Seguramente existirán miles de razones diferentes por las que cada persona (de las que pueden elegir) decide tener hijos o no tenerlos. Porque, más bien, podrán identificarse «un par» de motivos que, en verdad, se alimentan de lo vivido en la biografía personal de cada quien (desde los distintos roles que ha ocupado hasta el momento en sus vínculos personales), con sus proyectos de vida, las condiciones materiales de su reproducción, etc.
La consideración de lo singular, sin embargo, no impide señalar lo obvio: no es lo mismo, en esta sociedad, criar a un cachorro humano siendo mujer o varón. Cuando salimos del caso particular, las antiquísimas y certeras categorías por sexo nos permiten trazar algunos rasgos comunes que no se deben a la biología sino a los lugares, tareas, obligaciones y posibilidades que los adultos humanos tenemos, socialmente, según el sexo al que pertenecemos. Que ese dato biológico opere como condicionante de nuestro despliegue en la vida social, se debe a un elefante en la habitación: el patriarcado.
Y ahí ya no alcanza esto de «en mi grupo de amigas», o «mis compañeros de laburo», sino que tenemos a disposición estadísticas, encuestas, estudios de investigación que siguen demostrando que las mujeres tenemos a cuestas mucha más carga horaria de tareas domésticas, de cuidado y de crianza. Que somos muchísimas más mujeres criando solas que al revés. Y con la torta mucho más repartida, hasta en los círculos más progresistas: ¿Quién no fue testigo al menos, una vez, de la sobremesa de chabones sentados mientras las mujeres levantamos los platos, lavamos, etc.? Y cuando el varón «deconstruido» anuncia a los cuatro vientos que lleva a su hijo al control médico: ¿quién se acordó y se encargó de sacar el turno?
Que encontremos intelectuales varones que se proclaman por el socialismo mientras incluyen «el tema del feminismo» como un particularismo más (e incluso lo enlisten públicamente dentro de esos colectivos que operan como dispersores de los problemas fundamentales de nuestro tiempo); o que, a pesar de realizar un inmenso esfuerzo intelectual y de estudio sobre los problemas de nuestra clase obrera y sus posibles soluciones, cuando se les pregunta por el estudio del feminismo afirman no haber leído nada sobre el tema (como si no fuera un problema que exijiera dedicación tanto como la lucha por el socialismo); hasta el extremo (muy marginal, casi insignificante) de misóginos que se ubican en las filas del socialismo al mismo tiempo que aseveran que el patriarcado no existe o que el feminismo cumple la función de enfrentamiento entre los integrantes de nuestra clase (o una mujer como Roxana Kreimer, que afirma que las mujeres realizan más tareas domésticas, de cuidado y crianza porque «les gusta»). Precisamente, lo descripto, no hace más que reafirmar lo que el movimiento feminista devela desde hace tres siglos: la vigencia del patriarcado, cuya formación fue un proceso que se desarrolló desde el año 3100 al 600 a.C.
Para decirlo en otras palabras: que hasta los propios compañeros que añoran el socialismo y realizan algún tipo de militancia en ese sentido (es decir, que han logrado romper con la lógica inherente de las determinaciones sociales que nos formatean en el sistema capitalista, de resolver, pensar y apostar exclusivamente a salidas individuales) no hagan extensiva su formulación en términos colectivos de clase, también, para aportar, formarse, pensar sobre los problemas que nos atraviesan específicamente a la mitad de la humanidad; que esto aún ocurra, es expresión de lo arraigada que está la socialización basada en estos estereotipos sexistas que nos ubican en un lugar subordinado al conjunto de las mujeres, por parte de los varones.
En ese sentido, la crianza de los hijos, para las mujeres, no representa la misma cosa que para los varones. Aun en aquellos casos en los que ellos y nosotras seamos conscientes de lo que hay que corregir, de aquello a lo que hay que estar atentos para que no ocurra lo que sale por default (en una sociedad patriarcal), aun en aquellos que realicen un arduo trabajo para no reproducir lo establecido socialmente, aun allí podremos encontrar la lógica patriarcal operando en lo cotidiano.
Podemos entender esto. Porque, aquello determinado socialmente, aquello enraizado hasta los huesos y aprehendido a través de la propia constitución de la sociedad (en la que un puñado es dueño de los medios para producir la riqueza y la gran mayoría somos los que la producimos pero siendo explotados), aquello que incorporamos cada vez que trabajamos para reproducir materialmente nuestra vida, no puede cambiarse (como postula la salida liberal) individualmente.
Lo mismo ocurre con la liberación de las mujeres de la subordinación jerárquica de los sexos: podemos (y las feministas lo hacemos diariamente) maniobrar, dentro del margen de posibilidad de cada una, en nuestra cotidianeidad, para combatir las desigualdades que observamos en nuestra tareas diarias, en nuestros círculos de amigos, en nuestro hogar.
Pero el feminismo trata de otra cosa. No de pensar que porque en mi caso particular combato los rastros de machismo y patriarcado soy feminista, sino por comprender que es una lucha inexorablemente colectiva. Que al igual que el capitalismo, el patriarcado funciona como un sistema social, sus trazos son transversales y, en gran parte, invisibles. Pero, fundamentalmente, que a pesar del valor enorme que pueda tener nuestra conducta singular, coherente, para nosotros mismos y para quienes nos rodean, no podemos perder de vista nuestro objetivo conjunto: como clase social y por la liberación de la mitad de la humanidad.