DOS DIAGNÓSTICOS ERRADOS: El apocalipsis determinista y la eutanasia del capital

Veo, por tanto, el aspecto rentista del capitalismo como una fase transitoria que desaparecerá tan pronto como haya cumplido su destino y con la desaparición del aspecto rentista sufrirán un cambio radical otras muchas cosas que hay en él. Además, será una gran ventaja en el orden de los acontecimientos que defiendo, que la eutanasia del rentista, del inversionista que no tiene ninguna misión, no será algo repentino, sino una continuación gradual aunque prolongada de lo que hemos visto recientemente en Gran Bretaña, y no necesitará de un movimiento revolucionario.

(John Maynard Keynes. Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero)

La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las relaciones de producción, y con ello, todas las relaciones sociales […] Una revolución continua en la producción, una incesante conmoción de todas las condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores […] Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas.

(Karl Marx – Frederic Engels. Manifiesto del Partido Comunista)

En el último tiempo se ha puesto de moda, en el escenario político nacional, la utilización peyorativa del término «socialdemócrata» o su sinonimia «progresista» (junto a su abreviación aún más despectiva: «progre»). Sin embargo, sólo para posiciones reaccionarias y/o conservadoras –sean estas liberales o populistas–, la denominación progresista refiere a una acepción subjetiva del término.

Estos usos, al tiempo que buscan desactivar todo intento mínimo por modificar paulatinamente algunos aspectos políticos o sociales de manera reformista (esto es, sin alterar el orden material de la propiedad de los medios de producción), obturan el verdadero debate a sostenerse contra el reformismo socialdemócrata, en el corazón mismo de sus horizontes y no allí donde sus consecuencias cosméticas se expresan. En asuntos medulares, liberales, populistas y progresistas, coinciden y parten de un idéntico e incuestionable respeto por la propiedad privada de los medios de producción (y la necesidad de su despliegue ulterior en las formas de relaciones de producción capitalistas) como única forma deseable o posible de organización social de la producción.

Por lo tanto, lo que para el populismo y el liberalismo corresponde a la utilización despectiva o a una mera acusación frívola, para el marxismo significa una caracterización objetiva, una categoría política nacida de su mismo seno. Los partidos socialdemócratas europeos presentaban la nomenclatura utilizada entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX por las organizaciones políticas vinculadas al pensamiento de Karl Marx. Fueron los partidos obreros de mayor dimensión de su época, la voz mayoritaria de la II Internacional, el sector conservador enfrentado al ala izquierda del bolchevismo y el consejismo.

Vistas en perspectiva, tal vez correspondan a una interpretación conservadora del marxismo, atravesada por experiencias truncas como la Comuna de París. Se trata de una generación mayor a la de los izquierdistas de la Segunda Internacional (Lenin, Trotsky, Rosa Luxemburgo, entre otros); seguidores de Marx que contaban con los pergaminos de haber entablado trato directo con el maestro de Tréveris, así como habían sido testigos contemporáneos de las derrotas que la clase obrera había experimentado en sus levantamientos revolucionarios durante el siglo XIX.

Así surgen los nombres propios y representativos de las posiciones socialdemócratas de la II Internacional: Karl Kautsky y Eduard Bernstein, como dos de sus máximos referentes y derivas mayoritarias de lo que, a la postre, se transformaría en una expresión autónoma sin relación alguna con el marxismo. Sin embargo, Kautsky y Bernstein, sí son marxistas. Lo son en el sentido formal de corresponder al Partido Socialdemócrata Alemán (PSD) y lo son –también– en los términos estrictamente teóricos, al partir de la lectura de El Capital como origen de sus postulaciones estratégicas. Ambos creen en un final inevitable del capitalismo, pero se diferencian en la forma en que conciben ese destino inherente al modo de producción burguesa.

