«El asesino y el hombre que va a morir desfilaron juntos por las calles de Buenos Aires» (PARTE III)

Peronismo e izquierda en los 70

Sobre Conocer a Perón, de J. M. Abal Medina

En las dos notas anteriores [Aquí y aquí] desarrollamos la estrategia de Perón consistente en sumar, como secretario de personal, a un advenedizo que lo podía ligar a los militares y sus movimientos internos, que provenía del nacionalismo católico (un sector absolutamente ajeno a la juventud que protagonizaba la lucha contra la dictadura) y que era tenedor de un apellido que lo emparentaba con la juventud protagonista de acciones violentas contra los militares, mientras se pronunciaba sistemáticamente como ajeno a todas ellas.

Está equivocidad encajaba perfectamente con la forma mafiosa de manejarse, en lo que el mismo libro denomina «la Corte» peronista, pronunciándose de una manera mientras se preparaba la acción en sentido contrario. En el caso de Perón, abundamos hasta el cansancio en los comentarios hacía su secretario personal que no dejan lugar a dudas. Mientras de boquilla lo criticaba, menospreciaba y fomentaba el desprecio por López Rega, en los hechos fue forzando la situación hasta que la mayor parte del poder quedara concentrado en la troika de Guardia de Hierro y los suyos.

Ni una cosa ni la otra son casuales. Abordaremos el problema de fondo en palabras de los mismos protagonistas. Veremos cómo los hechos y las palabras simulan complicidad con la rebeldía juvenil pero, una vez encaramado en el poder, se expone su falsedad en forma de masacre. Pero lo esencial en todo esto es que, para comenzar la masacre, era necesario un cambio trascendente en la hegemonía burguesa. La impotencia de la dictadura para enfrentar el movimiento semi insurreccional requería la infiltración. No es casual que la palabra sea tan insistente en la época. Pero, como muchos hechos históricos, se exponen de manera paradojal: es el movimiento peronista el que infiltra las luchas que se libraban al margen de él, como lo reconocen Perón y Abal Medina. Luego, con la «teoría del Cerco», la comparsa de asesinos (despreciados y despreciables) aparece infiltrando la ilusión de un movimiento nacional y popular. El cántico de los Montoneros «¿Qué pasa General que está lleno de gorilas el gobierno popular?» expone invertida la realidad. El juego de equívocos se mantiene durante todo el período: Perón necesita la confianza de esos luchadores juveniles mientras los militares no terminen de aceptar que él es necesario; azuza a los primeros para forzar la negociación y la apertura con los segundos. Cuando lo consigue, arroja su careta y avanza sobre los trabajadores, aprovechando el desconcierto. La historia es conocida en la misma medida en que es negada. Veamos cómo la cuentan los protagonistas.

El gran impostor detrás del pequeño impostor (y ambos preparan la trampa)

El 29 y 30 de mayo de 1969 estalló en la ciudad de Córdoba una semi insurrección, que pasó a la historia con el nombre de «Cordobazo». El 1° de junio de 1970, los Montoneros ejecutaron a Aramburu. Casi un año exacto separa ambos hechos. Se trata también de un cambio de dirección en los acontecimientos. La ejecución de Aramburu fue saludada por Perón:

El general llevó la conversación hacia el tema de Montoneros y la ejecución de Aramburu como primera acción de lo que él llamó «levantamiento montonero». No necesitaba aclararlo, pero reiteré mi nula vinculación con Montoneros, que yo no hacía pública porque hacerlo en ese momento me pareció una cobardía, pero que correspondía hacerlo. (75) […] El general reiteraba su juicio sobre la muerte de Aramburu como «una acción deseada por todos los peronistas» (76).

En un momento, Perón, ante versiones de que no la aprobaba: «agregó que en un caso era clara la mala fe, porque “escondía entre sus seguidores, que apoyaban en masa la ejecución, lo que realmente pensaba (en relación con su apoyo a la ejecución)”» (102).

Como en la mayor parte de estos episodios, Perón necesitaba que se creyera en algo que él no expresaba con firmeza. Pero la ejecución era una gran noticia para él, por sus efectos. La razón es profunda. La resistencia peronista había fracasado en forzar el retorno de Perón más de una década atrás, por eso para Abal Medina:

La muerte de Aramburu es un hecho crucial en el peronismo. Es un hecho que se decide para marcar dos épocas: el fin de la resistencia y el comienzo de la ofensiva peronista. A esos efectos, lo hicieron bien. El Cordobazo había bloqueado el intento de Onganía de perpetuarse, pero también marcaba que el peronismo no era único en la movilización popular y en las posibilidades de convocar a los trabajadores a la lucha. A partir de allí el peronismo comenzó a tomar una actitud totalmente distinta, mucho más activa (81).

