Un mes de posible disfrute común
Para quienes nos gusta el fútbol, el mes del Mundial es el anuncio de un período de gran disfrute, amenazado por una interrupción abrupta: la eliminación. Reúne condiciones que elevan la satisfacción brindada por el espectáculo deportivo. Una de ellas es su infrecuencia, que nutre de excepcionalidad a la convención de que jugamos por algo importante. Decir «convención» parece llevarnos a pensar que cualquier cosa puede estar ahí. Pero no. Esa convención se inscribe en nuestra biografía, en nuestra vida efectivamente vivida, en la que el fútbol ocupa un espacio de interés y de disfrute que no ocupan, por ejemplo, el béisbol (que muchos desconoceríamos si no fuera por Hollywood), el hockey sobre hielo (principal deporte en Canadá) o el cricket (que es seguido por 2.500 millones de seres humanos en todo el mundo). Es cierto que a muchas personas no les gusta el fútbol. Hay quienes, por ejemplo, se dejan atrapar por la música y su pasión. Acaso un gran recital provoque un sentimiento de comunión similar al del fútbol, pero mucho más restringido en su número si lo comparamos con un Mundial en el que a la selección nacional le va bien.
Además, para quienes nos tocó nacer y crecer en Argentina, el Mundial representa la posibilidad de hinchar por un equipo propio en un torneo de estrellas que disputan el mejor fútbol del planeta. Al otro campeonato de estrellas, la Champions League europea, sólo podemos verlo a la distancia; ningún equipo es nuestro equipo (aunque no faltan aquí hinchas del Liverpool, como no faltan en España hinchas de Boca). Pero durante el Mundial, muy excepcionalmente, algo que sentimos «nuestro» puede competir, con alguna posibilidad de éxito, internacionalmente. Esta exagerada importancia otorgada a la representación de una asociación deportiva es un indicador de la insignificancia de nuestro país en cualquier otro orden. Fundamentalmente, en todos los relevantes: estabilidad económica, nivel de acceso a los bienes, salud, educación…
Tuvo razón la ministra de trabajo Kelly Olmos cuando declaró que siempre lucha contra la inflación pero que, durante este mes, deseaba que la selección se coronara campeona del mundo. Tuvo razón porque, dedicada infructuosamente a lo que el capitalismo no puede resolver, cifraba sus esperanzas de alguna felicidad en ese espacio artificial de competencia deportiva en el que sí tenemos posibilidades de resolver algo exitosamente.
Los hinchas que «no tuvieron abuela»
Lamentablemente, la infatuación habitual del argentino, ese hábito tan nuestro que consiste en negar la decadencia del país mediante el artificio de la paranoia, suele arruinarnos el disfrute de la contienda. Como nos creemos los mejores, nunca pensamos que la selección esté esforzándose por conquistar algo, sino haciendo justicia. Como nos creemos los mejores, nuestro equipo nunca pierde, sino que es perjudicado por fuerzas aviesas y malignas. Como nos creemos los mejores mucho antes de serlo, es decir, mucho antes de demostrarlo, si en algún campeonato alcanzamos ese lugar (o sea, si alguna vez ganamos), nunca lo vivimos como una consecución o una conquista, sino como la restitución de lo que nos corresponde por naturaleza, designio divino o por destino manifiesto. El narcisismo siempre se opone al placer. Y lo arruina.
También por creernos los mejores, aunque no lo reflejen los resultados, transformamos la broma de las cábalas (que es un chiste sobre nuestra importancia en el orden cosmológico) en un tema serio. Y terminamos derivando en la estolidez del mufa, que es una versión argentina de la cancelación, la cual a su vez es una forma del linchamiento. Este retorno del pensamiento mágico (creer que eventos no relacionados están causalmente conectados por fuerzas sobrenaturales), que incluye la carta astral como recurso para el diagnóstico político y la predicción histórica (recordemos la campaña peronista para diputados bonaerenses de la actual ministra de Desarrollo Social) es una muestra lateral, pero convincente, de la degradación educativa en Argentina.
