VIOLENCIA ARMADA. Parte 1: Las chicas milicianas etíopes

Mehari es una joven médica etíope que trabajaba en un hospital de Axum, provincia de Tigray. A pesar de que había soñado con estudiar y desarrollar su profesión, un día abandonó el hospital y la ciudad donde vivía, se integró en las milicias Tigray, la etnia a la que pertenecía, y cambió el guardapolvo blanco por el uniforme de camuflaje para participar de una guerra civil que ya ha causado más de medio millón de muertos.

Así nos suelen presentar estas historias de vida para generar, muchas veces con la mejor de las intenciones, conciencia sobre conflictos crueles y mortíferos. A nosotros nos parece una idea algo estrafalaria del mundo y de los seres humanos. Por eso nos interesa mostrar cómo, en ese tipo de comprensión, el atraso se compensa con más atraso y la actitud desesperada se nos presenta como convicción ideológica.

Con esta nota iniciamos una serie dedicada a pensar la violencia armada desde el punto de vista de la reproducción de los combatientes. No por un interés abstracto o académico, sino por uno concreto y político: comprender la existencia actual de algunos grupos armados desde las condiciones materiales de reclutamiento y vida cotidiana. ¿Qué pesa más en la decisión de integrar una guerrilla: las ideas o la supervivencia?

África y América

África es un territorio hecho de cortocircuitos, al igual que Medio Oriente. Colonizada a comienzo del siglo XIX, obtuvo su independencia (la de la mayor parte de sus naciones) de manera tardía, pasada la mitad del siglo XX. La colonización, que había repartido el territorio en función de los problemas y el poder de cada una de las potencias coloniales y su desarrollo, sembró de conflictos la estructura territorial de los países del continente.

La construcción de la nación (no del reino ni del imperio, sino de la nación burguesa con mercado unificado y ciudadanos formalmente iguales ante la ley) requiere cierto tiempo histórico y cierto desarrollo económico. Nada garantiza que cualquier territorio, independientemente de la homogeneidad lingüística y lo antiguo de sus tradiciones, puede constituir una nación en el sentido práctico y real. Dicho de otra manera, nada asegura que ese territorio pueda en gran medida gestionar, con un Estado propio, la reproducción normal de la vida de sus pobladores.

En este caso, las luchas independentistas y, sobre todo, en el África subsahariana se encontraban en una contradicción entre las fronteras diseñadas en función de los intereses metropolitanos, por un lado, y la geografía y la historia de reinos ancestrales y el asentamiento de tribus distintas. Tribus que se diferenciaban no solo en cultura y costumbres, y en las actividades específicas en las que cada una se dedicaba (pastoreo, agricultura o comercio), sino en las relaciones de dominación entre ellas, ya que es bastante inocente creer que la subordinación, la opresión y la explotación fueron novedades importadas por los europeos.

En la década de 1960 los diversos movimientos independentistas que habían luchado contra las metrópolis y, por lo tanto, liberado los territorios que estas mismas habían determinado como suyos, se encontraron en un dilema propio de esta geografía política implantada. O bien mantenían las fronteras tal como habían sido instaladas apenas un siglo atrás por agentes exteriores, o bien respetaban las formaciones naturales e históricas de la tierra y la historia para conformar nuevas unidades políticas.

El primer problema de tomar la segunda vía era que la fragmentación tendería a aumentar, porque recién con el capitalismo (si descartamos los imperios) se formaron entidades territoriales cohesionadas, que integran muchas pequeñas formaciones sociales previas a través del mercado. El segundo problema es que esos pueblos y etnias tenían una historia previa, es decir, rivalidades y disputas no saldadas (sólo nuestra mirada exterior puede imaginar algo tan burdo como que «todos los negros se tienen que llevar bien porque son negros»).

En conclusión: si apenas obtenida la independencia de las colonias, saqueadas y empobrecidas, se iniciaba un proceso de nueva determinación de fronteras que borrara las coloniales e impusiera unas (nunca antes determinadas) fronteras tribales, esa decisión amenazaba con llevar el continente a una guerra interna de consecuencias impredecibles. Las nuevas naciones africanas tomaron una determinación para fundar la Organización de la Unidad Africana:

En 1963, casi tres docenas de naciones africanas recién independizadas se reunieron en Adís Abeba para fundar la Organización de la Unidad Africana. Entre los principios fundamentales que adoptaron se encontraba la inviolabilidad de las fronteras nacionales existentes, de la época colonial. Acordaron que no respetarlas daría paso a una y otra reivindicación irredentista, amenazando con desgarrar el continente. Durante gran parte de las últimas seis décadas, aunque las fronteras han sido repetidamente violadas y, en algunos casos notables, redefinidas, este precepto legal se ha mantenido en general.1

