EDITORIAL N°4: ¿Qué hacemos frente a las elecciones?

Parte I: El país que no funciona

El gobierno aplicó (y aplica) un ajuste tremendo que no logró hacer funcionar la economía y que dañó la vida social profundamente. Aunque sería más preciso decir que continuó un daño y una degradación que lleva varias décadas. El «Plan llegar» (con chances) se transformó en el plan «No entregar el mandato antes de las elecciones». Hoy los inversores extranjeros consideran que Argentina es «un país invendible»: un país capitalista en el que no es negocio hacer inversiones, que ni siquiera seduce a crápulas y explotadores. Mientras sufrimos una miseria crecientemente insoportable, los burgueses consideran que, para hacer negocios, cualquier lugar es mejor que este país.

Quienes somos socialistas necesariamente somos, también, enemigos de la pobreza y de la desigualdad. Pero hay que decirlo todo: sociedades extremadamente pobres funcionan porque la desigualdad está atenuada; sociedades muy desiguales también funcionan porque resuelven, de alguna manera, los grados extremos de la pobreza. En cambio, cuando hay pobreza y, a la vez, hay mucha desigualdad, emerge un tercer elemento, que es decisivo: la disfuncionalidad de la vida social degradada.

En Argentina, además de gente muy rica que vive muy confortablemente al lado de muchísima gente pobre que vive en condiciones infrahumanas, aparece algo que empeora la miseria: la sociedad ya no funciona. Los servicios no brindan servicios; la vida es insegura; el futuro (incluso el inmediato) es imprevisible; las lacras como el narcotráfico, el proxenetismo, el sicariato, la corrupción y el clientelismo envenenan la vida; las respuestas se vuelven, lógicamente, asociales y disruptivas, como son las adicciones o la violencia. No se trata del individualismo a secas, porque éste, en ciertos marcos, ha funcionado; se trata de un individualismo desbocado en una sociedad que se desintegra. 

No son la pobreza o la desigualdad en sí mismas las que hacen sonar la alarma de reemplazo de una sociedad por otra. Esa alarma suena cuando una sociedad ya no puede reproducir la vida del conjunto de sus pobladores ni siquiera de manera pobre o en el marco de la desigualdad. Hoy nuestro país está haciendo sonar esa alarma. Y todo esto ocurre sobre la escenografía de un Estado burgués que, como lo definió cierto lúcido analista político, «hace mímica». El Estado burgués argentino «hace como que hace» algo concreto sin realizar nada más que gestos y muecas, dejando al desnudo su carácter de clase. La disfuncionalidad del conjunto social es acompañada por un Estado burgués tan inútil como la burguesía a la que responde. 

Aquí tenemos una distinción importante: la población en Argentina, ¿repudia al Estado o a su mímica?, ¿rechaza algo que está presente o rechaza el decorado que intenta una representación? Porque si, como pensamos, lo que se está rechazando es la disfuncionalidad del país, la degradación y degeneración de la vida común, entonces las expectativas no estarán centradas en que cada sector sea liberado del peso del Estado, sino que sea ese mismo Estado el que cumpla la función de alivianar el peso y el sufrimiento de la debacle social. Algo que ahora no realiza. Y no lo realiza porque es algo que no podemos esperar del Estado de los patrones.

Una economía capitalista sin arreglo

La cuestión de fondo es que Argentina, organizada bajo la forma capitalista, es decir, para la ganancia y la acumulación de los burgueses, no produce lo necesario para que el conjunto de su población pueda vivir. Hay indicadores que resumen esta imposibilidad y que golpean el corazón de la mayoría de la población, de la clase trabajadora. Centralmente, hablamos del declive de la posibilidad y la calidad del trabajo, medido en informalización y precarización, o desocupación lisa y llana, y el declive de la capacidad adquisitiva, que se percibe de manera invertida en el crecimiento de la inflación. Poder trabajar y obtener a cambio de este trabajo los medios necesarios para vivir son las dos cuestiones centrales que nos permiten evaluar la situación de una sociedad. La Argentina actual, conducida alternativamente por dos grandes frentes burgueses, que vuelven a presentarse a elecciones, no puede responder satisfactoriamente a esas dos cuestiones.

Esta imposibilidad de la burguesía argentina para garantizar la vida de su población (y, sobre todo, de su población trabajadora) se resume en esta contradicción, muy general: los dólares llegan pero son propiedad privada de una clase social, la burguesía, que encuentra preferibles sus fines personales que hacer funcionar la vida común. El país no dispone de dólares porque una clase minoritaria se los queda, nuestra clase enemiga. Los economistas le llaman a esto «restricción externa».

Quienes no tenemos nada más que nuestra fuerza de trabajo para vender, encontramos grandes dificultades para adquirir los bienes necesarios para vivir. Los servicios son malos y caros pero las empresas que los brindan dicen que no pueden invertir porque no logran obtener –con las tarifas vigentes– los beneficios que justificarían inversiones semejantes. Lo mismo sucede con la energía y con cualquier otro bien. A la vez, como los salarios han sido sistemáticamente rebajados en su valor real –o sea, medidos en dólares–, cada vez adquieren menos bienes porque éstos necesitan componentes que no se producen en el país, insumos importados que se hacen cada vez más inaccesibles para esos salarios. 

Por su parte, quienes obtienen la mayor cantidad de dólares en Argentina –los exportadores y, sobre todo, los de granos– disputan, como es lógico, la entrega de ese bien tan preciado (los dólares) a cambio de miserables pesos que se devalúan todos los días. De esta manera, la tensión entre la propiedad privada de los medios para producir (con sus beneficios) y la necesidad social de reproducir la vida de millones de personas ha entrado en una contradicción sin atenuantes. Hace varios años que Argentina no crece y, a la vez, el nivel de vida de la clase trabajadora no mejora. «Sin atenuantes» significa que el empate entre un interés de los capitalistas por las ganancias que no encuentra atractivo, y un interés contrapuesto de la clase trabajadora por conseguir medios de vida para llevar adelante una vida agradable y disfrutable, no termina de definirse: ni nos derrotan y nos obligan a aceptar la miseria para poder relanzar las ganancias ni salimos adelante y los obligamos a satisfacer nuestras necesidades de manera creciente y sostenida. Debemos considerar si es posible que estas dos clases opuestas continúen la forzada convivencia en Argentina sin llevar al país a su desaparición. 

Lo que se define en las elecciones son los lineamientos generales que la intervención del Estado incorporará en la vida social, fundamentalmente en la economía. Lo que está en juego, principalmente, es la reproducción material de la vida. Por lo tanto, no se trata de cuál mejoría relativa, qué tipo de parche, interés sectorial o arreglo corporativo, elegimos en el cuarto oscuro. Porque no hay parche. Se trata de saber si aprovecharemos este obligado debate político para exponer que ninguna de esas reformas particulares puede tener éxito. En un barco que se hunde, no podemos sacar agua con una taza sin acabar ahogados.

¿Cuál es la propuesta socialista que no queda atrapada en esta incapacidad de la economía capitalista Argentina? 

Como vemos en el siguiente cuadro [fuente aquí], el país produce algunos bienes que son requeridos en el exterior e ingresa por ellos una importante cantidad de dólares:

Pero esos miles de millones de dólares son, en su mayor parte, sustraídos de la vida social, o incorporados de manera no productiva, para los gastos suntuarios de los capitalistas. De manera que el problema del país no está fuera de sus fronteras sino fundamentalmente dentro, en una clase parasitaria desde el punto de vista de la vida social, que impide reordenar esa vida para que vuelva a funcionar como ha sabido hacerlo y como todos querríamos.

Parte II: Los partidos enemigos

En esta situación, hay tres propuestas políticas, articuladas con muchos candidatos. Todas, como veremos, contienen un alto grado de absurdo humor negro. Esto es lo que genera el repudio a la política y el ínfimo entusiasmo con las elecciones. Porque son el actual gobierno y, también, porque son el principal partido del orden burgués en Argentina, todo análisis político debe comenzar por caracterizar al peronismo.