Sin embargo, esta idea de que somos mejores de lo que nos devuelve el espejo de la realidad no proviene del fútbol sino de la política burguesa. La burguesía argentina, una burguesía particularmente fracasada (aun comparándola con sus coetáneas), no deja de decir cosas parecidas: en lugar de echarle la culpa al VAR, se la echa al FMI; en lugar de culpar a la FIFA, se escuda en el tamaño del Estado. Todos los burgueses que viven en este territorio coinciden en que el capitalismo argentino tiene un destino de grandeza malignamente impedido por fuerzas exteriores.
¿Quién no quiere disfrutar de su única vida?
También hay quien cree que la satisfacción se opone a la lucha cuando, en verdad, es su motor. Si lucha y satisfacción se opusieran, estar a favor de luchar debería obligarnos a estar en contra de la diversión, de tener hijos deseados, de enamorarnos, de tener buenos amigos e incluso una comida compartida. Dejemos claro que hay que tener razones muy fundadas, muy sólidas, y con alternativas muy reales, para joderles el disfrute a los demás. Somos socialistas: pensamos que este mundo nos permite disfrutar menos de lo que sería posible con otra disposición de los medios, con otra organización de la sociedad. Podríamos vivir colectivamente mucho mejor. Por lo tanto, nos oponemos de manera militante y política a estar en contra de la felicidad, ya que nuestro objetivo es realizarla y compartirla, con mayor plenitud y en mayor medida.
En pocos días se celebrarán «las fiestas». Para la inmensa mayoría de la población del país, las fiestas son una ocasión. Una ocasión de reunirse y celebrar. Incluso para quienes padecen las fiestas, ese padecimiento es un efecto de la ocasión de reunirse y celebrar: las padecen porque no pueden reunirse, porque no pueden celebrar; las padecen porque es complicado organizarlas o porque no hay dinero; las padecen porque quieren disfrutarlas pero fracasan. Y lo más atractivo de las fiestas es esa cosa, artificial (y extravagante al situarla en la vida cotidiana), de desearle y desearnos felicidades todo el tiempo, saludarnos y brindar con los afectos y también con desconocidos.
La satisfacción de lo común es tan innegable como su reverso: el padecimiento de la soledad no elegida. La soledad no elegida es la negación del acceso a lo común, la imposibilidad del afecto de los otros. En una sociedad de clases, en una sociedad desgarrada, en una sociedad en la que todos convivimos con nuestra propia vida miserable, o con la vida miserable de otros que están a metros de nuestra vida, lo común no es una vivencia cotidiana ni real. Pero es deseable y es deseada. En una sociedad en la que nos enfrentamos cotidianamente (si no en la calle y en las luchas, al menos en nuestra percepción y conciencia, contra quienes nos perjudican), la percepción de lo común –la maravillosa percepción y vivencia de lo común– es casi inaccesible, inverosímil, de tan evasiva. Entonces la tenemos que inventar, de manera excepcional y forzada, palpablemente vacía de toda trascendencia. «Las fiestas», sobre todo el 31, son huecas, triviales, vacías. El simple hecho de elegir una convención (inevitable) para medir el tiempo es todo su contenido. Y eso es lo que aceptamos sin demasiadas vueltas. Hinchar y, eventual y excepcionalmente, alegrarnos por los resultados de la selección masculina de la AFA no es muy distinto.
Mejor no serruchar la rama, todavía
Estas palabras escritas a favor del disfrute mundialista parecen contrastar con el cáustico análisis del fútbol profesional, de los clubes como organizaciones económicas capitalistas, de la dinámica de concentración y competencia en el mundo del deporte y la publicidad, que ya hemos publicado (y seguiremos realizando). Pero no. No contrasta. Porque una cosa es lo que sucede adentro del campo de juego y provoca la satisfacción de los espectadores, y otra cosa es el mundo de las mafias y los barras, los negociados, la acumulación y la concentración, la exclusión, la precarización y los abusos. Debemos ser muy preciso para evitar que el disfrute del fútbol y del espectáculo nos tape el funcionamiento real del capitalismo. Y, a la vez, no debemos ser tan obtusos como para pensar que se puede vivir en el capitalismo (al menos, mientras no construyamos una sociedad socialista) sin disfrutar de nada.
