NOTA ACLARATORIA. Publicamos este artículo de los compañeros Ariel y Lucía porque nos interesa difundir esta mirada crítica en relación al progresismo y el trotskismo. No compartimos su caracterización del feminismo ni su negación de la existencia del patriarcado. Hemos escrito bastante sobre esto. Sin ir más lejos, hace dos semanas, en el último apartado de «Por qué somos tan pocas». La siguiente publicación es, además, resultado parcial de reuniones de debate que el propio Ariel mantiene con nosotros, con otras agrupaciones y compañeros. Sin más prolegómenos, les deseamos buen provecho a los lectores.
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El discurso de Milei ante el Foro de Davos dio lugar muy rápidamente a un aluvión de respuestas críticas entre el arco político que va del progresismo a la izquierda revolucionaria. Las redes sociales se inundaron de memes y mensajes de repudio, hubo declaraciones de intelectuales, pronunciamientos de distintos colectivos. Circularon con profusión breves fragmentos del discurso y los ánimos se enardecieron. La respuesta política generó, también, enormes movilizaciones callejeras en la Argentina.
Lo que ha predominado, empero, es una respuesta fuertemente emocional. Ese tipo de respuesta, creemos, tiene capacidad para aglutinar a los previamente convencidos, pero es sumamente ineficaz para interpelar al resto. Gradualmente, pero a pasos agigantados, la oposición a Milei se desliza hacia una mirada estanca de la política: nosotros versus ellos, como si tanto «nosotros» como «ellos» fueran entidades inmutables. Se orienta más a cerrar filas, que a convencer a quienes se pueden sentir atraídos por el discurso de Milei, como si se tratara de «irrecuperables». El problema es que los «irrecuperables» son hoy más de la mitad del electorado y en gran medida trabajadores, cosa que no puede ser indiferente para los socialistas. El discurso de Milei, aunque no nos agrade, tiene una gran capacidad de interpelación.
Se ha producido, de hecho, un curioso desplazamiento. Milei inició su carrera como un payaso mediático con discurso escandalizador, como un tirabombas anti-político y anti-estatal. Hoy habla como un estadista al frente de un Estado. Maestro en el manejo de medios y redes, en la lógica simplista, maniquea y emocionalista de la política digital, se ofrecía en sus inicios como un hueso duro de roer en ese terreno. Pero, se suponía, la política es cosa seria y pocos lo consideraban un candidato con peso real. Y sin embargo lo era. La degradación de las democracias, el encanallamiento de la política, para decirlo con las palabras duras pero certeras de Perry Anderson, ha permitido desde hace décadas que personajes otrora impresentables gobiernen grandes Estados. En el campo del escándalo, los gritos, las emociones descontroladas, las simplificaciones y los golpes de twitt era difícil vencer a Milei. La lógica de la política virtual no es favorable a la argumentación rigurosa, la atención a los matices o los discursos relativamente complejos. Es un terreno que lejos está de favorecer al pensamiento crítico, entendido no de manera sesgada y engañosa como aceptación de valores progresistas o de izquierda, sino más equilibradamente como capacidad de argumentación racional y evaluación rigurosa de los datos.
Ahora bien, cuando el payaso devenido presidente presenta ante un foro internacional un muy elaborado discurso sobre la situación del mundo contemporáneo, las respuestas, lejos de desmontar sus errores y sus sesgos, de discutir con rigor lógico y sustento empírico sus afirmaciones, se abocaron mayoritariamente a brindar una respuesta típica de redes sociales: se tomaron fragmentos, se los repitió hasta el cansancio y se los presentó escandalosamente, en muchos casos atendiendo menos a lo que se dice que a lo que se supone que se quiere decir. Cuando el dogmático Milei abandonó el familiar el terreno de la consigna y la pataleta para presentar su interpretación del mundo contemporáneo, casi nadie entre el progresismo y la izquierda pareció tomarlo en serio. Según algunas de las lecturas ofrecidas se trataría de un discurso sin sentido en el que habló de cualquier cosa en lugar de economía, e incluso de un discurso dirigido a Trump (tal la interpretación de Andrés Malamud). La fuerza ideológica del mensaje parece no haber sido reconocida explícitamente casi por nadie. Y sin embargo ha sido un discurso potente al que la izquierda haría mal en no tomar en serio. Pero, desgraciadamente, el grueso de las respuestas se ubicó en el terreno simplista, maniqueo y emocional en el que Milei es más fuerte. Ha habido escasa voluntad de discutir en el terreno racional, bajo la presunción implícita de que todo lo que dice Milei son disparates. Por supuesto que dice muchos disparates, pero también dice cosas que distan de ser disparatadas. Y cabe hacer notar que en la vida política contemporánea se está creando una polarización en la que cada «bando» –progres y anti-progres– tiene una gran sensibilidad para detectar los «disparates» del bando contrario y para no ver los del propio.
Un problema, claro, es que las críticas de Milei (por lo menos muchas de ellas) pegan en flancos débiles y nada imaginarios del progresismo contemporáneo. Y otro problema es que la ideología woke contra la que Milei combate no sólo existe realmente, sino que por lo general anda muy mal equipada de datos empíricos bien sopesados o de rigor intelectual. Esto nos conduce a una situación de base sumamente grave: la vida política se ha ido emocionalizando y simplificando a ambos lados del espectro ideológico capitalista dominante: el progresismo woke y la derecha recalcitrante. Se trata de una tendencia, desde luego, sumamente fuerte pero que no excluye contratendencias. Por supuesto que a uno y otro lado hay posiciones más emocionales y más racionales e innumerables matices. Pero es indudable que la marea, en ambos extremos, avanza hacia la emocionalización y la superficialización. (Que la «educación emocional» sea hoy una nave insignia en las escuelas es en parte un reflejo y en parte una acentuación de esta tendencia; y discutir críticamente algo que suena tan bien como «educación emocional» es una tarea tan compleja como imperiosa).
