismo es la abolición del punto de partida de estas contradicciones (ese punto de partida es una sociedad basada en los intereses de la acumulación de una minoría), embanderarse con alguno de esos tipos de propiedad, aliarse con algún partido burgués, sería renegar de nuestra propia causa. Sólo podemos buscar aliarnos con quienes ya rompieron con la burguesía. O bien buscar, denodadamente, que lo hagan.
HISTORIA Y ESTRATEGIA
Señalaron la existencia de períodos de progreso, el trotskismo adhiere a la idea de que desde 1914 no han crecido las fuerzas productivas y estamos en una era de guerras y revoluciones, como dice el marco general de su Programa de Transición, nunca abandonado. ¿Coinciden en esa manera de ver el siglo XX y lo que va del XXI?
La idea de que las fuerzas productivas no crecen es tan dogmática como absurda. En su aspecto más evidente, la tecnología crece y se hace tan poderosa que amenaza la vida en el planeta. Este riesgo es un índice revelador del desarrollo efectivo de las fuerzas productivas. Desde el punto de vista del sistema capitalista, crecen porque crece la acumulación y en este sistema ésa es la razón y el motor del crecimiento. Salvo que se mida con criterios de un socialismo todavía no existente lo que sucede en el capitalismo existente, lo cual estaría más cerca de la ficción que de la ciencia.
En lugar de ese dogma venerado y siempre idéntico a sí mismo, pensamos que los estallidos de las crisis económicas y las recuperaciones más o menos regulares sirven mejor al análisis de los períodos en que la lucha de clases, la política –y también la historia– zigzaguean. Consideramos que es necesario incorporar otras periodizaciones históricas. Por ejemplo, para cada rama particular de la economía, en cada país y a nivel global, tenemos que poder señalar si se encuentra en un período artesanal, manufacturero o de gran industria, para usar las categorías de Marx. Esto permite explicar las relaciones de esa rama particular con la inversión, con la ganancia, con las demás ramas de la economía. Por otro lado, nos parece que hay ciertos períodos históricos que envuelven subjetivamente, o marcan las perspectivas ideológicas, a escala global, planetaria. Desde 1917 hasta 1989, por ejemplo, el impacto de la Revolución Rusa, más allá de sus derivas y dominios específicos, colocó las palabras socialismo y comunismo en un horizonte que no era únicamente factible, sino también atractivo e ineludible en el debate. Hasta un milico burgués, anticomunista y protofascista como Perón, en 1973 simulaba estar de acuerdo con el socialismo.
Cualquier construcción política que pretendamos concretar en la actualidad tiene que reconocer que hoy sucede exactamente lo contrario: los escombros del Muro de Berlín azotaron el imaginario social y las cabezas de los trabajadores; por su parte, las experiencias más recientes, como el chavismo, empeoraron la situación provocando todo tipo de confusiones en la izquierda clasista. El lenguaje de aquellos años ya no está vigente. Pervive en gestos rituales y ceremonias bizarras. Vemos volantes de partidos que no agrupan más que algunos miles de militantes (que son muchísimos, pero no los suficientes), llamando en letras negritas, con mayúsculas y signos de exclamación, a ir a una plaza con la convocatoria ¡ABAJO MILEI! Este tipo de gestos, en el mejor de los casos, provocan sonrisas. En el peor, encienden sospechas: ¿por qué no hicieron la convocatoria ¡ABAJO MASSA! cuando había una inflación del 270%?
Otro elemento importante a tener en cuenta es el período histórico que conocemos como «los 30 años glorioso». Entre 1945 y 1975 aconteció la expansión de las economías centrales y la liquidación de las relaciones coloniales: una inequívoca afirmación del capitalismo. Los 30 años previos (1914-1945) de violencia y crisis aguda del capitalismo mundial destruyeron lo que en las tres décadas siguientes se reconstruyó. Fue complicado para las corrientes socialistas porque se intentó responder a «los 30 gloriosos» con herramientas y estrategias elaboradas para responder a «los 30 ingloriosos» (como diría Tarantino): la idea de que la lucha colonial conduce al socialismo y no a Estados burgueses con caudillos y economías capitalistas frágiles, complementado con que la clase obrera de los países centrales se había vuelto «consumista», lo que significó un abandono de las categorías marxistas y la entronización de criterios culturalistas contrabandeados por usinas intelectuales como la escuela de Frankfurt (algo que hoy en día se mantiene). Durante «los 30 gloriosos» se produjo algo que, en la línea de tiempo del capitalismo, nos parece más excepcional que repetible: contingentes revolucionarios de la clase trabajadora nutridos desde un estudiantado radical y altamente instruido. Hoy la educación se degrada progresivamente y sus contingentes estudiantiles ya no pueden aportar desde la cumbre del desarrollo capitalista y las expectativas sociales, sino desde la ruina y la desesperación. Esto reconfigura la alianza esperable con los estudiantes. La aspiración deja paso a la desesperación, este es el signo de los tiempos.
