[Editorial #15] EL CAMPO DE LOS SUEÑOS: Por qué la unidad del «campo popular» es contraria a la unidad de la clase trabajadora

Nuestra existencia como VyS se define prácticamente por afirmar que el campo popular no sólo engendró a la «derecha radical», sino que su carácter de clase lo condena a hacerlo una y otra vez. Esto choca con el sentido común. Y es natural que así sea: el sentido común es reformista. Es decir, está educado en la vida cotidiana, en la expectativa y la confianza en que de alguna manera estas mismas relaciones sociales de nuestra cotidianidad pueden mejorar, con algunos retoques y modulaciones, las condiciones de vida de las masas trabajadoras.

Despejemos un malentendido. La diferencia entre el reformismo y la perspectiva socialista no pasa por la diferencia entre la actividad parlamentaria y la acción directa, entre leer libros y tirar piedras, entre atender a la singularidad personal y eliminarla en el altar del pobrismo, entre el confort del Palacio y el sacrificio en la calle. Mucho menos pasa por hilvanar ciertos gustos personales y algunas satisfacciones particulares en la construcción de una identidad: el rock por rebelde, el folclore por autóctono, el choripán por popular, el fútbol lírico, el cine político, el poema piquetero, la bambula liberadora. Elecciones respetables que eluden una consideración más básica: ¿se puede reformar, a favor del bien común, una sociedad organizada en función del interés económico individual? El reformismo piensa que sí. Los socialistas pensamos que esa perspectiva carece de futuro y racionalidad.

Por eso, si en el plano gremial compartimos acciones cuyos reclamos inmediatos reivindicamos, en el plano político repudiamos aquellas cuyo objetivo es recomponer el campo popular. Recomponer ese campo es aceitar el péndulo hiperbólico de la degradación: Cristina trajo a Macri, Macri a Alberto, Alberto a Milei. Cada vaivén se caracteriza por regresar con más fuerza y mayor oscuridad. Se trata así de un péndulo que violenta a la física, porque en lugar de perder velocidad por la fricción del aire, la adquiere gracias a la decadencia del país.

La unidad del campo popular implica una alianza de los explotados con fracciones de la clase explotadora. ¿Cómo se llega, desde la izquierda, a la reivindicación de esa unidad burguesa? ¿Cómo se pierde, desde la izquierda, el rumbo de la construcción ardua, paciente y laboriosa de otra unidad, políticamente independiente: la de la clase trabajadora?

Responder a estas preguntas requiere ver cómo llegamos al campo popular.

La historia del campo popular

A comienzos del siglo XX, la lucha socialista estuvo comprometida con dos cuestiones que no son propias del socialismo, pero tampoco eran ajenas a su estrategia.

Por un lado, la conformación o consolidación de las naciones, en conflicto exterior con el colonialismo y en conflicto interior, tanto con sus minorías «étnicas» como con los núcleos burgueses alternativos. Por el otro lado, la conformación o consolidación de las relaciones capitalistas, en conflicto con las clases explotadoras previas y con los remanentes de previas clases explotadas (campesinos).

A nivel mundial, las fuerzas sociales capaces de sostener el programa socialista eran, durante toda la primera mitad de siglo XX, minoritarias. Así lo plasmaron las relaciones de fuerza en el Imperio del Zar. Había más territorios coloniales que naciones independientes, más campesinos que asalariados, más población rural que urbana, más desintegración étnica que integración ciudadana, más tareas propias de la reproducción asociadas al trabajo familiar y doméstico que mercantilizadas. El mundo presentaba una obvia disparidad entre el occidente de Europa y EE.UU., en un extremo, y las colonias africanas y del Oriente lejano, en el otro.

La búsqueda de un marco de alianzas que excediera las tareas socialistas (como hizo el bolchevismo con los campesinos), o de formas de representación que sortearan la democracia burguesa (como sucedió con los soviets frente a la «asamblea constituyente»), fueron los grandes debates de una corriente internacional que actuaba en un mundo con predominancia de estas condiciones híbridas.

