Una noticia disipó las pocas dudas que teníamos sobre lo que nos gustaría recibir como regalo en estas Fiestas: llegado el fin de año –momento de balance y de propuestas–, a la hora de elegir qué queremos, nos gustaría mucho disfrutar de buenas conversaciones.
Conversaciones exigentes, es decir, conversaciones que nos reclamen esfuerzo y nos premien haciéndonos cambiar en algo o, al menos, dudar. La noticia que nos decidió fue publicada el domingo 22 de diciembre de este año en Infobae y comienza así:
Las competencias de lectura y cálculo de los adultos retrocedieron o se mantuvieron estancadas durante la última década, según una evaluación de la OCDE en 31 países. Los especialistas advierten sobre la profundización de las desigualdades y las dificultades para revertir este panorama.1
¿Cómo es posible que la comprensión lectora retroceda entre los adultos de diversos países desarrollados y, a la vez, se pueda comprobar que se leen más intercambios y consultas textuales que nunca en toda la historia? Como la bicicleta fija, que se puede usar para desarrollar músculos sanos o para dejar colgada la ropa durante la noche, la herramienta no garantiza el resultado. Si hay alguna duda acerca de esto, basta con seguir la nota y comprobar que hasta el mismo periodista que la firma lee los datos de manera invertida:
Este déficit impacta directamente en las oportunidades a las que pueden acceder las personas: «Las habilidades son impulsores clave de la empleabilidad y los salarios, más allá de la educación formal», indica el documento.
Al leer los problemas sociales en clave individual, da la impresión de que lo que impacta en las oportunidades es el acto personal de aprender, entonces flota la sospecha de que la causa de la desocupación o la miseria es la renuncia a aprender.
Pero se trata exactamente de lo contrario. Es la disminución porcentual de los empleos complejos y bien pagos lo que le quita atractivo al aprendizaje. Los atributos que se desarrollan en cada especie también pueden perderse si no resultan necesarios o pierden en la competencia adaptativa con otros atributos. La comprensión lectora y la capacidad de establecer una conversación compleja pueden ser análogos al vello corporal que, en algún momento, tuvieron nuestros ancestros pero ya no poseemos, perdido en alguna esquina del tiempo a causa de su inutilidad o su desventaja adaptativa.
El individualismo extremo –que el consolidado predominio burgués ha desplegado en los últimos años– ha sustituido al sutil y complejo arte de la retórica por la brutal práctica de la cancelación y el insulto. Práctica que se pregunta: «¿Para qué tomarse el trabajo de escuchar, si el sólo hecho de no estar de acuerdo conmigo es la prueba inapelable del error ajeno?» Así razonan progresistas y conservadores al unísono. Poco importa que lo hagan en apoyo de ideas algo diferentes, ya que el matiz no supera la apariencia: el fondo es que cada uno se piensa como la medida de todas las cosas. Que es el reverso exacto de aquel otro apotegma, hoy tan distante: «Nada de lo humano me es ajeno».
Retrocede un uso maravilloso y mágico de la lengua. Y una de sus primeras víctimas es la conversación, que se desvanece. Asistimos al ocaso de la charla. Porque la charla se queda sin recursos con la devaluación de la metáfora, la incomprensión de la ironía, la falta de cómplices para el chiste y cualquier ejercicio retórico que siempre, siempre, siempre es una construcción de, al menos, dos. Y además de esa dimensión poética, lúdica, creativa, desaparece la argumentación, que siempre, siempre, siempre reclama la presencia de un tercero: una prueba común, un registro compartido, una referencia respetada, para poder construir las diferencias.
Con la autonomía individual de la palabra se imponen la sonoridad y el ritmo, la glosolalia entre adultos pasando al primer lugar. Sonidos y cadencias que no responden al elevado reclamo de componer un canto, sino al simple pasaporte de pertenencia a algún grupo. El tono ya no comparte territorio con el significado. El tono es amo y señor. Poco sucede ya entre los interlocutores porque, por sobre todas las cosas, algo sucede en cada uno de ellos. Algo personal sin mucha voluntad de transferencia. Algo identitario sin margen de riesgo para un nuevo sentido.
¿Y qué pasa entre los que consideramos imperioso intentar cambiar este mundo?
La cuestión es que va desapareciendo una lengua. Y esto sólo ocurre cuando el mundo real que la sostenía se esfuma o es previamente derruido.
Para los que pensamos que es necesario levantar una nueva sociedad, porque la sociedad capitalista amenaza todo lo que amamos, el problema de la conversación es una prueba y un desafío. Una prueba, porque demuestra que una de las cosas que más amamos, el uso de esa piedra filosofal que es compartir el lenguaje, está amenazado. Y un desafío, porque nuestra lengua común ya no es útil como lo fue: nos reclama recrearla, vivificarla, para hacerla productiva.
Dicho de otro modo: tenemos que conversar mucho entre nosotros –que somos pocos y no tiene sentido no decirlo– para recrear una lengua con la que podamos comunicarnos con los muchos que ya no nos entienden. Pero, en primer lugar, entre nosotros, que usamos palabras gastadas que nos equivocan. Y esto es un salto regresivo muy grande. Que no nos entiendan y no nos entendamos es mucho peor que no estar de acuerdo. Es la vivencia de la vivencia en mundos mentales distintos y autárquicos.
Las palabras sólo revelan su profunda densidad cuando se las quiere usar. Rara vez esto sucede cuando sólo escuchamos pasivamente y se nos presentan suaves -como la brisa que son– al acceder por los oídos. Anidan entonces en algún lugar esperado. Producen lo que siempre producen, lo que ya han producido. Conservan.
Únicamente cuando las usamos revelan su discordancia con el mundo: cuando queremos decir algo. Sólo entonces se intercambian las propias y las ajenas, se mezclan y se reproducen, sólo entonces comienza a producirse una lengua.
Hoy nos está faltando hasta eso. Eso que únicamente se recrea en la práctica sostenida, en las conversaciones. Pensamos que el tiempo de las conversaciones, bien desplegado, es el tiempo mejor aprovechado. Una de las experiencias más típicamente humanas.
Los que vemos amenazadas las cosas que amamos ya no hablamos una lengua común, ya no podemos jugar con sus movimientos, sus equívocos y sugerencias. Apenas podemos balbucear en una lengua muerta que debe reencontrar, en la realidad, su sintaxis, su morfología, su semántica. Debe incluso construirse una nueva etimología.
El apuro por pasar de las palabras a las cosas, como se dice, expone nuestra desnudez patéticamente. Podemos ser como el Penado 14 del tango, que se movía mucho y «murió haciendo señas y nadie lo entendió»…
Pensar, dudar, ponernos de acuerdo, desafiarnos a escribir, arriesgar a la lectura, eludir la esterilidad masturbatoria. Juntarnos a discutir. Eso queremos que nos regalen. Abogamos, en fin, por una nueva camada de revolucionarios de café.
Ojalá encontremos a quienes quieran regalarnos lo que pedimos.
NOTAS:
1 Alfredo Dillon, «La crisis de una habilidad básica: cae la comprensión lectora de los adultos», nota publicada en Infobae el 22 de diciembre de 2024.