Si estos períodos tienen algún sentido histórico para nosotros, la reivindicación moral de los que han luchado y sostenido la bandera del socialismo hasta ahora tiene que ser cuidadosamente deslindada de la imitación de sus políticas, de sus formas de organización e incluso de su retórica. El verdadero homenaje es mantener activa la lucha por el socialismo hoy, con herramientas y estrategias adecuadas al diagnóstico del presente, no en base a textos sagrados, una liturgia y un santoral de barbudos.
Mencionaron la Revolución Rusa, ¿qué piensan acerca de las experiencias socialistas concretadas, las del llamado «socialismo real»? ¿Cómo lidian con eso, si es que lidian?
La Revolución Rusa no hizo el recorrido que los revolucionarios esperaban y esperábamos. No tiene sentido negarlo. Eso no la invalida de conjunto. Pero no podemos reivindicarla tal como fueron evolucionando los acontecimientos. Por un lado, nos parece necesario discutir qué y por qué no salió de acuerdo con lo buscado. Por otro, ratificamos que el conjunto del planeta es capitalista y no podemos admitir que todas las crueldades e inmensas ignominias anteriores, coetáneas y aun posteriores a la existencia de esos Estados rojos se justifiquen en los fallos de la experiencia comunista. Dando por sentado que no nos referimos a los nombres sino a los sistemas, China sigue llamándose «comunista» pero es un país plenamente capitalista. Por citar otros ejemplos: la Primera Guerra Mundial y el genocidio armenio fueron anteriores a 1917; los regímenes teocráticos o racistas como Irán e Israel, las masacres en el África subsahariana, los femicidios y los ataques racistas, etc., continúan agravándose mucho después de la caída del Muro.
Tenemos que pensar, analizar, debatir y encontrar fallas graves en lo que hemos intentado realizar. Pero estamos convencidos –por todo lo dicho– que al socialismo le cabe una imagen de Lenin sobre Rosa Luxemburgo: el socialismo es un águila; las águilas, a veces, vuelan (caen) tan bajo como las gallinas; pero las gallinas (el capitalismo) está impedido genéticamente de elevarse hasta donde, en cambio, sí nos pueden conducir las águilas.
CIENCIA Y POLÍTICA
Ustedes expresan sus opiniones afirmándolas de manera taxativa, pero acompañadas de ciertos verbos conjugados en primera persona del plural: «pensamos», «creemos», «consideramos»… ¿tiene dudas de sus propias opiniones?
Sí y no. Intentamos elaborar colectivamente las respuestas a los condicionamientos que nos impiden una vida menos acosada por problemas superables. Si estas respuestas no tienen garantías no es meramente a causa de nuestras debilidades, sino fundamentalmente por las características propias de la estructura del conocimiento. Decimos que desarrollamos una hipótesis entre amigos. No porque seamos amigos, sino porque nos amiga esta tarea. No poseemos ninguna superioridad moral. Pero podemos comparar lo que decimos con la realidad, contrastarlo con la lógica, velar por ser coherentes en el fondo del asunto. Buscamos la polémica para construir. No partimos de dudar de las intenciones, pero no callamos las diferencias.
¿Se consideran más tributarios de la ciencia que del arte, entonces?
Amamos el arte y nos gratifica la cultura. Pero la tarea militante nos exige la ciencia como insumo. El aislamiento y el marco general ideológico obligan a renunciar, en gran medida, a la metáfora, la sugerencia y «la resonancia». Las palabras «esclavo», «ladrón», «cruel», «vende patria»… que se usan tanto, son términos que en un territorio ideológico adverso confunden más de lo que ayudan. No nos interesa hablar entre nosotros, guiñarnos el ojo y palmearnos la espalda con satisfacción, sino encontrar el lenguaje y los argumentos para dialogar con la bronca y el desencanto de la clase trabajadora. Una bronca y un desencanto que no hay razón para que nos busque a nosotros, si nosotros no vamos deliberadamente a su encuentro, con un discurso claro y distinto.
