¿EL GOLPE DE ESTADO DE NAPOLEÓN O LA REVOLUCIÓN DE LENIN Y TROTSKY? De conmemoraciones, rituales y retos al pensamiento y la acción.

¿Hay alguna razón para proponerle a un trabajador, acosado por las miserias del siglo XXI en Argentina, leer y pensar a partir de un libro publicado en Alemania, a propósito de un acontecimiento ocurrido en Francia, más de 170 años atrás? ¿No deberíamos conmemorar una revolución o algo así?

Sucedió en noviembre, ¿sí?

Un día de 1799 se produjo en Francia, que había realizado la gran Revolución diez años antes, el golpe de Estado de Napoleón Bonaparte. Otro día, pero de 1917, el partido Bolchevique se hizo del poder y creó el Estado soviético. Las fechas exactas sufren cierta vaguedad, ya que la conmemoración de la revolución de Octubre no coincide con nuestro mes de octubre, mientras que el golpe de Napoleón aconteció en un mes que ya no existe. Esto nos impone interrogar las efemérides, su utilización y su validez.

El golpe de Bonaparte fue realizado el 18 de Brumario, según el calendario republicano francés. La Revolución de Octubre se llevó a cabo el 25 de octubre del viejo calendario juliano. Traducidas al universal calendario gregoriano –que hoy rige, en todo el mundo, tanto el cobro de subsidios y el ciclo lectivo como el vencimiento de los yogures y las tarjetas de crédito–, las fechas son otras: el 7 de noviembre, la revolución de Lenin y Trotsky; el 9 de noviembre, el golpe de Napoleón.

Al igual que ocurre con los cumpleaños o los signos del zodíaco, se trata de un juego con las fechas del que se espera obtener un resultado. No es que las fechas provoquen algo o posean poder sobre los seres humanos. No. No se trata de algo tan absurdo e irracional como la astrología. Se trata de una ocasión: todo lo interesante que puede pasar en un cumpleaños depende no del calendario sino del aprovechamiento de la oportunidad. La fecha brinda una excusa favorable para la reunión con seres queridos.

La simplificación discreta en el conteo de años de edad (decimos tener una edad expresada con exactitud en un número entero durante un largo período discreto para, al cabo de un ciclo de traslación terrestre, avanzar de un salto al número siguiente) es insignificante. Lo que importa es la ocasión, el momento oportuno. No hay nada detrás de eso. (Esta nadería del aniversario es tan obvia que subyace a la idea de que «Todos los días es el día de la madre» y cosas por el estilo).

Las conmemoraciones son fundamentales en la consolidación de una comunidad. Una revisión periódica (a medida que la comunidad se desarrolla, complejiza y se tensa en su heterogeneidad) de momentos comunes y pretéritos que la unieron. No crea lo común, sino que recrea y recuerda su existencia. Walter Benjamin decía que un calendario mide el tiempo pero no como los relojes, sino como autocomprensión de la propia historia. La conmemoración retrotrae, desde las tensiones del desarrollo de lo vivo, al momento imaginario, mítico, en que todo está por hacerse y todos estamos dispuestos a eso: la independencia para la burguesía; el 1° de mayo para los trabajadores; el cumpleaños para los individuos.

En suma, no estamos hablando de una fecha sino de la oportunidad que la fecha nos brinda. Porque una conmemoración puede ser poco propicia. Por ejemplo, cuando violenta el sentido mismo de la palabra. Conmemorar una efeméride –un acontecimiento registrado en una fecha que se repite cada año– exige memorar-con, recordar con otros. Sin los otros no hay conmemoración.

Claro que la conmemoración puede ser, también, un ritual de «resistencia», a condición de aceptar la marginalidad y mantener como propósito evitar la inexistencia. Mucho del viejo anarquismo se ha recluido en esa premisa: no perecer. Y sigue tozudamente perseverando en no hacerlo. Meritorio, pero lejos de las ambiciones sociales que dieron origen al movimiento. Lo mismo le sucede al guevarismo, con su fusil que siempre apunta y acierta a un pasado del que nada actúa hoy.