La tendencia a la emocionalización, el dentitarismo y el subjetivismo tiene causas profundas, a las que habría que comprender tanto como resistir. Entre esas causas podemos mencionar la expansión de las ciudades modernas y de las megalópolis, con dinámicas culturales muy distintas a las de otros tiempos; la gradual expansión de las lógicas mercantiles (con su máxima: «el cliente siempre tiene la razón») y la mercantilización de todo hasta niveles impensables hace unas décadas; la omnipresencia de la publicidad en todas las esferas de la vida (un fenómeno social sobre cuyas consecuencias la izquierda ha dado muestras de mucha ceguera); y en los últimos tiempos la virtualización de buena parte de la vida y la expansión de las «redes sociales» asociadas a internet. Todo esto conforma un combo que motoriza una cultura individualista romántica, mercantil, emocional e identitaria en la que se «consumen» personas y relaciones, sean cuales sean las creencias políticas o de otro tipo. El sustrato cultural de «progres» y «fachos» es sustancialmente el mismo, y distinto al de otras épocas, por mucho que no se lo quiera ver. Cabe indicar, dicho sea al pasar, que ambos extremos del espectro ideológico dominante son en realidad muy poco extremistas: ninguno propone una alternativa radical al capitalismo liberal, como en su momento lo fueron el comunismo por izquierda y el fascismo por derecha.
Ahora bien, el equilibrio entre racionalidad y emocionalidad no es simétrico en términos ideológicos. En esto conviene ser muy claros: toda política de auténtica emancipación debe ser básicamente racional: la emocionalidad debería ocupar un lugar subordinado en cualquier política genuinamente de izquierdas. La política de derecha en cambio, dado que no aspira a ninguna emancipación universal terrenal, se lleva mejor con la emocionalidad política (y también con la estetización). Esto no significa que la izquierda carezca de emociones o la derecha de racionalidad, pero hay una cuestión de grados. El debate racional es –o debería ser– el terreno más propicio para la izquierda. No podemos renunciar a darlo. Si Milei gana el debate racional, habrá vencido en un terreno que no es el suyo. Pero puede vencer si nos negamos a discutir con seriedad su discurso. Y discutirlo con seriedad supone analizarlo íntegramente ponderando puntos fuertes y débiles, no atender a un fragmento y en base a él movilizar a quienes se sienten ofendidos. Y supone reconocer el despiste que han significado las políticas woke sobre las que Milei descargó buena parte de su crítica. Tiene toda la razón Susan Neiman cuando afirma que «izquierda no es woke» en un libro de nombre homónimo. El problema es que la izquierda en general ha sido muy poco crítica ante el sentimentalismo identitario (fundamento del wokismo), favoreciendo con su silencio que la crítica a esta perspectiva política haya sido encabezada por la derecha (muchas veces desde coordenadas igualmente sentimentalistas e identitarias).
El wokismo es una perspectiva ideológica, incluso y ante todo una sensibilidad, típicamente posmoderna. Comulga intuitivamente con ella mucha gente que hasta hace poco no había ni oído mencionar la palabra woke. Su desarrollo es en parte consciente y en parte inconsciente, y se ve motorizado por la lógica cultural del capitalismo tardío, que poco a poco ha inundado la subjetividad contemporánea. Terry Eagletón criticó hace ya varias décadas, en Las ilusiones del posmodernismo, los muchos yerros existentes en ese sentido común que, andando el tiempo, se etiquetaría como woke. Pero el fenómeno viene de lejos. En USA y en Reino Unido su magma ya impregnaba buena parte de la sensibilidad y las ideas políticas hace treinta años; hoy es un sentido común extendido incluso en nuestros países. Se trata de una forma de sensibilidad posmoderna en estado puro (al igual que el libertarianismo es otra de esas formas) y, como tal, no representa algo necesariamente coherente sino un cúmulo de fragmentos con un parecido de familia. En el pensamiento y la sensibilidad woke predomina lo fragmentario, lo emocional, los acentos individualistas (un tipo de individualismo que ha sido llamado acertadamente «flotante» y caracterizado como romántico-individualista), las perspectivas moralistas (base de la «cultura de la cancelación»), la desconfianza ante la objetividad y la razón (siempre se prefieren los «relatos»), la ausencia de universalidad, el sentimentalismo (lo que uno siente como criterio de verdad) y la fascinación con lo diverso (acompañada por cierta aversión soterrada ante la alteridad). En el contexto del declive de los grandes movimientos obreros del pasado y del ideario socialista, en muchos países ocupó el lugar que antaño ocupara la izquierda, pero produciendo una enorme inversión. La izquierda clásica apelaba a las mayorías; el wokismo tiene preferencia por las minorías. La izquierda era universalista; el wokismo es particularista. La izquierda era defensora de la razón; el wokismo prefiere la emoción. La izquierda se concentraba en cuestiones económicas (en general sin ignorar el resto); el wokismo se desentiende casi por completo de la economía. La izquierda criticaba ante todo al capitalismo; el wokismo en general guarda silencio. La izquierda renegaba del mercado; el wokismo florece con la mercantilización generalizada. La izquierda se asentaba en la clase trabajadora; el wokismo en los sectores medios intelectuales. La izquierda veía en el proletariado la fuerza capaz de liberar a la humanidad; el wokismo prefiere a las víctimas, cuanto más indefensas mejor y convierte a la víctima en fuente de autoridad (como si ser víctima fuera fuente directa de verdad). La izquierda escuchaba los argumentos; el wokismo a quién los enuncia. La izquierda era programática; el wokismo identitario. La izquierda buscaba abolir las clases sociales; el wokismo afianzar a los grupos con los que se identifica. Aquí hay que tener muy presente lo siguiente: aunque el wokismo puede defender políticamente causas justas, sus respuestas suelen ser equívocas e incluso equivocadas, y en el terreno intelectual es una corriente oscurantista, capaz dar por cierto cualquier relato si proviene del grupo con el que simpatiza.
La sensibilidad woke se halla tan extendida que incluso entre las corrientes socialistas parece haber generado más repercusión las críticas de Milei a las políticas LGBTIQ que su defensa enfática del capitalismo o su crítica simplista al socialismo.
Las movilizaciones contra Milei están muy bien, y la calle es un terreno que la izquierda nunca debe abandonar. Pero si la movilización se sustenta en una respuesta sesgadamente emocional y en un alineamiento acrítico con las perspectivas woke, la capacidad para interpelar a las grandes mayorías populares será limitada y, lo que es peor, colaborará en la emocionalización de la política que, a largo plazo, sirve más a la capacidad de manipulación popular por parte de las fuerzas de la reacción y del capitalismo que a cualquier política de emancipación.