El ejemplo que se siguió es histórico, como lo es el partido que lo llevó adelante: en una sociedad con relaciones asalariadas marginales, numéricamente enmarcadas por millones de campesinos, una nobleza atrasada y un aparato burocrático semifeudal y represivo, el bolchevismo llegó al poder, hace casi 110 años. Lo hizo conspirando con revolucionarios profesionales, forzando su representatividad y concediendo demandas antisocialistas. Todas estas consideraciones se entrelazaban y sólo podían desatarse de manera coordinada. Su éxito imprevisto fue sucedido por los problemas, igualmente imprevistos, del desarrollo de esas tensiones. Pero eso es historia.

Sin embargo, la revolución de octubre de 1917 quedó como un esquema de solución eficaz que era, en verdad, inservible para cualquier otra realidad. Porque los bolcheviques procedieron a exportar su exitosa tesis mientras los problemas característicos de la Rusia zarista se iban extinguiendo –por otras vías– en el resto del mundo y el esquema empezó a morderse la cola. Conservaba cierta utilidad para la URSS y su defensa, pero empantanaba a los que se proponían ir más allá (más allá en la geografía, en el calendario y en el diagnóstico de la situación).

Entonces aparece el fascismo. El campo popular se conforma en torno a la lucha contra ese fenómeno histórico. Pero este antagonismo, junto a la lucha contra la ocupación extranjera, dura muy poco: entre 1935 y 1945. Estas condiciones muy particulares no se han repetido a nivel general, salvo en algunos años, en algunas regiones. Sin embargo, el campo popular se ha mantenido como estrategia y esperanza hasta el presente, ora para derrotar al fascismo, ora para evitar su siempre temido retorno, ora para realizar las tareas que la burguesía no ha cumplido (para realizarlas de la mano de esa misma burguesía inútil). E incluso reafirmando su mayor necesidad, como podemos verlo en Argentina con las islas Falkland/Malvinas.

También han cambiado radicalmente las relaciones entre el campo y la ciudad, entre la producción agraria (y de la tierra en general, minera, petrolera, etc.) y la industrial. El «campo» ha sido lo otro del desarrollo industrial durante gran parte del siglo XX. A lo largo del siglo ha pasado a ser un terreno económico que mantiene características de la producción primaria (generar renta apropiable), pero ahora requiere grandes inversiones y posee alta productividad, competitividad e inserción en el mercado mundial, que no sólo se deriva de las condiciones naturales. De la oligarquía terrateniente no quedan rastros, como tampoco de los campesinos. En su lugar hay productores y rentistas burgueses muy tecnificados. Y población sobrante, migrante. Algo que también contradice al campo popular, que ya no encuentra en la oligarquía terrateniente a su némesis, sino al elemento más dinámico (burguesía agraria) en muchas sociedades capitalistas.

Los debates entre la revolución «por etapas» o «permanente», entre el cerco campesino y la primacía urbana, entre el foquismo y la insurrección, sólo tenían sentido en aquella configuración hoy extinguida. Lo mismo sucede con la lógica política que organiza las ideas entre «izquierda y derecha»: la predominancia de lo urbano progresista versus lo rural conservador; etnias mayoritarias centralistas versus minorías secesionistas; sectores burgueses aliados con pequeños burgueses y profesionales versus otros sectores burgueses aliados a obreros industriales… Todas esas coordenadas que orientaban a las tradiciones políticas durante el siglo XX y que dotaban de algún significado al campo popular desaparecieron o están en vías de desaparición. Y, lo que es mucho más importante, hoy confunden el análisis y la construcción política.