Conmemorar no se trata de lo que pasó. Sino de lo que ahora se aspira a que suceda. La otra conmemoración, la que se recluye en los «vastos palacios de la memoria» (como decía Agustín de Hipona), es un rito que dejamos a quienes, de una u otra manera, sienten que todo tiempo pasado fue mejor.

El 18 Brumario de Luis Bonaparte

Por todo eso, en este comienzo del mes de noviembre, no vamos a hablar de Octubre sino de Brumario. Y no porque corresponda sino porque conviene. Dejamos la misa en latín del 7 de noviembre y la insurrección de Octubre pues, como tantas efemérides, la de la revolución rusa parece la misa preconciliar, cuyo valor no estaba en el significado comprendido sino en la repetición de la presencia ritual muda. En lugar del santoral y la liturgia, aprovechamos la oportunidad de usar el 9 de noviembre para curiosear un libro de Marx que remite a esa fecha: El 18 Brumario de Luis Bonaparte, de Carlos Marx.

Comenzamos por estas líneas, del prólogo que Marx agregó al texto en 1869, 17 años después de su primera impresión:

Entre las obras que trataban en la misma época del mismo tema, sólo dos son dignas de mención: Napoléon le Petit, de Víctor Hugo y Coup d’Etat, de Proudhon.

Víctor Hugo se limita a una amarga e ingeniosa invectiva contra el editor responsable del golpe de Estado. En cuanto el acontecimiento mismo, parece, en su obra, un rayo que cayese de un cielo sereno. No ve en él más que un acto de fuerza de un solo individuo. No advierte que lo que hace es engrandecer a este individuo en vez de empequeñecerlo, al atribuirle un poder personal de iniciativa que no tenía paralelo en la historia universal.

Por su parte, Proudhon intenta presentar el golpe de Estado como resultado de un desarrollo histórico anterior. Pero, entre las manos, la construcción histórica del golpe de Estado se le convierte en una apología histórica del héroe del golpe de Estado. Cae con ello en el defecto de nuestros pretendidos historiadores objetivos.

Yo, por el contrario, demuestro cómo la lucha de clases creó en Francia las circunstancias y las condiciones que permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe.1

Ese comentario justifica por qué tomamos este libro. Milei no es un rayo que cayó de un cielo sereno ni es el acto de fuerza de un solo individuo, como piensan los Víctor Hugo del presente. Tampoco es, como creen los actuales Proudhones, el resultado objetivo de la conjunción entre «los medios concentrados» y «una ola internacional de derecha». Consideramos que es necesario hacer otro tipo de esfuerzo indagatorio para comprender la génesis de «las circunstancias y las condiciones que permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe». Veamos no qué hacía sino cómo lo hacía Marx, en qué consistía el método de análisis de «la lucha de clases»:

En la primera revolución francesa, a la dominación de los constitucionales le sigue la dominación de los girondinos, y a la dominación de los girondinos, la de los jacobinos. Cada uno de estos partidos se apoya en el que se halla delante. Tan pronto como ha impulsado la revolución lo suficiente para no poder seguirla, y mucho menos para poder encabezarla, es desplazado y enviado a la guillotina por el aliado, más intrépido, que está detrás de él. La revolución se mueve de este modo en un sentido ascensional.

En la revolución de 1848 es al revés. El partido proletario aparece como apéndice del pequeñoburgués-democrático. Este le traiciona y contribuye a su derrota el 16 de abril, el 15 de mayo y en las jornadas de Junio. A su vez, el partido democrático se apoya sobre los hombros del republicano-burgués. Apenas se consideran seguros, los republicanos burgueses se sacuden el molesto camarada y se apoyan, a su vez, sobre los hombros del partido del orden. El partido del orden levanta sus hombros, deja caer a los republicanos burgueses dando volteretas y salta, a su vez, a los hombros del Poder armado. Y cuando cree que está todavía sentado sobre esos hombros, una buena mañana se encuentra con que los hombros se han convertido en bayonetas. Cada partido da coces al que empuja hacia adelante y se apoya en las espaldas del partido que tira para atrás. No es extraño que, en esta ridícula postura, pierda el equilibrio y se venga a tierra entre extrañas cabriolas, después de hacer las muecas inevitables. De este modo, la revolución se mueve en sentido descendente. [34-5]