Perón coincidía:

Señaló el Cordobazo como un momento crítico para el peronismo, porque por primera vez la protesta popular se daba al margen del movimiento y sin una participación masiva de dirigentes y militantes propios. Según su información, que era coincidente con la que yo contaba, lo mismo podría decirse de las derivaciones en otras provincias. Es decir, para principios de 1970, el peronismo había quedado en una posición difícil, con el protagonismo opositor en otras manos y con las filas propias, especialmente las sindicales, divididas y desorganizadas (101). […] También mencionó otros casos en los que, claramente, había cierta envidia política por la repercusión lograda con la muerte de Aramburu y por el crecimiento aluvial de los grupos de superficie que los expresaban y tenían referencia en Galimberti (102).

Está claro en estas palabras que no consideran al movimiento del 69 la continuación de la resistencia peronista sino otra cosa, bien alejada. Y que un fenómeno novedoso había irrumpido sin referenciarse en el viejo general marginado y casi jubilado. Ese movimiento había dañado mucho a la dictadura, que había asumido con los sindicalistas peronistas como invitados. Perón y su entorno necesitan reubicarse y la dictadura necesita un intermediario para organizar su salida. Es el momento de ser dispendioso en los elogios a las formaciones especiales, los llamados a la ba: «guerra justa», la reivindicación de la violencia desde abajo y el reclamo de libertad de los presos políticos. Es el momento envolvente de la farsa, en el discurso fúnebre por su hermano asesinado, Juan Manuel Abal Medina llama a «una guerra justa por la tierra carnal» y que «en vez de acogerme al derecho del consuelo, vengo a recordar el deber que nace de lo irrevocable» (66). Palabras que en la intimidad retractaría sistemáticamente, donde este inflamado discurso de barricada se matiza a la vista de las actuaciones posteriores:

No está de más señalar ahora que yo no compartía algunos aspectos ideológicos de la posición asumida por ellos, aunque sí la definición por el peronismo. En cuanto a lo metodológico, fui también claro, le veía sentido como acción de desgaste del régimen, pero descreía de las posibilidades de una guerra prolongada. (71)

A tono con esa duplicidad actúa Perón, con un nombramiento ambiguo que tanto serviría para un barrido como para un fregado:

Perón redobló la apuesta, nombró a Juan Manuel Abal Medina como secretario general del movimiento peronista, cargo que asumió oficialmente el 2 de noviembre. Significando una señal inequívoca de traspasamiento generacional, aunque también hacia el interior del movimiento, la oficialización del nexo que permitía la coexistencia de los jóvenes de la tendencia con el sindicalismo. […] el nombramiento de Abal Medina también podría interpretarse como un signo de moderación por los contactos militares del nuevo secretario militar y porque no elegía a un joven directamente comprometido con las organizaciones político-militares del peronismo (141).

Perón y su anfitrión (durante 12 años) el Generalísimo Francisco Franco.

Aislado en España, amenazado constantemente con iniciativas que se proponen excluirlo, desde las iniciativas de Bramuglia, hasta Juárez en Santiago del Estero o Sapag en Neuquén, pasando por todas las opciones neoperonistas del sindicalismo o las provincias, Perón inicia otra versión de su estrategia histórica de cooptar y descabezar. Pero en este caso dejando correr (por el momento) las referencias más alejadas a su pensamiento, las ideas de la izquierda armada. Aunque cerciorándose de mantener todos los resortes decisorios en la derecha, de la que Abal Medina, nacionalista católico con contactos militares, es clara expresión, aunque su apellido resonara junto a las acciones violentas. De allí la importancia del secuestro de Aramburu, que retrotrae la situación a 1956 para alejarla de 1967: desde la estela del Che hacia la sombra del General. Se trata de una gran operación de expropiación de la incipiente independencia de la clase trabajadora:

la radicalización juvenil que se registraba en muchas partes y que en la Argentina había sido inicialmente capitalizada por la izquierda mediante el Cordobazo y el sindicalismo clasista, había tenido un giro hacia el peronismo a partir del levantamiento montonero de 1970. (107)

Esa independencia es la que reubica a Perón en la escena política. Pero ya no como amenaza sino como salida:

en cuanto al conjunto de las Fuerzas Armadas, yo veía que la aparición de diversas organizaciones guerrilleras y la ola de actos de violencia sistemática iban configurando un «enemigo» que podía desplazar al peronismo del centro de las obsesiones militares. (109) […] varios sectores del Ejército que comenzaban a creer que el único que podía frenar la avanzada de las organizaciones político-militares no era otro que el general exiliado (128).

En ningún momento se extravían Perón y su secretario. No tienen ninguna simpatía por la izquierda. Sólo se disponen a aprovechar el movimiento a su favor. Y entramparlo.