Justamente, porque hay algo de autenticidad disfrutable en lo que ocurre en la cancha y, también, hay un negocio capitalista afuera. Y porque, a la vez, vivimos en un sistema regido por el capital y tenemos que seguir viviendo en él hasta cambiarlo. Necesitamos hacer esta distinción. Estas satisfacciones son necesarias. Como lo plantearon las obreras huelguistas de 1910, queremos, necesitamos y exigimos «Pan y Rosas». Si falta alguna de las dos es un buen motivo para cuestionar el sistema que nos lo niega. Las rosas también justifican una revolución.
No hay afuera del capital, hoy
Quilmes, Disney, la Sociedad Rural y los frigoríficos, Spotify o Netflix, la FIFA, Molinos Río de La Plata, Bodegas López, Editorial Planeta son empresas capitalistas en manos de millonarios burgueses explotadores, de los que desconocemos mucho de sus prácticas tramposas, del grado de trabajo precarizado y del daño al medio ambiente. Nos interesa saberlo para denunciarlos más crudamente, pero no para realizar una escala de la maldad burguesa. El capitalismo es el que desorganiza y degrada nuestra vida, no los capitalistas malos. Esa es la distancia esencial entre el reformismo y la revolución: en la decisión entre confiar nuestro destino a los capitalistas buenos (por nacionales, por pequeños, por cooperativos) o plantearnos que todo el sistema es el responsable de la miseria y la disolución social. Los socialistas cuestionamos a los capitalistas no por lo que cada uno de ellos hace, sino por ser una parte de la clase dirigente que organiza la sociedad en su beneficio.
Pero las nombradas son también ejemplos de las únicas empresas o asociaciones de empresas capaces de producir los bienes que necesitamos, en la escala más cercana, hoy en día, para el conjunto de la sociedad. Bienes que necesitamos y que nos gusta disfrutar. Hay que combatir al capital pero no para privarnos de sus mercancías, sino para crear el acceso a esos bienes para el conjunto de la sociedad, en primer término, y, también, para mejorarlos de acuerdo a las necesidades sociales en el transcurso de esa lucha.
Por eso, la idea de elegir las satisfacciones humanas por su contenido político, como si fuera eso lo que nos satisface, no tiene sentido. Contribuye a la creencia en la búsqueda de un capitalismo «con rostro humano». Las denuncias dirigidas exclusivamente a la burguesía qatarí solidifican la confianza en la burguesía rusa y brasileña que organizaron los mundiales previos y contaron con el beneplácito universal. Todas las sedes, incluida la de Brasil, fueron adjudicadas de manera nada transparente por la burocracia de la FIFA, nutrida de la burocracia de las ligas nacionales, cuyos dirigentes son burgueses elegidos por los socios de los clubes. Todas las elecciones anteriores son parte del lavado de cara de la burguesía qatarí. Lula tiene sangre qatarí en sus manos, además de brasileña.
La cuestión no es cómo otros disfrutan, sino que cada vez se puede disfrutar menos
La reticencia con el disfrute de otras personas, además de colocar nuestras satisfacciones en el centro del universo, oscurece el problema central de la reproducción del capital, que se encuentra en la vida cotidiana. Los padres no abandonan a sus hijos porque se ensalza a Maradona en una canción, ocurre al revés: se puede crear un culto a Maradona porque un alto porcentaje de varones de mierda se caga en sus hijos. Y a esos mierdas los rodeamos otros, que silenciamos ese comportamiento sistemático (ese abandono de las responsabilidades, ese privilegio de hombres que perjudica a las mujeres, esa herramienta de opresión entre las innumerables que componen el patriarcado), cada día, por distintos «motivos» o «razones». Y entonces se canta lo que se canta. No lo produce el Mundial, el Mundial lo expone. El Mundial no ensalza el nacionalismo: dentro de dos meses comenzará la Copa Libertadores y los mismos que durante un mes entero gritaron por su selección nacional argentina, esos mismos, van a desear fervientemente que todos los equipos argentinos (especialmente los argentinos), menos el suyo, sean eliminados rápidamente. Las alegrías deportivas en un país como el nuestro, en el que el deporte se empezó a desarrollar cuando el país ya estaba creado, no le agregan ni le quitan nada a la situación política. La selección fue eliminada en primera ronda de Corea/Japón 2002 y Duhalde casi en simultáneo perpetró la Masacre de Puente Pueyrredón, viéndose entonces obligado a convocar elecciones. Al año siguiente, los tres candidatos peronistas obtuvieron el 60% de los votos y los perpetradores asumieron el gobierno. Por su parte, a Raúl Alfonsín no le sirvió de nada el campeonato mundial de México ´86, ya que al año siguiente recibió una paliza electoral que selló su destino. El Mundial no ensalza el nacionalismo. El componente nacionalista existe porque Argentina ya existe. El debate acerca de si quedan tareas burguesas pendientes para realizar la nación Argentina (que estaría aún en formación) carece de un sostén precapitalista material que lo justifique.
