EDITORIAL N°2: Leña del árbol torcido

Durante un año… quizá durante algunos meses… tal vez hasta el ajuste a los jubilados apenas asumió el gobierno… el kirchnerismo se sostuvo aferrado a una especulación: ser el representante de los sectores más desfavorecidos del país. A pesar de todas las políticas injuriantes contra las mismas capas sociales que dice representar, el kirchnerismo no cesó de advertir que era el único antídoto contra el retorno de «la derecha».

Esa especulación iba a contramano del proceso real que vivíamos en simultáneo. Porque durante los 3 años de gobierno del Frente de Todos, en los que hubo desidia ante la catástrofe sanitaria, un brutal ajuste económico contra la clase obrera ocupada y desocupada, una pérdida sensible del poder adquisitivo y una arrasadora precarización de las condiciones laborales (el empleo aumentó junto con la pobreza y la indigencia), decenas de desalojos en la provincia de Buenos Aires –como en Guernica– sin correlato de construcción de viviendas (ni investigación sobre los lujosos barrios privados ilegales que habita lo más recoleto de la población bonaerense), varias desapariciones forzadas seguidas de muerte como la de Facundo Astudillo Castro (cuyo cadáver apareció en un cangrejal bajo el gobierno peronista de Axel Kicillof) y Luis Espinoza (cuyo cadáver apareció en un barranco, bajo el gobierno peronista de Juan Manzur), «suicidios» en las cárceles como el de Florencia Magalí Morales (cuyo cadáver apareció en una comisaría, bajo el gobierno peronista de Alberto Rodríguez Saá), en fin, durante los 3 años de gobierno del Frente de Todos la única bandera que flameó altiva y constante, la principal preocupación de ese sector, ha sido la denuncia por la situación judicial de «La Jefa».

Si tenemos en cuenta el litigio que le permitió a Cristina Fernández de Kirchner acceder a dos jubilaciones de privilegio (recordemos que en julio de 2022 sumaban 4 millones de pesos por mes), si tenemos en cuenta sus discursos y sus tuits, sus desplantes al Presidente, los jugosos cargos y presupuestos que reparte, sus causas judiciales por corrupción y, como si fuera un guión escrito por ella misma, el atentado fallido, vemos que toda la vida política del peronismo gira más o menos en torno a la figura de CFK, sus humores y el «lawfare». De manera que el Frente de Todos se alejó de los intereses de sus supuestos representados no sólo en la práctica sino también en el discurso. El peronismo ya no afronta los problemas de la población ni con políticas ni con retórica.

Claro está que, a falta de respuestas y soluciones para los interrogantes y problemas del país, la contracara burguesa del Frente de Todos, Juntos por el Cambio, disfruta entregándose al mismo vals, como la nobleza disfrutaba del abrazo danzante en los salones de Viena. O, en una metáfora más adecuada, como la troupe de Cha Cha Cha disfrutaba en 1995 la apertura de Dancing en el Titanic.

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Eso no es todo lo que sucede en este país, por supuesto. Las elecciones de medio término golpearon duramente la convicción que le adjudicaba a CFK la representatividad incuestionable de las masas empobrecidas (y en vías de un mayor empobrecimiento). Sin embargo, entre la pertinaz inacción de Alberto Fernández y los arrebatos de víctima patotera de CFK, el Frente de Todos ha conseguido posponer, hasta ahora, el pago de las cuentas de la catástrofe: todavía conserva los resortes del poder estatal y del flujo económico conquistados, mientras cínica e incoherentemente critica las medidas que el gobierno, del que es parte ejecutiva, aplica.

Anegado entre la desidia, el guitarreo y la impericia, el Presidente aplica el Teorema de Felipe Solá –para sobrevivir en política «Hay que hacerse el boludo»– y espera. Desde hace meses su principal actividad consiste en contemplar el paso del tiempo. ¿Para qué? Primero, para finalizar su mandato, algo que por momentos no pareció estar asegurado. Segundo, para ver si, en ese revoleo final de su gobierno, los demás aspirantes se anulan entre sí y él puede lanzar su reelección. No se ve como algo probable pero tampoco parecía probable que Mauricio Macri, después de su gestión, alcanzara el 40% de los votos. Y es que, en estos casos, los milagros se producen por catadura de los otros, más que por propias virtudes.