Con la creciente movilización del pueblo peronista, al que se incorporaba masivamente la juventud conducida por el otro alfil del general, que era Rodolfo Galimberti. (91) […] El general me dijo que él había estimado mucho a Cooke, y que había sido un muy buen delegado. Pensaba que su creciente giro a la izquierda había vuelto imposible su continuidad y definió muy claramente lo que luego le vería aplicar en muchas situaciones […] nosotros no somos marxistas. […] Nuestra gente, los trabajadores argentinos, no son ni marxistas, ni socialistas: son justicialistas. Para hablar en el lenguaje de ellos, no tienen el nivel de conciencia necesario para embarcarse en esa guerra revolucionaria. ¿Y qué derecho tenemos nosotros de presionarlos? (99) […] Alicia Eguren, con la que me unía una ya larga amistad y tenía –más allá de su tendencia a posiciones ultras– ocurrencias que en ocasiones eran directamente geniales. Al General le causaba mucha gracia. Claro que prefería que fuera a la distancia. (193)

Mientras que ni Perón ni ninguno de sus íntimos se engañaba acerca de los pasos a seguir, el extravío de la juventud se puede medir por este comentario de una carta que Norma Arrostito dirigió al autor del libro: «me da la impresión de que hay muchos gatos dispuestos a saltar sobre un único pajarito inocente; de todos modos, es también cuestión del pajarito darse cuenta de que están por saltar sobre él y tomar las medidas pertinentes» (119).

Se trata de una imagen trágica por su ironía. La que no advertía que el plan de los gatos tenía a la juventud como presa de caza era la propia juventud. Estos jóvenes creían que el pajarito era Perón. No. Perón era el gato. Claro que al decir «estos jóvenes» decidimos participar de un eufemismo de la época. Los «jóvenes» era la manera de referirse, sin tener que reconocer el problema, a la militancia de izquierda. No se trata tanto de una definición generacional como de una definición política: por eso se asocia con Cooke o Eguren, que habían nacido antes del 30. Esa elusiva manera de referirse a ellos le sirve a Perón para adjudicarles poca trayectoria en el movimiento y mantener la confianza en la burocracia sindical. Y también le señalaba, al mismo Perón, que su tarea consistía en mantener unidos esos dos sectores hasta tomar las riendas del Estado y, entonces sí, operar contra la juventud.

Pero todavía no. Estamos aún en el momento del engaño. Por ejemplo, ante el secuestro de Oberdam Sallustro, directivo de la multinacional FIAT por parte del ERP –es decir, ante un ataque al corazón del capital, no del régimen político–, a mediados de 1972, cuando todavía se estaba definiendo el futuro (no la salida política, ya pactada, sino quién ganaría las elecciones), Perón declara: «No he hecho ninguna declaración porque pienso que la violencia del pueblo responde a la violencia del Gobierno.» (126)

Y azuzando a la juventud a trabajar para sus intereses, promoverá:

…que la juventud concentrara en Coria sus ataques contra la burocracia (113) […] estaba decidido a ampliar su conocida estrategia de sumar todos los elementos que fueran posibles para aumentar la masa crítica propia y tener desconcertado al enemigo acerca de cuáles eran sus verdaderas intenciones. (114) [Y] en los primeros días de julio, la cancha ya estaba inclinada a favor de Perón. Las formaciones especiales acosaban cada vez más a la dictadura (127). […] una parte que hacía indispensable su regreso era que el único que podía parar en serio lo que se llamaba la guerra civil en Argentina era él (145).

Así transcurren el deterioro final de la dictadura y el advenimiento de salvador providencial.

La liberación de los presos deja todo a la vista, pero no hay peor ciego que el que no quiere ver

Con la cancha inclinada y, luego, con el triunfo electoral asegurado, empiezan a caer las (tenues) máscaras. El asunto que lo expone muy tajantemente es el de los presos políticos:

…me preguntó cómo pensaba yo que debía manejarse la posibilidad de una amnistía. Le transmití la opinión generalizada de que tendría que haber una amnistía amplia […] tiene que haber algún mecanismo de solicitud de inclusión en la ley, con algún tipo de compromiso de dejar las armas o al menos de no participación en nuevos actos de violencia […] el General estuvo totalmente de acuerdo, pero agregó que veía difícil la instrumentación del asunto y que la presión iba a ser muy fuerte. Le dije que mi opinión era compartida por muchos compañeros, ya que sería absurdo dejar en libertad a personas que al día siguiente iban a volver a las mismas acciones (201) […] me advirtió que casi todas sus informaciones eran en el sentido de que los grupos no pensaban desmovilizarse y veían las elecciones como un paso más en la lucha, no como un objetivo final. Lo que le parecía importante era que el grueso de los jóvenes se encauzara, para presionar a los restantes a algún tipo de tregua. Con los peronistas, él creía que no iba a tener problemas en encauzarlos. Es indudable que en este punto Perón sobreestimaba sus posibilidades (202).