Ver millonarios corriendo detrás de una pelota no difiere de observar a millonarios haciendo morisquetas delante de una cámara. Si dejamos de pensar la cultura con textos escritos hace 80 años y observamos el incremento de la escala, el mercado, la baja del costo unitario y los desarrollos tecnológicos, caeremos en la cuenta entonces de que casi todo el entretenimiento y la cultura contemporánea consisten en admirar a millonarios, es decir a burgueses, que poseen alguna habilidad espectacular que puede soportar publicidades o distribuciones globales. Esta situación, hoy universal, nos reitera la obligación de que la crítica apunte a los supuestos del sistema y no a sus figurones.
La palanca para cambiar el mundo y conservarlo vivo
«Sos muy socialista pero bien que tomás café en Havanna». «Estás en contra del capitalismo pero parecés un promotor de Nike». Cuestionar la satisfacción es consecuencia de haber formulado el problema en la esfera de la circulación y, por lo tanto, del consumo de los bienes, antes que nada. Nuestro planteo es muy diferente: decimos que los problemas se encuentran en la producción y en el acceso a esos bienes. Si no resolvemos estos problemas de organización de la producción y de acceso a los bienes, es decir, si no resolvemos los problemas de planificación de la economía, centrarnos en los contenidos, los consumos y satisfacciones es un chiste. Tanto la versión del individualismo liberal («todo lo que puedas hacer es bueno, porque vos lo querés y sos dueño de tu destino»), como la del individualismo anarquista (boicot individual a ciertos consumos, cambios en lo personal sin lucha por el cambio social colectivo), eluden el fondo del asunto.
Las relaciones propias del capital entre las personas son el modo de vida propio de los trabajadores, no por elección, sino porque es el modo en que hemos vivido efectivamente nuestra vida cotidiana. Las ideas disruptivas de la aspiración a otra vida nos empujan a una situación marginal. Muchas veces, quienes deseamos el socialismo, hemos aceptado y profundizado esa situación: «ya que no podemos hacer confluir nuestras ideas con un curso de luchas que ponga de relieve su necesidad y coherencia, escapemos por la tangente del problema». O bien nos resignamos a ideas ajenas: «celebremos el nacionalismo, el queerismo, el relativismo cultural, el keynesianismo…». O bien nos mantenemos en un espacio inconmensurable con respecto al resto de la clase trabajadora: «seamos raros y excepcionales».
Consideramos que es necesario rechazar tanto la idea de que un gol del seleccionado marroquí significaba algo para la lucha del movimiento palestino de liberación (de hecho, el rey de Marruecos acaba de consolidar su relación con Israel), como la idea de que un gol del mismo seleccionado cristalizaba una exacerbación del nacionalismo burgués en el norte de África. Estos aspectos de la realidad política preexistían a cualquier gol y requieren explicaciones capaces de ir más allá de la deslumbrante presencia de Hakimi en el lateral derecho. Es necesario, en este mismo sentido, señalarles a Myriam Bregman y al resto del FITU que ganarle a Países Bajos no contribuye a debilitar su monarquía constitucional.
