El libro Los 70 (La década que siempre vuelve), recientemente editado, propone un esquema de interpretación que bien puede servirnos para entender la recurrencia de la política argentina. El autor, Ceferino Reato, propone que en la década del 70 se enfrentaban tres patrias: la patria peronista, la patria socialista y la patria militar. El esquema se parece al establecido por Inés Izaguirre en Los desaparecidos: recuperación de una identidad expropiada, publicado en 1994 por el CEAL. El paralelismo entre ambos textos, separados por 30 años de distancia, nos resulta fructífero. Izaguirre expone que, tras el primer año de gobierno peronista, a mediados de 1974, ya estaban delineadas «las tres grandes fuerzas en que había quedado dividida la sociedad argentina»:
(1) La fuerza hegemonizada ideológicamente por el peronismo en el gobierno, con las inclusiones y desprendimientos que hemos venido describiendo.
(2) La fuerza conducida por las organizaciones armadas de orientación revolucionaria, que habían sido progresivamente aisladas del campo popular, y
(3) La fuerza conducida por la gran burguesía financiera y agreoexportadora a la que respondían las corporaciones tradicionales de la burguesía argentina: los cuadros jerárquicos del clero, del poder judicial, y de las fuerzas armadas, y que, salvo excepciones, iban constituyendo […] una suerte de consenso social entre las fracciones menos politizadas de la sociedad, que reclamaban orden.
El asunto es que, según el esquema de Reato, la patria socialista enfrentaba a la patria militar y consideró que podía aprovecharse de la patria peronista para librar esa batalla en mejores condiciones y ganarla. La patria peronista (que, para la interpretación de la patria socialista, se encontraba distante de la patria militar) acepta y potencia ese regalo: conduce a la patria militar a retirarse a los cuarteles y luego, desde adentro, la patria peronista comienza la cacería de los militantes socialistas.
…esta vez –escribe Izaguirre– la lucha por desalojar del gobierno a las fracciones más radicalizadas estaría a cargo del propio Perón, conduciendo a la fracción burguesa de su movimiento, y con la colaboración activa de aquellos grupos paramilitares que ya se presentan en sociedad con su denominación definitiva: la Triple A [Alianza Anticomunista Argentina].
El objetivo de esta fuerza paramilitar era, como dijimos antes, el aniquilamiento de los cuadros más combativos del movimiento popular. Para ello comenzó con el aislamiento de las organizaciones armadas respecto de su base social: si se considera el primer año de gobierno peronista, entre mayo de 1973 y abril de 1974, se producen 579 bajas del campo popular, entre muertos y heridos, de las cuales tan sólo el 6% eran miembros de organizaciones armadas, el 14% eran cuadros políticos y gremiales y el 80% eran militantes de base y masas movilizadas.
El –por estos días– muy entrevistado Alejandro Horowicz presenta una interpretación compatible, o convergente, con los esquemas de Reato e Izaguirre, en su célebre Los cuatro peronismos (1985):
Perón sabía que no contaba con una fracción militar adicta, que todas las operaciones de represión requerían el uso de fuerza propia, pues facilitar el ingreso de fuerza ajena (el Ejército) ponía al gobierno, más tarde o más temprano, en manos de los militares. Por eso acudió a un expediente extremo: el terrorismo parapolicial. El repentino ascenso de López Rega de cabo primero a comisario general de la Policía Federal […] tenía un objetivo específico, de orden práctico-funcional, puesto que la «triple A» era el resultado de la actividad terrorista de la única dependencia de seguridad estatal políticamente confiable: la Policía Federal. […] El partido de las Fuerzas Armadas reencontró una política: el silencio.
Cuando los militantes socialistas se encontraron físicamente diezmados y, sobre todo, políticamente desorientados, mientras el país se hundía en un completo caos, la patria militar retornó para finiquitar la carnicería y poner orden. Así, la patria socialista confió en la patria peronista. Pero la patria peronista era aliada de la patria militar.
No fue muy distinta, aunque en color sepia y con menos estridencia, la manera en que el laborismo le entregó a Perón la conducción de su partido, confiando en potenciar desde el Estado lo que venían construyendo desde los sindicatos. Ofrenda que Perón aceptó gustosamente para descabezarlos no bien se sentó en el sillón de Rivadavia. Así lo narra Pablo Giussani en Montoneros, la soberbia armada (1984):
Ganadas las elecciones del 24 de febrero y asumida finalmente la presidencia el 4 de junio, Perón tardó sólo unos pocos días en invertir el esquema político que lo había llevado al poder. El 13 de junio de 1946, se hizo efectiva la virtual proscripción del laborismo y de todos los demás grupos que lo habían postulado como candidato, al quedar transferidos los bienes, locales y militantes de los mismos a una nueva organización política –denominada inicialmente Partido Único de la Revolución Nacional– construida verticalmente desde el Estado.
El «peronismo», si por tal ha de entenderse la instrumentación práctica del proyecto de Perón, nace de hecho ese 13 de junio de 1946. Y nace como consagración del Estado en su papel de sujeto político, como negación del basismo laborista y del protagonismo popular. Nace, en rigor, como el anti-17 de octubre.
Dicho sea esto de paso, el origen estatal y verticalista del peronismo ofrece una mejor explicación al afán de poder de esta fuerza política que su presunta vocación para «gobernar»: el peronismo no concibe hacer política sin la caja del Estado, por eso necesita ganar elecciones. No porque se desviva por organizar los recursos con el fin de elevar el nivel de vida de la clase obrera, como lo demuestra el incendio de ranchos en Guernica ejecutado por Kicillof y Berni, con su correspondiente «lado B» poblado de Insaurraldes y Chocolate Rigauds.