Mientras la izquierda expresaba con claridad sus intenciones, Perón le hacía trampas y se negaba a decir cuál era su verdadero plan. En ese sentido, queda claro que quienes no entregaron las armas acertaron. Lo reconoce el secretario al describir que el foco del enojo de Perón no eran sólo las acciones armadas, sino que le disputaran (políticamente) la conducción que voluntariamente le habían cedido.

Liberación de los presos políticos en Devoto.

La liberación de los presos políticos es el momento definitorio de la envolvente estrategia de Perón desarrollada en estas memorias. Por lo que significaron en ese momento y por el papel que le cupo al autor. Es también el momento en que Perón cree que le ha exprimido a la juventud todo su jugo pero se le escamotea lo que ha sido ganado en las calles: la libertad de los compañeros. Esto contrasta con la actitud que Perón tenía hacia la niña de sus ojos: el criminal Ejército argentino. Como si no se estuviera saliendo de una dictadura, con exiliados, presos, torturados y muertos.

Uno de los deseos más grandes de Perón era la devolución del grado militar […] pero no de cualquier manera, él no quería la intervención de ninguna instancia que no fuera la militar (202) […] en la mayoría de los cuadros de oficiales de las Fuerzas Armadas anidan sentimientos patrióticos (acto de campaña del 11 de febrero)… (233) […] «hubo que suspender el desfile, escupieron e insultaron a las tropas», me dijo el General, levantando mucho la voz. (282)

Por eso, porque el plan consistía en una reivindicación de los enemigos (los milicos) y una estafa a los luchadores (la juventud), el día de la asunción fue un día complejo:

…el 25 de mayo iba a ser un día complejo. Los sectores de la Tendencia y todo tipo de grupos de izquierda preparan movilizaciones hacia las cárceles para «liberar esa misma tarde a los presos políticos» (275) […] desde el 24, se iban a amotinar los presos políticos en varias cárceles, con seguridad en Devoto, y agrupaciones de izquierda iban a intentar tomar los penales. Todos los proyectos de amnistía que estaban circulando eran totalmente indiscriminados, es decir que se postulaba que quedarían en libertad todos los presos que hubieran actuado con un móvil político, aunque proclamaran que iban a continuar en la acción. (278)

La postulación de una condena por actos futuros no le parecía al doctor y al General algo reñido con la ley. Si los actos violentos estaban justificados (eso había dicho Perón menos de un año antes, en campaña) ¿por qué para obtener la libertad había que hacer compromisos o declaraciones? Compromisos y concesiones que no se le solicitaban, por ejemplo, a los militares (entregar las armas y renunciar) o a los sindicalistas participacionistas (dejar el control de los sindicatos con los que avalaron a la dictadura). Pero al plan lo hacen fracasar los jóvenes movilizados. Y el Viejo Zorro entiende que es necesario esperar. Pero también entiende que va a ser difícil encauzar esa movilización si se descubre cuáles son sus intenciones y cuál es la tarea que él espera de la burguesía argentina. Inmediatamente ordena:

…ocúpese la cárcel de Devoto, que me dicen que ya está tomada por el ERP. Le contesté: a sus órdenes, mi General. Me ocupo, y él me dijo: «a los presos los liberamos nosotros que eso quede claro». Le pregunté si debía hacerlo sin esperar la amnistía o al menos el indulto. Me contestó: libérelos de una vez. Dije ¿a todos mi General? A todos, a todos, no podemos hacer otra cosa me contestó (282) […] me encargó que no dejáramos que la izquierda se quedara con el mérito de las libertades. Y agregó: «haga lo que sea necesario para que quede claro que son obra del peronismo» (279).

Para muchos luchadores ésa fue una gran victoria que se trastocaría en noche oscura pocos años después. Para la conducción peronista, en cambio, fue la señal de la hondura con la que tendrían que cavar para someter al movimiento juvenil:

…no tengo un recuerdo alegre de esa noche, todo lo contrario. Ver salir a los miembros del ERP, formados y saludando con el puño en alto, de manera evidente a seguir la guerra revolucionaria era el cumplimiento de la pesadilla que había imaginado desde el comienzo de la campaña electoral. (284) […] en el caso del ERP el absurdo llegó hasta el extremo de que proclamara que no iba a hacer blanco de sus ataques al gobierno electo, pero sí a las Fuerzas Armadas y las empresas del capitalismo concentrado. (285)

Ya con el peronismo en el gobierno, los adversarios (tal la acertada definición de Balbín) depusieron los enconos y asomó en el horizonte el verdadero problema: encauzar el fervor juvenil, la combatividad que se inclinaba hacia la izquierda, retomar el control, engatusar o reprimir. Volver a ser Perón: ya que coreaban «luche y vuelve», él volvería. Un Perón «auténtico». Y, otra vez, como pasó con la «infiltración», las palabras juegan con sus enunciadores: fueron los Montoneros quienes reivindicaron la autenticidad contra el propio Perón. Mas adelante, el secretario reflexionaría sobre el tema de los presos como un preanuncio que sólo una noche negra solucionaría el problema:

…lo de «ni un minuto de gobierno peronista con presos políticos» sin hacer mayores distinciones, el retraimiento de sectores tradicionales del movimiento, en fin, todo lo que se condensaba en esta absurda consigna de «Montoneros, Perón, Conducción, Conducción», me fue llevando cada vez más a pensar que ingresábamos en un período negro de consecuencias impredecibles […] avanzando sin resolver una cuestión de fondo, que quedaba enterrada como un foco de infección. (251-2)

La primera dosis fuerte del antibiótico con que Perón combate la infección juvenil llegaría en junio.