El peronismo

La propuesta del kirchnerismo es seguir haciendo lo mismo, pero peor. El extravagante sistema electoral argentino obliga a atravesar elecciones provinciales desdobladas, luego primarias abiertas obligatorias de forma simultánea, una primera vuelta, y después una segunda vuelta que sólo puede evitarse en condiciones muy estrictas y limitadas. Se trata de un sistema diseñado por el conservadurismo y para el beneficio del partido del orden en Argentina: el peronismo. Si, producto de una martingala electoral propia de este sistema, el peronismo llegara a ganar las presidenciales, iniciaría un nuevo mandato con la misma falta de soluciones que hoy pero con mayor desgaste, menor poder institucional (retrocedería en los demás cargos electivos) y la renovación electoral a sus espaldas (en vez tres meses por delante).

Desde hace casi una década, el peronismo se debate en el plano político con las diversas expresiones coyunturales de un mismo dilema: sin el kirchnerismo no se llega al gobierno, con el kirchnerismo no se puede gobernar. Mal que les pese, el gobierno de Alberto los expuso en su más nítida expresión: una sumatoria de arribistas motivada por la apropiación de las principales cajas estatales (YPF, PAMI, por mencionar las principales), por la distribución de la obra pública y por el mantenimiento de un caudal electoral que no los obligue a dejar de medrar. Por otro lado, el fin del período milagroso –y dilapidado– del «ajuste duhaldista, más la soja a 600» ha cerrado por completo la posibilidad de mantener en pie esta doble pretensión de apropiarse y repartir. No hay para tanto. La demostración de «con el kirchnerismo no se puede» es que durante cuatro años ni liberó al gobierno (pasando a la oposición y abandonando las cajas) para que realizara el ajuste de manera direccionada ni lo acompañó para llevar a cabo ese ajuste. Se mantuvo ahí: adentro pero sin apoyar, boicoteando pero sin renunciar, con una mano aferrada a la lapicera y otra aferrada a la chequera. Sin asumir, tampoco, la realidad del capitalismo argentino. Y su jefa no se postula para no transformarse, muy probablemente, en «el candidato que realizó la peor elección del peronismo en su historia».

Nada de eso impidió, por supuesto, que desde hace cuatro años se mantuviera el proceso de ajuste por la vía de la inflación y el proceso de desregulación del trabajo por la vía del intenso pasaje de laburantes del sector registrado al informal. Al no haber plan económico –porque todo plan posible es boicoteado y todo plan propuesto es imposible–, la crisis avanza como una gangrena que se lleva la vida de todos sin tener sentido ni posible final ni salida alguna. Ni siquiera para la propia burguesía.

Producto de esta misma incapacidad estratégica y dirigencial consideran perdida la elección presidencial, salvo por una conjunción muy favorable de factores en las que cifran su esperanza. Por lo pronto, se lanzan a retener los feudos provinciales mediante elecciones anticipadas. Y a ver qué pasa. 

Un signo de esa resignación fue que, ante la golpiza a Sergio Berni, que expresaba un malestar real, no movieron las fichas hacia la seducción –por ejemplo, cambiando al ministro– sino hacia la amenaza, enviando policías exageradamente pertrechados a detener trabajadores en sus domicilios. Quizá no sea una renuncia general sino el probable atrincheramiento en la provincia de Buenos Aires (el nudo del conurbano) y en algunas provincias todavía fieles. Aun asumiendo la fragilidad establecida por la dependencia de la lapicera presidencial. 

El espejismo del clamor y el fervor populares se disipa velozmente sin la chequera. Como lo prueba el caso de Milagro Sala, quien reúne más simpatías en un encuentro de FLACSO que en la totalidad del padrón electoral de su provincia.

Los precandidatos de CFK (Wado, Sergio y Axel), los de Alberto (Agustín Rossi, Scioli) y los que se prenden (Grabois) no expresan diferencias sustanciales, al punto de encontrarse negociando si habrá internas o listas unitarias. 

En este marco, como lo expuso en su última aparición pública, Milei es el candidato más firme de Cristina Kirchner. Lo es porque, en la aritmética electoral, la suma total es una constante: lo que crece uno, lo pierde otro. Si Milei crece (y se supone que es a expensas del PRO), se reducen las posibilidades de una derrota en la primera vuelta. Y quizás se abren las posibilidades de un revoleo conjetural que permita acceder a la segunda.

Milei

Frente a esto, aparece una propuesta formalmente disruptiva, que es la de Milei. Los partidos burgueses son maquinarias electorales, mafiosas y administrativas. Para acceder al gobierno con una porción mínima de poder y estabilidad, además del impacto electoral del candidato que encabeza las listas, hace falta contar con la necesaria maquinaria que concreta ese impacto en cuotas de poder institucional y posterior continuidad. El avance de Milei en las encuestas es paralelo a la reestructuración de su fuerza con los mismos elementos de la casta política que critica. Dicho de otro modo, Milei avanza realizando tardíamente lo que otros «outsiders» de la burguesía concretaron a tiempo: pactar y utilizar la estructura electoral, mafiosa y administrativa de la burguesía. Lo hizo Bolsonaro con el «centrao» en Brasil; lo hizo mucho mejor Trump con el partido Republicano; lo hizo Boric con la izquierda institucional chilena. Pero lo más interesante es que la medida central agitada por Milei, dolarizar la economía (esto es, hacerla funcionar sólo con dólares, descartando el peso devaluado por la ineficiencia del aparato productivo y rechazado por la población), supone resolver la falta de dólares haciendo que todo funcione en base a dólares. Esos dólares que la burguesía dice que ahora faltan inclusive para realizar las importaciones más indispensables pasarían a ser utilizados por toda la población para todas sus transacciones. La medida más agitada por Milei se muerde la cola, ya que los dólares necesarios para respaldar esa solución que propone son, precisamente, la solución que el país no encuentra.

Es necesario contemplar que la finalidad de las elecciones no es sólo obtener confianza y delegación del poder por parte de la inmensa masa de trabajadores que compone la población, sino fundamentalmente definir cuál de las distintas alternativas de gobierno, cuál plan económico burgués, se deberá aplicar. Para que alguno de estos planes gocen del consenso de la sociedad en su conjunto, no sólo tiene que convencer a los votantes –aunque lo haga espuriamente–, sino que debe convencer a los capitalistas, asegurarles que el plan respetará lo esencial de sus intereses, que no provocará estallidos sociales deliberadamente. Una función esencial de este régimen político, la democracia burguesa, consiste en realizar esa mediación entre los intereses particulares de las distintas fracciones capitalistas y el interés común a la nación burguesa. La necesidad de esta mediación para que la cosa funcione explica el fracaso y la imposibilidad histórica de aplicar un programa estrictamente liberal, que beneficiaría casi en soledad a la burguesía agraria y provocaría, inmediatamente, no sólo el repudio de la clase trabajadora sino de casi todo el resto de la clase capitalista que no puede vivir sin protección, subsidios y favores del Estado.

En ese sentido y contrariamente a lo que sostienen ciertos discursos burgueses e inclusive parte de la izquierda, el plan económico de Menem no se aplicó tras un engaño, sino gracias a la adhesión consciente y deliberada. ¿O alguien cree que un gobierno puede sostenerse durante diez años, ganando todas las elecciones, en base a un giro sorpresivo de su programa realizado al asumir el primer mandato? Ese gobierno contó desde el inicio con el apoyo del conjunto de la burguesía, que se veía ampliamente favorecida. Y contó también con la pasividad de la clase trabajadora, cuya dirección peronista trabajó incansablemente en todos los niveles institucionales (desde las intendencias hasta los sindicatos, desde las gobernaciones hasta las legislaturas) para hacer viable el plan menemista de gobierno. 