Como vemos, Marx compara el ascenso de la burguesía revolucionaria al poder, en 1789, con los movimientos de la burguesía, ya conservadora y contrarrevolucionaria, en 1848-1851, para desviar y derrotar una revolución y, entonces, instalar un gobierno unipersonal, el del Segundo Imperio. Esta idea –sucesiones escalonadas en un sentido y en otro– es muy ilustrativa de nuestra situación actual en Argentina. Aunque Marx no sostiene que esto siempre sea así. De hecho, El Dieciocho Brumario… comienza con una página tan citada como malentendida.

El análisis de la situación concreta: ni siempre sucede lo mismo, ni todo es diferente

Nos referimos, por supuesto, a esa vaga referencia a «alguna parte» de la obra de Hegel sobre la que Marx apoya su retórica para introducir una idea acerca de la historia, que no es la de su repetición (mecánica), sino justamente la de su diferencia (orgánica):

Hegel dice en alguna parte que todos los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, como si dijéramos, dos veces. Pero se olvidó de agregar: una vez como tragedia y otra vez como farsa. Caussidière por Dantón, Luis Blanc por Robespierre, la Montaña de 1848 a 1851 por la Montaña de 1793 a 1795, el sobrino por el tío. ¡Y la misma caricatura en las circunstancias que acompañan a la segunda edición del 18 Brumario!

Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando éstos se disponen precisamente a revolucionarse y a revolucionar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal.

Así, Lutero se disfrazó de apóstol Pablo, la revolución de 1789-1814 se vistió alternativamente con el ropaje de la República Romana y del Imperio Romano, y la revolución de 1848 no supo hacer nada mejor que parodiar aquí al 1789 y allá la tradición revolucionaria de 1793 a 1795. Es como el principiante que ha aprendido un idioma nuevo: lo traduce mentalmente a su idioma nativo, pero sólo se asimila el espíritu del nuevo idioma y sólo es capaz de expresarse libremente en él cuando se mueve dentro de él sin reminiscencias y olvida en él su lengua natal.

Si examinamos esas conjuraciones de los muertos en la historia universal, observaremos en seguida una diferencia que salta a la vista. Camilo Desmoulins, Dantón, Robespierre, Saint-Just, Napoleón, los héroes, lo mismo que los partidos y la masa de la antigua revolución francesa, cumplieron, bajo el ropaje romano y con frases romanas, la misión de su tiempo: librar de las cadenas e instaurar la sociedad burguesa moderna. Los unos hicieron añicos las instituciones feudales y segaron las cabezas feudales que habían brotado en él. El otro creó en el interior de Francia las condiciones bajo las cuales ya podía desarrollarse la libre concurrencia, explotarse la propiedad territorial parcelada, aplicarse las fuerzas productivas industriales de la nación, que habían sido liberadas; y del otro lado de las fronteras francesas barrió por todas partes las formaciones feudales, en el grado en que esto era necesario para rodear a la sociedad burguesa de Francia en el continente europeo de un ambiente adecuado, acomodado a los tiempos. Una vez instaurada la nueva formación social, desaparecieron los colosos antediluvianos, y con ellos el romanismo resucitado: los Bruto, los Graco, los Publícola, los tribunos, los senadores y hasta el mismo César. Con su sobrio practicismo, la sociedad burguesa se había creado sus verdaderos intérpretes y portavoces en los Say, los Cousin, los Royer Collard, los Benjamín Constant y los Guizot; sus verdaderos caudillos estaban en las oficinas comerciales, y la cabeza atocinada de Luis XVIII era su cabeza política.