Ese acuerdo parece acertado para iniciar el nuevo periodo del África liberada. Pero fue una apuesta arriesgada. Las nuevas naciones que surgían apostaban a construirse como naciones desde el Estado, unificando poblaciones dispersas y, a veces, con largas historias de sometimiento y enemistad. Aspirando y apostando a que el desarrollo económico las integrara internamente, haciendo prevalecer el carácter de vendedores anónimos de mercancías (de los trabajadores) y competidores asentados de un mercado común (de los burgueses), para que todos se integraran como ciudadanos, disolvieran las economías de auto sustento y las estructuras tribales y localistas.

Lógicamente, ante una sociedad civil todavía no constituida, las estructuras militares de los nuevos Estados se transformaron en el garante último de una unidad neo-nacional, sin historia común propia, sin intereses conformados en esa historia. En contraste al esquema africano que presentamos, en nuestro continente podemos percibir que la intervención colonial (colonial, no esclavista) comenzó 300 años antes. La conformación de las naciones sudamericanas no mantuvo el mapa territorial colonial, sino que, en un proceso que abarcó prácticamente todo el siglo XIX, ese mapa se fue deformando mediante mutilaciones y expansiones, de acuerdo a la existencia o no de focos burgueses (y de los acuerdos factibles y los desacuerdos insuperables entre esos focos burgueses de distintos territorios), para culminar a fines del siglo XIX en las actuales naciones de Sudamérica.

Mehari, Lasta y Fenta

Por supuesto que esa conformación sudamericana se realizó a través un violento sometimiento de la población no integrada a las formas propias del capital, que incluyó la guerra de conquista, torturas y masacres. Pero el pasado no se puede modificar y es muy útil para entender el presente. Nos interesa la comparación entre estos dos procesos continentales de conformación de las naciones y sus efectos en el presente. Sobre todo, en la forma de hacer política y en las posibilidades de los individuos para luchar y expresarse.

Cuando en Argentina se habla de un problema con los «pueblos originarios» nadie se refiere a un grupo de personas cuya etnia se explica por una forma particular de economía tradicional centrada fundamentalmente en el auto sustento con pocos lazos con el mercado o el Estado burgués. Sino a poblaciones que reclaman un arraigo a algún territorio (aunque la mayoría vive integrada en núcleos urbanos), poblaciones integradas en el mercado capitalista del que su propia dinámica los va expulsando. Y al igual que en África –y esto es una consecuencia tremendamente desgraciada de la crisis de las ideas socialistas–, buscan en su pasado (de pueblos «originarios») lo que únicamente tiene salida en el futuro: unirse como población sobrante del capital con el resto de los trabajadores (sin distinciones de raza, credo o religiones) para terminar con el sistema capitalista.

Entonces volvemos a África y la historia de Mehari, la médica que abandonó el hospital público para sumarse a combatir como guerrillera. La historia forma parte de un extenso reportaje publicado en el New York Times2, que comienza contextualizando el conflicto:

Antes de que estallara la guerra en Etiopía, a finales de 2020, Mehari podía tomar el autobús de vuelta a casa desde su trabajo como médica en un hospital público de Axum, una ciudad de la región de Tigray, en el norte del país. Pero luego los combates entre su partido gobernante, el Frente Popular de Liberación de Tigray [FPLT], y el gobierno federal de Etiopía cerraron el transporte público, y Mehari se vio obligada a caminar 40 minutos entre su casa y el hospital.

Después de que las tropas federales tomaran la ciudad e impusieran un toque de queda a las 6 p.m., Mehari abandonaría el hospital en el último momento posible, quedándose todo el tiempo que pudiera para atender a sus pacientes. […] Fue el comienzo de una guerra civil.

Fuerzas de Tigray marchan en la frontera entre Kenia y Etiopía.

Etiopía es un país vasto y diverso, con docenas de grupos étnicos distintos, muchos de los cuales desean cierto grado de autonomía. El actual primer ministro, Abiy Ahmed, fue elegido en 2018 en una ola de optimismo tras casi tres décadas de dominio de las minorías represivas por parte del Frente Popular de Liberación de Tigray en la coalición gobernante. (El grupo étnico tigrayano representa solo el 6% de la población de Etiopía). Bajo su liderazgo, el país tuvo crecimiento económico, pero el FPLT reprimió brutalmente la oposición política y la libertad de expresión, lo que provocó un resentimiento creciente entre los etíopes de otros grupos étnicos.