La planificación de la masacre de Ezeiza

La masacre de Ezeiza fue una planificada emboscada en la que, como el policía bueno y el policía malo, uno se encargó de apretar el gatillo y el otro de indignarse mientras dejaba hacerlo. Como bien recuerda Abal Medina, todos sabían perfectamente lo que iba a suceder y nadie hizo lo necesario para impedirlo. Contrariamente, la única preocupación era que la sangre no llegara a salpicar al propio Perón:

Insistí durante dos días en que el Estado debía manejar todo el asunto y con sus recursos. Lo contrario era avanzar hacia un enfrentamiento de proporciones. Volví a plantear eso en el único encuentro que tuvimos en la supuesta comisión organizadora, al que sólo concurrieron Osinde y Norma Kennedy. Rucci y Lorenzo Miguel mandaron en su representación al Chango Funes, que lo mismo representaba a Gelbard que al sindicalismo, que coincidió en mi propuesta: hacer el acto en las instalaciones del Autódromo de Buenos Aires y con la seguridad a cargo de la Policía Federal. Por su parte, Osinde enseñó un télex recibido de Madrid donde López Rega, en nombre del Comando Superior le asignaba a él la responsabilidad de decidir el lugar y los elementos encargados de la seguridad. Le dije a Osinde, apoyado por el Chango y con Norma Kennedy en silencio, que eso era una locura e iba a terminar muy mal. […] Cámpora viajaba a Madrid a buscar al general a las pocas horas. Insistió en que no podía hacer nada y que Perón había descartado sus alternativas. Volví a argumentar que las alternativas que había propuesto (Plaza de Mayo y 9 de Julio) eran malas, pero podía insistirse con el Autódromo, en todo caso, si no había más remedio que conservar el escenario elegido por Osinde –él mismo me lo había dicho– y apoyado por López Rega, había que manejar la seguridad con los policías Federal y la provincia de Buenos Aires. Galimberti dijo que estábamos en condiciones de garantizar que la policía no sería agredida por las columnas de la JP. No hubo caso, Cámpora viajó dejando todo en manos de Osinde. […] El enfrentamiento a balazos era inevitable. Los Montoneros iban a movilizar por lo menos 200.000 compañeros y llevarían sus banderas y consignas. El sindicalismo, me decían Rucci y Lorenzo, podría mover organizadamente para estar frente al palco unos 50.000 compañeros como mucho. Los Montoneros iban a presionar para acercarse al palco, y ahí el grupo estrafalario armado por Osinde se iba a enloquecer y empezar a los tiros (299) […] los sindicatos habían aportado también grupos de pesados a las fuerzas de Osinde (302) […] Si se hubiera hecho el acto en otro lugar y con seguridad oficial, nada de esto hubiera sucedido, pero nadie se animó a contradecir las órdenes de López Rega y fuimos al desastre. (306)

Podemos decir que se perdieron muchas vidas, pero ningún funcionario perdió su cargo.

Tuve un duelo verbal con Osinde que quedó totalmente en evidencia y no fue defendido por nadie. López Rega rehuía mirarme y yo en tres ocasiones dije que Osinde argumentaba instrucciones recibidas de Puerta de Hierro y que, era evidente, no eran del general Perón. (306)

Estas son las partes de la historia (las supuestas evidencias de que Perón no participaba de esto o aquello) en las que el relator ofende la inteligencia del lector, poco antes se cita aprobatoriamente al diario Mayoría, que había descrito Perón así:

Perón tiene una inextirpable personalidad de tipo militar y lo que más perturba un militar es la imagen de la indisciplina […] Es asimismo un político y un estadista, o sea, un constructor de naciones y el instaurador de un orden (295).