Completamente absorbida por la producción de la riqueza y por la lucha pacífica de la concurrencia, ya no se daba cuenta de que los espectros del tiempo de los romanos habían velado su cuna. Pero, por muy poco heroica que la sociedad burguesa sea, para traerla al mundo habían sido necesarios, sin embargo, el heroísmo, la abnegación, el terror, la guerra civil y las batallas de los pueblos. Y sus gladiadores encontraron en las tradiciones clásicamente severas de la República Romana los ideales y las formas artísticas, las ilusiones que necesitaban para ocultarse a sí mismos el contenido burguesmente limitado de sus luchas y mantener su pasión a la altura de la gran tragedia histórica. Así, en otra fase de desarrollo, un siglo antes, Cromwell y el pueblo inglés habían ido a buscar en el Antiguo Testamento el lenguaje, las pasiones y las ilusiones para su revolución burguesa. Alcanzada la verdadera meta, realizada la transformación burguesa de la sociedad inglesa, Locke desplazó a Habacuc.

En esas revoluciones, la resurrección de los muertos servía, pues, para glorificar las nuevas luchas y no para parodiar las antiguas, para exagerar en la fantasía la misión trazada y no para retroceder ante su cumplimiento en la realidad, para encontrar de nuevo el espíritu de la revolución y no para hacer vagar otra vez a su espectro. En 1848-1851, no hizo más que dar vueltas el espectro de la antigua revolución… [10-2]

Este pasaje es brillante porque señala cuestiones centrales para los socialistas de diferentes momentos históricos, al hablarnos de la relación pedagógica entre las épocas (una de las causas que justifican la operación de conmemorar). Interrogar qué papel juega el pasado para los revolucionarios: ¿se trata de un recurso explicativo? ¿Un accesorio propagandístico? ¿Una fuente de conocimiento? ¿El insumo nutricio de la revolución? Estas y otras preguntas componen el motivo que nos lleva a destacar, en este artículo, tres aspectos del tratamiento marxista de esa relación pedagógica entre los militantes y el pasado.

En primer lugar, lo que hace al análisis de la dinámica posible de un proceso histórico político. Si Marx se detiene en secuencias de ascenso o descenso de las fuerzas revolucionarias no es para decir que sólo existan estas fuerzas (de hecho, otras cosas sucedieron entre 1800 y 1847). Sino que compara sucesos similares y nos muestra que el arte del análisis se encuentra en determinar la dinámica antes de elegir los ejemplos. Pero a la vez –y en esto se dilatan las cien páginas del libro–, que esa dinámica encadena hechos y protagonistas, causas y efectos, defecciones con triunfos.

Si la caricatura del tío (Napoleón) llegó al poder (Luis Bonaparte) no fue por causalidad, sino porque quienes lo precedieron crearon «las circunstancias y las condiciones» lo volvieron prácticamente necesario, difícilmente evitable. Como el gobierno de Alberto y Cristina con Milei. Pero Marx señala que esa inevitabilidad es la condición de la política burguesa. Que el margen para que otra cosa ocurriera estaba ligado a la posibilidad de que la clase obrera desplegara una política independiente. Y, además de la voluntad de las clases, está su propia estructura, su propia realidad objetiva en el conjunto social. Así, lo inevitable es inevitable bajo ciertos límites de clase, pero no lo es si se franquean esos límites. Este es el hilo rojo que atraviesa todo el libro.

El culto al pasado es un grillete, el futuro es diferente

Cuando nos encontramos en momentos de amenaza, cuando el futuro parece renegar de las promesas que –creíamos– nos había hecho, la idea de volver la vista atrás es tan tentadora como la poca conciencia previa de la lucha en la que estamos embarcados. En una de las peores situaciones del siglo XX, en pleno auge del nazismo, Walter Benjamín escribió sus tesis sobre el concepto de historia2. En la doceava leemos:

El sujeto del conocimiento histórico es la clase oprimida misma, cuando combate. En Marx aparece como la última clase esclavizada, como la clase vengadora que lleva a su fin la obra de la liberación en nombre de tantas generaciones de vencidos. Esta conciencia, que por corto tiempo volvió a tener vigencia con el movimiento Spartacus, ha sido siempre desagradable para la socialdemocracia. En el curso de treinta años ha logrado borrar casi por completo el nombre de un Blanqui, cuyo timbre metálico hizo temblar al siglo pasado. Se ha contentado con asignar a la clase trabajadora el papel de redentora de las generaciones futuras, cortando así el nervio de su mejor fuerza. En esta escuela, la clase desaprendió lo mismo el odio que la voluntad de sacrificio. Pues ambos se nutren de la imagen de los antepasados esclavizados y no del ideal de los descendientes liberados.3

Todos sabemos que Marx no habla de «la última clase esclavizada», sino de la última clase creada para la explotación, la que porta la posibilidad de la liberación de esa misma explotación. El proletariado no preexiste a su explotación ni le debe sus potencias a la empatía con pretéritas clases análogamente expoliadas. Sus referencias al pasado no son mesiánicas. Su ambición no es la venganza. El pasado no es modelo. Ni fuente. El ideal futuro, tampoco. El Manifiesto Comunista culmina declamando:

Las clases dominantes pueden temblar ante una revolución comunista. Los proletarios no tienen nada que perder en ella más que sus cadenas. Tienen en cambio un mundo que ganar. ¡Proletarios de todos los países, uníos!4

Son las cadenas actuales las que motorizarán –o no– las luchas y, quizás, la revolución. Ni el mesianismo vengativo ni los ideales y los modelos mueven a las clases sociales como clases. Eso puede alimentar en parte a la vanguardia, pero sólo si el presente de la clase lo alimenta a su vez. En El Dieciocho Brumario… Marx sostiene, implacable, que las revoluciones de los trabajadores «deben dejar que los muertos entierren a sus muertos» [13]. Sólo así estos procesos «se critican constantemente», «vuelven sobre lo que parecía terminado para comenzarlo de nuevo». Es más:

se burlan concienzuda y cruelmente de las indecisiones, de los lados flojos y de la mezquindad de sus primeros intentos, […] retroceden constantemente aterradas ante la vaga enormidad de sus propios fines hasta que se crea una situación que no permite volverse atrás… [14]

El odio y la voluntad de sacrificio no se aprenden. Mucho menos se olvidan: son un producto del presente (o no son nada más que actos conmemorativos). Nada hay más lejos de esta perspectiva que idolatrar grandes gestas del pasado, celebrar liturgias en honor a algún mártir de la causa socialista o hacer la hagiografía de los heroicos combatientes. Si algo nos interesa de «imitar a Marx» es este examen iconoclasta de los acontecimientos y su revisión crítica de las propias interpretaciones5.

Se olvidó de agregar: una vez como tragedia y la otra como farsa

Un segundo aspecto del tratamiento marxista de esa relación pedagógica con el pasado se encuentra en la ya citada frase acerca de la repetición de la historia, primero como tragedia y luego como farsa. Dijimos que el énfasis de Marx está puesto en la diferencia, no en la repetición. Y leemos allí un guiño a la formación de los militantes. No hay ninguna «ley» histórica que obligue a la decadencia, a la farsa, de la segunda «repetición». Se trata de una fórmula literaria. Rebatible con literatura. Como escribe Borges en «Biografía de Tadeo Isidoro Cruz»:

Cuéntase que Alejandro de Macedonia vio reflejado su futuro de hierro en la fabulosa historia de Aquiles; Carlos XII de Suecia, en la de Alejandro. A Tadeo Isidoro Cruz, que no sabía leer, ese conocimiento no le fue revelado en un libro; se vio a sí mismo en un entrevero y un hombre.

Nadie decae ni es farsesco en esa serie, porque ninguna ley histórica así lo exige. Ante la diferencia entre la tragedia y la farsa se ha hecho bastante hincapié en el carácter propio de cada género dramático y bastante poco en que el agregado de Marx es la propia diferencia entre ambos términos. Marx anticipa, al incorporar la diferencia, que va a analizar un período comparándolo con otro pero que hay cuidarse bien, cuando se trata de historia, de creer que son lo mismo o la repetición de lo mismo.

