Sea porque lo anuncia el conocimiento científico, porque es hacia donde nos empuja la situación insoportable en la vida cotidiana, porque la desigualdad es una afrenta moral, porque está en los seres humanos realizar utopías soñadas e ir más allá, o por algún otro motor inicial que seguramente escapa a esta lista, los militantes socialistas nos encontramos habitualmente, casi todo el tiempo, con un gran problema. Un nudo que atrapa e impide el desenvolvimiento y la solución de casi todos los otros problemas.
El nudo es que la clase trabajadora, la población, la gente, el pueblo, o los distintos colectivos con los que agrupamos a quienes va dirigida –porque son quienes podrían hacer realidad la causa socialista– no coinciden con (y generalmente ni siquiera escuchan) nuestra propuesta.
Como socialistas, partimos de una idea sobre nuestro mundo común opuesta a las concepciones individualistas. Y por individualista no nos referimos únicamente a los declarados liberales, sino a los que aceptan el conjunto de las ideas predominantes, sobre todo las que se cobijan bajo el amplio paraguas del progresismo. Porque para los socialistas, la sociedad es lo que nos permite vivir diariamente, no una instancia exterior que debe facilitar los sueños y las utopías personales. Al contrario: los sueños y las utopías deben encajar y sostenerse en el mundo social real para poder hacerse reales.
Incluso cuando el sueño sea otra sociedad con mayor lugar para los sueños, debe partir y aceptar la existencia y los logros de la sociedad actual. En esto coincidimos con la amplia mayoría de la clase trabajadora, que le pide al mundo social poder seguir viviendo, al menos, como hasta ahora. Y declara, de infinitas maneras, que si consigue ese objetivo se desentiende de los problemas generales para seguir ocupándose de los suyos propios, que no son pocos ni son banales.
Tal vez nos sintamos tentados de pensar que conformarse con lograr «eso solo» es una ambición en miniatura. Pero ocurre que, en la vida real, «eso solo» es muchísimo. Por ejemplo, resolver dónde vivir. O qué va a pasar con los ingresos dentro de un año.
Por lo tanto, para nosotros se trata de diseñar el puente entre un futuro mejor y la inmensa mayoría de la humanidad, la clase obrera, para que la segunda construya el primero.
Tres tristes trampas
¡No tan rápido!, nos podrían decir muchos con los que en apariencia compartimos el mismo horizonte. Podrían decirnos que consideran que la clase obrera está en decadencia en términos de cantidad y calidad, que ya no es posible apelar a ella como el vehículo de la transformación social. Que ese lugar lo ocupan las minorías postergadas, o lo ocupan otros sectores sociales aislados de los beneficios del capitalismo, como los «precarizados» o los «pueblos originarios». O las modalidades de vivir la vida privada, las disidencias sexuales, los modos de disfrutar o las preferencias estéticas. En más de un artículo hemos expuesto nuestra distancia con respecto a la querella por las satisfacciones1. Nos interesa seguir centrados en el mundo de quién se apropia la riqueza producida y cómo se produce esa riqueza, sin enredarnos ni extraviarnos en el indefinidamente múltiple universo de cómo y qué consume cada individuo.
También puede parecer que compartimos una ambición común con otro inmenso colectivo de personas: el de los buscadores de un capitalismo con contemplaciones. Eso no es socialismo. La profunda y extendida añoranza, a nivel mundial, de los excepcionales 30 años que van de 1945 a 1975 no debe hacernos olvidar su excepcionalidad ni esconderla bajo el manto de la nostalgia en un vano empeño por la reedición inviable.
Con las viudas del Estado de Bienestar es imposible debatir porque, en lugar de argumentos, desempolvan recuerdos, añoranzas y momentos felices del pasado. Y cuando declaramos que esperan algo imposible (viajar en el tiempo, regresar al pasado, recobrar la juventud), nos responden que nuestra declaración tiene un solo motor: el odio.
Se trata de una actitud ilógica que tiene su lógica. Desde una postura irracionalista de base, lo racional (la imposibilidad de viajar en el tiempo) se percibe como caprichoso: ¿quiénes somos nosotros para decirles, como la canción de Cazuza, que el tiempo no para?