Es cierto que en este resumen no figuran las luchas que definieron esos procesos. Es cierto y deliberado. Porque intentamos exponer las estructuras sociales y las tareas que esas estructuras proponen a las masas para mejorar, o al menos garantizar, su vida. Las masas trabajadoras son las que han logrado los cambios que señalamos, del mundo del siglo XX al mundo del siglo XXI. Las masas luchan. No siempre, pero luchan. A nuestro juicio, el problema es con qué orientación esas luchas pueden obtener triunfos. Y esto se deriva de articular correctamente la combatividad en una estrategia socialista.

Sin un futuro asegurado, paciencia y modestia

Si la obra de Marx pudo interpretarse de manera determinista, la Revolución Rusa otorgó una fuente de legitimación a esa lectura y una prueba empírica, una referencia real en el mundo: el socialismo era un destino y una realidad. Incluso para los anti estalinistas, como el trotskismo, el bloque socialista era el terreno de los logros evidentes de la economía planificada. Esos dos sólidos, el destino y el ejemplo, también se han desvanecido en el aire. La asunción de una teleología (la historia humana tiene una finalidad hacia la que se conduce de manera inevitable) y la necesidad de una referencia (dónde hay socialismo en el mundo) son atributos posibles pero no obligatorios para la construcción de una alternativa socialista al capitalismo.

Desde la publicación del Manifiesto Comunista hasta hoy han pasado 177 años. Un país socialista como referencia internacional existió durante apenas 72 de esos 177 años. Casi la misma cantidad de tiempo transcurrido entre que se publicó aquel llamamiento a la unidad de los proletarios del mundo y la primera revolución socialista. Ha pasado un tercio de siglo desde que cayó el Muro de Berlín y todavía no terminamos de sacudirnos el peso de esa orfandad, de esa falta de referencia. Para librarnos de él es necesario recuperar el sentido de la militancia como una apuesta, una apuesta al futuro. Militar sin sentirnos la encarnación inevitable de la historia, sino los partícipes de una apuesta sin garantías, pero necesaria. No podemos saber si lo conseguiremos. Pero podemos saber bastante sobre cuáles son las consecuencias (barbáricas) de no intentarlo.

Al librarnos de la referencia empírica y deshacernos de la confianza en que «el futuro es nuestro, compañeros», nos vemos obligados a reformular ciertas cuestiones. Por ejemplo, las referidas a la paciencia revolucionaria y la representación democrática. Cuando la ecuación determinista y el ejemplo triunfal nos aseguraban la verdad, la representatividad, la hegemonía, el problema era de los que debían dejarse hegemonizar por una verdad absoluta (si se posee la verdad, las demás conciencias poseen falsedades): la paciencia era una concesión reaccionaria y la urgencia era la razón de ser de la militancia.

Pero la historia, afortunadamente, nos reenvió a la realidad del mundo: hay que convencer con paciencia, registrar cuidadosamente los hechos que nos contradicen y tener la suficiente confianza en ideas, programas y personas, como para esperar que lo que todavía funciona hoy, deje de hacerlo, llame a un relevo y sean nuestras propuestas las elegidas (por eso es tan importante elaborar una teoría de las crisis capitalistas). Y esto no puede suceder de un día para otro sino, como siempre, de un modo muy lento al comienzo y luego, quizás, tomando impulso. Porque cuando nuestro programa deja de poseer una verdad religiosa (revelada por los textos y los hechos, por Marx y por Lenin), se convierte en una pretensión: convencer acerca de una verdad científica (siempre en disputa, dependiente de su capacidad de hegemonizar efectivamente su campo, sólo sostenible si se somete al cumplimiento de esas condiciones, al debate, a la crítica).

Cuando cuestionamos el luchismo o el librepensamiento, no cuestionamos las tareas (luchar o pensar), sino que se inviertan la causa y el efecto. Cuestionamos que se busque dónde, en qué margen, con qué auditorio, es factible hacer lo que previamente ya se ha decidido que es la tarea del momento, independientemente de lo que demande la situación concreta. Da lo mismo si se trata de una web ecléctica en su contenido y fortuita en sus convocatorias, o un llamado a luchar sin premisas claras ni convocante preciso. Se trata de acciones elegidas porque brindan la ocasión de realizar una actividad, no porque la actividad sea considerada la mejor contribución posible a la causa del socialismo.