El discurso de Milei fue masivamente interpretado como un ataque a la comunidad LGBTIQ y, en mucha menor medida, como un ataque la izquierda. Ha habido escasa o nula voluntad de discutir sus afirmaciones. Y creemos que se subestima su fuerza: el discurso de Milei podrá no gustarnos, pero estuvo muy lejos de ser un cúmulo de sandeces o sinsentidos. Fue un discurso bien estructurado, que apuntó en gran medida a problemas reales y pegó en lugares sensibles. Por eso tiene una gran capacidad de interpelación popular que no se puede subestimar. Rehuir un debate profundo, tomando arbitraria, sesgada y exageradamente algunos fragmentos es a nuestro juicio un error. En algunos casos se rehúye esta indispensable confrontación de ideas bajo la pueril excusa de que con el fascismo no se debate. El problema es que Milei no es fascista, pero inclusive si lo fuera, con lo que no cabría debatir es con el accionar fascista, pero sí con la ideología fascista. No tenía sentido discutir con las hordas fascistas que asaltaban sindicatos y movilizaciones obreras o quemaban libros. Pero Milei carece casi por completo de militantes de choque, y sí dispone de ideas. No quema libros sino que los ha escrito, nos guste o no su contenido.
Leyendo y escuchando las respuestas, queda la sensación de que pocas personas se han tomado la molestia de leer enteramente su discurso, y mucho menos de analizarlo críticamente. Es lo que intentaremos hacer. Pero en esta lectura nos detendremos en aquellas cuestiones que nos parece que el pensamiento de izquierdas debe revisar o analizar con más cuidado.
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El inicio y la base de su intervención tuvo como foco una defensa de los más clásicos principios liberales: «la vida, la libertad y la propiedad privada», a lo que sumó la tradición occidental y el capitalismo. Su presentación del capitalismo es apologética, sin ninguna capacidad para reconocer sus muchos «costados oscuros». Su enemigo principal en abstracto es el socialismo, al que parece identificar, de la manera más simplista, con cualquier forma de Estado. Se alineó con una serie de personajes derechistas a los que ve combatiendo lo que considera el pensamiento único de nuestra época: «Desde el maravilloso Elon Musk hasta la feroz dama italiana, mi querida amiga, Giorgia Meloni; desde Bukele en El Salvador hasta Viktor Orbán en Hungría; desde Benjamín Netanyahu en Israel, hasta Donald Trump en Estados Unidos». A todos ellos lo ve como combatientes contra la «izquierda woke», que es el enemigo concreto (no el fantasmagórico socialismo) contra el que lucha Milei. Y entonces dedica lo más extenso de su alocución a cuestionar a la ideología woke, que a su juicio sería una traba ideológica en el camino de construir un futuro venturoso. Desde luego, la ideología tiene mucho menos peso real del que Milei le atribuye. El wokismo no es una fuerza eficiente que impida ni trabe el desarrollo capitalista. Es más un epifenómeno cultural y político de ese desarrollo, que una fuerza que lo dirija. Pero, pero… sucede que sus rivales woke tienen el mismo sesgo: también sobrevaloran el peso de la ideología para definir la realidad presente y futura. Y en ambos la imaginación de un mundo más allá del capitalismo parece vedada. En los dos polos la principal fuente de desigualdad y poder en el mundo contemporáneo, y la base misma de la dinámica desquiciada de nuestra sociedad, que tiene que ver con las clases sociales, aparece completamente minimizada u oscurecida, a lo sumo convertida en una más de múltiples opresiones más o menos simétricas unas con otras. Las «batallas culturales» entre «progres» y «fachos» comparten un suelo común: una exacerbación simplista y maniquea de los conflictos interpersonales («lo político es personal») y una completamente desproporcionada atención a formas de opresión que no afectan centralmente a las clases dominantes. Todo ello en el marco de un subjetivismo acendrado y una emocionalidad a flor de piel. No en vano la aspiración cuasi universal de la época es «ser feliz» y «cumplir tus sueños», sea cuales sean las preferencias políticas, religiosas, sexuales o lo que fuere.
Más allá de su batalla cultural anti-woke, Milei expuso otras críticas fuertes. Su carga contra lo que llamó «el partido del Estado», por ejemplo, se basa en una argucia retórica potente. Y ante la cual el arco progresista (defensor poco crítico del Estado) se halla muy mal equipado. Milei oculta que la propiedad privada capitalista, que es propiedad a gran escala, no puede existir sin un Estado que garantice esos derechos de propiedad. En una pequeña comunidad, en la que todos se conocen, la propiedad privada, si la hubiera, puede prescindir del Estado. En una sociedad capitalista, no. Más aún, nunca existió ningún mercado capitalista sin fuertes Estados. La argucia de Milei consiste en achacar todos los males de la sociedad capitalista al Estado, creyendo sin ningún fundamento que podría haber capitalismo sin Estado. Y dado que la desregulación absoluta es imposible, siempre se puede decir que hay demasiada. Es precisamente lo que hace Milei: aunque en las últimas décadas el capitalismo se fue desregulando cada vez más, mientras los magnates privados crecían en riqueza poder e influencia y los servicios sociales del Estado menguaban en todas partes, él arguye que los males se originan en un Estado demasiado entrometido. El problema no fue la receta neoliberal, sino que hubo poco neoliberalismo. Históricamente esto no tiene sentido. Los llamados «30 gloriosos», vale decir, el período de expansión capitalista que tuvo lugar entre 1945 y 1973 aproximadamente, coexistieron con un máximo de intervención estatal en la economía. Sin embargo, sería errado atribuir ese ciclo de crecimiento a la intervención política (hubo períodos de gran crecimiento sin políticas keynesianas ni grandes servicios ni empresas públicas): tan errado, de hecho, como atribuirle los declives económicos. La economía capitalista tiene cierto automatismo propio, ante el que la acción política puede acomodarse mejor o peor, pero rara vez es la fuerza determinante. Sin embargo, dado que la política es el terreno de la participación popular (las inversiones son patrimonio cuasi exclusivo de la clase capitalista), de manera muy natural se atribuyen éxitos y fracasos indistintamente a las fuerzas políticas: el verdadero poder del capital permanece en las sombras. El neoliberalismo surgió asociado a la derecha de Thatcher o Pinochet, pero cuando los gobiernos supuestamente críticos del neoliberalismo los reemplazaron, no introdujeron ningún tipo de modificación social o económica estructural: se concentraron en reparaciones simbólicas y en un gradual deslizamiento desde los derechos universales a las demandas particulares, al tiempo que defendían una gestión estatal crecientemente tecnocrática que poco y nada colisiona con los intereses económicos más concentrados.