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A fin de año ocurrieron dos hechos muy importantes para pensar la situación del país: el fallo que condenó por corrupción a Cristina y el título mundial obtenido por la Selección masculina de fútbol. Ninguno de los dos hechos fueron consecuencia de decisiones políticas o económicas, en el sentido estricto del término.

Con tasas de pobreza del 40% y una inflación anual que ronda el 100%, los anuncios económicos parecen episodios de una previsible serie de terror. Nadie se conmueve si la inflación resulta ser un poco más o un poco menos que el mes anterior, porque es espantosamente alta desde hace años. Tampoco produce conmoción que la ministra de Economía permanezca sólo 24 días en su cargo. Todo da lo mismo, nada se destaca como una mejora. Igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches, pero sin la mezcla de burros con profesores o de Biblias con calefones: todo está igualmente mal, en un fango donde sólo parece haber burros y calefones.

Todo… excepto los dos hechos que señalamos. El fallo judicial es destacable por la decepción cosechada tras la siembra de advertencias: «¡Si la tocan a Cristina, qué quilombo se va a armar!». Pero resultó que cuando la tocaron, sin pudor ni disimulo, condenándola por «chorra», no hubo quilombo ni lamento (Lo que más bronca me da / es haber sido tan gil): no pasó absolutamente nada. La niebla de incertidumbre que los resultados de 2019 dejaron en el aire se plegó sobre sí misma, oscureciendo de nuevo y con mayor intensidad el panorama político. Porque si «no pasó nada» significa que el peronismo no pudo hacer que «pasara algo» cuando tocaron a la Jefa. Leemos en este hecho que cierta fidelidad, cierta «lealtad», de los sectores más desfavorecidos está rota. Y esta fractura puede ser irremediable.

En cuanto al otro acontecimiento, la obtención del título mundial en fútbol masculino, fue el exacto reverso del fallo judicial: la reacción de la clase obrera consistió en salir a las calles, exultante de alegría y hambrienta de unidad, deseosa de tener «algo bueno» de lo que poder aferrarse, «algo bueno» que considerar como auténticamente propio, «algo bueno» imposible de ser arrebatado, imposible de perderse, imposible de ser una falsa ilusión, «algo bueno», en fin, que poder disfrutar colectivamente, con gente conocida y gente desconocida. Millones de trabajadoras y trabajadores que integran los sectores más desfavorecidos del país, esos millones supuestamente representados por Cristina, La Cámpora y la marencoche nac&pop, junto a millones de trabajadoras y trabajadores de los sectores más acomodados del país, esos millones supuestamente ubicados al otro lado de «la grieta», «odiadores fanáticos» que votarían a Patricia Bullrich, a Mauricio Macri o a Javier Milei. Todos esos millones en las calles. En las mismas calles. Dejando al desnudo, para quien pudiera y quisiera mirar y escuchar, que «la grieta» es un problema que no le preocupa ni le importa a la enorme mayoría de la población.

Tal vez porque los problemas que sí preocupan a la clase trabajadora en Argentina sean los de la subsistencia en riesgo. Tal vez por eso la alegría que desbordó las casas y las calles y las pantallas fue una alegría totalmente ajena al escenario teatral de la política burguesa. Con picardía, quienes alimentan y agitan a diario la falsa oposición irreconciliable eligieron callarse, o hablar de «unidad». Los «halcones» de ambas coaliciones burguesas se mostraron como lo que son: caranchos al acecho de los despojos.

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Hubo una tercera movilización masiva, tras el atentado fallido contra CFK. Pero la movilización fue «En defensa de la democracia», no en defensa de Cristina. El documento leído en Plaza de Mayo por ministros del Gabinete nacional, junto a Madres y Abuelas, gobernadores y dirigentes sindicales, decía: «no queremos que la intolerancia y la violencia política arrasen con el consenso democrático que hemos construido desde 1983 a la fecha… El pueblo argentino está conmovido, impactado por lo ocurrido, incluyendo a millones que no simpatizan con Cristina ni con el peronismo». La población leyó en el fallido atentado una amenaza a las garantías democráticas, fundamentalmente. La probable inclusión de Argentina, 1985 entre las nominadas para el Óscar –película que, deliberadamente, supo gambetear ambos lados de «la grieta»– y la coincidencia entre México´86 y el Óscar a La historia oficial, refuerzan simbólicamente esa agenda del sentido común que tiene a la democracia como fundamento indiscutible e innegociable de cualquier propuesta política.