Así, de acuerdo con el clima intelectual de esta época, lo importante es que permita sentirse socialista, no que se pueda pensar como un aporte para cambiar la sociedad. El yo identitario, más importante que el programa político. De ahí la supremacía del individuo y la alergia ante la disciplina. No a la disciplina impuesta sino la aceptada y elegida. Se rechaza la disciplina que surge de un respeto por la tarea colectiva y los problemas que de ella se derivan.

El socialismo nació al constatar lo que sucede con la riqueza en las sociedades donde impera el modo de producción capitalista, no de imaginar abstractamente cómo sería un mundo ideal. Es una alternativa a la catástrofe en desarrollo, no una utopía «para seguir caminando».

Estas premisas fortalecen el debate en desmedro de las vertientes autoritarias, como la cancelación progresista. Queremos debatir porque creemos razonables nuestras ideas, pero no podemos estar seguros. Mucho menos sin confrontarlas, sin poner a prueba nuestras ideas en un debate. Todo lo cual nos sugiere un cambio: en lugar de entrometernos en otros espacios con nuestra verdad, trabajamos para construir el marco de debate con otras propuestas. Un diálogo honesto, claro y tajante, con tanta disposición a convencer como a dejarnos convencer (un disfrute que la degradación capitalista ha suprimido casi absolutamente), al contrario de la trasmisión de los Evangelios, requiere hacerse con otros que tengan algo que decir.

¿Y en eso llegó Fidel? No, llegó el Boom de posguerra

A mediados del siglo XX emergió una condición impensada para los socialistas: la estabilidad y el crecimiento de la reconstrucción capitalista de posguerra, los 30 gloriosos años.

Al crecer la economía mundial (en parte, dentro del bloque del socialismo real, que constituía una amenaza pero, también, un horizonte de ampliación del mercado capitalista), se incorporaban las colonias como naciones burguesas y los campesinos como ciudadanos consumidores. El crecimiento de los 30 gloriosos años y su inercia posterior generaron los efectos propios de una sociedad expansiva y necesitada de productores: integración y educación. El campo popular se convirtió así en una realidad factible para tramitar el bienestar de las masas trabajadoras. Ya no por lo que se proponía antes, el «cambio social», sino para su nueva función: la estabilidad del sistema.

En virtud de ese campo popular, que a nivel mundial se expresó en la alianza entre el «campo socialista» y los países del Tercer Mundo, se desplegaron las iniciativas que resolvieron, en gran parte del planeta, las tareas irresueltas de la independencia nacional y la ciudadanía burguesa. Cada territorio colonial se convirtió en un país e integró crecientemente a sus habitantes al mercado, abandonando el auto sustento. En los países centrales, la dinámica de la reconstrucción (necesidad de mano de obra e inversiones) y la amenaza comunista se aunaron para conceder y sostener una serie de conquistas que conocemos como «Estado de Bienestar». Entre los factores centrales de esa configuración particular de la época se encuentra la movilidad social a través de la educación, que permitía satisfacer la demanda de trabajadores en una economía de productividad creciente y mercados sin saturar.

Un producto estelar de este período fue la reconversión de una parte del marxismo en estrategia cultural. Fenómeno que, en una proporción considerable, se debió a la deriva autoritaria del comunismo estalinista. Pero también se debió a que un marxismo agobiado por una clase obrera que lograba sus expectativas no podía presentarse como alternativa al bloque soviético ni mantener su vigencia: le faltaba el nervio de la lucha de clases. No en esa medida homeopática que es la lucha gremial, que encima conquistaba sus objetivos, sino la que se enfrenta, como ahora, a la negativa cerrada a mantener las condiciones de vida ya devaluadas. El marxismo cultural nació de esta interpretación de los problemas durante el boom de posguerra: la lucha política marxista dejó el terreno de la reproducción de la vida y pasó a librarla en el de su sentido, de las barricadas a la universidad (aunque en algunas crisis la universidad haya confluido con las barricadas).