Ahí está la trampa del «mal menor»: supone que todo se define en un resultado electoral y oculta que la cuestión del gobierno y el poder es mucho más compleja y requiere una larga construcción hegemónica e institucional. O una ruptura abrupta de ella.

Juntos por el Cambio

El asesor económico de confianza de una de las precandidatas, Patricia Bullrich, describió para El Economista cómo prevé el futuro: «La situación en los primeros 6 meses del próximo año será muy compleja en términos sociales y también en términos macro, el gran desafío es limitar el malestar social y evitar una mayor inestabilidad económica con una hiperinflación», dijo sin anestesia Laspina. Y, textualmente, agregó: «Será clave sobrevivir el primer año de mandato». Estamos «en medio de una explosión nuclear» y habrá que generar algún ancla social para desarmar «el desastre que deja el populismo». «Es una crisis significativa y esa crisis continuará en los próximos 6 meses del nuevo gobierno. El nuevo gobierno tendrá que tener dos estadios: limpiar el desorden que deja este gobierno, unificar el tipo de cambio, equilibrio fiscal, ajustar precios relativos, incluidas las tarifas».

Las internas de Juntos por el Cambio se explican más por ete panorama que por los egos (que también pesan, obviamente). La coalición se ha situado, desde las elecciones del 2021, como la más probable sucesora del gobierno de Alberto y Cristina. No por mérito propio sino por ajeno fracaso (tal como le ocurrió, en 2019, al Frente de Todos). El problema es que las contradicciones del capitalismo argentino impiden ver nítidamente un plan que satisfaga las expectativas de los distintos sectores. 

Contra la imagen de un presidente que arribe desde el encono y la ruptura, Rodríguez Larreta viene abrochando las condiciones para su candidatura y su triunfo como candidato del consenso. Sus chances de ganar se perciben en un hecho de carácter casi mágico, inexplicado hasta ahora: la clase trabajadora no está en lucha sino a la espera. ¿A la espera de qué? De que el próximo presidente «haga algo». Es cierto que hay un sector disconforme dispuesto a que todo vuele por los aires: votos a Milei, abstenciones y voto en blanco o, inclusive, a la izquierda; pero también es cierto que una enorme mayoría de la clase obrera mantiene un compás de espera, más llamativo y misterioso cuanto más avanza la inflación arrastrando sectores sociales a la miseria. Las reelecciones y triunfos oficialistas en las provincias parecen expresar ese deseo de estabilidad. A tal punto que allí donde no ganó un oficialismo, ganó una división en las alturas del propio oficialismo (como ocurrió en Neuquén) o una diferencia interna suspendió las elecciones (como en Tucumán con Jaldo/Manzur y en San Juan con Uñac/Giogia).

En resumen: es probable que la catastrófica gestión peronista provoque su derrota en el proceso eleccionario; que quien ha ocupado el lugar de la oposición a lo largo de estos cuatro años reciba gran parte de los votos de ese rechazo; que Milei reciba el apoyo del electorado más iracundo y desilusionado con el conjunto del sistema; que la ira y la desilusión disputen votos con la abstención y el voto en blanco; que el peronismo, aun consiguiendo su peor resultado histórico, pueda, en base a su aparato institucional y parte de su caudal histórico, retener una cantidad de votos que aunque hoy lo dejen en tercer lugar, le permitan salir segundo gracias a algún súbito desplazamiento de las adhesiones a último momento. 

Este es el panorama de nuestros enemigos de clase, con muchos problemas y pocas soluciones, pero dueños del poder y del país. Vamos a ver cuál es la situación en la izquierda.

Parte III: La reconfiguración de las clases sociales

La decadencia argentina se puede constatar (como hacen casi todos los medios periodísticos, algunos recurriendo a la «familia tipo» de la tira cómica Mafalda) en el destino de la «clase media». A condición de poner cierto reparo el uso de ese término. 

La decadencia argentina a través de sus «sectores medios»

Hasta mediados de la década del 60, la «clase media» era un conglomerado variopinto de profesionales liberales, comerciantes, productores del arte y la cultura, sectores más acomodados del trabajo registrado, funcionarios de cierta relevancia, que acompañaban con expectativas favorables el desarrollo nacional. Quienes pertenecían a estos sectores cifraban sus esperanzas en la integración con el mundo y en que el mundo les hiciera un lugar confortable: eran cosmopolitas, confiaban en la educación y la cultura. En política eran desarrollistas, aun sin saberlo a veces, pero lo eran. 

El quiebre, a mediados de la década del 60, de las condiciones que hicieron posible el llamado «Estado de bienestar» significó el final de esas expectativas y el comienzo de una búsqueda de alianzas con el resto de la clase obrera asalariada, que en ese momento todavía gozaba de pleno empleo y una poderosa fuerza de negociación. (Allí nació el «síndrome del 17 de octubre», que en el fondo es un eterno mea culpa por el 16 de septiembre del 55.) La Noche de los Bastones Largos cristalizó (con la literalidad del aparato represivo estatal) la ruptura de esas expectativas de los sectores medios, en una parábola que tuvo en el Cordobazo y los otros «azos» sus hitos más incandescentes, emparentados con la Matanza de Tlatelolco, el Mayo Francés, la Primavera de Praga, la Revuelta de Berkeley, el Otoño Caliente italiano… Movimientos que integraban a obreros y estudiantes, y que expresaban la caída de las tasas de ganancia que sostenían al Estado de bienestar y a las expectativas de los sectores medios. Pero también fue ese mismo Estado de bienestar en crisis el que alimentó a esos movimientos tanto con un estudiantado numeroso y aspiracional, como con una clase obrera plenamente ocupada y sindicalizada. Cada vez que se intenta resucitar, en el día de hoy, lo que pudo pasar hace medio siglo, se omite que hoy tenemos un estudiantado cada vez más embrutecido, que avanza académicamente porque se le rebajan los obstáculos, se omite que la clase obrera está fragmentada en realidades heterogéneas, con un alto grado de precarización y con organizaciones muy diferenciadas.

Tras la embestida revolucionaria y su respuesta dictatorial y asesina en los años 70, nos encontramos con un nuevo quiebre. A medida que la clase obrera organizada era masacrada y desarticulada, mientras el crecimiento industrial se centraba en el sector de alta productividad y una parte creciente del trabajo asalariado era empujado a las formas más precarias y desreguladas, o a la desocupación lisa y llana, los «sectores medios» –que incluyen a los trabajadores registrados privados– se hicieron menemistas, abandonando toda esperanza en su aliado proletario. Solamente una porción de esos sectores rechazó al peronismo durante los 90: los trabajadores de una cultura y unos servicios innecesarios en el nuevo reparto de tareas mundial al que el país se integraba.

En esos años, los «sectores medios» mutaron. Gran parte acompañó el destino de marginación de los trabajadores expulsados de la producción material: los profesionales del área humanística, los artistas no integrados en la producción industrializada y las enclenques galaxias formadas por todo aquello que un país cada vez más chico y con menos futuro ya no requiere. Una porción de esas tareas, junto con las de preparar la producción altamente tecnificada, fue integrada a un sector de la clase obrera de alta calificación, trabajo colaborativo y altos salarios… que no puede vivir si no la contratan; de manera que oscila entre estándares de vida muy altos cuando obtiene salario y una inexorable incapacidad para reproducir su vida cuando no lo obtiene. Este sector de la clase trabajadora es fundamental para la vida económica del país. Y para cualquier estrategia socialista. En apariencia, a juzgar por sus hábitos de consumo y por la índole de sus satisfacciones, sus intereses cotidianos divergen del de otros sectores, numéricamente muy amplios, de la clase trabajadora. Sin embargo, se ven afectados por los mismos dos grandes problemas del conjunto de la clase obrera: la declinación relativa de sus ingresos y el terror a perder el trabajo. En ellos, como en todos los sectores de la clase trabajadora, la presión de los desocupados –que existe también en las capas más sofisticadas de la producción– provoca efectos disuasivos para la lucha, además de generar una fuerte presión para extender la jornada laboral y la cantidad de trabajos. Este sector, como todos los demás, se ve obligado a trabajar mucho para permanecer dentro del mundo de los trabajos bien pagos –pero extenuantes– y no caer en la otra cara de la misma clase: los que tienen que luchar mucho para tener algún tipo de trabajo y obtener magros ingresos que apenas permiten sobrevivir.