Romper con la exclusión y antinomia entre el pan y las rosas; promover y profundizar la exclusión y antinomia entre capitalismo y clase obrera. No se trata sólo de recomendar dietas, crear cooperativas, componer mejores canciones, escribir cuentos infantiles. O de relacionarnos con los demás en condiciones de igualdad y respeto. Todo eso, como individuos, debemos intentarlo. Debemos intentarlo para vivir mejor, para que vivan mejor quienes nos rodean, y para fortalecer e incrementar la energía que intenta cambiar el mundo. Lo que anda mal no son las dietas, ni el tamaño de las empresas, ni la letra de las canciones, ni el trato entre las personas. Lo que anda mal tampoco es que disfrutemos de banalidades como el fútbol, las series o el café capuchino. Lo que anda mal es que todas esas cosas son determinadas y crecen bajo la lógica del capital; que todo eso, sometido a la obligación de valorizar cada vez más el valor ya existente, se vuelve más precario, más miserable, más inaccesible. Lo que anda mal es que nuestra vida se degrada mientras el capital no cesa de crecer; que la riqueza mundial aumenta y se concentra en menos gente; que el planeta entero, la naturaleza, cruje amenazando el futuro cercano. Lo que anda mal es la sociedad capitalista, que necesariamente (no por errores corregibles) produce relaciones cada vez más envilecidas y sujetos cada vez más empobrecidos, tanto en sentido material como en sentido simbólico.
No queremos impedir u obstaculizar el disfrute de aquellas posibilidades vivificantes pero escasas que se nos ofrece en esta vida, que no perjudican a los demás, que simplemente realizan la acumulación como tantas otras. Nadie deja de luchar, nadie abandona la solidaridad con los necesitados, nadie se niega a una tarea elevada por ver un partido de fútbol, reunirse con amigos o tener una cita amorosa. Simplemente hay trabajadoras y trabajadores que no han incorporado esas acciones, esas tareas, de lucha y militancia, al mundo de sus satisfacciones. No son desertores ni traidores ni «descompuestos».
Por un lado, tenemos que aceptar que las trabajadoras y trabajadores estamos formateados por y para la vida burguesa, la única que vivimos, la única que conocemos, nuestra cotidianeidad. Y este día a día burgués nos inspira ambiciones circunscriptas, eventuales y efímeras. Es muy arduo desatarnos de esas ambiciones, pensarnos más allá de ellas y dar un paso en consecuencia. Nos hace falta un marco social, un ámbito grupal, un espacio común, para activar y mantenernos en acción. De lo contrario, nos come «el día a día burgués» que nos envuelve y nos constituye.
Por otro lado, tenemos que reconocer cierta debilidad en las propuestas de las organizaciones de izquierda, al interpelar a las trabajadoras y trabajadores desde sus aspiraciones y no desde sus anhelos. La palanca de la revolución no es la miseria en sí misma, ni la ambición en sí misma. La palanca de la revolución consiste en que le ofrezcamos, a la miseria que promueve el sistema, una salida mejor y un lugar de encuentro para que la lucha y el pensamiento sean experimentados como algo preferible a la fragmentaria, efímera y eventual vida de todos los días. La privación personal, el voto de ascetismo, autoerigirse en modelo moral, son recursos que no funcionan, que evidentemente no vienen funcionando, a pesar de la catastrófica situación que vivimos.
Como animales desarrollados, los seres humanos no hemos perdido nuestra raíz evolutiva: sobrevivir. Nuestros anhelos y aspiraciones, nuestros sueños, no son más que respuestas a problemas que nos han impedido seguir haciendo lo mismo y nos han obligado a cambiar. Hay que completar, para entenderla mejor, una imagen propuesta por Marx, la de «tomar el cielo por asalto» y mencionar que esto requiere, en palabras de Víctor Serge, de las inagotables energías de la desesperación.