Bernstein confía en la acción parlamentaria y progresiva, capaz de ir guiando el derrotero mediante el cual el capitalismo vaya tornándose, por medio de reformas, en algo más humano hasta alcanzar el socialismo. En este sentido, las esperanzas del reformismo socialdemócrata se evidencian como el complemento político de las teorías keynesianas. Como señala Astarita:

En términos generales, podemos decir que la meta de Keynes es la reforma del capitalismo y la atenuación del conflicto social, no la eliminación de las clases. Con ese objetivo, además del aumento de los impuestos directos y de la promoción del gasto público, aconseja bajar la tasa de interés «hasta aquel nivel en que haya, proporcionalmente a la curva de la eficiencia marginal del capital, ocupación plena». De esta forma, se podría llevar la inversión hasta un punto en que el rendimiento de los bienes de capital fueran tan bajos como para provocar la «eutanasia del rentista» […] Llegado ese punto, no habría posibilidad de obtener rentabilidad y el empresario trabajaría con un capital en beneficio de la comunidad a cambio de una remuneración. Habría que lograr que el financiero y el empresario, orgullosos de su trabajo, sirvan a la comunidad «en condiciones razonables de remuneración».1

Por su parte, Kautsky sostiene que la tarea fundamental –mientras el modo de producción transita su decadencia– es la de ir preparando el elemento con el que la clase obrera asaltará el poder de manera revolucionaria al momento indicado.

El diagnóstico de la socialdemocracia de impronta bernsteineana sostiene que el desarrollo progresivo de pequeñas etapas, modificaciones por acumulación de reformas, derivará en un momento de transformación pacífica que termine por consolidar los cambios parciales operados por vía parlamentaria. Según Kautsky, la acción a desarrollar es de índole pasiva y subterránea. El capitalismo se desarrolla en base a una serie de contradicciones intrínsecas que conducen inevitablemente hacia su agotamiento. Con ese horizonte asegurado, aunque imposible de definir en tiempo y espacio, es que debe organizarse a los distintos sectores del proletariado para el asalto final revolucionario. Lo que Kautsky ve como inevitable (el momento de la violencia emancipadora ante un capitalismo decadente), para Bernstein es su mayor desvelo: evitar la instancia revolucionaria, el derecho legítimo de la violencia de masas. Para Bernstein, la reforma es la manera de conjurar la necesidad del episodio de la revolución; para Kautsky, el acontecimiento inevitable de la violencia desnuda es la razón misma para abandonar la pasividad y tomar el asunto en propias manos.

Ambos postulados socialdemócratas de la II° Internacional eran comprendidos como la ortodoxia del marxismo. No obstante, significaban interpretaciones, tal vez comprensibles en términos pragmáticos, pero que negaban la centralidad de una categoría elemental en el pensamiento de Marx: el carácter objetivo de la lucha de clases y el mayor anhelo de todo marxista, acabar con ella.

Kautsky sostiene una posición determinista de la lógica intrínsecamente contradictoria que guía al modo de producción. No reniega de la necesidad de la violencia como forma de arrebatar la propiedad de los medios de producción, pero ubica ese momento como desenlace fatal de un capitalismo agonizante. Sin embargo, no existe en Marx afirmación alguna en donde el capitalismo vaya a clausurarse por su propia degradación. Sino, más bien, todo lo contrario. Su lógica es la de las crisis que lo impulsan hacia adelante por medio de saltos tecnológicos y organizaciones cada vez más eficientes de la producción en busca de mayores posibilidades para la acumulación.

Por su parte, la línea de Eduard Bernstein es la que terminaría trascendiendo los límites del marxismo y de toda izquierda en general, para transformarse en horizonte de ex comunistas avergonzados y partidos burgueses de corte humanista. El núcleo central que permite ese aggiornamiento fuera del horizonte de la izquierda es su abandono de la idea de la lucha de clases y, por consiguiente, su fe en la posibilidad de desarrollar un capitalismo que sea capaz de mantener todos sus beneficios intactos, pero sin las patologías propias que las formas en que se alcanzan esos beneficios producen y alimentan.