Sin embargo, tenemos que decir que ese sentido común se apoya en una confusión. Con la democracia «se come, se cura y se educa» tanto como en una monarquía constitucional (Reino Unido, España, Países Bajos, Noruega, Dinamarca, Suecia…), en una dictadura (China, Cuba, Venezuela, Laos, Corea del Norte…) o en países donde ni siquiera existen partidos políticos (Arabia Saudita, Qatar, Emiratos Árabes, Kuwait, Vaticano…). Porque la realidad de los servicios y bienes que usamos y consumimos no depende del régimen político sino del modo de producción. Es el capitalismo, no la democracia. Cuando se habla de «los límites de la democracia» porque «hay asignaturas pendientes» en materia de alimentación, vivienda, salud, educación, seguridad, etc., se trata en verdad de los límites del capitalismo, que es el sistema a través del cual se producen las condiciones materiales de vida de la población.

La democracia es el último bastión del consenso burgués, el punto en el que cualquier argumento crítico es acusado de «discurso de odio». Es el muro temático con el que se pretende ocultar –para no discutir– aquello que ni siquiera se nombra: el capitalismo.

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En 1978 no había manera de evitar que Jorge Rafael Videla entregara la Copa en el mismo estadio en que se disputó la final. En cambio, en 1986 los campeones regresaban del exterior: llegaban a un país que vivía con entusiasmo la «Primavera alfonsinista», que vivía jubilosamente la «Fiesta de la Democracia». De manera que ninguna de las partes tuvo inconvenientes para concurrir a la Casa Rosada, el todavía prestigioso centro político del país, reconocido por todo el arco político nacional. La expresión «Presidente de todos los argentinos» era aceptada con solemnidad, como una conquista de la apertura democrática: el que gana, gobierna. Pero la crisis económica y el peronismo demolieron ese criterio en el primer semestre de 1989.

Esta vez, en 2022, con una necesidad más profunda y sostenida de festejar algo en común, con independencia de una falsa división, estéril y ajena, como es «la grieta», los ganadores del Mundial y los millones de personas que salimos a la calle parecíamos haber pactado un acuerdo tácito: que los políticos quedaran excluidos. Cuando el «Que se vayan todos» era cantado a los gritos frente al Congreso de la Nación, hace dos décadas, había una impugnación activa de los políticos. En cambio, este festejo por la Copa sucedió ninguneando a todos los partidos políticos del régimen, en una apatía generalizada que nos recuerda bastante a la década de los noventa. La letra de la canción «Muchachos…», escrita por un profesor de teología, tiene una sola referencia política: «los pibes de Malvinas». No hay más próceres que un par de futbolistas, no hay más padres fundadores que «Don Diego y la Tota», no hay un solo personaje histórico de la política, no hay siquiera una reivindicación de la soberanía territorial: lo que «jamás olvidaré» es a «los pibes de Malvinas», no a las islas. La letra ni exige que se vayan todos ni pide que se quede alguien: «Ahora nos volvimos a ilusionar» con algo que no tiene nada que ver con decisiones políticas o económicas.

El itinerario del micro que llevaba a la selección converge con estas reflexiones. Aunque los jugadores hayan recorrido sólo una porción del trayecto que iba desde el aeropuerto hasta el centro porteño, y aunque buena parte de la hinchada multitudinaria se haya distribuido a lo largo del camino, los extremos que lo definían, Ezeiza y el Obelisco, gambeteaban los emblemas y las sedes administrativas del Estado burgués. La poca participación del gobierno en la coordinación de ese recorrido sirvió únicamente para explicarle a todo el mundo, mediante la impericia y la estupidez, por qué el ómnibus tenía que eludir al Estado y su gobierno, por qué tenía que evitar las locaciones simbólicas de la política y por qué debía rechazar cualquier tipo de contacto entre el festejo que hermanaba a los exitosos campeones con la manifestación de alegría de las masas, y los fracasados políticos burgueses en su caranchismo esencial.

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El ganador relativo de toda esta situación es Horacio Rodríguez Larreta. Porque a su apuesta por bajar el tono de confrontación y presentarse abocado exclusivamente a la administración, le sumó el triunfo judicial de su recurso de amparo sobre los fondos de coparticipación. Triunfo que no radica tanto (aunque sea importante) en la recuperación de fondos como en el fortalecimiento de su apuesta por superar «la grieta». Aparentemente, ha conseguido leer la situación con mayor claridad que el resto y se ha colocado en la línea por la que pasa el sentimiento mayoritario de la clase trabajadora en Argentina: la necesidad de un poco de paz, el anhelo de estabilidad. Si nadie puede arreglar las cosas, que por lo menos gobierne alguien que no las empeore. Sin prever qué tipo de enroque harán los gobernadores entre sí, y si alguno de ellos aparecerá como candidato expectante, da la impresión de que, entre los políticos nacionales, los dos mejor posicionados son el mentado Larreta y, claro, Sergio Tomás Massa.