Cuando la expansión, la movilidad social que sostenía a la educación y la estabilidad, se fue agotando, la cultura y sus batallas ya se habían desarrollado con gran autonomía. El emblemático año 1968 expresa el punto más alto de la alianza obrero-estudiantil y el inicio de un alejamiento cada vez más pronunciado entre «obreros y estudiantes»: si ante las primeras señales de crisis del boom de posguerra, hace 50 años, la población educada y cultivada fue al encuentro de una clase obrera ambiciosa y combativa, hoy el mundo de la cultura le reclama a una clase obrera diezmada que sea ella la que se acerque a defender los subsidios y expectativas de la fracción educada. Esto fue lo que sucedió del 68 al siglo XXI. De la alianza obrero-estudiantil a la proliferación de identidades que se cobijan, políticamente, bajo un paraguas burgués: el campo popular 3.0.

Otro efecto de los 30 gloriosos es una cultura de la militancia por las causas justas y ajenas. Una perspectiva que se acerca más a la culpa y el sacrificio que a la lucha histórica por los propios intereses, los de la clase obrera. Una lucha que era internacionalista desde sus inicios pero que se gestaba desde las propias demandas inmediatas, no desde la lejanía de un supuesto privilegio y su cristiana necesidad de expiación.

La solidaridad, que era una continuidad de las luchas propias y próximas, pasó a reemplazar estos motivos propios bajo la forma de un ideal desconectado de las situaciones concretas. Así, la defensa de la «patria socialista», la URSS, terminó en el apoyo a regímenes en los que a sus defensores no se les habría permitido sobrevivir más que unos días. Algo similar ocurre hoy con Palestina: la negativa a criticar a Hamás se conjuga con la consigna «Palestina libre», que es una fantasía recipiente de cualquier contenido. Esta primacía de lo lejano sobre lo propio pervive, trastorna el presente y sólo se deja entender por la adhesión al campo popular. ¿Por qué? Porque el campo popular se ve mejor de lejos. Es más factible ser de izquierda y simpatizar con Maduro o Putin viviendo en Argentina, que viviendo en Venezuela o Rusia.

Los problemas de la representación, para los socialistas, se concentraban en cómo desplegar una verdad objetiva (las relaciones capitalistas impiden el desarrollo de las potencialidades humanas) que no era compartida subjetivamente (los trabajadores votaban por el mantenimiento de esas relaciones). La teleología todavía estaba al orden del día y esa idea, de lo irreversible y necesario, centraba los debates en la cuestión del tiempo: el socialismo llegará necesariamente, la tarea es acelerar esa llegada ahorrando sufrimiento y adelantando la felicidad futura. Urgencia era la palabra del período.

La urgencia afectaba a los revolucionarios pero era ajena a las masas trabajadoras. De la tensión con esa urgencia esperada y nunca presente derivó la simpatía por el foco revolucionario, por religiones no occidentales y por nacionalismos inviables. La militancia en la urgencia social (un sistema que brinda las condiciones materiales para su superación) se convirtió en la asociación con urgencias ajenas. El razonamiento fue: si las masas no nos acompañan a construir el futuro, entonces vayamos con ellas a recuperar el pasado. Sólo hacía falta encontrar un mínimo común enemigo que permitiera esos reagrupamientos. Y la Guerra Fría lo había señalado: el imperialismo yanqui.