¿Cómo producen los insumos científicos para esa tarea?
Somos cartoneros de la ciencia. No podemos producir ciencia, es decir, investigaciones de base sobre los problemas que aquejan a la clase trabajadora y a la actividad política socialista. Carecemos de la infraestructura, el financiamiento, los saberes, la formación y el intercambio con la comunidad científica que se requieren, como mínimo, para empezar a hablar de «hacer ciencia». Lo mismo le pasaba a Marx, que no podía rastrear personalmente las variaciones de los salarios obreros, el flujo de las poblaciones expulsadas por la acumulación, cuántos metros cúbicos de aire necesita un obrero por jornada de trabajo, etc. El tipo iba a una biblioteca, leía la prensa burguesa, los boletines internos de las cámaras empresariales, los informes de los inspectores de fábricas, las transcripciones de los debates parlamentarios, las estadísticas que le pasaba Engels elaboradas en base a su propia fábrica, en fin, todo eso que está registrado en las abundantes páginas de El Capital. En la mayor parte de los campos relevantes, las investigaciones científicas requieren insumos económicamente inaccesibles, no sólo para un grupo de socialistas sino para algunos países y su sistema científico completo. Pero las propias regulaciones necesarias a la competencia capitalista que hemos mencionado obligan a brindar diversos grados de accesos a esas novedades y revelaciones. Lo sabía y lo utilizó Marx, e intentamos seguirlo en ese camino. Somos humildes aprovechadores de la ciencia. Partimos de una aceptación de nuestras capacidades y, sobre todo, de nuestras limitaciones. Lo llamativo e interesante es que la propia ciencia (su filosofía, la epistemología, la neurofisiología, etc.) procede de manera tan humilde, relativa y provisional como nos proponemos hacerlo con la política.
COMUNIDAD Y CONCIENCIA
La izquierda se ha relacionado mucho en los últimos años con lo comunitario y lo identitario, ¿ustedes creen que aportan algo esas perspectivas?
Los humanos somos seres sociales en varios sentidos. Vivimos efectivamente con otros y gracias a otros, pero también tenemos la necesidad de percibir esa misma vivencia. No sólo necesitamos de los otros, sino que necesitamos saber que hay otros con quienes nos vincula una necesidad recíproca. A eso podemos llamarlo comunidad y su tamaño varía mucho, puede ser exiguo como la familia o amplísimo como la clase, pasando por niveles de escala como el club o la nación. En este sentido, lo nacional es apenas una condición para la acumulación burguesa, el espacio donde acumula una burguesía particular, como necesidad colectiva, es decir, como la forma de comunidad realmente existente. El estentóreo festejo por el triunfo en el Mundial de Qatar en Argentina ejemplifica esto que decimos: aquí se expresó con nitidez el sentimiento de formar parte de algo como una necesidad, un insumo real de la reproducción de la vida.
Los estadounidenses, con su culto desenfrenado al individualismo, se han encontrado con los problemas que ese desenfreno causa en esta esfera y vienen motorizando la idea de la identidad como sustituto de lo común, como salida lateral que gambetea las tensiones de clase, las diferencias en la reproducción de la vida. Aparecen entonces comunidades identitarias en oposición a los colectivos basados en relaciones, como la clase social, y por ese camino la deriva fragmentaria no tiene fin.
Todos los otros colectivos sufren en su interior la tensión de la fractura de clase, que el término «comunidad» recubre. Esas comunidades, en los casos en que algunos colectivos humanos actuales funcionan con una lógica de lo común, están inmersas en un océano de capitales en competencia que las determina en gran medida, las ahoga y las torsiona. El socialismo siempre fue la apuesta al cambio social porque es la sociedad la que se impone sobre sus partes y no esas partes las que le dan el tono a lo social. La identidad es una perspectiva que nos resulta distante. Somos parte de una tradición que acertadamente utilizaba el término conciencia. La conciencia es el conocimiento de algo. La conciencia de clase, el conocimiento de las relaciones de clase, de un lugar en una totalidad, nos explica qué nos sucede señalando un marco mucho más abarcativo, complejo y completo que cualquier región identitaria.