El siglo XXI nos presenta en Argentina un paisaje transformado, con realidades que ya no existen y realidades que brotan ante nuestros ojos. Por ejemplo, ya no hay campesinos, son poco significativos los chacareros pobres, pero existe un proletariado rural. Hay poca actividad artística y cultural relevante para el conjunto social realizada de manera independiente, pero existe mucha actividad artística y cultural colaborativa e industrializada, que es la que brinda estos bienes al conjunto de la población. Han desaparecido muchos emprendimientos productivos de pequeña escala, pero una pequeña porción de la clase trabajadora realiza de manera asalariada tareas de altísima sofisticación. Ha crecido la productividad del trabajo –incluso en un país que va tan a la zaga como Argentina– y eso ha dejado a una gran porción de la población desocupada, subocupada o con un alto grado de informalidad y precarización. 

No es en otras clases sociales, o sectores de clases, donde están los integrantes de la unidad necesaria. Sino en la heterogénea composición de la clase trabajadora del presente en nuestro país.

Una propuesta para toda la clase trabajadora

Construir una alternativa con aspiraciones hegemónicas mayoritarias requiere encontrar las demandas inmediatas que pueden articular a esa mayoría. Estas demandas son, sin duda, la defensa del trabajo y la defensa del poder adquisitivo del salario. Ambas cuestiones abren un abanico inmenso de expresiones que pueden articularse tendiendo a la unidad de la clase trabajadora y a la independencia con respecto a los explotadores. 

La imposibilidad (como hemos desarrollado al comienzo) de la economía argentina de satisfacer esas demandas hace necesario unirlas con la necesidad de reordenar el conjunto de la economía para poder dar satisfacciones a la mayoría de la población trabajadora

Un ejemplo: la vivienda. Una de las manifestaciones del problema del poder adquisitivo es la posibilidad de contar con una vivienda; su inaccesibilidad es uno de los indicadores más notables de la disfuncionalidad social. Sin embargo, todos vemos la furia constructora de edificios, año tras año. De manera que hay viviendas en cantidad creciente y, a la vez, hay trabajadores necesitados de vivienda en cantidad creciente, también. Hace falta un pasito para llegar a la conclusión de que el nudo del problema es que muchos carecen de propiedad sobre una vivienda, mientras muy pocos son los propietarios de un gran número de casas y departamentos. De manera que el problema del poder adquisitivo, en su aspecto habitacional, nos conduce directamente al problema de la propiedad privada de los medios de producción, distribución y renta. Contrariamente a esto, todas las leyes burguesas –al respetar la propiedad privada– permiten el alza de los alquileres para producir oferta de viviendas, o congelan los alquileres generando la retracción de la oferta y la imposibilidad de conseguir un lugar para vivir.

De la misma manera, el problema del machismo y el patriarcado, que afecta a la mitad de la población –y fundamentalmente a las mujeres de la clase trabajadora, que son amplia mayoría–, debe encararse desde las demandas que agrupan a la mayoría. No desde la defensa de las particularidades y las disidencias que difuminan esas demandas. El protagonismo de las mujeres se ha visto impulsado por la crisis. La estructura machista y patriarcal requiere una base económica capaz de sostener al varón proveedor. Esa estructura entra en crisis relativa cuando la mujer tiene que salir a trabajar, descuidando en parte las tareas domésticas. Y entra en una crisis mucho más profunda y terminal cuando los varones son expulsados del aparato productivo y las mujeres salen a dar la cara y proveer a las familias, mientras el varón se deprime, desespera y se violenta. No fue en virtud de una educación basada en ideas progresistas que las mujeres ocuparon las calles en lucha por sus derechos (sobre todo, en la última década): fue en defensa propia. La consigna «Ni una menos» lo expresa de manera categórica, como también expone un movimiento surgido desde abajo, mayoritario, porque pone de manifiesto el problema del 50% de la población, sin dividirla en particularidades y disidencias.

La lucha contra toda enajenación del cuerpo de las mujeres por dinero, sea la explotación sexual, la explotación reproductiva, el proxenetismo o la trata. La oposición a un mercado de venta de órganos debe continuar, consecuentemente, con la oposición mucho más decidida a la venta y el alquiler de personas completas, o al alquiler de algunos de esos órganos, como el útero.

También la lucha por las mismas retribuciones económicas –el combate a la brecha salarial– y los mismos derechos que disfrutan los hombres para todas las mujeres –con cupos o acciones afirmativas para el conjunto de las mujeres dónde sea útil promoverlos– es el camino para lograr una amplia unidad y no la fragmentación en un abanico interminable de diferencias y disidencias que sólo contribuyen a la postergación y la derrota.

Parte IV: La izquierda

El FITU

El FITU se ha consolidado como una maquinaria electoral unificada representativa de la izquierda. Una laxa federación de lenines enanos. Una organización de tendencias y fracciones surgidas de los desgajamientos sucesivos y sistemáticos, con un funcionamiento antidemocrático que acepta en los hechos, como punto máximo de la representatividad, las PASO burguesas. Su propia estructura genera un proceso incesante de particiones y reparticiones. En 30 años, la izquierda trotskista se consolidó como «la» izquierda, con una única expresión electoral pero integrada por cuatro partidos para el reparto de cargos, más un número fluctuante de otras organizaciones integradas, de apoyo, simpatizantes, etc. 

En los años 80 había dos partidos, el MAS y el PO, con dos expresiones electorales correspondientes. Es importante que tengamos en cuenta estos caminos divergentes: por un lado, la unificación y consolidación electoral que promovieron las PASO y su «piso proscriptivo»; por otro, la explosión centrífuga de las organizaciones, más llamativa en tanto reivindican programa, tradición y folclore comunes. Este punto es determinante: hay un solo programa y una sola política, de manera que explicar a un lego las razones de la existencia de unos grupos con respecto a otros es tarea de orfebres de la didáctica, porque suele tratarse de cuestiones ultra tácticas falsamente elevadas a problemas de principios. A su vez, las cuestiones de estrategia y de programa son sometidas al mecanismo de la cancelación: no se pueden debatir.

Ese programa común con el que el trotskismo hegemoniza a la izquierda se erige fundamentalmente sobre la idea de un posible desarrollo autónomo, dentro del capitalismo, que todavía podría lograrse. Le corresponden las ideas de «soberanía» e «independencia nacional», defensa del capital «productivo» y del pequeño capital local, el cuestionamiento de los modos de financiamiento y de los sistemas de distribución. Fundamentalmente centrado en el FMI, que reemplaza a la estructura capitalista como principal causante de los problemas de la sociedad, y en el imperialismo yanqui, que desplaza a los demás imperialismos y capitales como enemigo excluyente. Por lo tanto, vagos discursos («la izquierda que se planta», «la salida es por izquierda»), definiciones indefinidas («los de abajo»), consignas que no cuestionan la forma capitalista de producción («redistribución de la riqueza»), enemigos parcializados (el FMI, los formadores de precios, la «derecha») y una reivindicación de lo estatal burgués (defensa de la salud pública, de la educación pública) o de algunas formas de propiedad privada de los medios (las obras sociales, los clubes de fútbol profesional, la economía popular) suplantan a la propaganda, la agitación y la lucha por el socialismo. 