Abiy, es oromo, el grupo étnico más grande del país, que históricamente ha estado infrarrepresentado en el liderazgo nacional, destituyó a los tigrayanos de sus puestos en el gobierno […]. Abiy envió inmediatamente más tropas a Tigray. Un año antes ganó el Premio Nobel de la Paz por normalizar las relaciones hostiles con Eritrea, en la frontera norte de Tigray. Ahora el gobierno etíope pudo conseguir la ayuda de las tropas eritreas, así como de miles de combatientes de las fuerzas de seguridad de otros estados etíopes. Los esfuerzos para debilitar al FPLT se extendieron a los tigrayanos como pueblo. Ya no se prohibió a las emisoras de radio emitir discursos de odio dirigidos contra ellas. Tanto los combatientes como los civiles fueron etiquetados como «junta» por la gente del gobierno federal y los etíopes de otras etnias. […]

Un estudio realizado por Kiros Berhane, bioestadístico de la Universidad de Columbia, encontró que más de 100.000 mujeres en Tigray pueden haber sido violadas por soldados etíopes y eritreos y sus aliados. «Cuando las violaron, les dijeron que habían venido a destruir sus vientres para que las mujeres tigrayanas no dieran a luz a niños tigrayanos». […]

Unas 600.000 personas han muerto en el conflicto y millones más han sido desplazadas de sus hogares. Ambas partes acordaron dejar de luchar en 2022. Como parte del acuerdo de paz, las Fuerzas de Defensa de Tigray debían entregar sus armas y enviar a 270.000 combatientes a campamentos de rehabilitación improvisados, que se suponía ayudarían a reintegrarlos a la sociedad. Pero esas fuerzas han dicho que no se desarmarán por completo hasta que las fuerzas eritreas se retiren.

Entonces nos asomamos a la historia de Mehari:

A medida que la guerra se desataba en Axum y sus alrededores (que alguna vez fue parte de un imperio comercial que se remonta al siglo I d.C., un sitio declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO debido a sus obeliscos, tumbas reales y ruinas de palacios), Mehari fue reasignada a la sala de emergencias de su hospital. […]Le resultaba difícil soportar su propia vulnerabilidad. La ciudad fue bombardeada indiscriminadamente por las fuerzas etíopes y eritreas. Un buen amigo, un colega médico, fue asesinado por el ejército federal.

«En algún momento, pase lo que pase, vas a ser una víctima», me dijo Mehari. «La espera era intolerable». Así que cedió sus funciones y, con una amiga, tomó un autobús hacia el este de Tigray. Allí se unió a las Fuerzas de Defensa de Tigray, aprendió a usar un arma y se fue a trabajar como médica. Como miembro de los equipos médicos, que tenían que llevar a los heridos en camillas a través de campos de batalla activos, vio cómo las personas con las que había crecido morían frente a ella. […] Mehari no creía que sobreviviría a la guerra. Pero después de haberlo hecho, me dijo, todavía no se sentía cómoda fuera de Tigray, en Etiopía en general.

Lamentablemente, la de Mehari no es una historia excepcional en ese contexto. Cada testimonio es inseparable del paisaje fúnebre y dantesco que describe el cronista:

Mekelle es una ciudad de 500.000 habitantes, situada a gran altura sobre el nivel del mar. La capital es concurrida y moderna, hogar de la extensa Universidad Mekelle, así como de cafés, hoteles y librerías. En las afueras de la ciudad, cerca del aeropuerto, visitamos un campo de refugiados: un lugar destartalado de estructuras con techo de hojalata y tiendas de campaña más endebles, de lona blanca y gruesa. Estaba ubicado en un gran lote de construcción, con arena y pilas de ladrillos por todas partes. Los remolinos de tierra se enroscaban a poca distancia. El ambiente era desolador.

Las personas que conocí allí habían trabajado alguna vez como abogados, maestros y funcionarios públicos. Ahora mendigaban comida. Todos eran de la ciudad de Ab’ala, justo al otro lado de la frontera con Tigray, en el estado de Afar, de mayoría musulmana. Ab’ala había sido étnicamente mixta: casi el 70% de su población estaba compuesta por cristianos tigrayanos; el resto eran musulmanes afars.