La crítica del funcionamiento y del contenido, no la producción de estos últimos
Lo que probablemente tengamos que explicar no se encuentra dentro de la cancha ni en la trama de la serie ni el vaso de café rotulado con nuestro apodo. Lo que tenemos para decir acerca de la cultura se encuentra en la industria de la cultura y el deporte, en la producción de estos eventos. De igual modo, lo que tenemos para decir acerca decir acerca de la alimentación se encuentra, en primer lugar, en las grandes empresas productoras de alimentos. Y sólo a partir de ese resorte se pueden encarar seriamente otros problemas, como las dietas de los pobres, excesivas en grasas, hidratos de carbono y azúcar.
Y lo que tenemos que decir, sobre lo que tenemos que profundizar, acerca de la cultura, no se encuentra en el contenido sino en el modo de su producción. Que refleja cada vez más la superficialidad, la eventualidad, la simplificación y la fragmentación de la producción y circulación mercantil. Sucede con las producciones culturales lo que sucede con las relaciones interpersonales: se cosifican, se simplifican, se vuelven eventuales y disponibles. Es eso lo que tenemos que entender cuando hablamos de que las relaciones entre personas se expresan como relaciones entre cosas. Y también es necesario entender que si hay alguna posibilidad de superación del capitalismo, se halla en la resistencia de lo que todavía no quiere y no ha sido atrapado por ese circuito. No la resistencia como mundo paralelo en expansión, algo imposible, sino la resistencia de lo que todavía, estando vivo, se niega a ser atrapado en esa red. Para decirlo en palabras más cursis pero transparentes: la resistencia de los trabajadores que no quieren abandonar toda perspectiva de ser felices.
Lo que tenemos que hacer no es cuestionar el disfrute de la vida, sino cuestionar una organización de la vida que nos aleja cada vez más del disfrute. Lo que tenemos que hacer no es decirles a los artistas lo que tienen que producir, sino demostrarles que el sistema les va impidiendo hacer aquello que les gusta. Lo que tenemos que hacer no es mostrarnos raros y poseedores de un entendimiento superior, sino empáticos y partícipes de la alegría humana, atentos a saber disfrutar lo disfrutable y dispuestos a ponernos a la cabeza de los movimientos de crítica, al servicio de los reclamos contra lo que nos impide disfrutar.
Vivimos en un kiosco abierto 24 horas
¿Qué son Facebook y las redes sociales sino un lugar que funciona como un kiosco abierto 24 horas? Llego cuando quiero, elijo lo que quiero, o no elijo nada; siempre disponible, todo es eventual, nadacompromete. La diferencia es que, en el kiosco, pago de manera inmediata y, en las redes sociales, pago a través de las cosas que compro, cuya publicidad es la razón de ser de la red social.
Efímero, eventual, disponible: hacia allí se dirigen las producciones musicales y audiovisuales, independientemente de las letras y de lo que se muestre en pantalla. Más cortos, más directos, más repetitivos, más simples: alegatos antibélicos, denuncias de corrupción, heroínas feministas. El capitalismo moldea nuestra vida cotidiana por esa vía. Así se modificó la manera de ver, de espectar el fútbol: lo que era una maravilla relampagueante, que exigía una tarde entera y el compromiso de estar ahí, en el estadio, para ver un gol de nuestro equipo (si no nos distraíamos en ese momento), hoy funciona al revés: la jugada tiene que demostrar primero que es interesante para que, efímera y eventualmente, alguien le preste atención (los ya conocidos «highlights», o «momentos destacados»); los goles están disponibles en las pantallas y repeticiones para ser vistos cuando la demanda lo requiera.
Toda esa deriva hacia lo desprovisto de complejidad, lo que no inquieta ni interroga, toda esa deriva hacia la cosificación humana, no se consolida por los contenidos sino por la producción y el acceso, que son efectos del capital.
Los saltos en la productividad del trabajo han creado un pequeño sector proletario ocupado en fabricar los modos en que se fabrica el mundo; un segundo sector, que se ocupa de controlar las máquinas en que ese modo de fabricar produce; y un tercer sector, creciente, de trabajadores que al capital le sobran y a los que mantiene en un nivel de subsistencia, al sólo efecto de que no impidan la circulación de mercancías y su valorización.