Cuando el capitalismo hace agua por todas partes, la palabra «socialismo» queda restringida a la letra chica del contrato político que el FITU le propone al conjunto de la clase trabajadora y, sobre todo, a su vanguardia. Justo en el momento de mayor posibilidad para la agitación política socialista.

El discurso kirchnerista adoptado de hecho

El obsesivo mantra sobre el FMI no hace más que consolidar el discurso kirchnerista, independientemente de las intenciones que lo motiven. La recuperación económica en marcha con la que Néstor Kirchner llegó al gobierno –sustentada en el ajuste y la brutal transferencia de riqueza ejecutada por Duhalde, sumada al alza de los precios del principal recurso exportable del país debido al crecimiento raudo de la economía China– es denominada por el kirchnerismo «la década ganada». Y es adjudicada, en la mitología K, a habernos librado –mediante pagos en efectivo, con reservas– de la tutela del FMI.

De esta manera se ocultan las razones profundas y se le atribuyen beneficios a lo que en realidad fue un factor negativo: quedar relegados a modos de financiamiento más caros. Para que no queden dudas: los bancos pueden ser nuestros enemigos como parte de la clase capitalista, pero entre obtener un crédito en un banco (con todos sus requisitos y exigencias) y gestionarlo con un prestamista privado (con sus facilidades y sus tasas usurarias) parece poco recomendable optar por la segunda opción. Fue lo que hizo el kirchnerismo y lo que, por defecto, reivindica la izquierda.

Así, al contribuir a la idea de que la economía no se rige por relaciones de propiedad, diferencias de clase e intereses antagónicos, sino por la disputa entre una porción argentina y otra extranjera, una parte productiva y otra financiera, la izquierda trotskista hace campaña, una y otra vez, a favor de nuestro antagonista en todos los terrenos de la lucha de clases: el peronismo. Porque favorece la credibilidad de sus estafas al repetirlas con leves correcciones de forma.

Desgracia del parlamentarismo sin posibilidades reformistas

No es fácil evaluar el desempeño parlamentario del FITU. Y no se trata sólo de cuestiones abstractas. Citemos casos concretos.

En medio de la pandemia, el gobierno peronista incorporó en el Congreso una cláusula a una ley necesaria para la llegada de vacunas. Esa cláusula, sustentada en un retorcido planteo sobre la soberanía, impedía la utilización de un mecanismo habitual en todos los países desde hace por lo menos 20 años para lograr la fabricación de vacunas: las garantías ofrecidas a los fabricantes, con relación a los efectos adversos no atribuibles a malas prácticas. El objetivo de la modificación fue favorecer a dos grupos burgueses locales, y a sus negocios, frente a las vacunas mejor desarrolladas y cuya disponibilidad complicaría el negocio de la burguesía nacional –pero limitaría la avalancha de muertes–. Con su habitual torpeza, estos burgueses no pudieron proveer las vacunas en tiempo y forma ni pudieron siquiera colaborar entre ellos, sino que compitieron para desplazarse mutuamente: la cantidad de fallecimientos se disparó y la ley aprobada en el Congreso fue modificada por un decreto de necesidad y urgencia, sin explicaciones ni justificaciones. Una vez corregido el «error», inmediatamente llegaron al país numerosas dosis de vacunas. Y, en poco tiempo, el evitable aluvión de muertes se contuvo. Los intereses privados de los capitalistas enviaron a la muerte a miles de trabajadoras y trabajadores de la clase obrera en Argentina. Pero el FITU, en el Congreso, estuvo en el lado opuesto, defendiendo una absurda soberanía nacional, tan absurda como abstracta, incapaz de defender el interés inmediato de la clase trabajadora, que es la protección de su vida y de su salud.

Otro tanto sucede con el feminismo: miles de mujeres les han dado el voto a los representantes del FITU para que defendieran su existencia material, real y biológica. Salvo que neguemos la biología y la evolución de las especies, las mujeres son las hembras adultas de la especie humana. Sobre esa diferencia biológica (resultante de millones de años de evolución), el patriarcado y el machismo implementan diferencias sociales alentando el avance de una legislación que difumina la existencia de las mujeres. Cuando el FITU apoya esos avances, traiciona a las mujeres y a todos los que nos oponemos al género con sus estereotipos, sus límites y sus subordinaciones.

El problema con el FITU y sus cargos, entonces, no es una abstracción. No se trata de diferencias en las definiciones teóricas, en las declaraciones sobre sucesos que ocurren a miles de kilómetros o acontecieron hace decenas de años. Todo eso es importante. Pero es secundario con respecto a la confianza expresada en el capitalismo argentino, cuyos resultados son los que mencionamos: situar la pequeña cuota de poder que la vanguardia de los trabajadores le delegó con sus votos contra la misma clase a la que esa vanguardia y el FITU pertenecen.

El FITU en las PASO

La izquierda del FITU sólo representa minorías. Eso es lo que percibe el grueso de la clase trabajadora. Eso es lo que efectivamente sucede. Expresa, por un lado, los intereses particulares de los desarticulados de la producción y, por otro lado, los intereses de los desarticulados de la producción cultural e intelectual. 

La representación de minorías no pone de manifiesto programas globales y sistémicos sino la gestión de las satisfacciones particulares, de intereses parciales. La interna que vamos a presenciar (en el marco de las PASO, definido por la burguesía) cristaliza estos dos sectores. Mientras que el PO-MST se recuesta en el programa particular del movimiento piquetero, es decir, de los desocupados u ocupados informalizados, el PTS-IS expresa el programa de los expulsados del mundo de la cultura. Tanto el programa del regateo de los planes sociales como del regateo de los espacios culturales, los subsidios artísticos y los cupos de todo tipo, las zonas libres y la gestión de satisfacciones, se organizan alrededor del Estado burgués. La interna es la expresión institucional de esta política de las particularidades y debería evitarse. Pero no sólo para recurrir a un mejor método que las PASO, sino para recurrir a un programa adecuado: el de los intereses de la clase trabajadora en su heterogénea composición, y el del conjunto de las mujeres. Ambas líneas internas del FITU no sólo reflejan ambiciones personales y expectativas partidarias de cargos, sino también cuál de los dos sectores de la vida productiva desarticulados por el capitalismo predominará en esta expresión parcial y reformista de la clase obrera.

Parte V: El otro proyecto

Hay una serie de cuestiones que se articulan en distintas proporciones, que constituyen un proyecto alternativo al socialismo y que confunde y desdibuja nuestra causa.

Minorías

Hay dos colectivos, cuyos integrantes en gran parte se superponen, que constituyen muy holgadamente la mayoría de la humanidad: quienes carecemos de medios de producción y sólo podemos vivir vendiendo nuestra fuerza de trabajo (o arrancándole una manutención al Estado) y quienes hemos nacido mujeres y constituimos la mitad de la población mundial, oprimidas y postergadas por el machismo y el patriarcado. Ambas poblaciones mayoritarias, a nivel mundial y de cada país, son el vehículo y la razón de ser de una salida socialista. 

Las minorías son la razón de ser de la sociedad capitalista, ya que todo el edificio burgués se construye sobre la defensa de una minoría en detrimento de todas las mayorías. El 1% de la población mundial posee más de la mitad de la riqueza que se genera en el planeta. Si esto se sostiene, no es sólo por la fuerza sino porque las mayorías consienten en vivir bajo el dominio de las minorías. Este consentimiento se llama hegemonía: pocos dominan mucho. La lucha socialista es la lucha por una revolución allí, en primer lugar: que ninguna minoría domine a la mayoría, que la mayoría consienta en la existencia de las minorías en tanto no sean enemigas de todos. Por ejemplo, hay una minoría de la humanidad que pretende legalizar el sexo con niños y no por su número minoritario la sociedad debería consentirlos. ¿O sí? Hay otra minoría que pretende usar a las mujeres pobres como incubadoras para terminar de fabricar los hijos de catálogo que han comprado. No por ser una minoría la sociedad debería consentirlos. ¿O sí?