Tan magníficos especímenes humanos tienen la capacidad de hacerse pasar por giles con mayor asiduidad que los simples mortales, pero ¿alguien tomaría con seriedad la atribución de la derrota de Waterloo al valet de Napoleón? Inmediatamente queda en claro que todos hacían como que Perón no sabía nada y la masacre era obra de López Rega, pero cuidándose bien de llegar al propio Perón y despejar la duda:

…de inmediato le dije que teníamos que detener a López Rega, que era el responsable de las muertes. El presidente Cámpora me contestó está loco, doctor, si hacemos eso el General se vuelve a España y se cae todo. (306)

Los jefes Montoneros «propusieron meterlo preso a López Rega por su comprobada responsabilidad en la preparación y ejecución de la masacre de Ezeiza.» (307) y cuando esto no sucedió… siguieron a su lado. Posteriormente, el 21 de julio, se informaría «que sería López Rega el que se reuniría con los representantes juveniles todos los jueves de 9 a 11» (313). Pronto llegaría la designación en el Consejo Superior de «Yessi, al que habían puesto como representante (de la juventud), era un empleado de López Rega que no representaba a nadie» (314). Perón no sólo no relevaba ni desmentía a López Rega, sino que imponía humillaciones.

El mal cálculo de su poder profundizó la furia posterior

Señala el secretario que todavía en diciembre de 1972 Perón:

…me remarcó que había tomado de mí, en una conversación que habíamos detenido en Madrid en abril o mayo que era inadecuado que la juventud llamara «traidores» a los sindicalistas, y estos, «infiltrados» a los jóvenes. Me dijo: «es muy bueno eso que usted dice de que las diferencias tienen que quedar en el terreno político y que si se ponen esos calificativos entramos en diferencias morales que son insalvables» (201).

Era la visión del Perón que sobreestimaba sus fuerzas, subestimando la movilización:

Jorge Antonio creía que el General dentro de sus temas de conducción hacía cosas que entrañaban riesgos. A su juicio, una era el manejo de la relación con «los muchachos» a los que Jorge decía conocer bastante más que él (104-5) […] había sostenido una larga conversación con Jorge Antonio y lo vio preocupado por la evolución que iba notando en la juventud hacia posiciones cada vez más radicalizadas en lo ideológico y cada vez más «fierreras». Me pidió que estuviera atento al fenómeno y, sobre todo, que evitara enfrentamientos con el sindicalismo porque los dos sectores eran indispensables. Me preguntó varias veces cómo veía este tema. Le dije –hoy como siempre hacía– lo que pensaba: había un espíritu de época que tendía a esa radicalización y a la realización de acciones conjuntas de los grupos armados (en el caso de Montoneros con las FAR era algo más profundo), en las que las posiciones marxistas se iban imponiendo sobre concepciones más imprecisas, sobre compañeros de baja formación política, algo que yo percibía como un peligro concreto. […] el General dijo que él lo veía como un peligro, pero que creía que cuando estuviera en Argentina y todos en la legalidad, iba a poder encauzarlos. Sólo me indicó, de manera muy insistente, que tenía que evitar que Galimberti fuera absorbido por los sectores más radicalizados: «Yo creo que nuestro amigo ha sido tan importante como todos los demás juntos en este proceso». Con bastante detalle me contó algunas providencias que había ido tomando para evitar que la cuestión se fuera de las manos y dijo: «Como se me fue con Cooke y Alicia Eguren» (198-9).

La campaña tenía señales de alarma por el protagonismo de los sectores juveniles, pero no se los condenaba todavía. Después de todo, le estaban juntando votos a Perón, Isabel y López Rega (en forma indirecta en marzo, explícita en septiembre):

Perón consideraba muy peligroso que quedara sectorizada (la campaña) sólo en la juventud, tanto en los estrictamente electoral (era evidente que la radicalización espantaba algunos sectores del electorado) como por la organización posterior del Gobierno y del movimiento, ese objetivo no se cumplió y las consecuencias las veríamos después (231) […] habían generado una situación en la cual la juventud quedaba casi como única participante, ya que la dureza de sus posiciones hacía que cualquier presencia sindical desencadenara enfrentamientos, como sucedió de hecho en varios actos de la provincia de Buenos Aires. Así se produjeron dos fenómenos negativos: por un lado, perdíamos electorado moderado y, por el otro, la juventud fue considerándose a sí misma cada vez más dueña exclusiva del proceso (234) […] era la culminación del monopolio de la campaña que iba tomando la juventud, generaba la situación absurda de que sólo movilizaban ellos. Sin duda, porque hacían el esfuerzo, pero también porque excluían a los otros sectores. Caso contrario, se armaba despelote. Y, como parecían ser cada vez más, se sentían más dueños de todo. (244) […] no llegaban a reunir los 20 compañeros orgánicos al momento del regreso de Perón, pero que en un acto de diciembre de 1972 habían convocado entre 5 y 6000 compañeros (244) […] se había pasado del festivo «Duro, duro, duro, estos son los Montoneros que mataron a Aramburu», a esta consigna («Montoneros, Perón, conducción, conducción») y que el cambio iba de la mano, según su observación, de una modificación en la característica del público. Algo que iba de la presencia casi anárquica de compañeros que llegaban durante el Luche y Vuelve con un componente social con predominio de sectores populares, a una cierta organización de grupos que claramente eran estudiantes de clase media y llegaban más o menos organizados (246).

