Se legalizan juegos olímpicos para atletas dopados. Se acepta que es posible cambiar de sexo. Se reivindica ser yonqui de testosterona. Se responde al patriarcado con oscurantismo. «Drogas legales», «cambio de sexo», «hormonas para todes», «identidad de género», ¿son consignas socialistas? Por supuesto que no.
Derecho al reviente
La película Rocky IV (1985) nos ofrece uno de los más famosos (y mejor logrados) montajes de entrenamiento de la historia del cine. Mientras Rocky Balboa utiliza como gimnasio el paisaje nevado que envuelve la rústica cabaña en la que vive alejado de todo, Iván Drago entrena en un domo tecnológico que parece inspirado en la astronave de 2001: Odisea del espacio. Mientras el protagonista enfatiza el estado atlético de su cuerpo con ejercicios visualmente «naturales» (corre en la montaña, se cuelga de una viga en el techo para hacer abdominales, derriba un árbol a hachazos, tira de un trineo en el que carga a su cuñado…), su soviético antagonista ejercita con máquinas de última generación y recibe, en plano detalle, inyecciones de un siniestro potenciador químico. Si el rostro hecho de cansancio y nostalgia de Sylvester Stallone expresa la degradación proletaria de generaciones inmigrantes desechadas por Europa, el semblante perfecto y monumental del actor sueco Dolph Lundgren sugiere a los espectadores que el juego tramposo de la URSS en la competencia deportiva es un reflejo del régimen nazi como totalitarismo equivalente, y un reflejo de sus experimentos científicos, que habrían permitido diseñar el cuerpo de esa «gran bestia rubia» boxeadora, un superhombre nietzscheano, letal, imparable y comunista.
Cuatro décadas más tarde, esa fantasía hollywoodense de la era Reagan se cumple en la realidad de un modo más complementario que contradictorio: un grupo de burgueses libertarios está organizando una versión de los juegos olímpicos en la que se permite el uso de esteroides y otras drogas que potencien el rendimiento deportivo.
La organización deportiva respaldada por Peter Thiel, que está construyendo «los Juegos Olímpicos del futuro» para los atletas que usan esteroides (y otros potenciadores), está empleando el lenguaje inclusivo, contra la opresión y por el libertarianismo en un esfuerzo por que sea aceptada en el mundo atlético en general. «Después de todo, si es tu cuerpo, debería ser tu elección», afirma la organización en su sitio web.
Los llamados Juegos Mejorados han estado en el centro de una tormenta de cobertura mediática en los últimos días después de anunciar que había cerrado una ronda inicial multimillonaria que incluyó fondos de Thiel, el cofundador de PayPal y contratista del gobierno, y el capitalista de riesgo Balaji Srinivasan, quien actualmente también participa en un proyecto para construir nuevos «Estados de red» libertarios que se ejecutan en Bitcoin.
La organización con fines de lucro, que es una creación de su presidente, Aron D’Souza, mejor conocido por su papel en la demanda respaldada por Thiel que derribó a Gawker Media, se anuncia a sí misma como una «reinvención moderna de los Juegos Olímpicos» que abarca los potenciadores del rendimiento y el progreso científico.1
Así, el sueño protolibertario de Henry David Thoreau (una vida en el bosque deplorando al Estado), que palpita en el entrenamiento barbudo de Rocky Balboa en esa URSS orwelliana, hoy se realiza como proyecto político de otro intelectual libertario, el húngaro Thomas Sasz, quien en su libro El derecho a las drogas escribió:
Obviamente, considerar el derecho a las drogas como derecho de propiedad presupone una concepción capitalista de las relaciones entre el individuo y el Estado, incompatible con una concepción socialista de las mismas. Estamos familiarizados con el hecho de que el capitalismo presuponga el derecho a la propiedad. […] la censura de drogas, como la censura de libros, es un ataque al capitalismo y a la libertad.2
Sasz explicita la fuente teórica de su postura, que es la misma fuente en la que abrevan esos multimillonarios que organizan juegos olímpicos dopados: John Locke, filósofo contractualista y burgués con inversiones en la piratería británica, quien dio fundamento teórico a la idea de que el cuerpo es una propiedad privada y, por eso, cada propietario puede hacer con el cuerpo lo que le plazca. Textualmente:
Aunque la tierra, y todas las criaturas inferiores, son comunes a todos los hombres, cada hombre detenta, sin embargo, la propiedad de su propia persona. Sobre ella, nadie, excepto él mismo, tiene derecho alguno. El trabajo de su cuerpo y la obra de sus manos son, podemos afirmarlo, propiamente suyos.3
Si mi cuerpo es mi propiedad y me lleno de esteroides, entonces el trabajo de mi cuerpo y la obra de sus manos también son mi propiedad. Y esto vale para cualquier individuo que posea, como mínimo, la propiedad de su cuerpo. Por eso los burgueses libertarios que organizan juegos olímpicos «mejorados» se consideran ejemplarmente «inclusivos»:
A lo largo del sitio web, Enhanced emplea el lenguaje político de la inclusión en un intento de replantear a los usuarios de esteroides como una clase oprimida, diciendo que se inspira en la «valiente lucha» del movimiento LGBTQIA+ y llegando a llamarse a sí misma «la liga deportiva más inclusiva de la historia», ya que da la bienvenida a las personas independientemente de si son «naturales, adaptados, o mejorados, un aficionado o un ex atleta olímpico».
¿Y cuál es esa «valiente lucha» del movimiento «LGBTQIA+»? La reivindicación del derecho a que el Estado burgués legalice y financie la mentira del «cambio de sexo», a través del muy rentable negocio de la hormonización farmacológica de adolescentes y la amputación quirúrgica de cuerpos sanos.
Derecho al fraude
Desde que John Money –psicólogo y pediatra neozelandés que desarrolló sus investigaciones como sexólogo en la universidad estadounidense John Hopkins– creó el concepto de «identidad de género» a partir de experimentos en los que se combinaron el abuso de niños, la pornografía infantil y la pedofilia4, la idea de que es posible cambiar de sexo dejó la esfera de la fantasía literaria (como en La mano izquierda de la oscuridad, de Ursula K. LeGuin) y el espacio simbólico de la mitología (como en aquel episodio del atribulado Tiresias de Tebas) para cristalizarse en una creencia cada vez más asentada socialmente. Sin embargo, en términos científicos, no es posible cambiar de sexo.
El negocio de la cirugía plástica ofrece, a cambio de mucho dinero y la predisposición (a menudo involuntaria) a convertirse en paciente crónico, un amplio surtido de engaños para creer que es posible cambiar de sexo. Por ejemplo, de hombre a mujer:
Extirpación quirúrgica de los testículos (orquiectomía); vaginoplastia (procedimiento que incluye orquiectomía, extirpación quirúrgica del pene –penectomía–, creación quirúrgica de una vagina utilizando tejido del pene o del colon, creación quirúrgica de un clítoris –clitoroplastia–, creación quirúrgica de labios vulvares –labioplastia–); cirugía para aumentar el tamaño de las mamas mediante implantes, colocación de expansores de tejido debajo de la mama o trasplante de grasa de otras partes del cuerpo a la mama; técnicas de cirugía plástica en las que se altera la mandíbula, el mentón, las mejillas, la frente, la nariz y otras áreas que rodean los ojos, las orejas o los labios para crear una apariencia más femenina (cirugía de feminización facial); procedimiento de modelado del cuerpo, como una abdominoplastia, levantamiento de glúteos y un procedimiento quirúrgico que utiliza una técnica de succión para eliminar la grasa de zonas específicas del cuerpo –liposucción–; terapia y cirugías feminizantes de la voz para lograr un tono de voz más agudo; cirugía para reducir el cartílago tiroideo o la nuez de Adán (afeitado traqueal); procedimiento para retirar folículos pilosos de la parte posterior y lateral de la cabeza y transplantarlos a áreas calvas (trasplante de cabello del cuero cabelludo); procedimiento que utiliza láser para eliminar el vello no deseado (depilación láser) o procedimiento que consiste en insertar una aguja diminuta en cada folículo piloso, emitiendo un pulso de corriente eléctrica para dañar y eventualmente destruir el folículo (electrólisis).5
El testimonio de Catalina en este video expone el fraude del cambio de sexo, los peligros de la idea premoderna por la que se afirma que es posible «nacer en un cuerpo equivocado» (véase el libro de Errasti y Pérez Álvarez, Nadie nace en un cuerpo equivocado) y el daño irreversible que el transactivismo provoca cuando se cumplen sus demandas de mutilación de cuerpos sanos.
Pero, antes de poner un pie en el quirófano, la mentira del cambio de sexo conduce al tránsito por el camino de la hormonización.
Derecho a la trampa
Cristian Alarcón, quien fundó y dirige la revista Anfibia, coescribió y protagoniza, en el teatro Astros, la «obra performática» que lleva por título Testosterona. En diálogo con Página/12, Daniel Gigena le pregunta «¿Pensaste en el uso que hacen las personas trans de la hormona?». Alarcón responde:
Eso está presente en la obra, en la investigación en progreso que es esta performance y en el libro aún no escrito. En mi propio mundo amoroso y afectivo lo no binario ocupa un espacio porque mis amigos y también mis amores han hecho transiciones que me han hecho desaprender el binarismo y cuestionarlo, porque tengo 53 años, y si bien fui precoz, para nuestra generación precoz era asumirse pasados los veinte años. Cuando entré en Página12, era el único gay, seguido después por Alejandro Ros.
La idea de «no binario» aplicada a individuos de una especie binaria (la humana, cuya reproducción requiere un individuo que gesta, la hembra de la especie, y un individuo que fecunda, el macho de la especie) carece de sentido. Al menos, desde que Darwin publicó, en 1859, El origen de las especies. La reproducción sexual humana es necesariamente binaria y es resultado de millones de años de evolución biológica. Nadie «asigna» el sexo de cada individuo de la especie: se constata, incluso antes de nacer, con una fiabilidad del 99,98 por ciento. La filósofa y feminista mexicana Laura Lecuona, en una crítica al último libro publicado por el transactivista Shon Faye, observa:
Lo que se necesita para alcanzar el mundo más justo y más libre con el que dice soñar no es negar la realidad (inevitable, moralmente neutra y producto de millones de años de evolución) de que existen dos sexos, sino acabar con la idea patriarcal de que los seres humanos estamos definidos por una esencia, naturaleza o identidad de género, que puede ser masculina o femenina, y que en las personas cis concuerda con el sexo y en las personas trans no. No se da cuenta de que, al sostener que un hombre femenino es mujer y una mujer masculina es hombre, tanto el modelo médico-sexológico que cree repudiar como el modelo transgenerista en el que se inscribe están acabando con la verdadera disidencia de género. Un auténtico golpe mortal al despreciado binarismo consistirá en dejar de limitar la gama de intereses, aptitudes, roles y temperamentos aceptables según a qué sexo se pertenezca, no en pretender que los sexos no son una realidad biológica sino tan sólo una categoría teórica más o menos arbitraria.6
Por otra parte, el modo en que Alarcón asocia el tema de la orientación sexual en la citada entrevista compone otro sinsentido, del que hablamos anteayer en «Ser mujer no es un sentimiento»: un varón incómodo con los estereotipos sexuales no es una mujer; un varón al que le gusta otro varón no es una mujer. Alarcón continúa:
En el uso de la testosterona que hacen las personas que transicionan a varones trans o personas no binarias sin ánimo de masculinidad o feminidad o con ánimo de una masculinidad, hay algo bellísimo y poético que es el uso de la testosterona como una elección propia; todo lo contrario de lo que me ocurrió a mí. Y esta autoconstrucción, primero deconstrucción y luego autoconstrucción de una identidad, no tiene destino cierto. Algo del orden de la incertidumbre que se emparenta con esta otra incertidumbre global, universal que atravesamos donde lo incierto no tiene que ser un lugar de incomodidad. En la obra esto emerge como un modo de reconciliación con la propia sustancia, en el sentido de entender que la testosterona no es ni mala ni buena, ni masculina ni femenina, y que hay que sacarla del podio del reino de la masculinidad.
Esa «reconciliación» con la testosterona que «emerge» en la obra de teatro como forma de abrazar «algo bellísimo y poético» pero a la vez «del orden de la incertidumbre» posee un lado oscuro que el transactivismo esconde con todas sus fuerzas y por todos los medios a su alcance (incluyendo el autoritarismo, la cancelación, la amenaza de muerte y la violencia física). La periodista estadounidense Abigail Shrier lo expone de este modo en su libro, de título breve y elocuente, Daño irreversible:
Debido a la naturaleza voluble y subjetiva de la identidad trans, surge de forma natural la tensión acerca de quién es realmente trans, o lo bastante trans. Por ello, la testosterona puede ser un medio importante de determinar la buena fe de alguien. Como dice Chase Ross en su serie de videos «Trans 101», la testosterona «confiere legitimidad a tu transición». Pero, entonces, Chase se apresura a asegurar: «La legitimidad de tu transición es como tú defines tu transición».7
Ese margen de incertidumbre acerca de quién es auténticamente «trans» prepara una trampa siniestra para los arrepentimientos: si alguien «detransiciona» es porque nunca fue realmente «trans». De manera que declararse hombre o mujer según el íntimo sentir en lo hondo del ser o, como dice la Ley de Identidad de Género, según la «vivencia interna e individual del género tal como cada persona la siente», no sólo no es un criterio infalible y definitivo sino que es una mentira cuyas consecuencias están a la vista de quien preste atención a un fenómeno creciente: las personas que detransicionan.
Un desastre anunciado
El periódico progresista The New York Times, que se ha caracterizado por defender, o al menos no cuestionar, la línea del transactivismo, empieza a hacerse eco del problema. En una nota publicada hace pocos días, elaborada a partir de entrevistas directas con personas en proceso de detransición, la periodista Pamela Paul narra un caso testigo cuya estructura se reitera como un patrón verificable:
Grace Powell tenía 12 o 13 años cuando descubrió que podía ser un niño. Al crecer en una comunidad relativamente conservadora en Grand Rapids, Michigan, Powell, como muchos adolescentes, no se sentía cómoda consigo misma. Era impopular y frecuentemente acosada. La pubertad empeoró todo. Sufría de depresión y entraba y salía de terapia. […]
Al leer sobre personas transgénero en línea, Powell creía que la razón por la que no se sentía cómoda con su cuerpo era que estaba en el cuerpo equivocado. La transición parecía la solución obvia. La narrativa que había escuchado y absorbido era que si no haces la transición, te suicidarás.
A los 17 años, desesperada por comenzar la terapia hormonal, Powell les dio la noticia a sus padres. La enviaron a un especialista en género para asegurarse de que hablaba en serio. En el otoño de su último año de secundaria, comenzó a administrarse hormonas cruzadas. Se sometió a una doble masetectomía el verano antes de la universidad, luego se fue como un hombre transgénero llamado Grayson al Sarah Lawrence College, donde la emparejaron con un compañero de cuarto en un piso de hombres.
En ningún momento durante su transición médica o quirúrgica, dice Powell, nadie le preguntó sobre las razones detrás de su disforia de género o su depresión. En ningún momento se le preguntó sobre su orientación sexual. Y en ningún momento le preguntaron sobre algún trauma previo, por lo que ni los terapeutas ni los médicos supieron que había sido abusada sexualmente cuando era niña. «Ojalá hubiera habido conversaciones más abiertas», me dijo Powell, que ahora tiene 23 años y está fuera de la transición. […]
Los progresistas a menudo retratan el acalorado debate sobre la atención infantil transgénero como un choque entre quienes intentan ayudar a un número cada vez mayor de niños a expresar lo que creen que es su género y los políticos conservadores que no permiten que los niños sean ellos mismos. Pero los demagogos de derecha no son los únicos que han inflamado este debate. Los activistas transgénero han impulsado su propio extremismo ideológico, especialmente presionando por una ortodoxia de tratamiento que ha enfrentado un mayor escrutinio en los últimos años. Bajo ese modelo de atención, se espera que los médicos afirmen la identidad de género de un joven e incluso proporcionen tratamiento médico antes, o incluso sin, explorar otras posibles fuentes de angustia.
Muchos de los que piensan que es necesario un enfoque más cauteloso (incluidos padres, médicos y personas liberales bien intencionados que han pasado por una transición de género y posteriormente se han arrepentido de sus procedimientos) han sido atacados como anti-trans e intimidados para que silencien sus preocupaciones.
Y mientras Donald Trump denuncia la «locura de género de izquierda» y muchos activistas trans describen cualquier oposición como transfóbica, los padres en el vasto centro ideológico de Estados Unidos pueden encontrar poca discusión desapasionada sobre los riesgos genuinos o las compensaciones involucradas en lo que sus defensores llaman cuidados de afirmación de género. La historia de Powell muestra lo fácil que es para los jóvenes quedar atrapados por la influencia de la ideología en esta atmósfera.8
Ante el conservadurismo sexista, que defiende estereotipos y roles basados en el sexo, el progresismo responde con el reaccionario transactivismo, que sostiene la existencia de un alma (la «identidad de género») a la que se debe adecuar el cuerpo mediante intervenciones farmacológicas y quirúrgicas. Al determinismo biológico, el progresismo le responde con oscurantismo medieval (e industria capitalista).
Pero el delirio del transactivismo empieza a mostrar síntomas de agotamiento:
En 2009, el Servicio de Desarrollo de Identidad de Género (GIDS por sus siglas en ingles) de la clínica Tavistock y Portman atendió a 50 personas por disforia de género. En 2020 los pacientes habían aumentado a 2.500 y otros 4.600 menores formaban parte de la lista de espera. La explosión de casos –un patrón que se repite en los países en los que la legislación facilita la «transición de género», también en España– provocó que el servicio británico de salud (NHS por sus siglas en inglés) decidiese abrir una investigación.
El informe de la pediatra Hilary Cass, una reputada doctora en Reino Unido a la que se encargó el caso, reveló que la clínica no era «una opción segura o viable a largo plazo» y confirmó lo que cientos de denunciantes ya habían advertido antes que ella: en Tavistock se estaban proporcionando bloqueadores de pubertad a menores sin tener en cuenta sus circunstancias psicológicas y con consecuencias y efectos secundarios dañinos e irreversibles para su salud.9
Mil familias damnificadas demandaron a la clínica Tavistock, como puede leerse en el sitio de la alianza Contra el Borrado de las Mujeres y en el sitio de la Agrupación de Madres de Adolescentes y Niñas con Disforia Acelerada (AMANDA). Por su parte, la organización estadounidense Lesbians United realizó un examen exhaustivo de la bibliografía disponible acerca de los fármacos bloqueadores de la pubertad y publicó los resultados en el documento SUPRESIÓN DE LA PUBERTAD: ¿Medicina o mala praxis? Su resumen declara:
Las pruebas sustanciales de los estudios científicos revisados por pares, los estudios de casos y los ensayos clínicos sugieren que los fármacos que bloquean la pubertad pueden afectar negativamente al esqueleto, al sistema cardiovascular, la tiroides, el cerebro, los genitales, el sistema reproductivo, el sistema digestivo, el sistema urinario, músculos, ojos y sistema inmunológico. Especialmente preocupante para menores tratados con fármacos bloqueadores de la pubertad son la pérdida de densidad mineral ósea y el aumento del riesgo de osteoporosis; la posibilidad de que disminuya el coeficiente intelectual y otros déficits cognitivos; el aumento del riesgo de depresión y de pensamientos suicidas; y el retraso en el desarrollo sexual y reproductivo. La evidencia sugiere que muchos de estos efectos son total o parcialmente irreversibles.
Cosecha sangrienta
El grupo de detransicionadoras y detransicionadores está creciendo casi a la misma velocidad a la que creció el grupo de las «infancias trans» cuando se puso de moda. La mayoría son mujeres, porque la inversión de los sectores demográficos empezó hace rato: mientras que en 2009 y 2010 acudieron a consulta en la (hoy cerrada) Clínica Tavistock de Inglaterra 40 niños y 32 niñas, en 2018-2019 fueron 624 niños y 1740 niñas (lo que equivale a un incremento, en menos de diez años, del 1460% en niños y del 5337% en niñas). En EE.UU., entre 2016 y 2017 el incremento en cirugías plásticas «de confirmación de género» fue del 41% en hombres y del 289% en mujeres.10
El estudio «La detransición: un fenómeno real y creciente» realizó una encuesta y ordenó algunos datos que interpelan el presente y el futuro:
La edad promedio de transición fue de 18 años para la transición social (17 para las mujeres, 24 para los hombres) y de 20,7 años para la transición médica (20 para las mujeres, 26 para los hombres). Una cuarta parte de los encuestados comenzó la transición médica antes de los 18 años. La edad media de la detransición fue de 23 años (22 años para las mujeres y 30 para los hombres). En promedio, la detransición se produjo aproximadamente 5 años después de iniciada la transición (y los hombres tardaron un poco más en detransicionar).
Tal vez no sea mera coincidencia que, en promedio, la detransición se produzca cuando termina de desarrollarse la corteza prefrontal del cerebro, involucrada en la planificación de comportamientos cognitivamente complejos, los procesos de toma de decisiones, la adecuación del comportamiento social, en fin, en las características que componen la expresión de la personalidad de un individuo.
Lo cierto es que las consignas liberales que demandan la legalización de las drogas y defienden al cuerpo como propiedad privada de los individuos sintetizan la siembra de una serie de crímenes (algunos irreparables, como las mutilaciones y los daños colaterales de la hormonización cruzada) cuya cosecha ya empezamos a levantar.
NOTAS:
1 Maxwell Strachan, «Libertarios tecnológicos financian los “Juegos Olímpicos” potenciados por las drogas, donde “dopaje” es un insulto», publicado por Vice el 02 de febrero de 2024.
2 La cita se encuentra en el compilado que realizó Luis Diego Fernández, Utopía y mercado. Pasado, presente y futuro de las ideas libertarias, publicado por Adriana Hidalgo en 2023, p. 478.
3 Ensayo sobre el gobierno civil, Universidad Nacional de Quilmes, 2014, p. 45.
4 Ver La filosofía se ha vuelto loca (Un ensayo políticamente incorrecto), de Jean-François Braunstein, Barcelona, Ariel, 2019, pp.23-45. Se puede leer un fragmento aquí. Un elogio de la obra John Money fue escrito por Beatriz Preciado en Testo Yonqui (Madrid, Espasa Calpe, 2008, p. 94): «Money es a la historia de la sexualidad lo que Hegel es a la historia de la filosofía y Einstein es a la concepción del espacio-tiempo. El principio del final, la explosión del sexo-naturaleza, de la naturaleza-historia, del tiempo y el espacio como linealidad y extensión.»
5 Citado por Laura Lecuona en Cuando lo trans no es transgresor (Mentiras y peligros de la identidad de género), México, Edición de autora, 2022,pp. 75-6.
6 Laura Lecuona, Cuando lo trans no es transgresor…, edición citada, pp. 155-6.
7 Abigail Shrier, Daño irreversible (La locura transgénero que seduce a nuestras hijas), Barcelona, Deusto, 2021, p. 89. Véase también el libro Mamá, soy trans (Barcelona, Deusto, 2023), en coautoría de los mencionados Errasti y Pérez Álvarez con Nagore de Arquer, «desistidora» de un proceso de transición de género.
8 Pamela Paul, «Cuando eran niños, pensaban que eran trans. Ya no lo hacen», publicado el 02 de febrero de 2024.
9 Rebeca Crespo, «La intrahistoria del colapso de la clínica Tavistock para atención de género en menores», publicado La Gaceta el 14 de febrero de 2023.
10 Laura Lecuona, Cuando lo trans no es transgresor…, edición citada, pp. 231-2.