De manera que las minorías deben ser respetadas en la medida en que sean respetuosas, a su vez, de las mayorías. De la clase trabajadora (hombres y mujeres) y de las mujeres (la mitad de la humanidad), que deben hegemonizar una sociedad mejor, en reemplazo de la actual sociedad hegemonizada por una minoría. La vida social es una y no se compone de la suma de minorías desarticuladas. La sociedad actual consiente que la minoría más poderosa, la burguesía, aplaste a la mayoría y también, obviamente, a las demás minorías. El borrado de las mujeres por el transactivismo, la fragmentación de la clase trabajadora de acuerdo a prejuicios raciales, étnicos o particularismos, la dislocación de la unidad de la clase productiva en minorías designadas por sus consumos o sus acciones concretas en lugar de por la ubicación en las relaciones de propiedad, todas son expresiones de la hegemonía burguesa, del dominio de la minoría sobre el amplio conjunto, que no se pueden consentir. Se trata de un tobogán que conduce al individualismo asocial (¿qué es el individuo sino la minoría por antonomasia?). 

La lucha socialista ha sido guiada desde su nacimiento por una vocación hegemónica, no por una pasión minoritaria y particularista. Hay UN sexo que porta el potencial revolucionario del feminismo; hay UNA clase que encarna el potencial revolucionario de los desposeídos. El uso de plurales no es un reconocimiento de las diferencias, sino una abdicación de la lucha por buscar, encontrar y construir lo común, lo social.

La oposición entre clases antagónicas ha cedido lugar a la oposición entre hegemonía y disidencias, renunciando a buscar las expresiones mayoritarias y renunciando a lo común, para sumarse a los particularismos, cuya expresión no por tonta deja de exponer este retroceso teórico y estratégico: el singular potente y desafiante de apelar a LA clase obrera es desplazado por el uso sistemático de plurales variados (las niñeces, las disidencias, los pueblos originarios, etc.). Claudicar en la lucha por la hegemonía que caracterizó a los partidos revolucionarios por la pretensión de enhebrar particularidades, disidencias o diferencias empalma directamente con el proyecto esencial de la burguesía, que es la defensa irrestricta de la minoría.

El pasado como paraíso 

La declinación y degradación de la vida social significa que, parafraseando el tango de Canaro, hoy vivimos peor que ayer, pero mejor que mañana. De manera que la decadencia de la sociedad se expresa de manera inmediata como nostalgia. El pasado se tiñe de tonos paradisíacos. Y con cierto fundamento, las cosas andaban ciertamente mejor. Los indicadores del retroceso histórico de la retribución salarial, o de los resultados educativos, no mienten. Pero no es posible volver el tiempo atrás. Sin embargo, si la energía se difumina en la añoranza, se disipa de la construcción del futuro. Las insistentes políticas de la memoria machacan con un olvido notorio: esos que son recordados, no lucharon por volver al asado sino por construir un futuro, un futuro novedoso. No importa el grado de ignominia o crueldad que se haya utilizado en el pasado, el futuro se yergue sobre esas ruinas o esas infamias, no puede anularlas, sino simplemente tomarlas para edificar lo nuevo. 

Como el mundo real es el actual, quienes pretendemos vivir en él rechazamos estas trampas. Trampas que sólo tienen sentido para quienes viven de ellas. Del pasado muerto, o moribundo, viven muchos vivos, pero no le puede dar de comer a la mayoría. En oposición a eso, la causa socialista es una apuesta al futuro, una decidida vocación por construir un futuro nuevo.

Pobrismo

El pobrismo es condenarse a la marginación. Produce, razonablemente, el rechazo en el diálogo con los compañeros. El pobrismo no es la reivindicación del trabajador pobre en su carácter subversivo para un sistema que lo coloca en esa posición, sino la reivindicación de la misma pobreza como un atributo relevante y digno. Es a partir de esta reivindicación de la pobreza propia del peronismo que se han podido generar una serie de frases, supuestamente agraviantes, como «Zurdo con iPhone» o «Hippie con OSDE». El peronismo establece y consolida la división del mundo entre lo que les corresponde a los pudientes y –la versión berreta de los bienes– que les corresponde a los no pudientes. La pobreza, para el peronismo, es una situación que debe ser «atendida», no resuelta. El socialismo es la lucha por lo opuesto: por la mejor vida posible para el conjunto. Si la humanidad ha podido producir un aparato de calidad para comunicarse, que no sea sólo para una minoría. Si la vida humana puede ser defendida de la enfermedad con grandes avances y comodidades, que la mayoría lo disfrute. Ser socialista es promover una autoconvocatoria de los pobres para dejar de serlo, no para enaltecer su situación. Por eso, a diferencia de Kicillof, que considera a la pobreza un atributo inmutable cuyo registro «estigmatiza», los socialistas queremos contabilizar, medir, delimitar las causas de la pobreza para atacarla. No es un atributo positivo. Es una desgracia. Y a las desgracias se las combate. Si la pobreza tuviera méritos o beneficios, apoyaríamos a los burgueses, que la producen en cantidad.

Inseguridad

El pobrismo se emparenta con la liviandad con la que la izquierda aborda el tema de la inseguridad. Básicamente, somos socialistas porque la propiedad privada de los medios de producción se opone a la posesión del fruto del esfuerzo y el trabajo. No encontramos ningún valor rescatable en quien le roba a un trabajador. No es un rechazo a la propiedad (de hecho, robar es ejercer una apropiación) sino una violencia sobre la clase trabajadora. 

De la misma manera que los carneros y rompehuelgas son producidos por las condiciones sociales y son repudiados, los que le roban a las compañeras y compañeros se sitúan en la misma condición. Podemos entender el origen de esa acción pero no podemos dejar de combatirlos. No cuestionan al sistema, lo solidifican. Es tan inaceptable como quien descarga en los usuarios la frustración por la explotación y la opresión del patrón. No es nuestro proyecto la guerra entre trabajadores. En toda ocasión y en todo momento apuntamos a la causa de los problemas y las frustraciones: el sistema de clases. 

Y cuando hablamos de rechazar la guerra entre trabajadores lo hacemos a conciencia de que la clase obrera contiene estratos diferenciados con amplias desigualdades. Pero esto no cambia el carácter de clase que se sustenta en las relaciones de propiedad en la sociedad capitalista y no en las formas de vida, las ideas o los gustos.

Zonas libres del capitalismo

«Triunfo agrario», con letra de Armando Tejada Gómez y música de César Isella, sostiene: El que no cambia todo, no cambia nada. Esta afirmación está totalmente de acuerdo con cuanto hemos presentado hasta aquí acerca de las consecuencias en nuestra vida cotidiana de las relaciones de producción que organizan la sociedad. Pero ha sido refutada por el hecho de que el socialismo no se construye, mientras el capitalismo se despliega e impone sobre cada vez más amplias porciones de la vida humana. Eso ha llevado al surgimiento de una estrategia política que consiste en proponer el desarrollo de fragmentos en los que la lógica del capital se aplicaría con menor rigor, la defensa de espacios que están siendo mercantilizados, o el apego particularizado de aquellas modalidades de vida o de producción social que la propia dinámica capitalista descarta. Con independencia de cuánta pasión se ponga en defender estas pasiones, el resultado es inexorablemente la derrota a largo plazo. 

No puede ser nuestra estrategia ni nuestro programa esta guerrilla de demandas frente al ejército regular de la ley del valor y la productividad. Como socialistas debemos decir que el socialismo no tiene nada que ver con esto como camino. El camino socialista consiste en llevar esas parcialidades a la necesidad de cambiar la sociedad que produce estos problemas (y los seguirá produciendo si no acabamos con ella). 

