Bullrich hace política, Grabois traiciona.
Tras las elecciones, Patricia Bullrich rápidamente brindó su apoyo al candidato que la había insultado personalmente. A cambio de eso, el mencionado candidato tomó casi literalmente la propuesta política que había llevado Patricia Bullrich a las elecciones, cambiando la consigna «Terminar con la casta» por la consigna «Acabar con el kirchnerismo».
Eso indigna a los progresistas porque indigna todo lo que no coincida con su ombligo y, en lugar de razonarlo como una acción política, lo sacan del terreno de la disputa por el poder para colocarlo en el sentimentalismo del odio, el moralismo de la «miseria humana» o cualquier otro territorio sagrado, irracional y, por lo tanto, indiscutible.
Poco tiempo atrás –muy poco tiempo atrás como para haberlo olvidado– el candidato Juan Grabois, que había hecho una campaña política contra las propuestas de Massa y lo había señalado como su límite («Ni en pedo vamos a votar a este sinvergüenza, vendepatria y cagador de Massa. No hay forma de que nos volamos a comer un Scioli o un Alberto, no me lo vas a poder explicar, Cristina»), dio una voltereta en el aire y bajó todo su programa. Es decir que se cagó en sus compañeros, en sus militantes y sus votantes: se sumó a la campaña de Massa. Teatralmente, le entregó a Massa un mamotreto mientras le decía que le dejaba el programa para que lo aplicara: había perdido por paliza pero vendía su apoyo a cambio de poder realizar para la televisión ese acto de clown.
Así, el instigador de la reforma agraria de los herederos desafortunados, se sumaba a juntarle votos al ministro del 40% de pobreza. Quizás sea una forma de contraprestación, por parte de Grabois, que compensa el incremento de pobres en su organización gracias a las políticas que aplica el ex militante liberal.
Grabois no arriesga mucho con estas constantes piruetas políticas: nadie lo vota y no hay régimen democrático en la UTEP, que es una organización de pobres dirigida por universitarios rubios y peronistas. Se puede dar ese lujo.
Si la política fuera un asunto de afectos y rencores personales, lo de Bullrich sería inentendible y lo de Grabois sería razonable, ya que Massa nunca lo agravió. Massa no ataca en público, cumple a rajatabla el consejo que el viejo Saadi le dio a Menem para ganar las elecciones: no hablar mal de nadie, hablar bien de todos, abrazar a los niños y a los ancianos.
Pero si la política es la estructuración de un programa y una propuesta para una sociedad, entonces lo de Bullrich es una acción eminentemente política, mientras que lo de Grabois es la actitud de un mercenario en oferta.
Milei desconfía del liberalismo; Massa, no.
Cuando Milei se indigna porque hay periodistas «ensobrados» o medios que lo «operan» traiciona las bases de lo que él mismo presenta como su pensamiento. Para un liberal, los precios determinan no sólo el valor sino también el sentido de los intercambios. Es decir, no hay esencias absolutas: hay objetos relativamente deseados para satisfacer algún anhelo a cierto precio. Que haya periodistas que vendan sus opiniones o que haya medios que se presten, por alguna suma, a desarrollar noticias falsas sobre los candidatos, no encuentra modo de ser cuestionado desde ninguno de sus planteos teóricos.
El liberalismo de Milei debería conducirlo, para ser consecuente, a pagar más por esas opiniones. Pero carece de suficiente dinero, pues no hay suficientes aportes para su campaña. Milei es un producto que (a juicio de los precios que determinan la verdad de las cosas, de los mercados) no vale lo que dice que vale. La recurrencia a valores extraeconómicos, como la verdad o la moralidad, es sólo una expresión de la inviabilidad del liberalismo económico para estructurar una sociedad.
El peronismo, que ha desarrollado la ideología liberal de manera más sustantiva, no duda en comprar y vender lo que sea.