En cambio, la identidad pretende resolver el problema del propio lugar en el mundo mediante un carácter auto reflexivo que se desbarranca, en los hechos, hacia el más crudo individualismo, en el capricho de la autopercepción. Basta ver el pingüe provecho que la obtiene la publicidad para conjeturar que ése no es el camino para el socialismo.
Ya que mencionaron la conciencia, ¿suscriben ustedes la idea de «falsa conciencia»?
Le damos mucha importancia a los desarrollos de la ciencia, en la mejor tradición de Marx, entre ellos a las neurociencias, a la epistemología, a la filosofía de la ciencia (el estudio de los «desacuerdos profundos», por ejemplo), sus vínculos con la psiquiatría y la psicología. El año pasado, por citar una obra concreta, le dedicamos varias charlas a un libro de Jean-Marie Schaeffer que se llama El fin de la excepción humana y que nos ayuda mucho a pensar estos problemas. Stanislas Dehaene, Michel Desmurget, Anil Seth, Manfred Spitzer… son investigadores cuyos trabajos estudiamos. En base a ese «programa de investigación», digamos, en lugar de asumir que hay conciencias erradas, pensamos cómo trabajar para acercar a las masas las ideas conscientes que hoy no suscriben, reconociendo el núcleo de verdad de sus actuales proposiciones y la necesidad de nuestras hipótesis de demostrar que son superiores. La conciencia humana es una conquista evolutiva, tardía y parcial. No una capacidad perfecta e innata que sufre distorsiones ignorantes y falsedades. La idea de «falsa conciencia» implica la contracara de una conciencia verdadera. Preferimos hablar de la conquista o no de la conciencia de clase. Y aceptar la complejidad del pensamiento humano, tanto en sus ya indiscutibles mecanismos inconscientes como en los efectos de la plasticidad neuronal. Los estados de conciencia conviven en cada individuo con formas de elaboración de pensamientos y de obtención de satisfacciones corporales que no se subordinan obedientemente a eso que llamamos la conciencia. Y esto no es un error sino una condición, la condición humana. A la conciencia hay que estudiarla científicamente. Es conservadora y avanza a saltos.
¿Cómo es eso?
La conciencia de la clase trabajadora no avanza de manera insidiosa y evolutiva. Más que una fuente de acceso a la verdad, en oposición a la caída en el error y la falsedad, nos parece que la conciencia tramita la multiplicidad de lo real traduciéndola a una información manejable para la acción y las decisiones. Nos mantenemos en una postura categórica hasta que cambiamos, de manera abrupta y contundente, a otra no menos categórica que la anterior. La más alejada posible en relación a la precedente. La Revolución Rusa, por ejemplo, arrancó a millones de trabajadores de la conciliación de clases y los dispuso tras el ideal socialista; eso se mantuvo muchos años a pesar de los Juicios de Moscú, el Frente popular y el Gulag. Si todos los atributos cognitivos y perceptivos trabajan para brindar una información manejable y permitir decidir, es notorio que cada configuración, cada modo de pensar las cosas, se mantendrá incluso contra evidencias reales pero parciales que serán descartadas. Y, al llegar a un nivel de ineficacia, se abandonará esa disposición general para la interpretación. No se evoluciona de unas ideas a otras cambiando fragmentos paulatinamente, sino que se sostiene un pensamiento hasta que, saturado de contradicciones, se hace necesario abandonarlo de manera completa y brusca. No se mueve como el andar de una oruga sino como el brinco de un saltamontes.
En nuestro país, la izquierda suscribió durante décadas la idea de que la clase trabajadora era peronista. Entonces había que hablar en idioma peronista y ser conciliador con el aparato peronista, demostrando que ser de izquierda es ser peronista pero consecuente, conducir a buen puerto las aspiraciones peronistas. Pero esa idea no tiene pies ni cabeza. El peronismo está a favor del capitalismo y en contra del socialismo. No hay puentes comunicativos ni mediaciones graduales entre una política y la otra, sino que hay antagonismo de clase (el peronismo es un partido burgués) y proyectos de sociedad opuestos. La única chance para el socialismo es presentarse claramente delimitado, claramente distinto. Con apenas una pizca de esa claridad y delimitación, pero en sentido contrario, Milei consiguió en 4 años pasar de panelista televisivo a presidente de la nación. Hubo otros factores que intervinieron, por supuesto, pero la deslumbrante claridad en la diferenciación no fue un factor menor sino uno clave.