Ahora bien, si un discurso tan históricamente falaz puede ser creíble, ello se debe en no poca medida a que los llamados gobiernos progresistas y la política woke más en general dejan fuera de crítica al capitalismo. Progres y derechistas se confabulan por igual (consciente o inconscientemente) en concentrar todo en el Estado, dejando a las relaciones capitalistas de producción fuera del radar. Como mucho se puede cargar la crítica en algún magnate o capitalista particular: nunca en la naturaleza del sistema. La derecha al estilo Milei defiende cínicamente y sin atenuantes al capitalismo y a los empresarios (son sus héroes). El progresismo reemplaza el cinismo desvergonzado por una hipocresía vergonzante. Si para Milei el Estado es Satán, para los progres es Dios. Lo que en uno y otro caso queda indemne es el capitalismo, al que uno y otro defienden: con cínico entusiasmo en un caso, con lacayuna hipocresía o con vergonzante silenciamiento en el otro. En este contexto, cuando las políticas de quienes sostienen que el «Estado te cuida» o del «Estado presente» fracasan en satisfacer las necesidades populares es lógico que el electorado se incline hacia quienes dicen «el problema son los políticos». Cuando a su vez estos fracasan, se vuelve a lo anterior… y vuelta a empezar. Y no es cosa menor que estos fracasos no se dan en un contexto de expectativas nuevas e igualdad creciente, sino en el marco de un retroceso respecto de la situación precedente: aumento de la desocupación, enriquecimiento acelerado de los ricos y empobrecimiento de los pobres, reducción del empleo formal, pérdida del poder adquisitivo de los salarios, creciente incapacidad para acceder a la vivienda, retroceso de la salud y la educación públicas, precarización de la vida. Por eso a largo plazo la curva –empujada desde la estructura profunda de las relaciones capitalistas de producción– va en una dirección inequívoca: cada vez más lo privado y lo mercantilizado aumenta, el poder de la clase capitalista se acrecienta, las corporaciones del capitalismo digital controlan cada vez más cuanto hacemos, y la precariedad de la vida de las grandes mayorías no deja de crecer. En tanto y en cuanto no esté fuertemente instalado en el debate público una crítica frontal al capitalismo y una alternativa radical, seguiremos oscilando entre estos polos tan aparentemente antagónicos como sistémicamente hermanados: las dos caras del capitalismo neoliberal. Lo que cuadra no es elegir a una de ellas, sino patear el tablero y jugar a otro juego.
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Se puede sospechar –de hecho lo sospechamos– que Milei le pega a las formas radicales de ecologismo y feminismo cuando en realidad se opone a toda forma de ecologismo y de feminismo. Es posible: pero no es eso lo que ha dicho en su discurso. Si nos negamos a evaluar lo que efectivamente ha dicho, estamos renunciando al debate argumentado. Y eso favorece que nuestras críticas no sean consideradas serias. Por ejemplo, criticando al wokismo, Milei afirmó: «El feminismo radical es una distorsión del concepto de igualdad y aún en su versión más benévola es redundante, ya que la igualdad ante la ley ya existe en Occidente. Todo lo demás es búsqueda de privilegios, que es lo que el feminismo radical realmente pretende, poniendo a una mitad de la población en contra de la otra cuando deberían estar del mismo lado. Llegamos, incluso, al punto de normalizar que en muchos países supuestamente civilizados si uno mata a la mujer se llama femicidio, y eso conlleva una pena más grave que si uno mata a un hombre, sólo por el sexo de la víctima». Reparemos que no se refiere al feminismo en general, sino al que llama «radical». Su crítica a la distorsión del principio de igualdad ante la ley no es un muñeco de paja: fue realizada con mucha solvencia por feministas socialistas mucho antes de que Milei la enarbolara e inclusive un juez tan identificado con el progresismo argentino como Eugenio Zaffaroni se opuso en su momento a la aprobación de la figura de femicidio tal como se estaba planteando en nuestro país. Por otro lado, se debe reconocer que la generalización abusiva de las políticas de discriminación positiva ha generado resentimiento social en quienes no son objeto de las mismas (una parte sustancial de la clase trabajadora) y no han frenado sino más bien invisibilizado la tendencia general al aumento de las desigualdades. Por otra parte, no se debe olvidar que estas políticas han tendido a beneficiar a los sectores de elite de los grupos «positivamente discriminados», antes que a los más desaventajados de estos mismos grupos.
Lo que dice sobre la brecha salarial entre hombres y mujeres es inapelable: los datos están de su lado. Nadie en Argentina cobra menos por la misma tarea por el hecho de ser mujer en el empleo público, y no es obvio que sea algo generalizado en las empresas privadas. Claro, lo central es lo que no dice, pero en eso va parejo con el feminismo hegemónico: en una sociedad en la que la diferencia de ingreso y de riqueza puede ser de mil a uno según la clase, una diferencia de 18 o 26 % por género (y sobre la que hay buenas razones para pensar que es en realidad mucho menor, una vez que se ponen en el análisis variables como la cantidad de horas trabajadas) no parece algo por lo que rasgarse las vestiduras. Es una brecha menor que la que se da entre provincias de un mismo país. Hay una cuestión de proporciones que no puede ser soslayada, en este y en muchos otros terrenos. Si no lo hacemos, por un tiempo el peso moral de la «corrección política» puede hacer que nadie diga en público cosas obvias: pero tarde o temprano alguien lo hará y mostrará que el Rey o la Reina están desnudos.
En un mundo hiperindividualista y subjetivista, era inevitable que la escena pública fuera saturada por imperativos moralistas y simplificaciones consoladoras, y que se sobredimensionara lo simbólico en desmedro de lo material. Pero el pensamiento crítico de izquierdas debería enfrentar estas tendencias, no reforzarlas. Pongamos un ejemplo. Se puede estar a favor, en contra, o ser agnóstico en relación al llamado «lenguaje inclusivo». Pero basta pensar un momento para concluir que en un país en el que cerca de la mitad de la población vive en la pobreza, la cantidad de tiempo mediático y energía social y política gastados en torno suyo ha sido completamente desproporcionada. O pensemos en la liviandad y superficialidad con la que en los ambientes progresistas y de izquierdas se fue expandiendo el concepto de genocidio hasta poder ser aplicado a casi cualquier cosa. En tales ambientes (que son los nuestros) se puede decir que en la Argentina hubo un genocidio social en los noventa sin despertar mayores controversias: al fin y al cabo somos todos anti-neoliberales. El problema es que por esa vía el sentido crítico se va atrofiando, y ello es una catástrofe para las políticas que apuntan a la emancipación. Las «batallas culturales» en las que se enzarzan «progres» y «fachos» son un enorme despilfarro de energía que deja completamente incólume al sistema capitalista. De hecho la situación es aún más grave: esas batallas colaboran en la conformación de una subjetividad política crecientemente empobrecida y superficial. Y este tipo de subjetividad política, con independencia del «bando» al que se suscriba, refuerza al capitalismo enormemente, dado que encaja de maravillas con las necesidades del capitalismo posmoderno y, ante todo, de las nuevas empresas tecnológicas.
En tal contexto, el feminismo sin socialismo ha exacerbado la «guerra de los sexos» mientras se retraía la lucha de clases. El feminismo hegemónico (que encaja muy bien con el wokismo) erigió a las mujeres en puras víctimas, empleó una doble vara, se entusiasmó con el punitivismo y tuvo muy poca predisposición para ponderar la complejidad de las situaciones. Asumió sin mayores reparos (y en ello muchas veces lo secundó la izquierda más tradicional) la tesis de que en occidente impera el patriarcado. Conviene dedicar unos párrafos a este tema que hoy en día es tan sensible.
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Aunque suene políticamente incorrecto, hay que decirlo: el patriarcado en sentido estricto fue desmontado en cuotas, en occidente, durante los últimos cien o ciento cincuenta años. Alcanza con comparar la realidad actual con la realidad de Argentina de hace un siglo o con la situación presente en Arabia Saudita, Marruecos o Irán para tener pocas dudas. Es un concepto que se aplica tan mal a nuestras realidades como el de feudalismo, tan usual en las controversias de los años setenta. Desde luego, cualquiera puede definir al patriarcado como quiera, pero para que sea un concepto significativo y analíticamente relevante, la mejor definición es la que apunta al dominio y la autoridad de los varones sobre las mujeres, el cual, en las sociedades con escritura, normalmente se veía sancionado por las leyes: exclusión o limitación de las mujeres en el derecho de herencia; inexistencia del voto femenino; patria potestad exclusiva de los varones; obligación de las esposas de obedecer a sus maridos, etc. Todas estas cosas han ido desapareciendo en las sociedades occidentales. En la década de los setenta el feminismo radical cuestionó al feminismo liberal aduciendo que no bastaba la igualdad ante la ley, porque habría un «patriarcado estructural». El argumento sonaba parecido a la tesis de que la igualdad ante la ley omite y oculta las diferencias de clase. Pero en realidad ambas situaciones son muy diferentes. Para que las personas tengan razonablemente las mismas posibilidades de desarrollar una vida libre, ejercer su autonomía y gobernar de manera igualitaria su vida personal y la vida pública, la igualdad ante la ley es obviamente insuficiente si existen diferencias abismales de riquezas e ingresos: los grandes males sociales son consecuencia de esta desigualdad estructural, que la ley legitima por mucho que proclame la igualdad legal de los individuos. La igualdad ante la ley no es poca cosa en el plano jurídico (como sabría apreciar un súbdito romano carente de ciudadanía romana y, en consecuencia, pasible de ser torturado, práctica prohibida con los ciudadanos) pero es poca cosa en el plano económico y social. Pero hay que ver que esa misma ley -igual para todos sin distinción de sexo o credo religioso- sanciona la explotación de los trabajadores reconociendo la propiedad privada y el derecho de herencia. Esos derechos valen indistintamente para todas las personas, con lo cual es posible (si bien improbable) que un obrero se convierta en empresario. Así, la subordinación de los trabajadores a los empresarios está legalmente estipulada, pero la pertenencia de cada individuo particular a una de estas clases no está fijada por la ley. Ahora bien, si los capitalistas fueran expropiados, el derecho de herencia abolido o radicalmente modificado y la propiedad privada de los medios de producción reducida a lo que puede emplear un individuo, ya no tendría sentido seguir considerando a esa sociedad capitalista. Es posible y ciertamente esperable que, en tal sociedad pos revolucionaria, los antiguos capitalistas o sus hijos se vean sobre representados en los puestos de dirección de las empresas (e incluso que los trabajadores los elijan voluntariamente, dado que se supone que «saben de esas cosas»). Pero esos administradores ya no serían capitalistas y no sería correcto considerar a esa sociedad como capitalista, aunque hubiera aún desigualdades sociales e incluso subsistieran algunas formas de explotación. El capitalismo legitima la explotación de clase concediendo derechos muy diferentes a quienes son propietarios de medios de producción, de renta o de fuerza de trabajo; pero permite que cualquier individuo ocupe cualquier posición de clase. El patriarcado funciona de una manera diferente: las mujeres se hallan privadas de ciertos derechos y posibilidades por el hecho de ser mujeres, y las personas que son mujeres no pueden salir de esa condición. Ahora bien, una vez que las mujeres se igualan a los varones en herencia, patria potestad, derechos políticos, etc., el patriarcado ha dejado de existir, como habrá dejado de existir el capitalismo cuando sea abolido el derecho de herencia y la propiedad privada sobre los grandes medios de producción. Las formas de opresión, desigualdad fáctica o violencia de género que efectivamente subsisten pueden ser explicadas perfectamente por el machismo y el sexismo, además de por otras causas (sobre todo esto Roxana Kreimer ha abundado en El patriarcado no existe más, publicado en 2020). No hace falta invocar un fantasmagórico «patriarcado» que además de cegar o simplificar la comprensión de muchos problemas sociales (como que la inmensa mayoría de las muertes en accidentes laborales afecten a los varones o que estos se jubilen a mayor edad a pesar de tener una esperanza de vida menor) deja a las corrientes reaccionarias un crítica sencilla y eficaz.
Podrá haber resabios patriarcales, y sin duda hay machismo y sexismo, pero definir a nuestras sociedades como patriarcales no resiste bien un examen crítico. Y no hablemos de la proliferación de eslóganes como el de «cultura de la violación», ante el que muchas personas por lo demás sensatas y de izquierda prefirieron guardar silencio por muy insostenible que sea. Una cultura implica que la inmensa mayoría de la población comparte esos rasgos culturales y es evidente que sólo una pequeña fracción de los varones han violado. Es difícil retrucar a Helen Pluckrose cuando -en «Cómo saber si vivimos en un patriarcado: una perspectiva histórica»– afirma: «Tenemos refugios para mujeres y muy pocos para hombres. Tenemos un registro especial para los delincuentes sexuales y estos tienen que ser segregados de otros delincuentes violentos en prisión porque el odio hacia ellos es muy profundo. Es muy difícil argumentar que una cultura que considera el abuso sexual hacia las mujeres tan aborrecible es una cultura de violación, o que una cultura que está mucho más preocupada por las víctimas femeninas de la violencia que por las víctimas masculinas es un patriarcado en el que las mujeres son minusvaloradas y su abuso es aceptable».
Ante los excesos del feminismo mainstream, las críticas de la derecha extrema la tenían muy fácil. Muchísimas mujeres (no hablemos ya de los varones), sobre todo en las clases populares, encontrarán sensatas estas críticas. Y ante ello poca mella hará la denuncia genérica de que Milei es un misógino.
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No abundó sobre ello en Davos, pero es de público conocimiento que Milei es y ha sido un crítico radical de las medidas políticas tomadas durante la pandemia. No faltan razones a esa crítica, aunque Milei eligiera casi siempre las peores. Si peca de algo es de exageración, por ejemplo cuando afirma que las políticas de la OMS han conllevado un genocidio. Pero es una exageración simétrica a la de aquellos progres que piensan que el genocidio lo cometió Bolsonaro. Como en tantas otras cosas, ha sido una desgracia que la crítica a una gestión pandémica desastrosa haya quedado mayoritariamente en manos de fuerzas de derecha. Mal o bien, hubo quienes intentaron –nos contamos dentro de ese pequeño grupo- una crítica científicamente informada desde una perspectiva de izquierdas. Pero la derecha copó la parada: en Argentina ya casi todos los analistas reconocen que en el ascenso de Milei la «cuestión pandemia» ocupó un lugar central.
Sobre el ecologismo Milei ha dicho: «El wokismo, además, se manifiesta en el siniestro ecologismo radical y la bandera de cambio climático. Conservar nuestro planeta para las futuras generaciones es cuestión de sentido común, nadie quiere vivir en un basurero. Pero nuevamente el wokismo se la arregló para pervertir esa idea elemental de preservar el medio ambiente para el disfrute de los seres humanos, pasamos a un ambientalismo fanático donde los seres humanos somos un cáncer que debe ser eliminado, y el desarrollo económico poco menos que un crimen contra la naturaleza». Una vez más, no cuestiona a todo el ecologismo, sino al radical. ¿El ecologismo radical es un mito, un espantapájaros? Por supuesto que no. Cualquiera que tenga un mínimo de militancia ecologista se habrá topado efectivamente con fanáticos que creen más o menos seriamente que la humanidad es el problema y que todo desarrollo económico es poco menos que un crimen. Seguramente tendremos diferencias muy grandes, enormes, con lo que Milei considera desarrollo deseable. Pero eso conlleva una discusión más fina, no una respuesta exaltada. Tampoco se mostró Milei, estrictamente, como un «negacionista» del cambio climático. Más bien es un relativista: nos recuerda que ha habido otros períodos de cambios bruscos de la temperatura promedio del planeta. Indudablemente minimiza cínicamente el problema, pero los partidarios del «capitalismo verde» que se escandalizan son hipócritas que quieren convertir a la ecología en una nueva fuente de lucro sin cuestionar las bases del capitalismo, que es la verdadera causa de los desastres ambientales. Y la izquierda revolucionaria tiene sobradas razones para criticar que con la excusa del combate al cambio climático las corporaciones y los Estados que les sirven están procurando introducir modificaciones que son tan perjudiciales para los trabajadores y los pequeños productores como ineficaces para alcanzar las finalidades ecologistas que pregonan.
Cuando Milei despotrica contra «los principales promotores de la agenda sanguinaria y asesina del aborto, una agenda diseñada a partir de las premisas malthusianas de que la superpoblación va a destruir a la Tierra» cae en un exceso retórico que favorece la crítica: quien mire la realidad sin velos verá que no tiene sentido hablar de «agenda sanguinaria y asesina», incluso cuando por razones acaso religiosas no se sea en principio favorable al aborto. Sobre esto cabe decir que el debate racional ha conseguido que en el catolicismo y en algunas iglesias evangélicas haya personas favorables a ese derecho: una cosa es reconocer la legitimidad de un derecho, otra la disposición a ejercerlo personalmente. En este terreno Milei nos la deja fácil. No obstante, no está de más señalar –aunque esta discusión ameritaría un extenso debate– que la apelación al valor de la familia no es retomado a nivel global por las nuevas derechas solamente por conservadurismo: empalma con cierto malestar popular que reacciona contra la lógica cultural actual que fomenta un hiperindividualismo cada vez más contradictorio con la posibilidad de tener hijos/as, formar una familia e, inclusive, sostener una pareja monógama a lo largo del tiempo.
Veamos otro pasaje polémico: «Desde estos foros se promueve la agenda LGBT, queriendo imponernos que las mujeres son hombres y los hombres son mujeres sólo si así se autoperciben y nada dicen de cuando un hombre se disfraza de mujer y mata a su rival en un ring de boxeo o cuando un preso alega ser mujer y termina violando a cuanta mujer se le cruce por delante en la prisión». Aquí parece haber una crítica al movimiento LGBT en general, y eso debe ser cuestionado. Pero también es verdad que su acusación más dura, aquella de la que más se habló en los medios –a saber, cuando habló de abuso infantil y pedofilia- la reservó a «las versiones más extremas de la ideología de género». Es decir, no a la comunidad homosexual y tampoco a toda perspectiva de género. ¿Ese era el mensaje implícito? Quizá, pero no es lo que dijo, y no les falta razón a sus defensores al decir que fue mal interpretado. (¿y qué intelectual ignora el potencial costado pedófilo de un célebre manifiesto francés firmado por una de las figuras más influyentes en el tipo de perspectivas intelectuales asociadas al reciente wokismo?). Milei toma casos puntuales que distan de ser generalizados y hace bandera de ello. Su pensamiento es simplista y maniqueo. De esto no hay duda. Pero las respuestas que proliferaron: ¿son menos maniqueas y simplistas?
Por otra parte, lo cierto es que en las políticas de la auto-percepción hay un problema, sobre todo cuando se las traslada al terreno legal, que debería ser un ámbito en el que prime la objetividad. Y las políticas woke enfocaron de manera muy simplista y cuestionable problemas como el de la disforia de género y la transexualidad. Ante problemas reales, el wokismo ha tenido mucha capacidad para presentar a su enfoque teórico y a sus soluciones como las únicas posibles. Pero lo cierto es que sus respuestas son sólo una entre muchas, y casi nunca las mejores. Plantear que hay un problema con la hormonación de menores o con la aceptación legal de la auto-percepción (otro cantar es la vida privada) no tiene nada de tránsfobo. Pero quien frecuente aunque más no sea un poco los ambientes en los que estos temas se discuten sabrá muy bien la manera maniquea y simplista con que son abordados. Cuando Milei afirma: «Están dañando irreversiblemente a niños sanos mediante tratamientos hormonales y mutilaciones, como si un menor de cinco años pudiera prestar su consentimiento a semejante cosa» no está diciendo ningún dislate. El libro de José Errasti y Marino Pérez Álvarez, Nadie nace en un cuerpo equivocado, aborda muy apropiadamente esta problemática, con rigor científico, sensibilidad humana y una perspectiva de izquierdas.
Uno de los párrafos más desopilantes del discurso de Milei en Davos y que lo dejan expuesto a críticas sencillas es el siguiente: «¿Y qué clase de sociedad puede resultar del wokismo? Una sociedad que reemplazó el libre intercambio de bienes y servicios por la distribución arbitraria de la riqueza a punta de pistola, reemplazó las comunidades libres por la colectivización forzada, reemplazó el caos creativo del mercado por el orden estéril y esclerótico del socialismo. Una sociedad llena de resentimiento, donde hay solo dos tipos de personas, quienes son pagadores netos de impuestos por un lado y quienes son beneficiarios del Estado por otro. Y no me refiero con esto a quienes reciben la subsistencia social porque no tienen para comer, hablo de las corporaciones privilegiadas, hablo de los banqueros que fueron rescatados en las crisis subprime, de la mayoría de los medios de comunicación, de los centros de adoctrinamiento disfrazados de universidades, de la burocracia estatal, de los sindicatos, de las organizaciones sociales, de las empresas prebendarias del Estado y de todos los sectores que viven de los impuestos que pagan los que trabajan». El neoliberalismo progresista llamado wokismo de ninguna manera reemplazó el libre intercambio de mercancías, ni introdujo ninguna colectivización forzada. Estos son disparates sin más ni más. Pero hay que tomar muy en serio la segunda parte del pasaje. Es un discurso muy seductor para los sectores populares, sobre todo cuando los discursos clasistas y la conciencia de clase trabajadora están en un punto tan bajo y es tan abundante la clase trabajadora informal. Aquí hay que remachar volviendo a las fuentes: los principales privilegiados son los explotadores capitalistas, a los que defiende abiertamente Milei de críticas inexistentes, por lo demás, en el wokismo.
Su denuncia al colectivismo es lunática, pero cuando afirma que «Esta ideología (woke) ha colonizado las instituciones más importantes del mundo, desde los partidos y Estados de los países libres de Occidente, hasta las organizaciones de gobernanza global, pasando por instituciones no gubernamentales, universidades y medios de comunicación, como también ha marcado el curso de la conversación global durante las últimas décadas» está hablando de un fenómeno que ciertamente existe. Puede exagerar su extensión o su influencia, y desde luego que no entiende que su proliferación es uno de los resultados ideológicos del capitalismo neoliberal que él defiende: la urbanización masiva, la mercantilización desembozada, la apoteosis de la industria de la publicidad, el declive de la ciudadanía, la centralidad de la vida en torno a la figura del consumidor, la privatización de los espacios públicos, la feroz competencia social, la lógica de las redes sociales virtuales. Todo esto ha contribuido a la cultura hiper sensible, subjetivista, emocional e identitaria que caracteriza a la sociedad contemporánea sobre todo en «occidente». Pero en general su discurso se halla muy lejos de los mitos desquiciados y sin base empírica de la derecha de antaño, tales como aquél del «complot judío mundial». Donde más roza el disparate quizá sea en la cuestión racial: «vemos hoy en las imágenes hordas de inmigrantes que abusan, violan o matan a ciudadanos europeos que solo cometieron el pecado de no haber adherido a una religión en particular. Pero cuando uno cuestiona estas situaciones es tildado de racista, xenófobo o nazi». No hay hordas de migrantes asesinando y violando, por supuesto. Esta es una exageración gratuita y sin ningún fundamento. Pero no todo en el discurso de Milei lo constituyen barbaridades de este tipo. Por lo general, Milei pega donde duele y aunque a veces dice verdaderas estupideces. Pero hay que recordar que en las batallas intelectuales no se vence cuando se refuta al adversario en su punto más débil, sino cuando se lo derrota en su punto más fuerte.
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Ha sido una desgracia y un desatino que las fuerzas progresistas abandonaran gradualmente el universalismo, el racionalismo, la mesura crítica y las políticas universalistas para abrazar intelectualmente las políticas de la identidad; que reemplazaran el análisis social y la crítica desprejuiciada por una moralista «corrección política»; o que acogieran con júbilo la «cultura de la cancelación», arrojando a la basura una heroica tradición de libertad de expresión sin reparos: la libertad de expresión consiste precisamente en defender el derecho a que alguien pueda decir exactamente lo contrario a lo que nosotros pensamos. Pero la tarea de la izquierda revolucionaria no puede ser el silencio crítico ante estos extravíos para «no hacerle el juego a la derecha». Un refuerzo emocional suele ser saludable para una vida política esencialmente basada en la razón. En cambio, la emocionalización desembozada de la política produce lo opuesto a la emancipación. Algunos excesos retóricos y el uso de unos cuantos conceptos difusos pueden ser disculpados si predomina la ecuanimidad intelectual. Pero la proliferación de miradas acríticamente sesgadas, datos arbitrarios y conceptos oscuros o errados es una calamidad. Una dosis pequeña de políticas identitarias o de discriminación positiva sobre un océano de programas y derechos universales garantizados es aceptable desde una perspectiva de izquierdas. La generalización del identitarismo y de la discriminación positiva en medio del retroceso no sólo de los derechos universales, sino ante todo de su efectivo cumplimiento, es neoliberalismo en estado puro. Aunque las constituciones proclamen el derecho al trabajo, a la vivienda, a la salud y a la educación, lo cierto es que la mayor parte de las personas va quedando excluida de ellos. Ante esa marejada de exclusión y privatización, las políticas de discriminación positiva y la sesgada exacerbación mediática y pública de causas asociadas a la vida personal son un débil taparrabo que, antes o después, genera resentimiento y división entre las mayorías explotadas y oprimidas, propiciando, en medio de un clima social emocionalizado e infantilizado como nunca, la simpatía hacia los cínicos que quieren destruirlo todo como castigo a los hipócritas que tienen discursos bonitos pero irreales.