Es ése, por lo tanto, el núcleo central al que los marxistas debemos enfrentarnos prioritariamente en contra del reformismo socialdemócrata. Desde allí hacia sus postulados cosméticos, su impostada corrección política, su sobredimensión de la capacidad de la cultura como elemento transformador en el ámbito exclusivo de lo social. Todo aquello que no es más que un reflejo en que se expresa como resignación, aunque se parece más a una confesión de fe en la viabilidad de un mundo que no necesite apagar la hoguera de la lucha de clases. En tal sentido, el reformismo progresista de la socialdemocracia no guarda ninguna distancia con populistas y liberales.

Trotskismo y crisis capitalista

En tal sentido kautskysta desarrollado anteriormente, el trotskismo se repite en esa fe que depara en la decadencia constante del capitalismo, heredera de una visión determinista del carácter decreciente de la tasa de ganancia enunciado por Marx2. Para las concepciones trotskistas, las crisis que periódicamente afloran en las economías capitalistas son la evidencia de la incapacidad del modo de producción burgués para ofrecer respuestas a las sociedades que la componen, como resultado de su decadencia inevitable.

Lo cierto es que para el trotskismo, esa debacle se vendría dando desde hace un siglo y podría ser observable en los niveles de deterioro de las tasas de rentabilidad burguesa. Así, cada crisis en la que opera el capitalismo, es una muestra de los estertores de su agonía. Pero, inmediatamente allí, se distancia de la estrategia pasiva del kautskysmo y, por el contrario, invita a la lucha constante y a la agitación consignista permanente. Su cosmovisión voluntarista invita a luchar con vehemencia ante el inminente momento pre-revolucionario al que todo socialista deberá acudir, aun ante las reiteradas recuperaciones que operan en el capital.

Es esa misma combinación de un futuro ya determinado y el voluntarismo de la agitación social la que se desprende del Programa de Transición elaborado por Trotsky en 1938 y que es la guía canonizada de todo partido trotskista. Sin embargo, esa deriva poco tiene que ver con el análisis del capitalismo establecido por Marx en El Capital:

La enorme capacidad, inherente al sistema fabril, de expandirse a saltos y su dependencia del mercado mundial generan una producción de ritmo febril y la consiguiente saturación de los mercados. La vida de la industria se convierte en una secuencia de periodos de animación mediana, prosperidad, sobreproducción, crisis y estancamiento. A raíz de estos cambios periódicos de este ciclo industrial, se vuelven normales la inseguridad e inestabilidad que la industria maquinizada impone a la ocupación del obrero y por tanto a su situación vital.3

El capitalismo suscita las crisis, tal es su devenir orgánico sobre el que se despliega su capacidad de acumulación y pervivencia. A través de las crisis es cómo opera el desarrollo de sus fuerzas productivas. Éstas son el motor del capitalismo y la competencia, el combustible que la alimenta; la lucha de clases es el reflejo político de ese metabolismo productivo en donde las crisis son parates en la acumulación que «se llevan puestos» la vida de miles de seres humanos. El estancamiento de la rentabilidad en la producción (las barreras naturales para su desarrollo, al decir de la economía burguesa) deriva de un proceso de sobreproducción que obliga a los capitalistas a sobreponerse, a través de saltos tecnológicos o de la apertura de nuevas ramas para la explotación y/o la producción, capaces de relanzar los márgenes de acumulación en la producción capitalista.

Pero, aun estas objeciones, las posiciones de los partidos trotskistas contarían con un punto a su favor (al menos en apariencia) en la deriva que ha tomado el modo de producción capitalista tras la finalización de la fase ascendente de los 30 años posteriores a la II Guerra Mundial. El final del período fordista de acumulación, desarrollado a partir de políticas económicas keynesianas, con el que el Estado de Bienestar se consagraba como horizonte de todo éxito capitalista (esa calma en la playita de la historia del capital, después de atravesar el desastre de las rompientes que significaron las dos guerras mundiales), implicó la pauperización de las condiciones materiales de existencia de un número creciente de sectores de asalariados como necesidad de bajar los costos de producción, en busca de una nueva etapa de valorización del capital.