La sociología berreta (antes eran obreros, ahora universitarios) intenta encubrir que no se estaba logrando encauzar totalmente la oposición al régimen militar. Y, también, que gran parte de ese movimiento se había encolumnado tras la promesa burguesa. Pero el conductor no se engañaba, en una «Solicitada a mi pueblo», publicada y firmada por el general Perón, narra la emoción de ver a su regreso…

…tantos compañeros nuevos, de una juventud maravillosa que, tomando nuestras banderas para bien de la patria, están decididos a llevarlas al triunfo. […] esa lucha debe realizarse dentro de una prudente realidad. Agotemos primero los módulos pacíficos, que para la violencia siempre hay tiempo. (160)

Para la violencia siempre hay tiempo les decía el General en 1972. Y ese tiempo estaba llegando. El anuncio de ese tiempo colocaba a esos compañeros nuevos exactamente en su lugar: debajo de Isabelita.

…está muy bien que ellos hayan peleado, pero no llevan ni 3 años en el movimiento. Isabel no es una intelectual ni una dirigente de actuación importante, pero lleva más de 15 años acompañándome […] lo de poner a Isabelita hoy es como lo que hicimos poniendo a Cámpora. La reunión de ayer con la juventud fue buena, pero no veo que las cosas se encaminen. Mire lo que está diciendo este Firmenich, que ahora se las da de intelectual. (325)

Si en su Arte de la guerra Sun Tzu recomendaba golpear donde el enemigo es más débil, competir con Perón en trampas y estratagemas fue una pésima decisión. También decía Sun Tzu: «Si el general enemigo es arrogante finge inferioridad y alienta su arrogancia». La ceguera es hija de la arrogancia y un ciego no ve el camino. Perón alentaba la arrogancia de la juventud maravillosa para golpearla sin que vieran venir el palo. Esteban Righi, muy cercano a Cámpora, en una entrevista de 2016 citada en el libro observa:

«La relación de Montoneros y Perón era una relación de tahúres, a ver quién engañaba quién […] yo no tengo una gran admiración por el personaje Juan Perón, ni tampoco me parece que el peronismo sea una maravilla» antes, había definido el general como «un manipulador» (289)

Hechas las apuestas, llegaba el momento de bajar las cartas. Y el General tenía un foul de ases: AAA.

Triple A

[E]l origen de los manejos de López Rega contra Cámpora. No parece haber habido inicialmente una motivación ideológica, si no exclusivamente personal, en su deseo de debilitarlo. Su plan fue siempre llegar a que el General fuera presidente y la señora vice. Cuando la salud de Perón se deterioró a partir de febrero, temió que el tiempo no alcanzara y quería quemar etapas. Pero además la primera alianza que buscaba era conmigo y con la Tendencia (259).

Este párrafo, del que no tenemos por qué dudar –de la misma manera que tampoco tenemos por qué hacerlo sobre la insignificancia intelectual de López Rega e Isabel, tal como la describen Abal Medina y el propio Perón–, resulta de crucial importancia. López Rega estaba dispuesto a pactar con la Tendencia, o con cualquiera, para llegar al poder. Perón, en cambio, era un estratega. Volver al poder era un medio: su tarea era la «pacificación». Su ambición era mayor, como su estatura. A pesar de su vejez –o precisamente por eso–, a su estrategia histórica de sumar y enfrentar a los que se iban sumando, le tuvo que imponer una dosis mayor de delegaciones, señales, rumores y malentendidos. Y esto no solamente era necesario para compensar su precario estado de salud, que limitaba sus movimientos, sino porque necesitaba seducir, utilizar, controlar y encuadrar a la juventud maravillosa. Si no podía por las buenas, lo haría por las malas. Su ambición no era el poder, sino el poder para la pacificación de una situación explosiva. Por eso los militares lo convocaron. Por eso volvió. Por eso el relato del secretario se hace increíble: porque lo es.

López Rega le servía a Perón, sin embargo no es posible que fuera el articulador de la compleja trama de alianzas y estrategias que se le asignan. Todos sabían que hacía lo que hacía por designio del General. ¿Cómo no iba a saberlo el mismo General? Los miembros del gabinete lo conocían de sobra, tal la advertencia que el ministro de economía le realiza al secretario por sus infantiles desplantes al Brujo: «Gelbard me dijo que era un personaje muy peligroso, que tenía mafiosos muy pesados a sus órdenes y varias cosas por el estilo.» (344)

En abril, cuando el ERP mata al Almirante Hermes Quijada, la Tendencia lanza la Juventud Trabajadora Peronista a pesar de que Perón pide moderación. Lo hace en un acto con «5000 asistentes que corearon consignas contra la burocracia sindical y a favor de “la guerra popular de la clase obrera“». Era obvio que el conflicto con el sindicalismo escalaba, y ya nada de lo planeado por el General parecía posible realizarse. (273)

Luego del asalto al Regimiento de Caballería Blindada de Azul el 20 de enero del 74, Perón todavía quiere avanzar con la reforma del Código Penal. Cita a los 13 diputados peronistas que se oponían, 8 de ellos renuncian. «Lo que demostró el empeño de Perón por reformar el Código Penal fue su decisión de mantener la represión dentro de los cauces legales, otro elemento que desmiente su presunta participación o tolerancia con la Triple A.» (353)

Ante una catarata de hechos violentos y amenazas en boca del propio Perón, lo que no se sostiene es que el impulso de un instrumento legal fuera prueba de la decisión de Perón de no recurrir a la represión ilegal. En un relato poblado de pliegues, de dobles sentidos, de ambigüedades, recurrir a un argumento tan endeble demuestra exactamente lo contrario. Se había terminado. Se profundizaba la cacería de zurdos. Perón estaba vivo, Perón conducía.

Sin embargo, los atentados de la Triple A que se multiplicaban eran centralmente ataques a locales de la Tendencia y su frente de masas. Montoneros contestó alguno de esos ataques y lo hizo sobre el «vandorismo», reponiendo la fractura que habíamos superado para llegar a la victoria. Fue un proceso desgraciado, con múltiples responsabilidades. (353)

Paralelamente se lanzaba una ofensiva política contra la izquierda, mientras se olvidaba rápidamente el verso electoral:

Hasta el triunfo electoral el peronismo tenía un solo enemigo y enfrente de él el sistema liberal […] Ahora ya han salido, y no enfrente de él sino dentro de él, otros dos que no sabemos si calificar como enemigos o simplemente como males congénitos de todo movimiento modernos de masas. Los designaremos con nombre de extracción netamente popular: el chanterío y la zurdería. (296) […] Es necesario trabajar en todas las organizaciones del movimiento, en todas las ramas y en todos los niveles, para cumplir una tarea de depuración ideológica. Los dirigentes y afiliados deben definirse públicamente y con claridad, para que se sepa quiénes son peronistas y quiénes no lo son. No hay manera de eludir una definición: esta debe producirse en términos que no admiten ambigüedad: Yo soy peronista, por lo tanto no soy marxista (339).

Como lo demostraría palmariamente la realidad, poco más de 15 años después, la disyunción con el credo liberal no opera en el peronismo. Por eso la decidida purga contra la juventud es complementada con su cálida actuación en la renovación de la cúpula militar: «Perón, muy condicionado por su poco resto físico y con información sectorizada, prefirió generales que él estimaba ya sin mayor apoyo interno y más fáciles de conducir, que coroneles que pudieran convertirse en caudillos militares.» (348)

A los militares les deja hacer –y vaya si harán en poco tiempo más–, mientras que a la Tendencia, como afirma Perdía en su libro citado: «Perón nos declaró la guerra en la reunión del primero de octubre» (337).

[Era] una política destinada a controlar o disgregar a la ultraizquierda. (339) […] El General pareció recomponerse y me dijo: creo que es imposible que estos locos se alineen. Así que hay que extirparlos del movimiento, y eso es lo que voy a hacer. Quería decírselo, porque no lo voy a poner en el compromiso de participar en esta etapa, porque para usted sería muy difícil (338).

Como muchas veces, la verdad está en los detalles. Puede ser que la rotunda y espantosa palabra «extirpar» sea un exabrupto, pero el carácter de esa extirpación estaba claro en la cabeza de Peón. ¿Cuál es el compromiso del que tiene que relevar a Abal Medina en esa etapa? El mismo secretario del general rechazaba en ese momento el contacto con los Montoneros, como lo hace constar en el libro («dejé de verlos», 335). Es evidente que no se trataba entonces de una ruptura de vínculos personales o sanciones políticas. Tampoco podía serle esquiva la voluntad de iniciarles procesos penales, ya que había estado claramente en contra de liberar a los presos políticos de la dictadura si no aceptaban condiciones. Sólo alguien que tiene en claro la oscuridad de la tormenta que va a desatar hace esa concesión para alguien que aprecia: Perón releva a Abal Medina de una convocatoria criminal.

Esto demuestra también que el cáncer de próstata no es un tumor cerebral. Que el cansancio, la disminución de la movilidad y la energía, no estupidizan. De las dos pinturas de Perón que conviven en el libro, la más cercana a la verdad es la del gran estratega de la burguesía. La del viejo pollerudo y disminuido sólo intenta justificar errores políticos o complicidades criminales. Reiteramos lo que expuso La Nación en su momento: «el asesino y el hombre que va a morir desfilaron juntos por las calles de Buenos Aires. Solo en la extraordinaria Jefatura de Perón sobre un movimiento de masas pudo compaginar de tal manera la marcha conjunta.» (322)

Imagen principal: Ezeiza (1973), de Carlos Alonso.

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