Para nosotros, ninguna de las versiones del campo popular ofrece perspectivas de futuro. Ni la que se proponía realizar tareas no socialistas (porque ya han sido realizadas) ni la que se proponía administrar el boom de posguerra (porque ese boom se acabó) ni la que propone organizar los particularismos e identidades bajo conducción burguesa (porque esa es la política que diluye nuestro poder de clase y nos entrega a los intereses de los explotadores cuando estos ya no tienen concesiones para dar). Como socialistas, nuestro gran problema, la gran tarea, es cómo unificar una clase obrera muy mayoritaria pero fracturada entre: 1) los que ya han sido expropiados de todo atributo productivo, 2) los que aún los conservan, pero en grado mínimo, y 3) los que los han desarrollado al límite, pero están siendo extorsionados con una expropiación inminente y progresiva.

Y semejante tarea debe cumplirse cuando la sociedad no se entusiasma con el futuro común, y por lo tanto la educación, el acceso al futuro común, ha perdido su fuente no sólo de legitimidad, sino incluso de interés.

Entonces, ¿qué hacer?

Nuestras posibilidades futuras: acentuar la división del campo burgués y unificar al proletariado

Debemos pensar la política de otra manera, no como «campos» sino como clases. No en pos de la nación, sino contra la explotación. No el «campo nacional y popular» sino la unidad del proletariado. Fundamentalmente, porque esto nos ofrece una perspectiva de futuro. Los capitalistas, en su necesidad de valorizar valor, no pueden integrarse y asociarse de manera sólida y permanente: compiten entre ellos. Compiten por necesidad objetiva. Las crisis no se producen únicamente por embates de la lucha de clases. La burguesía tiene su propio frente interno a merced constante de los disensos, las oposiciones, los reagrupamientos, los conflictos y el choque de intereses.

La anarquía del sistema capitalista no permite un sistema político que resuelva esta tendencia caótica y competitiva subyacente: ni bien se logra una estabilidad, ésta es corroída por los intereses particulares. Ni bien se estabiliza el mercado, éste desborda y se satura por sobreproducción. Lo que sustentaba cierta apariencia del campo popular como favorable a la clase obrera es únicamente este carácter contradictorio, competitivo e inestable de la clase burguesa.

Es del lado de la clase dominante que aparecen los motores de las crisis: la irracionalidad económica, la miseria obligatoria y un sistema político que refleja esos disensos. Del lado de la clase obrera, se trata de organizar la independencia para aprovechar el momento en que se abre una crisis. Las crisis capitalistas no dependen sino en muy menor medida de la acción socialista. Pero la acción socialista depende casi enteramente de estar preparados para ese momento. Y ese momento llegará, previsiblemente, en frecuencias cada vez más cortas y como sobresaltos cada vez más profundos. El ascenso y el programa de la «derecha radical» es un índice revelador al respecto.

En la época de predominio del campo popular las configuraciones políticas y económicas poseían una estabilidad de intereses que la actual dinámica del capital ya no permite sostener. El desplazamiento del capital industrial desde los países «centrales» hacia la «periferia asiática» y el desarrollo tecnológico de la maquinaria (robots, IA, automatización de los procesos) son aspectos decisivos de la internacionalización de lo que Marx denomina «régimen de la Gran Industria». Asistimos a un proceso de reorganización de la producción social a escala mundial que multiplica la cantidad de trabajadores que sobran para el capital (población sobrante) y expande la rama de los servicios (aplicaciones, plataformas). Este proceso se caracteriza por la fragmentación, que se expresa en la clase trabajadora como la triple fractura expuesta más arriba, que se expresa en los sindicatos con su progresiva pérdida de poder y que se expresa en las formas políticas que históricamente han representado a la clase: ya no hay partidos obreros de masas. No se trata de políticos más embusteros (que lo son), sino de realidades más dinámicas y menos definidas. La velocidad del sector financiero, su impacto mundial, las cadenas globales de valor, las migraciones, la necesidad de mano de obra híper calificada, o muy descalificada, la necesidad de acoger migrantes junto al temor de que impongan sus costumbres, el envejecimiento de la población y las crisis fiscales por las cajas jubilatorias… hacen que la fluidez de la actividad mercantil y la competencia conmueva toda estabilidad.