¿Pero eso no corta el diálogo y arruina la relación con los compañeros que piensan distinto? En una palabra, ¿no es sectario?
Es cierto que el progresismo ha logrado mucho con su práctica de la cancelación de la disidencia y sus teorías sobre la maldad, la crueldad y otros atributos personales como base de las posiciones políticas: disolución de los fundamentos, de los puntos de partida, de toda polémica. Ha logrado mucho al impedir todo debate mediante conceptos autoritarios como «negacionismo» o «discurso de odio», que colocan amplias cuestiones más allá de cualquier discusión. Se trata de términos establecidos desde el poder, invariablemente. Pero no hay ninguna razón para que diferencias no ocultadas y claramente expresadas impliquen una falta de respeto o una provocación. Un diálogo no implica voces al unísono, sino voces distintas, textos distintos, momentos alternativos de expresión. Es decir, se basa en la diferencia y no en el desplazamiento de lo igual a lo parecido. Ser claros y tajantes no tiene por qué implicar la condescendencia o el insulto. Es más: se suele recurrir al insulto y la condescendencia por falta de claridad y nitidez.
¿Les parece que ese método es mejor para convencer?
Casi todos los que hoy participamos en este grupo venimos de alguna otra experiencia militante. Lo que implica que sabemos que, muchas veces, cuando se piensa que se tiene razón y se posee un fundamento sólido, el intercambio con otros –sobre el telón de fondo de la realidad y sus golpes– nos demuestra que no es así. De manera que muchas veces la solidez de nuestros argumentos le debe más a su falta de exposición a la crítica que a una férrea armazón teórica.
El debate respetuoso de la consideración del otro, aunque claro y delimitado en los contenidos y las diferencias, nos sirve tanto para nuestra aspiración de convencer y acercar compañeros a la causa socialista, como a nuestra aspiración de no equivocarnos, o equivocarnos lo menos posible.
Una consecuencia de la degradación educativa es que se ha perdido el placer de ser convencido para acercarnos a una posición más consistente que la previa a un debate. El goce de no dudar que tenemos razón es una satisfacción narcisista, infantil, que se opone al aprendizaje de lo ignorado y al descubrimiento de la complejidad del mundo.
Aunque parezca extraño, para volver a causar temor en los burgueses, mucho más necesario que estar todos los días en la calle es iniciar y mantener un largo diálogo que nos prepare para el enfrentamiento. Claro que salir a la calle es mucho más sencillo. Pero también queda más fácilmente expuesta nuestra falta de inteligencia acerca de cómo funciona la sociedad en que vivimos.
¿Qué posición tienen ante la violencia?
Como socialistas, somos pacifistas: valoramos la vida humana y repudiamos su destrucción. Asimismo, somos conscientes de que las clases explotadoras no se retiran del escenario de la historia ni ceden sus privilegios sin luchar. A la legitimidad –para nosotros indudable– del uso de la violencia por parte de la clase trabajadora para su emancipación nos interesa determinarla incorporando al análisis un aspecto crucial para el marxismo: el modo en que los milicianos, los combatientes, reproducen su vida. Esta dimensión está enlazada con los modos de financiación y la viabilidad del triunfo. Queremos hacer hincapié en considerar la existencia de las milicias desde la perspectiva de la reproducción de la fuerza de trabajo. Puntualmente, la de la población sobrante. La creciente población sobrante para el capital a nivel mundial.
Un siglo atrás, los trabajadores socialistas vivíamos en un mundo que presentaba una gran masa de campesinos (que en gran parte se auto sustentaba) y una gran parte del globo en estadio colonial (cuya producción llegaba al mercado mundial sojuzgada por los intereses metropolitanos). El movimiento obrero convivía con el campesino y el nacional. Sus esfuerzos e intereses se acercaban (o divergían, algunas veces) de acuerdo con cada momento. Algo que compartían era el uso de la violencia. Pero la violencia obrera fue diferente de la violencia campesina o nacionalista, porque cada una se asentaba en su «territorio» específico: el lugar de trabajo, las parcelas autosustentables, el territorio colonial. El piquete obrero siempre fue menos permanente que el ejército y las guerrillas nacionales o campesinas. Un siglo más tarde, los campesinos han mutado en productores agrarios para el mercado (pequeños burgueses) o en proletarios rurales. No poseen tierras que los sustenten: producen para el mercado y viven de él. Por su parte, las colonias se han independizado y las gobiernan burguesías locales más o menos viables.