Tomemos como ejemplo las fábricas recuperadas. Cuando, para defender los medios de subsistencia, los trabajadores tienen que hacerse cargo de una empresa, no comienzan a construir el socialismo, sino que se hacen cargo de una unidad productiva cuya viabilidad está comprometida. Esa es la razón por la que los capitalistas abandonan las empresas: jamás se ha visto a un burgués abandonar una empresa rentable. Los trabajadores, para no perder sus ingresos, se tienen que hacer cargo de gestionar estas empresas, generalmente de manera cooperativa, en el interior del sistema capitalista, regidos por la competencia y el mercado. La toma, la puesta en funcionamiento e, inclusive, la expropiación de las empresas abandonadas y vaciadas por los capitalistas, son medidas de lucha que los socialistas apoyamos plenamente. De la misma manera que apoyamos las reivindicaciones salariales. Pero ni una ni otra son la construcción del socialismo, que consiste en la reorganización de la economía para hacerla más productiva en función de los intereses de la población en general, a partir de los mejores logros del capitalismo y no reutilizando sus fracasos.

Lo que anda mal, lo que no funciona, lo que todavía no se rige por la rentabilidad, puede resultarnos atractivo o agradable a título personal, pero no es «lo otro el capital» sino sus detritus, sus resabios, la escoria que el aumento de la productividad, de la concentración del mercado y de la escala, secreta. No es a partir de allí que se generan los ejemplos ni las fuerzas que pueden terminar con el capital.

Una sociedad que se degrada y embrutece de manera generalizada, degrada y embrutece correlativamente a sus integrantes individuales. Como hemos expuesto, los trabajadores que necesitan los capitalistas son cada vez más escasos en número, con mayores requisitos de formación y, obligados por el temor a la desocupación, muy recargados de horas de trabajo. Pero este grupo, siendo muy importante y estratégico, es numéricamente minoritario. La gran mayoría de la clase trabajadora realiza tareas estupidizantes cuando no son directamente, para el capital, una población sobrante, un exceso que provoca problemas y aporta muy poco a la acumulación. 

De manera que la vida cultural del capitalismo se escinde, se divide en una cultura sofisticada para pocos y una cultura cada vez más inculta, banal y superficial para una gran masa de población, que vive de manera cada vez más inhumana. No hay forma de que la propia producción cultural y artística se pueda encargar de revertir una dinámica cuya fuerza es superior a ella y la determina. 

Todas las pasiones son respetables y todas las satisfacciones que no se dirigen al perjuicio de los demás  deben ser contempladas, en la medida de lo posible. Pero estas pasiones no son los medios ni las vías para cambiar el mundo. Se relacionan con el cambio social en un punto preciso y necesario que debemos difundir constantemente: todas las pasiones, todas las satisfacciones, todo eso que hacemos y que nos gusta hacer, todos los disfrutes que compartimos con la familia, los amigos, con los compañeros, está amenazado por un sistema que, al embrutecernos, embrutece y destruye nuestras pasiones y nuestros disfrutes. 

Exceptuando las injurian a la vida ajena –la explotación, el consumo de prostitución, el parasitismo, la violencia– no está en nuestro horizonte decidir cuáles son mejores o peores, más o menos aceptables, productivas o creativas. Nos da lo mismo que alguien coleccione estampillas o juegue al fútbol; que ejecute sonatas de Bach o pinte mandalas; que tenga novio o viva con amigos; que cocine brownies o baile cuarteto; que consuma o disfrute productos elaborados acá o en otro país; que lo haga en soledad o que comparta. Muchas de esas satisfacciones pueden ser interrogadas para lograr una vida mejor: el consumo de azúcar o la cantidad de deshechos que producimos, por ejemplo. Pero deben interrogarse de manera concertada. La ludopatía es un problema grave pero es imposible combatirla si los Estados burgueses se financian con el juego y si los capitalistas del sector son los grandes aportantes de campaña para los partidos burgueses. 

Hoy nuestras pasiones, satisfacciones y consumos son distintos y respetables, pero están igualmente amenazados por el mismo sistema. Defender nuestras pasiones no es atribuirles la capacidad de cambiar el mundo, sino todo lo contrario: es preciso cambiar el mundo para que esas pasiones no sean minimizadas, estropeadas y alejadas de nosotros. Debemos romper con la expectativa y la ilusión de que el propio desarrollo de nuestras pasiones, de nuestros gustos, de nuestras satisfacciones particulares, conducen al socialismo. Y es la defensa de esas pasiones lo que nos obliga a tomar el único camino necesario: cambiarlo todo, luchar por el fin de la anarquía y la explotación capitalista.

Los objetos y los modos de consumo no nos parecen más o menos socialistas mientras estén regidos por la lógica del capital. Ni consideramos que exista una forma perversa de vivir llamada «consumismo» contra la que debamos luchar particularmente para conducirnos a la tierra prometida. Los modos en que cada quien reproduce su vida no deben ser fetichizados como elecciones libres y personales, cuya modificación depende única y exclusivamente de la voluntad individual, y cuyo resultado provocaría la crisis del sistema. No sólo porque sería colocar en el consumo lo que es patrimonio de la producción –y combatir los efectos en lugar de las causas– sino esencialmente porque no es el modo de vida de los trabajadores sino la existencia de los explotadores lo que motiva nuestros desvelos

Qué, cómo y para qué debe producir la sociedad es una discusión que únicamente tiene sentido por fuera de la propiedad privada y la acumulación individual de los burgueses. Allí sí, en una sociedad que intente planificar democráticamente, se podrá intentar también debatir de qué manera vivir. No como hoy, que mientras individualmente muchas personas tratan de no utilizar bolsas de plástico para llevar sus productos, la miseria empuja a las empresas a empaques cada vez más pequeños en los que la proporción de plástico y papel en relación con el producto a consumir es cada vez mayor, evidenciando la flaqueza de las decisiones individuales frente a la poderosa tendencia de la economía de mercado.

El socialismo no es un populismo negro, no es lo que hacer algo con lo que no funciona, con lo degradado o con lo miserable. Eso no es la fuente de nuestro programa ni de nuestras expectativas. Sólo el trabajo genera riqueza. Y esta riqueza es expropiada y desorganizada en su producción. El socialismo es la organización planificada de la riqueza producida por la clase trabajadora para el disfrute de la propia clase trabajadora. 

Los «espacios» rebeldes, disruptivos, el under, el indie, la autonomía o la autogestión, no son intolerables para el capital. Los intentos parciales, limitados, discretos, que juegan con las reglas del capital, culminan pereciendo o integrándose. El capital tiene el tiempo a su favor. La clase obrera tiene urgencias. Lo único intolerable para el capital es el cuestionamiento de su existencia, la salida socialista.

Parte VI: Vida y Socialismo

Si fuera fácil no sería un desafío necesario

Como era de esperar, el Estado burgués es menos democrático y accesible cuanto mayor es la crisis. Por lo tanto, el clientelismo, los punteros, los matones, elevan su función y su tarifa. Es una gran cuestión a tener en cuenta. La caída de la democracia burguesa clásica –lo mismo ocurre con el colapso energético– no conduce hacia lo mejor de nosotros mismos –como no lo hizo la pandemia– sino a lo peor de esas bandas y punteros. La situación de anomia y degradación convoca –y exige– una acción más decidida y más independiente, en sentido socialista.

Cuando los razonamientos son transparentes, cuando los sectores expresan sus intereses de manera clara, cuando hay respeto por el otro porque se lo considera un par, un igual o un ciudadano, cuando los canales institucionales son la vía maestra para la resolución de los problemas colectivos, es decir, cuando la sociedad funciona, es más fácil hablar de socialismo, en la misma medida en que es menos necesario. 

Pero el socialismo es necesario porque todas esas condiciones se han vuelto hacia su reverso: las discusiones son confusas, las instituciones hacen agua, los intereses se expresan de la manera más espuria, la sociedad se degrada y los sujetos muestran lo peor de sí mismos. En lo insoportable de una situación así estriba la necesidad de un cambio social radical.