En diciembre de 2021, varios miles de tigrayanos de Ab’ala tuvieron que huir repentinamente de sus hogares cuando sus vecinos afar se volvieron contra ellos y mataron a cientos de personas. Los refugiados me contaron que los residentes de Afar recorrieron la ciudad marcando las casas en las que vivían tigrayanos. Las milicias civiles itinerantes, que trabajaban con las Fuerzas Especiales Afar, fueron a estas casas, mataron a los tigrayanos y saquearon sus posesiones. Las iglesias de Tigray fueron incendiadas.

«Era como el infierno: había sonidos de artillería pesada, había sonidos de morteros», me dijo un anciano llamado Hailu. «Mataron a mi primo con sus dos familiares. Escapé a duras penas, saltando sobre sus cadáveres». Dijo que había llegado a Mekelle sin nada. «Todo lo que hay allí, nuestro grano, ganado y carros de mulas, no sabemos su paradero».

Patio de juegos en Mekelle.

Un médico de 55 años llamado Hagos, cuyos ojos se llenaban de lágrimas con frecuencia, me dijo que estaba en su casa en Ab’ala con su esposa e hijos cuando llegaron intrusos, 7 de ellos, con pistolas y machetes. «No se puede describir el impacto», dijo. Hasta ese día, contó, los cristianos tigrayanos y los musulmanes afar vivían uno al lado del otro: «Cultivábamos juntos, trabajábamos juntos y estábamos juntos en funerales y bodas». […]

En Ab’ala, los cuerpos fueron abandonados en las calles, en los arbustos, en casas vacías y en fosas comunes. Se los comían los perros. Kahsay vio a los hombres que participaron en los asesinatos en la calle: «Nadie puede tocarlos. Se hicieron ricos, compraron coches». […]

Los residentes de Afar me dijeron que ellos no eran los perpetradores de tal violencia. Afirmaron ser víctimas de los tigrayanos. Ali, un funcionario de 45 años de etnia afar, dijo que una vez que las fuerzas tigrayanas entraron en Ab’ala, después de la masacre original, quemaron una de sus casas familiares y luego saquearon sus posesiones. «Masacraron a la gente afar», prosiguió Alí, visiblemente molesto. Estimó que decenas de personas fueron asesinadas en venganza. «Quemaron casas y lugares religiosos de Afar». […]

Como suele ser el caso en Etiopía, a medida que un conflicto terminaba, comenzaba otro. En 2022, el gobierno etíope, aparentemente receloso del poder de las milicias que Abiy utilizó para ayudar a combatir la guerra en Tigray, comenzó a arrestar a miles de personas en Amhara. En la primavera de 2023, intentó obligar a las fuerzas especiales regionales de policía a disolverse e integrarse en las fuerzas de seguridad nacionales. Los grupos armados de Amhara resistieron. Ahora el gobierno federal está luchando activamente contra una poderosa milicia en Amhara, conocida como Fano.

Gran parte de los recientes combates entre el gobierno federal y Fano habían tenido lugar fuera de la ciudad de Lalibela, en las tierras altas de Etiopía. Lugar de peregrinación, Lalibela es famosa por sus enormes iglesias antiguas talladas en roca volcánica roja. La mayoría de los residentes, que suman 20.000, dependen del turismo. Pero las decenas de miles de turistas internacionales que solían visitarlo cada año se han ido en su mayoría.

Fano se negó a entregar las armas tras el acuerdo de paz entre el gobierno etíope y el FPLT. Un alto funcionario etíope los acusó de tratar de derrocar al gobierno y, de hecho, algunos combatientes de Fano me dijeron que estaban tratando de hacer precisamente eso. Muchos de ellos se sintieron traicionados por el acuerdo de paz de Tigray y por un gobierno que les había prometido que, si luchaban contra el FPLT, se les darían tierras para expandir su territorio y más influencia en el liderazgo de la nación. […]

Nuestro primer día en Amhara, mientras conducíamos hacia el norte de Lalibela, nos encontramos con un puesto de control de Fano. Los miembros de la milicia que nos detuvieron nos saludaron calurosamente después de reconocer a nuestro conductor, que era de la comunidad local. […]

