En 2012 Roger Waters llenó 9 estadios monumentales, convocó a casi 450 mil personas1. Sin embargo, sus ideas sobre Palestina no se hicieron masivas. Waters es un rockstar que opina, es decir, alguien que genera identificaciones agradables en individuos anónimos que opinan como él. Nada menos. Y nada más. Contrariamente, Milei es la máxima reivindicación de la política, no es un rockstar.
El mundo del espectáculo no es el mundo de la cultura, sino el cruce entre el mundo de la cultura y el de la publicidad, de los personajes públicos. Ese mundo provee un insumo para la actividad política que se ha percibido necesario desde hace mucho tiempo: conocimiento, popularidad. Pero, en sí mismo, no tiene incidencia social. Puede vender, no gobernar. Puede rebelarse, pero no va muy lejos.
El éxito de Milei estriba en haber entendido esto y haber cambiado de andarivel. Se hizo político. Y sus problemas se deben a que no es suficientemente político. Tiene poder, pero le falta poder. La debilidad de Milei, mal que nos pese, es no ser tan político como necesitaría. Le falta partido, le faltan porotos en el parlamento, le falta experiencia y muñeca. No es en las calles donde encuentra sus mayores obstáculos, sino en su propia clase y en su debilidad institucional.
Pero, aunque su popularidad sea menor que la de Laly Espósito o de Lionel Messi, él gobierna (y ellos venden). Ese insumo, ser un político con adhesiones, no puede existir sin el sustantivo. Es un político, con popularidad, otros no la tienen (o tienen menos). Sólo es posible transformar la vida social desde allí, desde el carácter de político, no desde el mero atributo de pertenecer a la gente famosa.
«Batalla cultural» es el nombre renovado, pero no innovador, de la batalla política. De hecho, sorprende su mención reiterada, ya que supone, da a entender, que en la política no hay contenido, sino cargos. Pero esta es una concepción limitada. La política es el cruce, socialmente aceptado, de los cargos y las ideas que esos cargos deben llevar adelante. Cuando menguan las ideas (las soluciones propuestas), se percibe socialmente que sólo se está allí por los cargos.
Eso expuso el peronismo en su último gobierno y así contribuyó abundantemente al triunfo de Milei. Y ayudó mucho más a Milei con su defección práctica, que con los chanchullos de financiación y el armado de listas por detrás que le aportaron.
Las industrias culturales son industrias: venden y acumulan. Son las actividades políticas las que cambian el mundo (y la cultura). Así como la Alta Iglesia de Inglaterra era capaz de perdonar el ataque a 38 de sus 39 artículos de fe antes de perdonar el ataque a un 1/39 de sus ingresos2, así también la burguesía entrega con facilidad el universo de la cultura pero defiende con fiereza el de la pólis. Mientras el devenir social embrutece masivamente a la clase trabajadora, ¿qué le podría preocupar que se hagan películas experimentales, documentales sobre las Madres de Plaza de Mayo o se editen libros sobre los combatientes de los 70? Eso tiene a los explotadores sin cuidado, mientras no se haga política, mientras sea cultura. Mientras produzca guetos.
Incluso los best sellers tienen sin cuidado a la burguesía. O las películas exitosas de izquierda. Las venas abiertas de América Latina o Reds (1981) no joden. Y cuando joden, no es por virtud de esos productos (y sus ideas en las cabezas) sino porque hay procesos políticos (cuerpos en acción) que los reutilizan. Y al finalizar esos procesos, si no son exitosos, esa cultura desaparece con ellos, como lo que es: vestimenta, maquillaje, glitter, satisfacción estética.
A decir verdad, tampoco inquietan demasiado al sistema las marchas despolitizadas. Molestan en el sentido de que incomodan la circulación de mercancías (entre ellas, la fuerza de trabajo) y, por lo tanto, entorpecen la acumulación. Pero no sueldan la acción y la política.
La política es el universo de las ideas sobre la sociedad, sobre el conjunto, sobre la totalidad. Los particularismos no son ideas políticas, son ideas de una política particular. O ideas de la política de una sociedad de particulares. Por eso la burguesía siempre fue respetuosa de algunas minorías y particularidades: ella misma es una minoría y sus intereses son particulares, no generales. Las identidades, los particularismos, las minorías, sin atención a las mayorías, son algo sin novedad: toda la política burguesa ha sido así desde siempre.