Este es un mundo en el que la mayoría de los trabajadores es apéndice de una máquina, mientras el resto multiplica las filas de precarizados y desocupados, incorporando nuevas generaciones de seres humanos totalmente alejadas del aparato productivo. Para este mundo la atención, la inteligencia, la interpretación de un texto, son atributos innecesarios. Así, el sistema no necesita inteligencia más que en dosis homeopáticas. La falta de inteligencia, a su vez, no necesita una cultura. Por lo tanto, se hace superflua la educación. Esa cultura y esta educación entonces decrecen, se simplifican, se vuelven eventuales, disponibles, efímeras. No podemos combatir esto desde el propio interior de la cultura: ¿publicar un libro para contribuir a la cultura socialista cuando se publican 27 mil títulos por año, en el país, con tiradas de más de 25 millones de ejemplares, la mayoría de los cuales ni siquiera son leídos y pronto serán pasta de celulosa reingresada al ciclo productivo? Lo mismo sucede con las artes visuales y performáticas, con la música y el juego, e incluso con las relaciones entre nosotras y nosotros.
En necesario intervenir en la cultura explicando cómo funciona, cómo se produce, y utilizando sus contenidos de manera crítica, como buenos ejemplos (por conocidos) que sirven para señalar cómo funciona, nos oprime y nos explota este sistema. No vamos a intervenir en la cultura creando una cultura socialista porque eso, en el marco del capitalismo, es tan inaccesible como una salud o una educación socialistas generalizadas. Y porque el elemento sensible, que se modifica en cada momento de la historia humana, nos impide saber cómo será en el futuro para empezar a construirla hoy.
La cosificación, la eventualidad y el maltrato inundan las relaciones humanas
Al derivar la posibilidad de las satisfacciones humanas del funcionamiento global del propio sistema estamos diciendo también que el nivel al que llegan estas satisfacciones en cada uno de nosotros es algo anecdótico, circunstancial y muy parcial. Toda la parafernalia asociada a los mismos sistemas de producción de la cultura que hemos mencionado y que se remarcan sobre todo en los spots publicitarios («si lo querés, podés hacerlo», «nadie puede impedírtelo», y cosas por el estilo) sostienen y profundizan el funcionamiento cada vez más eventual, disponible y efímero de las satisfacciones mercantiles. Nada comprometido, nada permanente, nada construido con otros, en fin, nada social. Es cierto que uno de los problemas de nuestra época es que la satisfacción puede tornarse oscura, egoísta e inhumana, que puede tornarse autodestructiva, violenta o criminal. Pero entonces lo que tenemos que analizar, y condenar, y combatir si es necesario, es ese circuito, esa falta de recorrido del circuito de la satisfacción propia de la oferta mercantil e individualista que, despojada de su regulación por lo común, va en contra de lo social.
Una de las ambiciones, de los sueños que tenemos como socialistas, es terminar con un mundo en el que las relaciones entre las personas se viven y se desarrollan como relaciones entre cosas. Nos urge la lucha por el socialismo porque ese trato cosificado se extiende aniquilando todas nuestras pasiones. Podemos mostrar con un ejemplo hacia dónde vamos y hacia dónde no queremos ir: años atrás, si una pareja desesperada por tener un hijo y por los complicados y burocráticos sistemas de adopción elegía el camino de darle dinero a una madre, en alguna provincia de las más pobres, en una situación también desesperada (pero en sentido económico), lo ocultaba. Le generaba traumas y vergüenza. Hoy, la prostitución reproductiva mal llamada «subrogación de vientres» es motivo de orgullo y exhibición. Comprar personas, como una decisión personal, en soledad, sin compartirlo y mediarlo con un compromiso afectivo con otro, exponiendo las potencias ilimitadas de la cuenta bancaria, es casi el epítome de nuestra actualidad. No porque se haga, sino porque es social y culturalmente congruente con el presente que describimos.