¿Quiénes somos para despertarlos del sueño dogmático que anhela regresar al boom de posguerra pero sin tener que pagar con la destrucción, la miseria y las muertes del período 1914-1945? Porque, eso sí, quieren el Estado de bienestar pero no quieren sus condiciones de posibilidad: la eliminación del 5% de la población mundial, cantidades inéditas de trabajo esclavo, privaciones inauditas para compensar el esfuerzo de guerra, lisiados en un número parejo con los desplazados de sus hogares. En suma, quieren el Estado de bienestar pero sin la sacudida cosmológica del universo humano que sentó las bases para el excepcional boom de posguerra que duró unos 30 años (únicamente esos 30 años).
Pensemos que sólo los muertos de la Segunda Guerra (1939-45) equivaldrían hoy a la desaparición completa de las poblaciones de Colombia, España, Argentina, Perú, Venezuela, Chile, Países Bajos, Ecuador, Bolivia, Portugal, Paraguay y Uruguay. Es decir, el 3,8% de la población mundial.
Otra de las alternativas al programa socialista es que no es necesario que la clase obrera se una en la búsqueda de la supervivencia, sino que es posible y más factible que los distintos intereses particulares se unan, naturalmente entre sí, y conformen un sólido mosaico de intereses comunes. El problema es que no hay otro interés más común que el que conforma a la propia clase obrera. Los interese nacionales nos fragmentan en mas de dos centenares de naciones, 160 de las cuales tienen al menos un millón de habitantes, los regionalismos, las etnias y las lenguas mucho más, las religiones amplían las unidades, pero las dos mayores con 3.800 millones de practicantes sumadas (cristianismo e islamismo) tienen una importante propensión a definir sus problemas teológicos asesinándose entre sí, como los chiitas contra los sunitas. Ni hablar de cómo los resuelven con quienes no piensan parecido.
Lo mismo sucede con las razas, que no pueden ser bandera de unidad porque son exactamente lo contrario: excusa insensata para la segregación. La causa de las mujeres, por su parte, aumenta la unidad posible a la mitad de la población mundial, pero tiene una limitación de orden categórico: la biología. Para sobrepasar la lucha por la igualdad e integrar a la otra mitad de los seres humanos, se puede abolir el género pero no el sexo.
Una sola bandera común
Finalmente, la única bandera de unidad real para los oprimidos y explotados es la oposición a la explotación capitalista, que abarca a la mayor parte de todas las minorías oprimidas, e incluso supone la reorganización total de la sociedad bajo premisas colectivas. No hay una propuesta social que resolviendo los problemas de esa minoría resuelva los del conjunto. Solo la clase obrera, para resolver los problemas de su explotación y miseria se vería obligada a resolver el problema mucho mayor de la anarquía capitalista y la organización para la acumulación y el beneficio privado.
Pero la clase obrera desconoce que es una sola y misma clase. Mientras que las minorías oprimidas se construyen sobre la conciencia presente, la unidad obrera debe aspirar a una conciencia todavía ausente. Las mujeres, los uigures, los negros, los gays… saben que lo son y saben que algunos aspectos de la sociedad los perjudican. La mayor parte de los trabajadores no sabe que pertenece a la clase obrera, constantemente le son ofertadas conciencias de identidades inmediatas y particulares, la última de las cuales se llama «emprendedor», que viene a reemplazar la figura del «precarizado».
Por lo tanto, hay dos tiempos lógicos sucesivos, aunque esa sucesión pueda darse de manera yuxtapuesta: las tareas propias del socialismo necesitan previamente de una clase que sepa que lo es. Y, por lo tanto, las tareas propias del socialismo requieren que abandonemos las tareas propias de la sociedad burguesa y reclaman la conciencia de clase de una parte sustantiva de la clase trabajadora: la que es capaz de acaudillar al resto.