Al repetir con diferencias, Marx observa que para el análisis histórico y para el análisis político son tan importantes las secuencias similares como las discontinuidades. Y que nunca nos encontraremos con un proceso sin antecedentes, de la misma manera que tampoco daremos con la repetición exacta de hechos ya sucedidos. Incluso alerta al lector. Mientras que su pluma juega con la magia de las formas, las imágenes y las apariencias que se repiten (y nos señala que suele ser así), su rigor teórico las atraviesa y llega hasta el fondo de las clases sociales que sostienen y explican los movimientos en el teatro de la política.

Marx juega con la destreza de su pluma y la belleza de su estilo. La revolución no puede sacar su poesía del pasado, sino solamente del porvenir. No puede comenzar su propia tarea antes de despojarse de toda veneración supersticiosa por el pasado… Pero es consciente de que la lucha revolucionaria y la acción política necesitan claridad y precisión tanto o más que satisfacción estética6. Por eso, mientras no escatima lo primero (con sus giros, imágenes y analogías), nos brinda –en detalle– lo segundo con explicaciones escrupulosas, vínculos causales, nombres propios y fechas exactas. Veamos un ejemplo.

Había dos fracciones dinásticas en la Francia del siglo XIX: legitimistas y orleanistas. Cada una pugnaba por restituirle la Corona a un candidato distinto. Cada una tenía, además de argumentos para la sucesión, banderas, símbolos, partidarios distintos, todo eso que hoy recibe el nombre oscurantista de «identidad política». Marx escudriña el asunto:

Sin embargo, examinando más de cerca la situación y los partidos, se esfuma esta apariencia superficial, que vela la lucha de clases y la peculiar fisonomía de este período.

Legitimistas y orleanistas formaban, como queda dicho, las dos grandes fracciones del partido del orden. ¿Qué era lo que hacía que estas fracciones se aferrasen a sus pretendientes y las mantenía mutuamente separadas? ¿Serían tan sólo las flores de lis y la bandera tricolor, la Casa de Borbón y la Casa de Orleáns, diferentes matices del realismo o, en general, su profesión de fe realista? Bajo los Borbones había gobernado la gran propiedad territorial, con sus curas y sus lacayos; bajo los Orleáns, la alta finanza, la gran industria, el gran comercio, es decir, el capital, con todo su séquito de abogados, profesores y retóricos.

La monarquía legítima no era más que la expresión política de la dominación heredada de los señores de la tierra, del mismo modo que la monarquía de Julio no era más que la expresión política de la dominación usurpada de los advenedizos burgueses. Lo que, por tanto, separaba a estas fracciones no era eso que llaman principios, eran sus condiciones materiales de vida, dos especies distintas de propiedad; era el viejo antagonismo entre la ciudad y el campo, la rivalidad entre el capital y la propiedad del suelo.

Que, al mismo tiempo, había viejos recuerdos, enemistades personales, temores y esperanzas, prejuicios e ilusiones, simpatías y antipatías, convicciones, artículos de fe y principios que los mantenían unidos a una u otra dinastía, ¿quién lo niega? Sobre las diversas formas de propiedad y sobre las condiciones sociales de existencia se levanta toda una superestructura de sentimientos, ilusiones, modos de pensar y concepciones de vida diversos y plasmados de un modo peculiar. La clase entera los crea y los forma derivándolos de sus bases materiales y de las relaciones sociales correspondientes. El individuo suelto, a quien se le imbuye la tradición y la educación, podrá creer que son los verdaderos móviles y el punto de partida de su conducta.

Aunque los orleanistas y los legitimistas; aunque cada fracción se esforzase por convencerse a sí misma y por convencer a la otra de que lo que las separaba era la lealtad a sus dos dinastías, los hechos demostraron más tarde que eran más bien sus intereses divididos lo que impedía que las dos dinastías se uniesen. Y así como en la vida privada se distingue entre lo que un hombre piensa y dice de sí mismo y lo que realmente es y hace, en las luchas históricas hay que distinguir todavía más entre las frases y las figuraciones de los partidos y su organismo efectivo y sus intereses efectivos, entre lo que se imaginan ser y lo que en realidad son.