Así, el lugar de las otras clases con las que el movimiento obrero se aliaba tácticamente un siglo atrás se ha transformado por completo. Hoy lo preponderante es una fractura interna a la propia clase obrera, con un crecimiento indetenible de la población sobrante para el capital (y otra fracción, híper explotada y súper educada). Una parte de esa población sobrante es tierra fértil para la conformación de milicias alentadas por intereses diferentes a los de la clase trabajadora: hay territorios enteros que son inviables bajo la lógica del capitalismo en los que ser combatiente de alguna causa (no necesariamente cercana a los intereses de clase), matón de algún negocio para-estatal o mercenario de otro Estado son las únicas formas regularmente accesibles de sobrevivir.
Por eso ponemos el acento en el reclutamiento desde el punto de vista material. No por un interés abstracto o académico, sino por uno concreto y político. Nos interesa comprender más profundamente, tratar de pensar políticamente, la existencia actual de algunos grupos armados, de accionar contemporáneo en diversas regiones del planeta, y basar nuestra posición socialista no sólo en las declaraciones explícitas de sus intenciones sino fundamentalmente en su lugar concreto de reproducción vital en el entramado social productivo.
ORGANIZACIÓN Y VANGUARDIA
¿Cómo se organizan ustedes?
Basta proponerse organizar un asado o un picadito para dejar expuesto que es imposible la unanimidad automática. Unos compran la carne, alquilan la cancha, llevan la seña, preparan el fuego, miran el pronóstico meteorológico y prevén la posible suspensión, mientras que otros incluso llegan tarde, se sientan y comen o juegan. En toda actividad colectiva algunos se ocupan de más cosas y llegan un poco antes. No podría ser distinto en algo tan complejo como la militancia. Hay necesariamente una vanguardia.
Pero además nuestro grupo es bifronte: si por un lado busca explicar, convencer y sumar voluntades, por otro busca crear confianza mutua, compartir y ponernos progresivamente de acuerdo en más cosas, más profundamente, al elaborarlas. Mencionamos antes lo que pide una red social: disponibilidad y eventualidad. Bien, nosotros proponemos construir lo opuesto: permanencia, confianza, formación política, compromiso. El martirologio, el heroísmo, el hombre nuevo, la superioridad moral… son intrusiones de la excepcionalidad romántica y burguesa en el marco de la clase obrera. Desalientan y dividen mucho más de lo que han servido o logrado. Estas características no se anuncian: suceden o no suceden en los momentos en que son convocadas. Mientras tanto somos modestos y discretos al respecto.
Entonces, lo que se proponen ustedes, es accionar sobre una vanguardia…
Hay vanguardia porque la unanimidad es una fantasía inhumana. No podemos actuar con el instinto de un cardumen en el que cada pez sabe lo que hay que hacer y todos lo hacen. No es factible. Como intentamos decir con los ejemplos del asado y el picadito, están los que hacen y están los que, además de hacer, hacen hacer, preparan condiciones para que otros hagan, ven un poco más allá de lo inmediato, prevén. Estos últimos son vanguardia. Y si hay vanguardia, entonces hay (debe haber) vanguardia consciente.
Aun cuando decimos lo que pensamos que hay que hacer entre todos para solucionar nuestros problemas, sabemos que no hablamos para todos sino para los que pueden escucharnos. Es decir, nos dirigimos a los que se hacen preguntas y a los que se proponen actuar. A los que se entrenan en las luchas cotidianas y sus frustraciones, a los que hacen y encuentran limitaciones en lo que hacen. Y por eso se interrogan. Nos dirigimos a esos que podrían, al estallar una crisis general (y en cada crisis parcial o sectorial), hacer pesar su intervención si previamente nos pusimos de acuerdo y clarificamos lo que nos proponemos. El mecanismo del mensaje es simple: decir lo que sería una solución para todos (el socialismo) pero que hoy sólo quieren escuchar algunos (la vanguardia).