Ambos expresan esa medianía personal y administrativa, desideologizada, que aparenta practicidad y capacidad de gestión, que aparece como la mejor garantía para obtener algún tipo de estabilidad. Aunque más no sea, una estabilidad miserable (como la que se avecina). El problema de Massa es que, así como puede movilizar recursos, tiene que hacerse cargo de la crisis económica y, simultáneamente, nivelar a Cristina. Los «halcones» de ambas coaliciones (Pato y Cristina, Máximo y Mauricio) son elementos incómodos, molestos, que componen fuerzas de negociación importantes: no por sus ambiciones de poder ni por el ejercicio del poder que ya detentan, sino por la capacidad que tienen para erosionar las posibilidades de triunfo de sus propios candidatos mediocres. Pero ocurre que estos halcones expresan, hoy, un conjunto de sentires y expectativas que forman parte del pasado. Nos preguntamos si, fuera de Twitter y los multimedios oficialistas y opositores, «la grieta» le importa a alguien.

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Sin embargo, aunque el peronismo no puede hacer que sucedan las cosas que pretende y necesita, mantiene su capacidad para impedir. Por ejemplo, impide que la clase obrera avance hacia un mayor bienestar. En este sentido, en su esencia, el peronismo sigue siendo el principal obstáculo para que nuestras luchas consigan beneficiar la vida del conjunto de la población. Como sucedió a comienzos de los años 70, cuando Perón fue convocado para cerrar (con la Triple A) el ciclo insurreccional iniciado en el 69. Como sucedió a finales de los 80, cuando contuvo (a través de la burocracia sindical y el manejo de las instituciones representativas) a los mismos trabajadores que le habían hecho 13 paros generales a Alfonsín, y realizó en los años 90 el proyecto de reforma estructural que la burguesía reclamaba y que sólo un gobierno peronista podía concretar. Como sucedió en 2002, cuando estabilizó la economía mediante un tremendo ataque al nivel de vida la clase obrera, con una represión de la que la Masacre de Puente Pueyrredón fue apenas su ejemplo más obsceno. En todos los casos, como siempre, el peronismo (con su control de los organismos de masas y del aparato institucional del Estado) ha sido y es el gran obstáculo para quienes nos proponemos luchar por una mejora sensible en nuestras vidas y las de quienes nos rodean. El peronismo no puede arreglar el país. Pero puede evitar que se desarrollen soluciones para el conjunto de la clase trabajadora.

La novedad que asoma en estos años es que la trampa en la que la clase obrera tiene enredada su independencia política parece ya no representarla. Parece que ya no se cifran allí las expectativas y esperanzas de una vida mejor. Parece que el peronismo ya no puede hacer otra cosa que limitarse a contener, sujetar, atascar, reprimir.

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No podemos prever con exactitud qué rumbo tomarán las cosas. Lo que sí podemos definir es hacia dónde queremos que vayan. Lo que sí podemos definir es qué hacer. Hoy las fuerzas combativas de la clase trabajadora están sujetadas por tres cadenas: el grillo infame de los dirigentes peronistas, el ataque sistemático de las patronales en la relación cotidiana y el paquete de medidas económicas que demuele con inflación nuestras expectativas vitales.

Por su parte, los «halcones» de ambas coaliciones pierden representatividad entre la población, frente a los problemas que nos acosan.

Es el momento de hacer leña del árbol caído. Bah, no está todavía «caído». Pero está inclinado, torcido. Leña del árbol torcido. Eso queremos. Si la burguesía tiene que renunciar a la polarización aparente para mantener la hegemonía burguesa, entonces tenemos que profundizar la polarización real entre explotadores y explotados. Primero: porque es nuestro programa (un proyecto de cambio radical en las relaciones de producción). Segundo y fundamentalmente, porque es una oportunidad para que la radicalidad socialista no sea eclipsada por «la grieta», ese Titanes en el Ring sobre el que se representan las engañosas, simuladas, falsas peleas interburguesas.