Esta «época de oro» del capitalismo no duró realmente mucho tiempo. En los años setenta se originó una nueva crisis económica mundial, la cual persiste hasta nuestros días. El motivo puede entenderse en esencia en el marco de la lógica propia de las tecnologías tayloristas y los procesos de trabajo existentes. Al no poder elevar a voluntad las ganancias del capital, se volvió a estancar el proceso de acumulación y crecimiento. Las reservas de productividad que se encontraban en el proceso de producción taylorista y fordista demostraron ser completamente limitadas. La forma de regulación del Estado de Bienestar se orientaba cada vez más hacia un conflicto de intereses por las ganancias del capital. Así aparecía la crisis del fordismo como si fuera una crisis del Estado de Bienestar. En efecto, parecía como si la base económica del capitalismo del Estado de Bienestar empezara a tambalearse. La compatibilidad de la ganancia del capital y el bienestar colectivo llegó a su fin. Y con esto se desvanecieron también las bases para los compromisos entre las clases sociales, que era una de las características del fordismo.4

El problema que mantiene el trotskismo ante esta inapelable realidad, es que confunde la pauperización y la decadencia de las condiciones fordistas de acumulación (basadas en el plusvalor relativo, es decir, en la extracción de plusvalía con un derrame de su rentabilidad hacia grandes sectores de los asalariados), con la decadencia misma del capitalismo como lógica para la organización social de la producción de la riqueza. La globalización, entendida como concepto económico y no como fenómeno social, es la forma que adopta la estrategia de la burguesía para la reconfiguración organizativa en su carácter directriz de la división social del trabajo.

Crisis del período fordista, auge de la globalización

La industria moderna nunca considera ni trata como definitiva la forma existente de un proceso de producción. Su base técnica, por consiguiente, es revolucionaria, mientras que todos los modos de producción anteriores eran conservadores. (Marx)

El capitalismo no está destinado a ninguna crisis terminal de su modelo de organización de la sociedad basado en la apropiación del plustrabajo. Por el contrario, el modo de producción capitalista encuentra en sus períodos de estancamiento y posterior crisis (debido a su hegemonía en la dirección de la división mundial del trabajo) las herramientas precisas con las que nuevos sectores de la burguesía se inscribirán en el curso de la historia, aportando novedades tecnológicas o reconfigurando las formas en que los procesos de acumulación consiguen modularse. Así, la globalización, lejos de ser un fenómeno meramente del orden social, sería la respuesta que la propia clase propietaria aportó ante el estancamiento de las condiciones fordistas de acumulación. Toda vez que para ello será imprescindible transformar los cánones sociales y culturales, la modificación de las normas jurídicas e ideológicas consolidadas durante la etapa fordista, como forma de instaurar un nuevo marco legal de acumulación.

En esta etapa de transición en la que aun parecemos encontrarnos, la disputa entre los defensores de un modelo burgués en apariencia perimido (basado en las fórmulas keynesianas de posguerra, la participación obrera en tajadas de la riqueza burguesa, los marcos de acción de los Estados nacionales como morigeradores de la apropiación capitalista; en fin, todo aquello relacionado con lo que desde la década del ´40 se denominó Estado de Bienestar), parecen ir reaccionando como rémoras discursivas de una realidad que se les impone como la ley de gravedad se le impone a aquel que se le cae una casa encima. O sea: objetivamente, con independencia de sus deseos y dogmatismos.