Hay que regresar a las conquistas y las políticas universales, así como a la mesura intelectual que fue pilar de las mejores versiones del feminismo y del socialismo. En realidad, en las presentes circunstancias, es el wokismo en general y las políticas del «mal menor» en particular las que le hacen el juego a la derecha. Desde la izquierda revolucionaria debemos hacer una autocrítica por nuestra complacencia, nuestro mayoritario silencio, ante las arbitrariedades, los sesgos excesivos, la falta de objetividad, el infantilismo y el subjetivismo de la cultura woke. El wokismo es un problema, y lo peor que puede pasar es que la crítica a sus muchos sinsentidos y excesos quede en manos de la derecha. Y es un problema al que no se puede subestimar porque sus raíces se hunden en el tipo de cultura y subjetividad que produce la sociedad hipermercantilizada en que vivimos. Es un asunto político, pero más profundamente cultural, con el agravante que hoy en día la cultura toda es, en una medida inexistente en el pasado, un conjunto de nichos comerciales. Pero así como la identificación de la izquierda con la clase trabajadora no tiene por qué entrañar una defensa de las burocracias sindicales o de las políticas puramente corporativas, así como el anticolonialismo de izquierda no tiene por qué avalar el terrorismo indiscriminado, de la misma manera, la izquierda revolucionaria orgullosa de su legado internacionalista, universalista, humanista e ilustrado no tiene por qué defender intelectualmente al wokismo romántico, particularista y tendencialmente irracionalista. Nuestra crítica a Milei tiene que ser otra. Contra el cinismo derechista no cabe echarnos en brazos de la hipocresía progre: lo que cabe es elevar un programa revolucionario integral, en el que la cuestión de la mujer, la sexualidad, el trabajo, las creencias, la economía, la tecnología, la ecología o lo que fuere resulte abordado desde una perspectiva socialista y revolucionaria. Todos los materiales para esta tarea están disponibles. No se trata de postergar demandas particulares para «después de la revolución». Se trata de atender todas las demandas particulares de manera que apuntalen, no que socaven, los objetivos programáticos desde una perspectiva revolucionaria. El pensamiento crítico se funda en buena medida en la capacidad para reconocer verdades incómodas, no en la complaciente aceptación de falsedades consoladoras.
La hipocresía woke y el cinismo libertariano son dos polos que se potencian mutuamente. Son las dos costas del pantano posmoderno que vuelve sumamente inviable la constitución de movimientos de masas que verdaderamente representen una amenaza para los dueños del mundo. Constituyen el espectáculo de aparente lucha ideológico-cultural creado por una profunda y homogénea corriente marina que los constituye a ambos: el desarrollo del capitalismo posmoderno.
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Cabe trazar un paralelismo y una comparación entre las viejas políticas socialdemócratas e incluso populistas de viejo estilo, y las actuales políticas woke o populistas posmodernas. La vieja socialdemocracia, aunque había firmado las paces con el capitalismo y renunciado a suplantarlo por el socialismo, se orientaba fundamentalmente hacia la consecución de derechos y políticas universales: educación pública gratuita, sanidad estatal, servicios públicos gratuitos o de bajo precio, voto universal incluyendo a las mujeres, igualdad ante la ley, etc. En términos intelectuales, muy claramente en el caso de las corrientes socialdemócratas (muchísimo menos en el caso de las populistas), la apelación a la razón superaba con creces la movilización emocional. Podían ser reformistas, pero eran reformistas que se tomaban en serio las cuestiones económicas, en ocasiones podían nacionalizar empresas privadas (aunque por lo regular pagando puntillosamente a sus dueños), permanecían fieles al racionalismo ilustrado y desconfiados de los dogmas emocionales y religiosos. La tendencia era oscilante y en parte contradictoria, pero grosso modo se marchaba en esa dirección. Desde la izquierda radical se les podía criticar con justicia que la igualdad ante la ley era insuficiente en medio de enormes desigualdades sociales (aunque las mismas, a diferencia de lo ocurrido en los años recientes, se habían reducido), que la educación pública no impedía el desarrollo de instituciones privadas de elite, que tenían demasiadas ilusiones sobre la capacidad del Estado para domesticar a los capitales. Pero por así decirlo, la socialdemocracia marchaba de manera no siempre coherente y muy insuficiente (la democracia se frenaba en las puertas de las fábricas, por ejemplo) en una dirección correcta. No sucede lo mismo con el wokismo. Las políticas y los derechos universales los reemplaza tendencialmente por políticas focalizadas y de «discriminación positiva», las cuales crecieron como hongos en medio de una creciente desigualdad social. Por supuesto, todo esto existía en el pasado: las políticas focalizadas son antiquísimas; no nacieron pero sí eclosionaron masivamente en los años noventa, mucho antes de que existiera el wokismo y a la par del ascenso del neoliberalismo. Pero este es precisamente el punto: el wokismo es la versión progre del neoliberalismo. Es el neoliberalismo progresista, para decirlo con las palabras de Nancy Frazer. No avanza de manera insuficiente o contradictoria pero, después de todo, en la dirección correcta. Por el contrario: avanza en la dirección equivocada. Pero como en general se concentra en la defensa de grupos oprimidos, ha generado una enorme confusión en el seno de la izquierda. Reniega de lo universal y abraza todo tipo de particularismos. Se focaliza en las batallas culturales, lingüísticas o simbólicas, no en las económicas y en las materiales. Ha atizado en la vida política un tipo de moralismo (no confundir con «un tipo de moral») que hasta hace pocas décadas era patrimonio exclusivo de las derechas, sobre todo de las religiosas. En nombre de la «corrección política» no duda en arrasar con datos incuestionables. En nombre de la defensa de minorías oprimidas ha defendido formas punitivas a las que la izquierda clásica y el liberalismo cuestionaron casi sin excepción. En nombre de sus principios morales ha apelado de manera entusiasta a la cancelación y ha reclamado y practicado la censura. Lejos de clarificar y racionalizar el debate político, el wokismo lo oscurece y emocionaliza. Y en el terreno de la oscuridad y las emociones gana la reacción.
El discurso y las políticas woke son un blanco muy fácil de crítica para la derecha. Si quienes luchamos contra la opresión en todas sus formas no tenemos el coraje de reconocer que una parte de las críticas de Milei son justas, sólo estaremos colaborando con la tribalización, la trivialización y el oscurantismo hacia el que tiende la vida cultural y política contemporánea. Y eso no favorece a ninguna política emancipatoria.