La mayoría de los luchadores de Fano en el bar eran jóvenes: esta era su primera experiencia de guerra. Dos mujeres, llamadas Fenta y Lasta, se unieron a mí detrás de la barra en una pequeña habitación con una sola silla y un colchón en el suelo, donde nos sentamos y hablamos. Eran tímidas pero seguras, y se comportaban como hermanas. Lasta, que llevaba tres delicados pendientes en una oreja, tenía 18 años, y Fenta, con el pelo rizado corto, pensó que tenía 19 pero no estaba segura de su edad. Fenta dijo que al ser guerrillera era la primera vez que se sentía libre en mucho tiempo. «Me obligaron a casarme con alguien que no me gusta», me dijo. Su tío había organizado la ceremonia varios años antes, y Fenta, cuya madre había muerto, había accedido para poder cuidar de sus hermanas menores. Después de tres años, Fenta dejó a su marido, con quien compartió algo de ganado y productos agrícolas. «Lo vendí todo y le di el dinero a mi tía, que está cuidando a mis hermanas menores», dijo. «Entonces me uní inmediatamente a Fano». Ella creía que el gobierno estaba «trabajando para separar y debilitar a Amhara». Y continuó: «Nos hicieron pelear con Tigray».

Lasta y Fenta, milicianas de Fano.

Lasta había terminado su último año de secundaria, pero decidió no tomar el examen de graduación. «Mis resultados escolares fueron buenos», dijo. Pero era pesimista sobre sus posibilidades de éxito. «No hay paz en el país», explicó. Las mujeres creían que su identidad amhara y su religión —eran cristianas ortodoxas que llevaban consigo a la batalla páginas del Libro de David en pequeños medallones— estaban amenazadas. […] Fano no tenía una «agenda de secesión», dijo. Pero, continuó, «cuando el poder es tomado por otros fuera de Amhara, que es el pilar de Etiopía, tienden a promover la supremacía de su grupo étnico a expensas de otros grupos étnicos». Fano tuvo que luchar por sobrevivir.

Aderaw estimó que había entre 15.000 y 20.000 militantes de Fano en la zona. «Una cosa que puedo decirte es que toda la gente de Amhara es Fanos», contó. «La gente de Amhara está 100% con nosotros». Agregó que «los niños son guerreros, y son hábiles luchadores, y son totalmente dedicados». Una combatiente de 21 años llamada Mekdes, cuya arma casi la empequeñeció, dijo que su familia apoyó su decisión de unirse a la milicia. […]

Aderaw envió a un camarada a buscar a uno de sus prisioneros, un soldado del gobierno con cara de niño llamado Leta. «Me entregué voluntariamente», me dijo Leta, que tenía 22 años y era del estado de Oromia. «Escuché que no te matan si te rindes». Varios militantes de Fano lo observaban atentamente, con sonrisas en sus rostros. Leta dijo que estaba «cansado y harto» de servir en el ejército después de un año y medio, de quedarse sin suficiente comida y de sufrir el intenso calor. Había enviado dinero a su familia en Oromia y, finalmente, esperaba llegar a Addis Abeba para encontrar trabajo. Le pregunté de dónde había sacado el dinero. «Vendí mi arma», dijo. Los militantes de Fano se rieron.

En mayo, los líderes de Tigray anunciaron planes para devolver a cientos de miles de tigrayanos a los territorios que los combatientes amharas capturaron durante la guerra civil, una disposición del acuerdo de paz de 2022. Algunos líderes amharas dicen que esos planes podrían llevar a una guerra entre las dos regiones. […]

El conflicto se extiende también a otros países. Los expertos han encontrado cada vez más pruebas de que los Emiratos Árabes Unidos han estado proporcionando apoyo militar a Abiy, así como armas al grupo paramilitar Fuerzas de Apoyo Rápido en Sudán, donde la guerra civil ha convertido al país en un campo de batalla. (Los Emiratos Árabes Unidos lo niegan). «El gran error de Abiy, y el error de aquellos que lo acogieron tan acríticamente, fue no ver que Etiopía es un barco muy frágil, y que es necesario equilibrar todos estos factores políticos, económicos y étnicos para mantenerlo en marcha» […]

«Todavía no hay un proceso para tratar con las víctimas, ya sea algún tipo de reparación o apoyo psicosocial, ya sea disculpas o reconocimiento o cualquier responsabilidad por parte de las fuerzas por lo que hicieron». Y aunque puede ser poco realista esperar que un gobierno impenitente y responsable de los abusos rinda cuentas públicamente, el liderazgo etíope podría tomar otras medidas cruciales, como exigir que el ejército eritreo se retire por completo de Tigray. «El conflicto no ha terminado», dice Ratner. «Todavía hay tropas eritreas allí, todavía hay violaciones continuas de los derechos humanos».