El elemento definitorio de Milei es el salto a la política. Cuando Milei lo hizo, se abocó a transformar un fenómeno editorial, cultural, pero sin efectos en la vida concreta, en una fuerza social. ¿La palanca? Hacer política: comenzar a reunir voluntades para tener el poder de cambiar las cosas. El paso de la queja a la acción, de la coreografía al protagonismo, del entretenimiento a la dirección.
El salto del espectáculo a la política es un ejemplo de cómo se logra incidir en la vida de millones de personas. Pero eso no se logra con «zonas autónomas», libres, «espacios autogestionados», sino todo lo contrario: la política es una actividad que está enclavada en el corazón del sistema. No busca sus márgenes sino su centro. No pretende crecer en orillas paralelas sino trastocar el núcleo de la sociedad: sus relaciones de propiedad sancionadas por leyes, enclavadas y reproducidas en la vida cotidiana de la población.
En cambio, el giro hacia la cultura o hacia la vida privada como ámbitos de politización es la aceptación de una derrota, no la búsqueda de una alternativa. Porque esa misma vida privada y aquella misma cultura están más determinadas por la circulación de mercancías que por las ideas que estas mercancías puedan envolver o por las acciones que en la intimidad se puedan desarrollar.
El propio sistema nos alienta: Hablen de lo que quieran pero no intenten construir nada ni cuestionar lo que hacemos. Ofrezcan charlas revolucionarias, garchen con unicornios, graben documentales, reivindiquen el pasado que quieran. Hasta les podemos dar espacios marginales y financiamiento estatal. ¿Quieren un cine Gaumont? ¡Cómo no!
El propio sistema nos sugiere: Sean metafóricos, hagan poesía, nunca sean claros, precisos, tajantes. Entréguense a la ambigüedad, al distanciamiento irónico, a la diseminación del sentido, hagan los memes más gracioso del mundo. Combatan con canciones, incluso con manifiestos. Júntense, sí, pero esporádicamente, con la eventualidad de las redes sociales, variando los interlocutores, sin compromiso, sin ataduras, sin permanencia. Soltá. Privilegien sus deseos personales a rajatabla, no sus deseos personales engarzados en una construcción colectiva. Lo importante es la identidad individual, no la práctica común. Aférrense a sus autodefiniciones, no discutan con nadie, no se dejen convencer ni intenten convecer. Argumentar es violento.
La burguesía nos susurra: Cada uno de ustedes tiene razón, no es necesario buscar una causa común. Al contrario, construyan causas pequeñas e irrelevantes: embandérense con el invierno contra el verano, el mate contra el café, John contra Paul y la playa contra la montaña. Vivan la disputa sin poner nada en ella. Hasta les ofrecemos un amplio universo de juegos de apuestas para que lo hagan.
La burguesía nos dice: Ya perdieron, ya han sido derrotados. Nos dice lo mismo que el personaje de Federico Luppi le dice al de José Sacristán en Un lugar en el mundo:
Yo no digo: «Hemos perdido una batalla pero no la guerra». Yo digo: «Ya que hemos perdido la guerra, por lo menos quiero darme el lujo de ganar una batalla».
Eso nos dice la burguesía: Denle un lugar en el mundo a aquel sentimiento de búsqueda de la justicia y del bien común. Puteen a los ñoquis, a los negros, a los chetos, a los putos o a los xenófobos. Enemigos abstractos, nunca concretos. Marchen por Ni Una Menos sin decir una palabra del abusador Espinoza, puteen a los gerentes de la pobreza sin señalar a Petovello. Pero, a la hora de construir políticamente, vuelvan con algunos de nosotros. Hagan como Izquierda Socialista. Convoquen a un acto Homenaje por la Masacre de Pacheco, perpetrada por la Triple A peronista en junio de 1974 con el General en la Casa Rosada pero, para elegir presidente en 2023, voten a Massa, del mismo partido que los repudiados asesinos.
Lo hemos dicho en muchas ocasiones. El socialismo no consiste en tomar el cielo por asalto, sino en buscar un escape del infierno. No se trata de una causa que se acerca luminosa y esclarecedora, culta y bella, sino de una tarea que permite vivir en un mundo que crecientemente nos niega hasta esa misma posibilidad.
No se trata de la respuesta eficiente a todas las preguntas, sino de la apuesta posible –es decir, basada en el pensamiento y en el mundo que nos rodea– a la supervivencia de la especie humana.
NOTAS:
1«Tras el récord de Coldplay, el ránking de bandas con más shows en el estadio de River», nota publicada en Clarín el 7 de junio de 2022.
2Carlos Marx, prólogo a la primera edición de El Capital.