¿A quién le hablamos?

Es una pregunta simple y profunda, que debemos desdoblar. A quién le habla «la izquierda», el FITU, y a quién nos dirigimos desde Vida y Socialismo

Tras 75 años aferrado a unos principios (no un programa) indeleblemente antiimperialistas y antiburocráticos (por oposición al estalinismo), el trotskismo resurgió en la década de los 90, liberado de la sombra de la URSS, y alcanzó la hegemonía de la izquierda independiente en Argentina. Desde esa posición se lanzó a la seducción de una presunta izquierda peronista, el progresismo autodenominado «kirchnerismo».

Ese progresismo k desciende de la conjunción de dos conglomerados vencidos por la deriva del capitalismo: los trabajadores precarizados o desocupados del conurbano (que nutrieron la experiencia autonomista, con los MTDs como insignias) y los desechos del universo intelectual que brindaba servicios a una clase media ascendente en la década de los 60 (hoy proclive al individualismo desesperado). El autonomismo y Carta Abierta plasmaron, cada uno a su manera, la misma trayectoria de decadencia y exclusión. 

Como en las elecciones hay que considerar las opciones reales y no el conjunto de programas posibles, los caminos de ruptura hacia la izquierda son sólo dos: la abstención, el voto en blanco y la impugnación, por un lado; el FITU, por otro. La vía negativa de la bronca es amplia, ninguna fuerza política queda afuera pero no se puede sacar ningún provecho de esa pertenencia al rechazo generalizado: esta vía carece de expresiones organizativas (no electorales), siquiera embrionarias, para catalizar esos millones de descontentos. 

Un desafío, en estas condiciones, consiste en acertar qué expresión afirmativa puede atraer algo de esa negatividad, de esa bronca, de ese rechazo, por izquierda. Ya hemos dicho por qué consideramos que el FITU no se ha convertido hasta ahora en esa opción. Reforcemos nuestra consideración con el problema de la formación militante.

Como fieles que escuchan una misa preconciliar en latín, a la que luego se les traducen sus contenidos importantes en una lengua romance, hace tiempo que la izquierda integra a militantes o simpatizantes que no forma ni instruye para que puedan interpretar los textos y la realidad en términos socialistas. A esos militantes y simpatizantes se le da, supuestamente traducidos, los conceptos de la tradición socialista en la lengua franca del peronismo. Esto permite fenómenos como el de Jujuy, este año: el FITU ocupa una vacancia dejada por el kirchnerismo y realiza una elección inédita para la izquierda en cargos ejecutivos. El problema es que se presenta como un peronismo más, pero consecuente. Recordemos lo acontecido en Mendoza: el FITU obtuvo 10% en 2015 pero 4% en 2019, cuando la crisis económica y social era más aguda. Este aparente retorno al campo burgués por parte de sus votantes mendocinos no lo es en realidad, porque como diría Pichuco: «siempre están llegando»… al peronismo. 

Al hacer seguidismo del programa de una clase social ajena –y antagónica– a la que pertenecemos, el FITU no sólo se distancia de los intereses inmediatos del proletariado sino que a menudo los acerca a la órbita del sentido común de votantes de Juntos por el Cambio o del Frente de Todos. Volvamos a la pandemia para dar un ejemplo. Es obvio que quienes reclamaban «¡Vacunas YA!» estaban a la izquierda de los diputados del FITU que privilegiaban la «soberanía de la nación» en perjuicio de la salud de la población. Asimismo, quienes argumentan a favor de la existencia de la mujer como hembra adulta de nuestra especie están a la izquierda de quienes razonan sobre el eje hegemonía/disidencias y desarrollan los particularismos. Otro tanto sucede con el tópico «Son todos chorros», que será simplón y rudimentario, pero está a la izquierda de los esfuerzos del FITU por discernir entre «el justo encausamiento del delincuente Macri» y «la persecución judicial de la víctima Cristina». 

Presentarse como gestores de la democracia burguesa es renunciar a la tradición socialista sin siquiera obtener a cambio el voto de las masas peronistas a las que se intenta seducir. De esta manera, el FITU pierde, otra vez, la oportunidad que se le ofrece para canalizar la bronca, la desilusión y el rechazo generalizados en un programa socialista.

Sin embargo, vemos un plano estratégico y fundamental que define la actualidad: la implosión del FITU enseña que la mayor parte de la vanguardia proletaria que rechaza al capitalismo permanece dentro de ese frente electoral, aun a pesar de la ferocidad de la fragmentación. Allí parece encontrarse gran parte del potencial para la construcción de una alternativa política socialista (incluyendo a quienes declaran su negativa a votar al FITU, que ya es un reconocimiento de ese potencial). Cada partido o grupo es férreamente disciplinario pero el mosaico que los agrupa no lo es: la ferocidad de la fragmentación impide la integración orgánica. Este modo de existencia es prueba del fracaso de esa disciplina por el fracaso de la estrategia y el programa. Pero todavía hay posibilidades de iniciar el camino hacia un programa socialista para el momento actual, que no esté basado en particularismos ni sea copia de un pasado irrecuperable.

La torsión que debemos realizar consiste en intentar un diálogo con las compañeras y compañeros que se declaran de izquierda, para llevar los planteos con los que el socialismo debería abordar al conjunto de la clase trabajadora. Se trata de elegir nuestro interlocutor entre esas compañeras y compañeros con quienes compartimos espacios de lucha, de reflexión y de trabajo. Compañeras y compañeros a quienes debemos tratar así, como compañeras y compañeros. Y a la vez, ejercitar el diálogo tal y como su definición supone: dos voces, dos discursos. Las condiciones de existencia de ese diálogo no pueden erigirse sobre la invisibilidad de esta diferencia. Si el FITU es una federación de grupos cuya feroz fragmentación expresa malestar pero sin dar con la causa de ese malestar porque no se pueden debatir el programa y la estrategia, entonces debemos discutir fraternalmente este diagnóstico y estas diferencias con esas compañeras y compañeros.

Hoy la clase trabajadora continúa atrapada en las redes organizativas e ideológicas del peronismo. Los elementos de rechazo no la han puesto a salvo de las organizaciones que el peronismo dirige. Tampoco la han impulsado a crear nuevas organizaciones que lo cuestionen. Muchos de los que ya no confían en el peronismo y consideran necesaria alguna acción política revulsiva están en el FITU, o cerca de él, y probablemente lo voten. Algunos han caído en un cinismo del que será difícil rescatarlos. El programa que suponemos correcto requiere la construcción de un camino hacia la clase obrera, comenzando por quienes están más cerca: la verdad no es una estrella que atrae indefectiblemente hacia sí por su fuerza gravitatoria. El programa correcto para una acción se construye en los preparativos; el transcurso de la acción trastorna formas organizativas, modifica las enunciaciones programáticas, metamorfosea a los seres humanos. Lo indispensable, lo importante, es estar ahí y afrontar el próximo paso. Tan impredecible es este camino que la Revolución Rusa, la más reivindicada y la más utilizada como modelo, fue encabezada por un dirigente que tenía clara la estructura organizativa pero no le había acertado al programa y sumó a otro dirigente, que tenía claro el programa pero se había equivocado con la estructura organizativa. Fueron los hechos en su dinámica y la interrogación de la realidad –no cínica e individual sino colectiva y valiente– lo que desembocó en el triunfo revolucionario.

Dada la actual irrelevancia de la izquierda, votarla o no votarla es completamente anecdótico frente a la tarea de no romper el diálogo ni ceder en la política. 

Hay un malestar en la izquierda. Tenemos una explicación y una salida a ese malestar: volver al socialismo como causa y como programa. 

¿Es la respuesta correcta? La única forma de saberlo es intentarlo.

Vida y Socialismo, 10 de junio de 2023.

Imagen principal: foto de Marcela B.

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