Finalmente, ¿no encuentran diferencias relevantes entre el progresismo y la derecha? ¿Para ustedes son todo lo mismo?
En tanto no nos encontremos ante la perspectiva de un cambio de régimen, de un abrupto corte de las libertades de organización, de expresión, de resguardo ante la ley, no vemos razón alguna para un apoyo diferencial a ciertos burgueses sobre otros. Tratamos de ser coherentes. No alarmistas sin convicción. Una semana más tarde de que Izquierda Socialista votara a la burguesía peronista para evitar el triunfo del «fascismo», una semana más tarde de que ese «fascismo» arribara al poder, organizó una fiesta de convocatoria abierta en una localidad del conurbano para celebrar la elección de sus candidatos. Evidentemente, no estaban muy convencidos del cambio de régimen. Simplemente enmascaraban su filo peronismo. Su problema no es el capitalismo, sino evitar «lo peor» del capitalismo al precio de apoyar «lo menos peor».
Fíjense lo que sucede con quienes se horrorizan porque Milei corta contratos pero no vivían horrorizados porque esos trabajadores permanecieran bajo contrato, de manera ilícita, durante años, a veces décadas. O cómo se escandalizan ante el «negacionismo» de Victoria Villarruel pero no hubo escándalo cuando el peronismo le cedió, gratuitamente y por tiempo indeterminado, el crematorio de la ESMA al club River Plate para el negocio del esparcimiento deportivo. O todo lo que se dijo acerca de que Milei quiere establecer un mercado de bebés cuando, de los 12 proyectos presentados al Congreso para regular ese mercado, ninguno es de LLA y la mayoría son del peronismo. O quienes defienden con razón a la universidad como vía de ascenso social pero no han defendido con la misma intensidad las carreras administrativas y los concursos en el interior del Estado como vía de ascenso social, eternamente postergado para servir a la construcción de aparatos políticos adictos. Una simpatía por lo glamoroso del saber, que olvida a los plebeyos del aparato administrativo y la educación primaria. En este olvido y esos sesgos radica buena parte del poder de Milei.
Pero frente a la derecha en el gobierno, ¿no conviene establecer alianzas con sectores de izquierda en el arco político?
La simplicidad de la división entre izquierda y derecha, progresistas y reaccionarios, confunde y extravía. Opaca la división en clases sociales y el antagonismo entre la clase obrera y los explotadores. Embellece al progresismo reaccionario, que no por vestirse con consignas progresistas, e incluso defender algunas, desmerece su fondo reactivo. El apoyo progresista al partido más asesino, guerrerista e imperialista del planeta, el Partido Demócrata yanqui, porque simpatiza más con la legalización de la interrupción legal del embarazo que el Partido Republicano, no toma en cuenta, en contraposición al sufrimiento evitable de las mujeres estadounidenses, el sufrimiento de mujeres de todo el mundo que pierden a sus familias por las bombas del Pentágono, o el sufrimiento de las mujeres violadas por hombres trasladados a cárceles de mujeres por el simple requisito de autopercibirse mujeres.
Es necesario combatir duramente a la reacción neoliberal y conservadora. Y no menos necesario es combatir a la reacción populista del progresismo. No debemos cejar en esto, ya que la que parece más próxima es un impedimento mayor. Milei no hubiera podido llegar al gobierno si las fuerzas progresistas no hubieran, en primer lugar, a través de su control de las organizaciones de masas y de trabajadores, sostenido los planes de hambre de los dos Fernández y, luego, como si fuera poco, elegido como su candidato al ministro de economía del 270% de inflación, ejecutor de esos planes. Respetamos el derecho de todos los trabajadores a expresar su propio pensamiento y desplegar su propia actividad política. Este respeto incluye decirles con claridad y distinción lo que pensamos acerca de esas decisiones y sus resultados: que conducen al hambre y la degradación social. Análogamente, reconocemos y respetamos el padecimiento de las personas que sufren algún tipo de malestar o incongruencia con su cuerpo sexuado y con los estereotipos sexuales. Reconocimiento y respeto que incluyen escuchar y decir la verdad: nadie nace en un cuerpo equivocado y el sexo no se puede cambiar.
¿Y cómo hacen con las marchas? ¿O no marchan?