El buen trato se deriva del intento de relacionarnos como personas y no como cosas, de manera humana y no instrumental. Se deriva también del ridículo de actuar como si pudiera el Che Guevara recluirse en los bosques de Palermo y prepararse para combatir en patineta. Estamos donde estamos, vivimos en el lugar y en la época que nos tocó. Estas son nuestras preguntas y no las que ya han sido respondidas para otras situaciones. No nos servirá alienarnos en los libros y con los revolucionarios, de los que tenemos muchas cosas que aprender (en primer lugar, aprender a no compararnos con ellos sin primero evaluar lo que ellos enfrentaban y lo que tenemos que enfrentar nosotros). No nos gobierna el Zar ni han pasado por Siberia la mayoría de los militantes de izquierda (la generación del ´70 ya constituye un destacamento numéricamente muy menor al de los luchadores actuales). Pero, además, esos revolucionarios desconocían la salud industrializada, las plataformas de streaming y el whatsapp, los drones y la neurofisiología. Tenemos que interpretar esta situación política y este desarrollo de la ciencia. Que el Zar y las lobotomías se queden en los libros de historia.
Una construcción para la vanguardia
Los sujetos individuales existimos y no quedamos plenamente representados en las clases. Como hemos visto, la manera de componer lo necesario para la supervivencia incluye una canasta variada de recursos, de panes y de rosas. Una parte de la clase trabajadora encuentra necesario, por razones tan inscriptas en su biografía como las que nos mencionamos al hablar del mundial, «hacer hacer a otros» e «inteligir el futuro». No se trata de gente más inteligente o con mayor energía, sino de la gente que disfruta, que se satisface y es feliz organizando cosas con los demás, o que se satisface, que disfruta y es más feliz tratando de entender cómo funcionan las cosas y qué va a pasar mañana. Quizás estas condiciones sean uno de los atractivos de ver fútbol, donde los defensores suelen correr desesperadamente para recuperar pelotas que perdieron los delanteros, para luego volver a entregárselas y que ellos hagan los goles. Y eso es lo que buscan: hacer que otros hagan. O cuando nos aburre un toqueteo por el lado izquierdo del ataque, intrascendente y repetitivo, hasta que hay un fuerte cambio de frente, sorpresivo, que libera la ofensiva como si fuera un elástico; situación que nos sorprende pero que ya estaba en la cabeza del estratega que no sólo veía la defensa cerrada, como nosotros, sino una solución plausible en el futuro inmediato.
Hay un grupo de trabajadoras y trabajadores que hacen hacer y que trata de pensar con un par de jugadas de anticipación. A esa vanguardia, que no es gente que perdió las ganas de jugar el partido, que no se alejó de sus compañeras y compañeros, a esa gente capaz de llevar las jugadas hacia el arco rival, es necesario ofrecerle un equipo. Es con esas jugadoras y jugadores, así, en grupo, que podremos salir del callejón (aparentemente sin salida) de un sistema que no cesa de producir riqueza, aumentando su concentración; que no para de generar pobreza material y degradación de las personas en números crecientes, y de trastocar el equilibrio ecológico del planeta, amenazando nuestro futuro como especie.
El socialismo tiene que volver a ligarse a la satisfacción y a la vida cotidiana. No creando lazos absurdos de esa vida con unos sentidos políticos forzados. No hablando en la lengua del peronismo con condimentos de izquierda, en busca de cambiar poco a poco el paladar. Sino ratificando que asaltaremos el cielo. Porque es la única manera de alejarnos del infierno que amenaza con quitarnos todo. La militancia socialista, cuando la necesidad es libertad.
Imagen principal: Fútbol en el frente (1914), fotografía.
Muy buen artículo Ricardo, hay personas que “hacen” para que otros hagan, en eso estamos. El capitalismo no puede organizar la despedida a un gran jugador ni la bienvenida a nuestros campeones, pero ello no nos debe arruinar esta pasajera alegría, que nos devuelve a la triste realidad. Una bocanada de aire fresco, gente en las calles, compartiendo, como un solo puño, sin hedonismos, narcisismos ni individualismo, una alegría colectiva que el sistema no pudo ni supo organizar, porque ahi no hay ganancia en efectivo (lo único que importa a esta Sociedad decadente que se derrumba ante nosotros)
Este 24/25 brindare por más Vida Socialista.
Salud Compañeros!!!!
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