Cómo hacemos para lograrlo
En este determinado mundo de la militancia socialista, hay una militancia paleolítica y otra neolítica. En el paleolítico, cuando predominaban la caza y la recolección, el mundo humano era un mundo de azarosos cosechadores. Las cosas estaban ahí, no se sabía quién las había puesto ni importaba: simplemente ahí estaban. Se trataba entonces de buscar un encuentro feliz con la naturaleza del mundo, con el mundo de la naturaleza.
La revolución neolítica –la invención de la agricultura y la cría de animales– trastocó ese universo de viaje, acecho, espera y encuentro feliz. Lo trastocó al poner en manos de los sujetos más tareas y más protagonismo. Ya no era la naturaleza ciega (o los dioses) quienes permitían obtener alimento y desarrollar la vida: eran los propios seres humanos. Se duplica el dominio sobre los problemas, se amplían las responsabilidades y se desdoblan los tiempos.
El ser humano neolítico no sólo cosecha lo que aparece, sin saber por qué. Además siembra, toma las condiciones naturales para forzarlas a proveerle lo necesario para su objetivo. Ahora hay una estrategia y hay mediaciones. Mucho antes de comer un grano, lo sembrará; mucho antes de comer un animal o tomar su leche, lo criará. El alejamiento de la inmediatez es un salto cósmico en la historia de la humanidad. Y también puede serlo en la militancia socialista.
Hay dos exigencias esenciales en la lucha por la unidad de la clase trabajadora y el camino al socialismo. En primer lugar, promover la conciencia de que pertenecemos a la misma clase. Esto no puede realizarse exclusivamente por medios teóricos abstractos, sino con auxilio de una explicación paciente de que la inmensa mayoría de la sociedad –la que produce la riqueza– tiene dos intereses fundamentales que la diferencian de los explotadores de todo tipo: tener trabajo (o sea, recibir ingresos de alguna manera porque, de lo contrario, no podemos seguir vivos) y aumento del salario (o sea, aumento de los ingresos que recibimos por nuestra tarea, realizada para unos poseedores de medios que nos son ajenos).
El reclamo de trabajo implica una constelación de problemas: estabilidad, cobertura en caso de despido, indemnizaciones, subsidios de desempleo o planes sociales, acceso a las jubilaciones, etc. Y el reclamo de aumento salarial también anuda muchos aspectos: lucha contra los tarifazos, inflación, reclamos por seguridad para que no nos sea arrebatado lo que obtuvimos trabajando (o, directamente, la vida), exigencias sobre la calidad de los servicios educativos o de salud y su disponibilidad… para que, de una u otra manera, lo que nos pagan tenga valor, es decir, que nos permita acceder a bienes necesarios para vivir dignamente.
Esos dos grandes conjuntos de reclamos nos unen como trabajadores superando las distintas categorías, tipos, formas de contratación, etc. Y nos separan de todo tipo de burgueses, grandes o pequeños, industriales o de servicios, nacionales o extranjeros, cumplidores o negreros. Porque es necesaria la unidad obrera tenemos que combatir de manera consistente las formas particulares en que estos reclamos puedan presentarse, incluso combatir todo tipo de exaltación particularista: en una sociedad compleja y heterogénea todo el trabajo es necesario, tanto como la unidad de todos los trabajadores.
Despegarnos del peronismo
Pero el principal problema para entender esto es que la sociedad se nos presenta de manera abigarrada y colorida, con relaciones numerosas, con distinto tipo de objetivos que no dejan percibir, a primera vista, cuál de todas las relaciones en las que estamos inmersos es más importante. Y, desde que nacemos, nos educan (en las instituciones formales y en la vida cotidiana) que lo que nos une es ser argentinos, por lo tanto el patriotismo o el nacionalismo (o cualquier nombre que coyunturalmente tenga la unidad entre explotadores y explotados en un mismo lugar geográfico) es nuestra relación fundamental.
Lo más importante para una minoría explotadora es conseguir que a la cabeza de las organizaciones que los trabajadores nos damos para luchar por lo que necesitamos se encuentren dirigentes nacionalistas, que promuevan la división de la clase trabajadora a la vez que promueven la unidad con los explotadores. A quienes realizan esa tarea se les paga bien. Y, progresivamente, se ocupan más de promover esta unidad que de defender los intereses propios y exclusivos de la clase trabajadora. Son los nefastos burócratas sindicales, integrantes de la principal corriente política que expresa la claudicación ante los explotadores en el seno de las organizaciones obreras de este país: el peronismo.