Cuando hay una marcha hay que pensar. Y cuando se actúa, hay que actuar pensando. Nuestro criterio atiende, principal pero no únicamente, al propósito de la marcha, al para qué, a su finalidad. Hay objetivos tácticos, de programa mínimo, como la defensa del presupuesto universitario o el reclamo de justicia por un asesinato. Ese tipo de movilizaciones busca satisfacer una demanda concreta y, aunque sea eventualmente convocada o hegemonizada por partidos burgueses o la burocracia sindical, nos sumamos con la convicción de obtener el triunfo puntual que se busca.
En cambio, cuando una marcha es convocada desde una caracterización política del gobierno (como la marcha «antifascista») o desde una concepción divisionista de la clase trabajadora (una marcha por la salud que deja afuera tanto a los trabajadores del sector privado como a los trabajadores que protestan contra el gobierno peronista en la provincia bonaerense), lo que esa marcha demanda es un recambio del personal político burgués: que se vaya LLA y que vuelva el peronismo. A ese tipo de marchas no vamos.
Hay un tercer tipo de eventos que distinguimos. Se trata del calendario asociado a la lucha de clases, cuyas movilizaciones se parecen a otras marchas pero cuyo contenido es diferente. Nos referimos, puntualmente, al 8 de marzo, al 24 de marzo y al 1° de mayo. Estas fechas tienen algo singular: han nacido de la propia lucha por intereses que nosotros defendemos. Son fechas que han sido contrarias al poder burgués y sobre las que, tardíamente, ese poder ha ensayado la política de infiltrarlas, cooptarlas, apropiarse de ellas.
En este sentido, la disputa por una fecha que es históricamente nuestra, la resistencia a entregarla a nuestros enemigos de clase, es lo contrario a la fallida idea de «resignificar» una convocatoria que nos es ajena desde su concepción. Cuando el peronismo, por ejemplo, desde el poder intentó convertir el 1° de mayo en la Fiesta del Trabajo (y a Perón en «el primer trabajador»), poco margen de maniobra quedaba para hacer más que una resistencia ideológica y teórica. La amplia hegemonía en las organizaciones de los trabajadores de esa época y el crudo régimen represivo impuesto a los opositores no dejaban lugar para otra cosa. En cambio, cuando el partido de la Triple A y el Indulto quiso apropiarse del 24 de marzo, hubo durante más de veinte años dos marchas que reflejaron esta resistencia a entregarles esa fecha a los precursores del secuestro, la tortura, la desaparición y la muerte. Otro tanto sucede con el 8 de marzo: el feminismo no tiene que entregarle la fecha a la misoginia queer, con su reivindicación de la explotación sexual, de la explotación reproductiva y del reemplazo del sexo biológico por el género autopercibido.
Rechazamos las convocatorias que atentan contra la independencia política de la clase obrera y robustecen el poder burgués (cualquiera sea ese poder burgués), a la vez que defendemos las fechas creadas y engrandecidas por la lucha de los trabajadores. Por eso, a diferencia de las marchas electorales del peronismo, en estas fechas nos pronunciamos, las reivindicamos nuestras y organizamos alguna actividad. Mientras que esta acción en sí misma es táctica, la política de no entregar nuestras pocas pero educativas e inspiradoras conmemoraciones, no lo es.
FINAL
Entonces, ¿qué hacer?
Lo que hemos desarrollado hasta acá no es ni demasiado inteligente ni demasiado original. Damos por supuesto que otros compañeros piensan cosas parecidas. La primera tarea es encontrarnos. Otros no piensan las mismas cosas pero se cuestionan el apoyo a las soluciones burguesas. Con ellos también la primera tarea es encontrarnos. Si nos encontramos a conversar es factible que, sobre el fondo de la crisis y apoyados en el respeto y la honestidad intelectual, podamos elaborar acuerdos, sostener una permanencia y apuntar a un proyecto.
Es un momento difícil. En Argentina una gran crisis económico-social desencadenó un fracaso político de envergadura que fue capitalizado por una novedosa fuerza burguesa. Hay que partir de esta realidad y reagruparnos. Eso requiere un programa y una perspectiva. Pensamos que estas propuestas son plausibles. Pero, sobre todo, que se pueden debatir.
Invitamos a ello.
Marzo de 2025.