Así es. Cuando el conjunto de la clase obrera tiende al centro del arco político aparece una buena oportunidad para proponer la independencia extrema de la clase con respecto a nuestros explotadores. La hegemonía suele extenderse en dos situaciones: cuando se vive bastante bien, eso a lo que se llama «Estado de Bienestar»; o, como en nuestro caso, cuando se vive tan mal y las opciones conocidas se encuentran tan desprestigiadas que se produce un retraimiento generalizado de la esperanza. Porque es muy difícil luchar sin esperanza: en el agotamiento que causan los golpes de la realidad, y sin alternativas a la vista, predominan los anhelos de paz, tranquilidad, consenso, unidad, trabajo, respeto… Que no me rompan las bolas. Aunque no existan condiciones reales para conseguir paz y trabajo con las recetas que ya conocemos.

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Tenemos que asumir que, mucho antes de ser mayoría, hay que ser una minoría. Y el camino para serlo, para pasar de un grupo casi sin incidencia en la vida política nacional a uno con el que haya que negociar o al que haya que tener en cuenta (eso es una minoría) no es un camino corto ni en línea recta.

El ejemplo de Milei-Espert, en términos de estrategia rupturista, nos ofrece una lección. Mientras Milei caracteriza a Larreta de «comunista» y clava una daga en el espacio de Juntos por el Cambio (entre lo que algunos votantes quieren escuchar y lo que algunos candidatos con chances pueden declarar), el FITU caracteriza a Cristina como «lo otro de la derecha», lo que no es «la derecha» pero tampoco es de izquierda. De esta manera, mientras Milei fabrica una minoría extremando posiciones hacia la derecha, el FITU no extrema posiciones hacia la izquierda sino que desplaza su «marxismo» hacia el campo gravitacional del peronismo.

Quienes somos socialistas podríamos tomar la lección de Milei para poner en práctica una estrategia mucho más sólida, ya que podemos ofrecerle al resto de la población argumentos más poderosos. Debemos echar mano a tácticas de construcción de una minoría, no proponernos una estrategia propia de mayorías consumadas: una mayoría exige aparato y punteros, millones de dólares para bancar una sólida plataforma publicitaria que haga conocido un nombre y su rostro para la amplia mayoría de la población. Una minoría fuerte, en cambio, se consolida contrastando con mayorías indefinidas, imprecisas, vagas. Por eso nuestro presente es un momento propicio para hacer leña del árbol torcido. Si el peronismo fue siempre un obstáculo para la construcción socialista –ésa es su función histórica principal–, debemos astillar ese obstáculo cada vez que se nos ofrezca la oportunidad.

Tenemos que explicar, con paciencia y claridad, que cada aspecto de la vida se complica y se resiente por servir a una norma todopoderosa y omnipresente: la ganancia de los patrones. Como sucedió, por ejemplo, con las vacunas: por favorecer a dos grupos de empresarios nacionales (y con la excusa de «la soberanía») se postergó por varios meses la llegada de vacunas que ya estaban disponibles, permitiendo miles y miles de muertes innecesarias y evitables.

Nuestra propuesta inicial, la que abre todo diálogo y permite alguna construcción, consiste en afirmar que el socialismo es la única manera de no seguir perdiendo calidad de vida, de no seguir entregando nuestras pasiones y placeres para que hagan con ellas un negocio, de no vivir con la zozobra de que toda enfermedad es muerte o incapacidad por falta de recursos. Queremos recuperar, como mínimo, las expectativas que existían sólo un par de generaciones atrás, en este mismo país. Expectativas que daban por supuesto que la gente merece vivir en su propia casa y embellecerla. Socialismo es lograr que las trabajadoras y trabajadores podamos planificar salir a divertirnos a algún lugar y regresar con tranquilidad, sin que en esa aventura arriesguemos la vida y sin otra preocupación que tratar de pasarla bien.

Hoy nos dicen que eso es imposible, que hay que ajustarse el cinturón y seguir sufriendo –lo dice el peronismo, especialmente, con sus medidas de gobierno–. Pero es tiempo de decir que sí es posible. Que al luchar, organizadamente, por esos objetivos, es muy probable que los alcancemos y vayamos aun más lejos. Pero que, si no luchamos, es muy probable que terminemos por perderlo todo.

Vida y Socialismo,

21 de enero de 2023.

Imagen principal: Los leñadores (1780), Francisco de Goya.

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