La Triple A no fue simplemente una extrañeza inducida por el delirante López Rega a un decrépito y vulnerado Juan Perón, sino una medida del Estado burgués proporcional al grado de autonomía que alcanzaban ciertas fracciones de la clase obrera. Marcelo Larraquy, en su libro Primavera sangrienta (2017), describe los mecanismos estatales de la burguesía argentina que aplicaban la tortura a sus enemigos políticos 30 años antes de la Triple A:
Durante la primera y la segunda presidencia de Perón (1946-1955), la Sección Especial de Policía Federal –a cargo del comisario Cipriano Lombilla–, detenía a estudiantes, gremialistas y opositores políticos y los torturaba en la sede de la comisaría 8va, en Urquiza 556, y en la comisaría 17ma, de la calle Las Heras.
La Sección Especial reportaba en forma directa a la Casa de Gobierno. Para entonces, ya había sido creada la Dirección de Coordinación Federal. En 1944, su objetivo original era el espionaje externo, vinculada con las redes de penetración nazi en el país, pero luego el organismo fue reorientado hacia la represión política interna, con la incorporación de agentes provenientes del Ejército. Su jefe era el coronel Jorge Osinde.
Ahí tenemos la continuidad burguesa personificada: 30 años después de dirigir la Sección Especial de la Policía Federal, Jorge Osinde reaparece con anteojos, en el palco de Ezeiza, tras cometer una masacre, celebrando con un rifle en sus manos.
El sentido común observa que la proscripción del peronismo, a partir de 1955, fue un hecho que demostraría, por tener enfrente al «enemigo oligárquico», el carácter «nacional y popular» del movimiento. Sin embargo, la proscripción alcanzó a algunas fracciones del peronismo, no a su conjunto, y las persecuciones fueron tras ellas, no a por él. Veamos, por ejemplo, cómo se comportó la burocracia sindical peronista, según narra Daniel James en Resistencia e integración (1990):
Tras adoptar una hostil actitud inicial que llevó al secretario general de la CGT, Hugo Di Pietro, a proclamar que «cada trabajador luchará con las armas en la mano y con aquellos medios que esté a su alcance», la CGT no efectuó en la práctica tentativa alguna por movilizar a los trabajadores en apoyo del régimen de Perón. Al día siguiente de su belicosa declaración, Di Pietro exhortó a los trabajadores a permanecer en calma y denunció a «algunos grupos provocadores que pretenden alterar el orden». La actitud de la CGT concordó con la reacción fatalista del propio Perón ante el golpe y, ante la virtual abdicación del ala política del movimiento, la CGT no demostró por cierto inclinación alguna a quedarse sola y adoptar una postura agresiva con las nuevas autoridades.
El 24 de septiembre, un día después de la asunción de Lonardi como presidente provisional, su discurso «No hay vencedores ni vencidos» fue respondido por la CGT subrayando «la necesidad de mantener la más absoluta calma […] cada trabajador en su puesto por el camino de la armonía». A diferencia de lo sucedido con las planas mayores de Árbenz (Guatemala), Vargas (Brasil) o Allende (Chile), las planas mayores peronistas siempre han sido resguardadas en un exilio de oro del que pueden volver, si la burguesía convoca, para cumplir su tarea: Perón abrazando a la juventud radicalizada del 70, para luego ordenar aniquilarla; o Isabel pactando con Alfonsín la gobernabilidad, en el 85, a cambio de la impunidad a la Triple A. Incluso el mismísimo Carlos Menem sirvió, en los 2000, como senador para el ciclo kirchnerista.
El peronismo pactó con los milicos en 1983 (y le costó la presidencia), los indultó en 1989 y recién canceló las leyes que protegían a los militares en 2005, cuando Jorge Rafael Videla tenía 80 años. De los 30 años que sobrevivió al fin de la dictadura, Videla sólo estuvo preso diez: 5 por los radicales y 5 por los peronistas. La patria militar («la ultraderecha», «los genocidas») y la patria peronista funcionan «por el camino de la armonía». Una alternancia cuya significativa complicidad se expresa en el respeto entre ambas.
Hace cuatro años, nuevamente, como en los años 70, sectores progresistas y formalmente proclives al cambio social se encolumnaron detrás de Alberto y Cristina para terminar con «Macri, basura, vos sos la dictadura». La decisión nos condujo hasta la motosierra de Milei.
Si en los 70, organizados y armados, los grupos guerrilleros no lograron torcer la política de pacto social, conciliación de clases y represión por parte de la patria peronista, ¿qué sentido tiene volver a confiar en el policía bueno, otra vez?
Con el voto en blanco en el próximo ballotage expresamos una voluntad: la de romper (aunque sea difícil y llevará tiempo) la recurrencia de la política argentina. Expresamos la voluntad de evitar «el camino de la armonía» entre las clases sociales porque queremos construir otro camino: uno que lleve al socialismo.
Los que pretenden cambiar algo (sectores progresistas y de aun de izquierda) le entregan la conducción política del país a quienes se especializan en que nada cambie. Y luego son desarticulados por «su propio» gobierno. Por eso también es tan importante la denuncia de la Triple A: porque explica que hay continuidad y no ruptura en la alternancia burguesa entre regímenes políticos.
La patria militar mata. Y la patria peronista también.