Orleanistas y legitimistas se encontraron en la república los unos junto a los otros y con idénticas pretensiones. Si cada parte quería imponer frente a la otra la restauración de su propia dinastía, esto sólo significaba una cosa: que cada uno de los dos grandes intereses en que se divide la burguesía –la propiedad del suelo y el capital– aspiraba a restaurar su propia supremacía y la subordinación del otro. Hablamos de dos intereses de la burguesía, pues la gran propiedad del suelo, pese a su coquetería feudal y a su orgullo de casta, estaba completamente aburguesada por el desarrollo de la sociedad moderna. [38-40]

En la misma perspectiva de análisis materialista, Marx no cede a los cantos de sirena del Estado burgués. En cambio, comprende su rol como factor de consolidación de la estructura de gobierno, no sólo a través de las bayonetas sino también de la burocracia. Y lo hace con un análisis que nos resulta muy útil para pensar la fuente de poder del actual gobierno en Argentina (y de los gobiernos anteriores), aun en su debilidad institucional en cargos electivos:

De otro lado, el presidente, con todos los atributos del poder regio, con facultades para nombrar y separar a sus ministros, independientemente de la Asamblea Nacional, con todos los medios del poder ejecutivo en sus manos, siendo el que distribuye todos los puestos y el que, por tanto, decide en Francia la suerte de más de millón y medio de existencias, que dependen de los 500.000 funcionarios y oficiales de todos los grados. Tiene bajo su mando todo el poder armado. Goza del privilegio de indultar a delincuentes individuales, de dejar en suspenso a los guardias nacionales, de destituir, de acuerdo con el Consejo de Estado, los consejos generales y cantonales y los ayuntamientos elegidos por los mismos ciudadanos. La iniciativa y la dirección de todos los tratados con el extranjero son facultades reservadas a él. [25]

Los artistas e intelectuales, ausentes en el análisis

El tercer aspecto es el siguiente. Marx coloca en su sitio una dimensión de las relaciones sociales que el progresismo agita hoy como terreno privilegiado de «la lucha»: la cultura, las ideas, las costumbres, los amigos y los aliados… ¿Qué rol juegan en El Dieciocho Brumario…? El de supuraciones propias de cada manera de reproducir la vida, para las clases y para las fracciones de cada clase. Lo que se imaginan ser y lo que realmente son. Mucho más necesaria es esta manera de abordar las cosas cuando las veleidades identitarias cubren de hollín esta cuestión y la oscurecen. Si en el siglo XIX los resabios de las tradiciones feudales nublaban el entendimiento, en el siglo XXI una renovación del oscurantismo hace reverdecer las identidades y complica el trabajo necesario del esclarecimiento de las particularidades y del problema que suponen para lograr mayor conciencia de clase.

El análisis de Marx no recurre más que una sola vez a la palabra «intelectuales», dentro de una serie de oficios y actividades, una sola a «literatos» y estamos hablando de una época en la que los personajes importantes del mundo de la cultura no eran pocos (los pintores, escultores, escritores y músicos de ese período histórico son de los renombrados de la cultura general). Sólo menciona a dos: al gran Víctor Hugo y a Eugenio Sue; al primero, por una carta presentada en la Asamblea Nacional; al segundo, por su elección en esa misma Asamblea. Hay una mención más. Dice al describir la furia del poder ejecutivo contra la prensa:

Más inequívocamente todavía que el divorcio con sus representantes parlamentarios, ponía de manifiesto la burguesía su furia contra sus representantes literarios, contra su propia prensa. Las condenas a multas exorbitantes y a desvergonzadas penas de cárcel con que los jurados burgueses castigaban todo ataque de los periodistas burgueses contra los apetitos usurpadores de Bonaparte, todo intento por parte de la prensa de defender los derechos políticos de la burguesía contra el poder ejecutivo, causaban el asombro no sólo de Francia, sino de toda Europa. [91]