Finalmente, un emigrado que vive en Gran Bretaña nos brinda una última señal:

Había emigrado como refugiado y ahora asiste a la escuela allí. Me dijo que ayudó a recaudar dinero, con donaciones de personas de la diáspora amhara en Gran Bretaña, para enviárselo a su padre, a la comunidad amhara y a los militantes de Fano cada pocos meses. Bereket había visto a su padre pasar de trabajar en las fuerzas del orden locales a unirse a la guerra en Tigray, y ahora ayudar a liderar la rebelión amhara. «Es lo único que me persigue todos los días», dijo. «Ha estado luchando toda su vida».

Rasgos comunes

¿Qué impide la integración? La propiedad privada. La división en clases antagónicas, en explotadores y explotados, es el límite a la integración de cualquier nación. Sin embargo, se podría percibir que la forma de tramitar este conflicto políticamente no llega en todos los países. No faltan ejemplos, como los que hemos señalado hoy. Y aquí es donde la forma tribal, el modelo étnico, expone su inevitable bestialidad.

En nuestro universo integrado, se puede ser peronista, radical o libertario. Y también dejar de serlo. También se puede ser de cualquier filiación política en gradaciones, que van desde el eventual apoyo electoral hasta la militancia sistemática y cotidiana. Y se puede no tener ninguna afiliación política, o tenerla oculta y expresarla solamente en el cuarto oscuro. Todos estos elementos propios de la sociedad civil y la democracia burguesa atenúan y canalizan la lucha política.

En cambio, la etnia es absoluta: se es o no se es Tigray. Y es involuntaria, nadie decide serlo ni puede evitar serlo. Y es visible porque se expresa tanto en rasgos físicos, propio de poblaciones que han permanecido relativamente aisladas durante cientos de años, como en todo un conjunto de rasgos culturales y tradicionales muy notorios. Y es esa imposibilidad de cambio lo que lleva a la violencia, a la búsqueda de la destrucción del otro. Y todo esto empujado por la miseria.

Sobre este fondo propicio para el desastre creado por la historia aparece una serie de rasgos característicos. Podemos recoger y enumerar lo que señalan las voces del reportaje:

  • Muchos de los participantes no pueden escapar de los conflictos y se ven arrastrados a la violencia.
  • Para reproducir su propia vida, se suman a la violencia. El imperativo que en nuestras sociedades obliga a vender la fuerza de trabajo para sobrevivir parece operar en estos entornos de manera sumaria, drástica: reproducir la propia vida exige sumarse a la posibilidad de quitar la vida (o colaborar con los se la quitan) a otros.
  • Los ganadores se reparten las exiguas propiedades de los perdedores. A falta de límites, se vuelve necesaria la barbarie de la limpieza étnica, las violaciones y las masacres, o la condena a morir de hambre. Como vimos, y veremos, quien gana siempre está expuesto a la revancha violenta. Se trata de una sangrienta espiral sin fin.
  • Lo que los propios territorios no producen para su reproducción vital llega desde el exterior, de manera que estas milicias que no pueden elegir salir de la espiral de violencia son embajadores de unas relaciones exteriores armadas por mano ajena, ejercida por estados ricos (como Qatar). Suman así al juego geopolítico regional.
  • La exterioridad de estos financiamientos también se potencia al buscar mejores condiciones para la obtención de materias primas sensibles. Eso explica que, como se ve en las imágenes con ilustramos esta nota o se hace notorio con los hutíes del otro lado del golfo de Adén, lo más sofisticado y moderno a lo que acceden estas poblaciones son las armas y la logística de guerra.
  • La fijeza de la etnia que ya mencionamos contrasta con la variabilidad de las alianzas y enfrentados entre ellas. Así sucede, por ejemplo, con los amhara, que pasan en poco tiempo de ser milicia adicta a los tigray, a estar en guerra con ellos.
  • La etnia no define ningún tipo de sociedad. Como mucho, lo veremos en Ruanda, expresa distintos sectores precapitalistas (agricultores contra pastores), o alguna alianza para la exportación de ciertas riquezas al mercado mundial, desplazando a sectores muy atrasados.

En suma, no es ninguna opción de futuro lo que atrapa a las personas en estas milicias sino dos elementos imperativos: la necesidad de reproducir la vida y la imposibilidad de escapar a la definición étnica.

NOTAS:

1 Michela Wrong, «¿Hasta dónde llegará Ruanda en el Congo?», nota publicada en Foreign Affairs el 3 de marzo de 2025.

2 Alexis Okewo, «La agonía de Etiopía: “Nunca había visto este tipo de crueldad en mi vida”», nota publicada en The New York Times Magazine el 5 de diciembre de 2024.

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