Por eso el peronismo no es una corriente política burguesa que infecta la conciencia de los trabajadores, sino el condimento necesario para la subsistencia del capitalismo en Argentina. Hoy su derrota, a manos de una corriente política sin historia ni aparato, es la expresión de un cataclismo en la hegemonía burguesa sobre la clase obrera. Un cataclismo que hizo saltar por los aires la estructura de dominación de décadas y no drenó nada hacia la izquierda. Lo cual es entendible. Hace décadas que la izquierda argentina viene diciendo que la derecha es «lo otro» del peronismo, que la derecha está constituida por los políticos que atacan al peronismo, que se puede votar al peronismo para que no gane la derecha…
De esa manera, cuando millones de obreros buscaron una herramienta para castigar al peor gobierno en varias décadas, no contaron con los simpatizantes de ese gobierno, por más banderas rojas y whipalas (o justamente por esto) que flamearan. Buscaron otra cosa, aunque esa otra cosa pudiera ser peor –y lo es–, se trataba de algo que no había probado su eficacia hambreadora todavía, como sí lo había hecho el peronismo en estos últimos años.
Por una militancia neolítica
Ahora nos encontramos ante un desafío complejo pero convocante. Dejar de ser militantes paleolíticos, agazapados detrás del peronismo, a la espera de que, en la propia dinámica del hambre, los recortes y los despidos, los trabajadores luchen y, de alguna manera imprevista, espontánea o «acontecimental», caigan como un fruto maduro y propicio en la cesta de la izquierda. Y empezar a ser militantes neolíticos capaces de sembrar, en la cabeza de los trabajadores, una desconfianza absoluta en las direcciones burguesas, fundamentalmente en la que se intenta recomponer durante estas semanas.
Una izquierda que consiente sacarse fotos con los gordos de la CGT. Algo que los gordos necesitaban y le sirve para mejorar su imagen, simular que son amplios, neutralizar los dichos del gobierno de que hacen el paro por la guita de los aportes. Algo que a la izquierda hoy no le serviría si su ambición fuera la de convertirse en alternativa a la burocracia sindical y el peronismo, la de proponerse una sociedad distinta. No es necesario quedar pegado a la burocracia sindical para sumarse a una lucha.
En contraste, a esa misma izquierda le fue imposible organizar un plenario común de las fuerzas sindicales propias con motivo de la intervención en ese mismo paro del 24 de enero. Hubo una reunión en Ademys y otra en el Sutna, una un miércoles y otra un sábado. Que apenas pudieron disimular con formales saludos de quienes no concurrieron, que siguen disputando una interna. Invitados a un cumpleaños, las fuerzas del FITU no pueden, siquiera, ponerse de acuerdo en viajar arriba del mismo colectivo. Y, a la vez, se sorprenden cuando la clase trabajadora no les confía la organización de un viaje a Bariloche.
Si es lo único posible (en tanto no se puede inventar un poder de convocatoria que no se tiene), se trata de marchar y parar, no de sacarse fotos con Moyano. Y se trata de trabajar incansablemente el resto de los días, que son la abrumadora mayoría de los días, para socavar la confianza en esa conducción. El trovador uruguayo Rubén Olivera canta «Si es nuestro el 1° de mayo, ¿los otros días de quién son?» Porque sin ese trabajo, sin hacer política, sin explicar y organizar, sin construir previamente una unidad sólida de los socialistas, que inspire confianza en la unidad de la clase obrera, permaneceremos esperando a que la naturaleza nos provea el azaroso encuentro de las masas obreras con las ideas socialistas, de manera espontánea, unánime, milagrosa.
NOTAS:
1Por ejemplo, en «¿Qué hacemos con la cultura? Arte y educación en el capitalismo argentino», en «El Conde: una película chilena y una metáfora universal» y en la charla «¿Es Mel Gibson más progre que Víctor Heredia? Metáfora, concepto y producción cultural».