Nos encontramos con que, para Marx a mediados del siglo XIX, cuando la forma artesanal de la actividad cultural estaba en su apogeo, ésta no presentaba la suficiente importancia ni interés como para otorgarle un lugar destacado en el análisis. Como sí ocurre con campesinos, burgueses grandes o pequeños, funcionarios estatales, militares, curas e, incluso, lúmpenes y desclasados. A los escritores, intelectuales o cualquier forma de eso que hoy se denomina «frente cultural», no le dedica una palabra.

Detengámonos un momento a considerar esto. Si cuando existían intelectuales y artistas independientes relevantes (es decir artesanales, pequeñoburgueses) el análisis marxista los dejaba al margen, ¿por qué, en una sociedad sumergida de lleno en la gran industria, tendría hoy importancia adjudicarles un papel sustancial y destacado? ¿Qué diagnóstico empujaría a hacerlo ahora cuando, una de dos, o bien son asalariados (y entonces hay que incluirlos en el gran trazado de la independencia de clase), o bien son pequeños emprendedores (entonces se encuentran reclamando el cobijo particular del Estado de un país empobrecido)?

Sea como fuere, la potencia social de ese sector particular ha menguado y su inclusión en la clase trabajadora es cada vez más imperiosa para la defensa de su reproducción vital7.

Al final, un principio

Llegamos a un final que nos devuelve al principio. Aprovechamos la ocasión de conmemorar el golpe de Napoleón, relacionado con el de su sobrino, y analizado por Marx porque nos es útil. Y la mayor importancia de releer ese texto se encuentra en esta afirmación inicial:

Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidos por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos.

El pasado únicamente nos lega condiciones. Y las generaciones muertas oprimen nuestro cerebro como una pesadilla. El análisis, tanto del pasado histórico como de lo que ha sucedido anteayer, es necesario para hacer nuestra propia historia sobre esas circunstancias heredadas. Pero a condición de saber que los trabajadores socialistas deben comprender aquellas circunstancias con que se encuentran directamente.

De su correcta interpretación, que no es una deducción derivada de leyes exactas, se desprenderá la posibilidad de hacer nuestra propia historia.

NOTAS:

1Marx, C., El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, Madrid, Fundación Federico Engels, 2003, pp. 5-6. Resaltado original. Las citas son de esta edición online. En adelante, colocamos el número de página, entre corchetes, al final de cada cita.

2 Hablamos del final de las vidas paralelas de Benjamin y Trotsky en «Interrogar nuestra militancia», segunda parte del tríptico Las dos vidas del trotskismo.

3 Benjamin, W., Tesis sobre la historia y otros fragmentos, trad. Bolívar Echeverría, UACM, México, 2008, pp. 48-9.

4 Marx, K. y Engels, F., El Manifiesto Comunista, trad. Grupos de traductores de la Fundación Federico Engels, Madrid, Fundación Federico Engels, 2004, p. 65.

5 Para una serie de rasgos marxistas a reivindicar, «Imitar a Marx».

6 Sobre la diferencia entre metáfora y concepto escribimos «El Conde: una película chilena y una metáfora universal».

7 Ver «¿Qué hacemos con la cultura? Arte y educación en el capitalismo argentino». También «El arte del trotskismo».

1 comentario en “¿EL GOLPE DE ESTADO DE NAPOLEÓN O LA REVOLUCIÓN DE LENIN Y TROTSKY? De conmemoraciones, rituales y retos al pensamiento y la acción.”

  1. Gran párrafo:
    “… demuestro cómo la lucha de clases creó en Francia las circunstancias y las condiciones que permitieron a un personaje mediocre y grotesco representar el papel de héroe”
    (Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, 1851-1852).

    En mi opinión las conspiraciones son producto de la historia (y la historia es la huella de la lucha de clases), y no es que la historia sea un resultado de las conspiraciones

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