Si las dinámicas son más veloces, entonces es mucho más importante dejar de lado las teorías del monopolio y la unidad sólida de la burguesía, para pensar a los explotadores como una clase atravesada por múltiples contradicciones que, cada vez, le cuesta más soterrar. Esta es una cuestión esencial del análisis que requiere abandonar la ilusión de un campo popular. No se trata de encontrar la crisis terminal seguida de las luchas inagotables de las masas, sino de entender que su propio dominio y superación lleva a los burgueses a luchar cada vez más denodadamente… entre ellos. Por eso el aventurerismo tiene un lugar creciente: porque la construcción lenta y sólida es difícil de sostener… para la burguesía.

Es un lugar común sostener que la burguesía se unifica más fácilmente porque en vez de hacer confluir ideas confluye detrás del dinero. Pero lo cierto es que es más complejo confluir detrás del dinero para acumuladores privados, que detrás de ideas para trabajadores explotados. Bien mirada, la propia dinámica social tiende a unirnos objetivamente, amenazando la reproducción de la vida de todos los sectores asalariados: hacen huelga los actores de Hollywood y se fragmenta (tendencialmente) la burguesía (porque compiten entre ellos sin poder evitarlo).

La llave del futuro está en abandonar las expectativas en algún sector de la clase explotadora y militar fervientemente por la unidad de los explotados, de los trabajadores. Las fracturas de la clase obrera son más superficiales que su unidad objetiva: la explotación y la vida declinante. En cambio, la unidad de la burguesía es más superficial que sus disputas: en la competencia les va la vida, literalmente, como miembros de su clase. Hay una posibilidad de construir otra sociedad, pero no atados a quienes nos gobiernan, los explotadores, sino trabajando por nuestra unidad independiente en la misma medida que lo hacemos para favorecer la discordia, la desunión y la discrepancia entre los burgueses.

Hoy, el campo popular es un territorio adverso, poblado por tareas ajenas y dirigido por nuestros enemigos. No es el camino que nos pueda conducir al socialismo. Hay que inventar, señalar y pavimentar otra senda.

1 comentario en “[Editorial #15] EL CAMPO DE LOS SUEÑOS: Por qué la unidad del «campo popular» es contraria a la unidad de la clase trabajadora”

  1. Comparto una reflexión. Ahora hay una campaña que intenta explicar el “enojo” de la eterna y actual población sobrante como un problema de frustración. Es decir, el problema no es una estructura económica que expulsa población, la explicación no es una burguesía que degrada todo un Estado con complicidad de todos los gobernantes para desarrollar sus propios negocios porque llega tarde y mal al mercado mundial y por lo tanto, produce una población sobrante que arroja a la bolsa de las Apps, impulsa el pobrismo cuentapropista o adopta la forma de empleo público; en algunas provincias crecen los ñoquis carneros para conservar cargos políticos. Sin embargo, la burguesía tiene su caterva de intelectualoides operadores que explican el problema del hastío de esa sobra obrera como un reacción psiquiátrica, psicologista o para añadir una reputación extra al tema, la explicación proviene de una “sociología foucaultiana de la frustración” (y le pongo comillas) inservible pero eficazmente alienante con el objetivo de hacer costumbre la miseria, miseria de la que muchos ya hace mucho tiempo intentan salir. Eficaz para que esa población sobrante no permita identificar el problema del que goza. Goza su condición de sobrante pero no lo puede explicar, si lo hace vería su condición de clase, condición que niega cuando sanciona moralmente a otro en sus mismas condiciones.
    A quienes opinan sobre esto le hacen servicio de inteligencia con ñoquis, lo hakean, filtran sus consultas y conversaciones privadas. Intervienen su conexión de Internet. Quienes opinan sobre esto ya no pueden confiar en nadie y están desocupados (por más especulaciones que se hagan en base a relatos de ñoquis)

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