La Biblia es un extenso libro, desigual como toda obra de autoría colectiva y de ambiciosa cobertura. Pletórico de imágenes, metáforas y episodios dramáticos, se trata de un libro que ha nutrido al arte en abundancia durante los siglos posteriores a su aparición. Pero el símbolo que representa a todos los que creen en el carácter sagrado de ese libro es la cruz.
La cruz, emblema de la crucifixión, no simboliza un episodio final del libro sino el episodio determinante. Todo lo anterior, la caída, la expulsión del paraíso, el fruto del árbol del conocimiento, ganar el pan con el sudor de la frente y parir con dolor, el éxodo y los proverbios, el drama de Job y las atemporales enseñazas del Eclesiastés sobre las temporalidades… todo eso no es más que el planteo del problema. Y todo lo que sigue a la resurrección, los trastornos, las pestes, el universalismo en la militancia de Pablo, el apocalipsis… todo eso no es más que el camino necesario para arribar a una instancia en la que los problemas ya están resueltos.
Lo fundamental del libro –de un libro que, aunque demasiado extenso, no deja de ser un manifiesto– es, por supuesto, la solución y el sujeto. El cristianismo no sólo plantea que existe solución para el pecado original, es decir, para los problemas que el propio desarrollo humano ha producido, sino que hay un sujeto que encarna esa solución. Y ese sujeto, Jesucristo, el Mesías, alcanza su verdadera dimensión en la cruz.
A pesar de que al comienzo parece declarar lo contrario, en su desarrollo global la Biblia ratifica que en el principio no es el verbo sino la carne: alguien debe encarnar la solución. Enclaustrada en las palabras, la solución no sirve de mucho. Por eso un dios que se hace hombre es el símbolo de un programa que encuentra su sujeto.
Si a esa estructura expuesta en el libro le expurgáramos el sujeto que cumple la tarea, no habría quién nos condujera al Juicio Final en condiciones de afrontarlo. Y entonces todo lo narrado quedaría vacío de importancia, de sentido global, de sustancia narrativa. El drama de la caída no se transformaría en un problema a revertir y subsanar, sino en la pura revelación de una tragedia insoluble, el mero saber de un diagnóstico sin esperanzas y, por lo tanto, inútil. Sin sujeto, los fariseos, los filisteos, los mercaderes del templo, los romanos y los buenos judíos, valdrían todos por igual, darían todos lo mismo, serían meros eslabones de una «cadena equivalencial» (como le gustaría a Laclau) en busca de un significante que los contuviera. Atrapados en el problema y sin salida, todas las respuestas carecerían de trascendencia. Entonces, francamente, las únicas respuestas considerables resultarían ser aquellas que permitieran, en lo inmediato de ese laberinto infernal y sin salida, una vida personal mejor, es decir, un sálvese quien pueda generalizado.
Los socialistas tenemos nuestra Biblia. «Suele llamarse a Das Kapital –escribió Engels en 1886– “la Biblia de la clase obrera”». En efecto, El Capital es una biblia pero no en el sentido religioso, sino en el sentido de una escritura extremadamente ambiciosa y pletórica de imágenes intensas que nos revela un problema vital. Esta biblia puede ser reducida a un catecismo sencillo, como todos los catecismos, organizado alrededor de cuatro preguntas simples con sus cuatro respuestas categóricas, adaptadas para ser repetidas por niños de 8 años. Por ejemplo: «el problema es el FMI».
Al igual que su antecedente religioso, para orientarnos en el camino hacia la salvación, El Capital exige lectura y reinterpretación, trabajo y discusión. Y, sobre todo –también al igual que su sagrado ancestro–, carece de sentido sin un sujeto que nos permita, en tanto especie humana, levantarnos de la caída. Sin sujeto de la salvación, lo único posible es la caída, para siempre, eternamente. Por eso no es casual en absoluto que el socialismo franelee asiduamente con el mesianismo. Pero es inútil. El sujeto de la emancipación, el sujeto de la redención, si queremos leerlo en clave bíblica, es la clase obrera.
Sin su sujeto, la Biblia es una mala novela, desgarbada e inconexa. Sin la clase trabajadora –es decir, sin la militancia que realice, que concrete, que efectúe la consigna «¡Proletarios del mundo, uníos!»–, el pensamiento marxista es absurdo e impráctico. Y sin el esfuerzo por resolver los problemas de la existencia económica y política de la clase trabajadora, y orientado por lo que podría hacer un mesías salvador que jamás llegará, el marxismo se distrae de lo que se puede hacer en el marco del pecado. Conduce, entonces, a vivir peor de lo posible, ya que por esa vía mesiánica y distraída es imposible vivir bien.
A los ojos de quien desconoce el problema del que estamos hablando, la idea de una clase obrera parece tan fantasiosa e impracticable como la Inmaculada Concepción de la Virgen. Sin embargo, si no es realizable una militancia laboriosa para constituir en clase a los dispares sectores y fracciones de trabajadores mediante sus intereses comunes, entonces toda la arquitectura del socialismo científico se vuelve diabólica. Es decir, se convierte en una tentación que puede conducirnos a la perdición. O, como bien interpretaron los Padres de la Iglesia, a formar una burocracia de lo imposible, tanto menos susceptible a las demandas en cuanto su tarea consiste en prometer y postergar lo que nunca llegará: el paraíso.
Nadie descree más de Cristo que un cura y nadie tiene menos confianza en la clase trabajadora que un intelectual de izquierda. Unos descreen de los milagros que dan cuenta de la existencia de Dios. Los otros, de la ciencia que justifica el esfuerzo militante.