Aun esto, las caracterizaciones realizadas desde el populismo, el progresismo y grandes sectores de la izquierda, someten sus análisis a los aspectos culturales, sociales o jurídicos de la globalización. Calibran sus diagnósticos sobre los síntomas y no desde sus causas. La globalización es ciertamente un momento de reorganización de pautas culturales, de reformulación ideológica para la legitimación legal de relaciones sociales de producción antes innecesarias, pero lo es sólo porque se trata de un fenómeno económico consistente en el despliegue global de las relaciones capitalistas de acumulación.

Si la globalización se expresa en términos sociales, culturales y jurídicos, es porque la transformación económica a la que aspira necesita de su marco hegemónico que la convierta en legal. En eso consiste la hegemonía de la burguesía: en tornar legales y tolerables los marcos en los que la dominación de unos se ejerce sobre los otros.

Al llegar a una fase determinada de desarrollo las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o, lo que no es más que la expresión jurídica de esto, con las relaciones de propiedad dentro de las cuales se han desenvuelto hasta allí. De formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones se convierten en trabas suyas, y se abre así una época de revolución social. Al cambiar la base económica se transforma, más o menos rápidamente, toda la inmensa superestructura erigida sobre ella. Cuando se estudian esas transformaciones hay que distinguir siempre entre los cambios materiales ocurridos en las condiciones económicas de producción y que pueden apreciarse con la exactitud propia de las ciencias naturales, y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en una palabra las formas ideológicas en que los hombres adquieren conciencia de este conflicto y luchan por resolverlo.5

Nos situamos ante un proceso revolucionario hacia el interior del capitalismo. Un momento de transición entre dos de sus variantes. Como todo hiato en el curso de la historia, en esta etapa conviven la nostalgia del pasado y los diagnósticos de un futuro que aún no termina de decantar. En ese sancocho de voluntades y esperanzas, convivimos todos. El populismo nostálgicamente discursivo (pragmáticamente, del menemismo a esta parte, ya entendieron de qué va la cosa), proponiendo recetas de un pasado capitalista que ya no es tal. Grandes sectores de la izquierda descolocados ante el fenómeno, refugiados en la esperanza de un final hipotéticamente señalado de un capitalismo mucho más viril que sus dogmatismos. Y el progresismo con su ingenuidad impostada (sus acciones siempre se determinan en el sentido que marcan los vientos), empeñado en que una versión humana del capitalismo siempre está por llegar sin la necesidad de nada más que la voluntad y la esperanza.

Ni eutanasia ni apocalipsis

En este momento, aun indeterminado, la figura decadente y lunática de esperpentos como Milei, no parecen tan ajenos a la lógica del capital y las razones que guían su necesidad de acumulación. En todo caso han existido figurones grotescos mayores en la historia del capitalismo, ante los cuales Milei resulta una caricatura ramplona. Personajes que tras las urgencias del capital no tuvieron ningún prurito en hacer desaparecer poblaciones por millones, clandestina o explícitamente.

En términos históricos, la coyuntura que nos escandaliza por un asado político con aliados en Olivos se parece más a la celebración de un acuerdo: es inevitable hacer lo que hacen, sumidos bajo la lógica del capital, pero nadie desea encontrarse con esa mancha entre las manos.

El capitalismo no provocará su propia eutanasia ni proveerá, necesariamente, un apocalipsis redentor para la humanidad. Somos los seres humanos quienes hacemos la historia, aunque no en condiciones elegidas por nosotros mismos.

NOTAS:

1 Keynes, keynesianosny keynesianos neoclaiscos, UNQ, 2018, p. 178.

2 Mate al Rey (142) con Jorge Altamira: «La descomposición del capitalismo mundial, abre perspectivas a la lucha revolucionaria» – El Porteño (elporteno.cl) En ALTAMIRA: La descomposición del CAPITALISMO MUNDIAL, abre perspectivas a la lucha REVOLUCIONARIA (youtube.com)

3 El Capital (edición de Siglo XXI), p. 551.

4 Joachim Hirsh, Globalización, capital y estado (1996), p. 88.

5 Prólo a la Contribución a la crítica de la economía política (1859).

Dejá un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *