Nada viene al mundo de la nada y, aunque las casualidades se combinen en la realidad para su nacimiento, hace falta una seca en la pradera para que la chispa de lo espontáneo abra paso al fuego de la novedad capaz de inscribirse en el curso de la historia. Una observación detenida hacia la expresión de la conciencia política de los sectores mayoritarios del progresismo y la izquierda nos revela algo de la distancia que existe, en la actualidad, entre una pequeña realidad ideologizada y el imaginario común de nuestra clase. Mucho antes de que la idea amplificada del «cuentapropismo» fuera ganando espacio en la conciencia proletaria, la identificación de la clase obrera con la ideología burguesa apareció en la forma de adaptación y supervivencia ante la amenaza constante del deterioro de las condiciones de existencia materiales del proletariado y las crisis de las que se nutre el capitalismo.
Parece que hay una continuidad entre las motivaciones que orientaron la adaptación de los obreros del periodo industrial1 –frente al desarrollo de un capitalismo vigoroso, resignando enajenación por ascenso social– y los de un período posterior al modelo de acumulación de los 30 gloriosos años de posguerra–en apuesta franca por la autoexplotación ceñida a la esperanza de «hacerse a sí mismos» como versión autónoma del modelo burgués–. El contraste entre aquella maniobra y ésta corresponde a la diferencia entre un período de expansión capitalista y una reacción propia al momento de contracción experimentada por la acumulación burguesa en esta región del planeta.
Sin embargo, para los sectores vinculados al populismo, el progresismo y buena parte de la izquierda no existe este tipo de relación. Veneran aquella a la que adscriben como deseable, sin poder matizar su convencimiento en el hecho que también la de los desocupados y marginados por las políticas progresistas es una adaptación que requiere análisis, mas no su condena abstracta.
Una adaptación es un hecho histórico. Sucede dentro de coordenadas específicas ante las cuales se debe operar y exceden la voluntad individual. Exigirles a los desechados por esas condiciones impuestas que se manejen bajo los mismos resortes que quienes todavía se mantienen a flote dentro de los límites de un período en decadencia resulta, cuanto menos, fruto de un obstáculo epistemológico.
El resurgir de posiciones económicas liberales hasta establecerse como una alternativa concreta asumida por parte del común de la sociedad resulta coincidente con el agotamiento y posterior fracaso de las políticas de tipo neokeynesiano. Esto se fue haciendo evidente con cada vez mayor potencia desde el inicio del segundo decenio del siglo XXI. Este momento fue la antesala propicia en donde maceraron concepciones individualistas que, a la postre, tomaron forma en manifestaciones políticas de tipo liberal como alternativa ante el deterioro de las condiciones de vida de la población relegada.
Las recetas «redistribucionistas» emparentadas con los gobiernos populistas de las últimas décadas (en el contexto de un capitalismo huérfano de las herramientas necesarias para darle vida a un discurso incapacitado de realizarse) condensaron la posibilidad de una deriva hacia posiciones conservadoras, tanto liberales como populistas. Ante semejante escenario, el kirchnerismo percibido por el grueso de la sociedad como acepción de un tipo difuso de «izquierda», promovió un razonamiento por oposición nada descabellado en la percepción concreta de los electores.
Dentro de este contexto, la masificación de las ideas liberales contó con un excelente trabajo de divulgación que favoreció su permeabilidad en la sociedad desde posiciones histriónicas y taquilleras, hasta establecerse como opción posible funcionando como espejo de una realidad estéril. Cierto es que esta aceptación no implica una identidad total con el sector marginal que representa la teoría propuesta por el actual Presidente, aunque sí con el sustrato liberal que propicia su capacidad de ser y en la cual el kirchnerismo –pese a sus diatribas– también habitó. No hace falta adscribir al supuesto «anarcocapitalismo» de Milei ni a ninguno de los postulados de la Escuela austríaca para haber sido uno de sus enfurecidos votantes o uno de sus pacientes defensores. Incluso, cierto grado de omisión –propiciado implícitamente desde el arte de la divulgación– se torna indispensable para el acompañamiento de estas posiciones por parte de una masa con hastío suficiente.
Al contrario de lo que sucede con el pensamiento marxista en la actualidad, para el liberalismo el proceso de vulgarización de una teoría –implícito en todo proyecto de divulgación social–, fomenta su capacidad de absorción y penetración en la sociedad. Aquello que para las posiciones de izquierda se reproduce como simplificación dogmática o caricaturización cabal de una crítica concreta, para el liberalismo representa la capacidad de soterrar efectivamente los intereses reales inherentes a las prácticas propuestas.
Idéntica relación entre las formas en que se manifiestan las cosas y el trasfondo que ellas ocultan. Las manifestaciones son espontáneas, simples, directamente percibidas por los sentidos; su trasfondo –sin embargo– se nos aparece apreciable mediante el trabajo metódico del pensamiento. La envoltura de la apariencia sólo cede paso ante la labor subversiva de la ciencia. Disparidad de destinos entre iniciar un recorrido paciente colina arriba y deslizarse río abajo mientras la correntada opaca todas las piedras que nos golpean en el camino.
Mayor salario no significa menor explotación
El modo de producción capitalista se inicia a partir de la necesidad de acumulación por parte de los propietarios privados de los medios de producción. Sin esta acumulación, no es posible el desarrollo posterior del capital. A su vez, la acumulación se realiza, indefectiblemente, sobre la apropiación de valor generada por los productores de mercancías, esto es: trabajo impago hacia el obrero.
Ese momento de escamoteo sucede durante la jornada laboral, en la que la fuerza de trabajo es propiedad del dueño de los medios de producción. Al adquirir la fuerza de trabajo durante un periodo de tiempo, el capitalista adquiere también el fruto de su labor. El empresario compra la fuerza de trabajo al costo de la reproducción de las condiciones materiales de existencia del obrero y no del producto final de su trabajo. De esto se desprende la existencia de una parte sobrante de la jornada laboral en la que el obrero no trabaja para cubrir los gastos de su reproducción y es absorbida por el empresario como forma de establecer su ganancia. A ese período excedente de trabajo apropiado legalmente por el patrón se lo denomina plustrabajo. Y al valor resultante del plustrabajo se lo llama plusvalor.
Sin plustrabajo no existe el plusvalor. Sin plusvalor no hay espacio para la acumulación desde la cual se inicie una próxima reinversión que dé paso a la expansión de la propiedad capitalista. En este aspecto es que se entiende al capital como valor que se valoriza una y otra vez, mediante la reinversión de la rentabilidad. Se establece, así, un proceso de acumulación.
A la dinámica mediante la cual el capitalista obtiene el plustrabajo en base a la absorción del trabajo vivo (del obrero), que adquiere como una mercancía más, se lo denomina explotación. Y, como se ha descripto, es la base de la acumulación capitalista. Es necesario resaltar que todo este proceso señalado se realiza sin un ápice de inmoralidad o ilegalidad por parte del capitalista. Y aunque sus acciones y voluntades puedan quedar para la calificación particularísima de su persona (algunos son unos soretes; otros, como Engels, no), el proceso de explotación ocurre dentro de los márgenes legales que imperan, estas relaciones de propiedad son la base del capitalismo sobre ellas se erige nuestra sociedad contemporánea.
De aquí se desprende, además, que las relaciones mercantiles se despliegan de manera objetiva dentro del modo de producción que las contiene. Esto es: superan la voluntad humana de quienes deben adecuarse, aun la posición dominante dentro de la producción. Leemos en El Capital:
Como capitalista, no es más que capital personificado. Su alma es el alma del capital. Pero el capital tiene un sólo impulso vital, el impulso de valorizarse, de crear plusvalor, de absorber, con su parte constante, los medios de producción, la mayor masa posible de plustrabajo. El capital es trabajo muerto que sólo se reanima, a la manera de un vampiro, al chupar trabajo vivo, y que vive tanto más cuanto más trabajo vivo chupa. El tiempo durante el cual trabaja el obrero es el tiempo durante el cual el capitalista consume la fuerza de trabajo que ha adquirido.2
Por el contrario, para la concepción que define al espacio nacional-popular, la explotación es entendida como una forma de abuso del poder legal que habilita al capitalista; un sometimiento económico desmedido por parte del empleador con respecto al trabajador. Sus objeciones a la acción capitalista no se aplican hacia su lógica intrínseca, sino que se concentran en la discriminación de acciones específicas con las que algunas personalidades de la clase explotadora llevan adelante la explotación. Es la avaricia de los empresarios o la acción de una clase dirigente entreguista lo que somete el destino del obrero (o la nación, según los términos de su propio discurso).
Esa concepción subjetiva de la explotación reviste de moralidad el conflicto con la clase explotadora. Esto implica que no existe un problema de fondo con la acumulación burguesa, sino con las formas en que esa acumulación se lleva a cabo. Para populistas y socialdemócratas no resulta necesario ni deseable un cambio radical en las relaciones de producción capitalistas. Su confianza se sostiene en una simple reorientación moral de la burguesía, mediante la acción responsable del Estado en la dirección de los intereses nacionales de parte de la rentabilidad burguesa. Como sostuvo hace dos años (no hace dos siglos) el ex presidente Alberto Fernández, la solución consistiría en operar persuasivamente sobre la conciencia del empresariado:
Yo no quiero quedar bien con Dios y con el diablo, solo quiero que los precios bajen. Ahora, hay diablos que hacen subir los precios y lo que hay que hacer, es hacerlos entrar en razón. Y si no, aplicaremos las herramientas que nosotros tenemos, como la Ley de Abastecimiento.3
Para el populismo y el progresismo el conflicto con la burguesía radica en el salario y no en la explotación. Sin embargo, la forma salario encubre con su apariencia el trasfondo de la explotación (trabajo impago), que es precisamente lo que define la relación de producción capitalista. Toda vez que, por definición, en el capitalismo, el salario nunca comprenderá el reconocimiento en el precio total por el fruto de la fuerza de trabajo adquirida.
La forma del salario, pues, borra toda huella de la división de la jornada laboral entre trabajo necesario y plustrabajo, entre trabajo impago e impago. Todo trabajo aparece como trabajo pago (…) Se comprende, por consiguiente, la importancia decisiva de la transformación del valor y precio de la fuerza de trabajo en la forma del salario, o sea en el valor y precio de trabajo mismo. Sobre esta forma de manifestación, que vuelve invisible la relación efectiva y precisamente muestra lo opuesto de dicha relación, se fundan todas las nociones jurídicas tanto del obrero como del capitalista, todas las mistificaciones del modo capitalista de producción, todas sus ilusiones de libertad, todas las pamplinas apologéticas de la economía vulgar.4
A diferencia de otras formas de realización social de la producción, como el esclavismo o el feudalismo, en las cuales toda la relación social se expresa como opresión, bajo el capitalismo la explotación aparece como retribución equitativa. Aun más cuando existe una forma de extracción de plusvalor que permite al obrero percibir la explotación no como opresión, sino como la posibilidad de ascenso social.
Allí, la enajenación no se advierte como tal, se asume bajo la forma de esperanza en un proyecto de vida de mayor prosperidad que el de sus propias generaciones pasadas, una ilusión para el futuro del propio linaje. A diferencia del plusvalor absoluto, en donde los salarios y los períodos de trabajo aumentan como condición para el incremento en los márgenes de la acumulación burguesa, en la forma relativa de plusvalor, la tasa de explotación no representa un deterioro en términos nominales en los medios destinados a la reproducción de la vida del obrero. Y aunque la explotación no cese o se intensifique, la apariencia expresada en la capacidad de los salarios nominales permite al obrero –sobre todo en períodos de fase ascendente de la acumulación capitalista– contemplar racionalmente la inversión de su tiempo de vida a cambio de una retribución capaz de significar su propia posibilidad de acumulación. Fueron estas las características que fundaron la vinculación de la clase obrera con el Estado de Bienestar, primero, y que operaron en las reconciliaciones con el capitalismo en ciclos posteriores.
Ocurre que, en disonancia con la concepción populista, estos períodos en donde el incremento del beneficio (la participación obrera en porciones de su plusvalor) no son obra de la simple voluntad política de tal líder o partido en el gobierno, sino que están unidas al desarrollo del capitalismo nacional en un momento determinado del desarrollo internacional de la división del trabajo. El agotamiento que en nuestra región experimenta la acumulación capitalista contemporánea de manera cada vez más palpable (lo que no significa el declive del modo de producción burgués, sino un reacomodamiento que hoy beneficia el desarrollo en algunas regiones de Asia, por ejemplo).
Esto es lo que define a las condiciones para la adaptación actual de los sectores más pauperizados de nuestra clase. Incapaces de ser incorporados a los beneficios que la manera relativa de explotación implica, deben adecuarse como fuerza de trabajo explotada de manera absoluta o desregulada. O bien intentar una alternativa de autoenajenación estimulada por la expectativa de una acumulación personal en base al esfuerzo cuentapropista.
Una y otra forma de adaptación corresponden al envés en el desarrollo histórico de un modo de producción; en donde cada uno de los gobiernos intervinientes no han sido inocuos en el derrotero a través del cual hemos desembocado en esta realidad contemporánea.
Salto cualitativo capitalista o necesidad del comunismo
En estas determinaciones antes descriptas, desde retóricas tan equidistantes como ambiguas, confluyen populistas, socialdemócratas y libertarios. Para cada uno de ellos el funcionamiento deficiente del capitalismo, su incapacidad de suministrar la satisfacción de las necesidades de la población, es el resultado de defectos externos al modo de producción. Ya sea, en el caso de los libertarios, por la presencia todopoderosa y obliteradora del Estado; o bien, para el popular-progresismo, por la acción de intereses contrapuestos a la nación, llámense éstos FMI, Banco Mundial o grupos empresarios concentrados, vinculados al control de la economía y los precios a través de la acción de los monopolios y la hegemonía parasitaria del capital financiero por sobre el productivo.
Por el contrario, sostenemos que las crisis en el capitalismo son –por definición– endógenas, inherentes a su desarrollo y forma específica de alcanzar la acumulación y el desarrollo capitalista. El capitalismo no sufre crisis debido a voluntades y alteraciones exteriores a él (exógenas), sino que es el normal y exitoso despliegue de su lógica productiva lo que indefectiblemente resulta en un metabolismo generador de crisis como condición para una nueva etapa de acumulación.
Es imprescindible resaltar que cada una de estas crisis que comprenden la condición para un nuevo relanzamiento del ciclo de acumulación capitalista significa la caída en desgracia de millones de personas, habitantes del planeta ubicados en puntos tan distantes entre sí como unidos fatídicamente por las necesidades de valorización del capital. Por lo tanto, la lucha por el comunismo no resulta un objetivo antojadizo o estético, subjetivo. No se trata del deseo platónico de aquel paraíso cristiano en donde todas las personas serán, en otro lugar, dichosas. Poco más podremos decir acerca de lo que será, en todo caso, una consecuencia y no la finalidad inmediata de una revolución.
La crítica radical a la economía burguesa que enarbola el comunismo mucho menos significa un retorno romántico hacia instancias sociales pretéritas. No es la elegía bucólica de un utopismo comunitario ni la excusa para el embellecimiento de una economía previa al desarrollo de las fuerzas productivas promovidas por el capitalismo. El comunismo debe ser una superación del capitalismo, desde su negatividad o negación. En términos concretos, significa la intervención racional de la clase obrera en la división social del trabajo que encadena la producción, orientada hacia la satisfacción de las necesidades de los individuos que comprendan una sociedad.
Cuanto más se acrecienta la fuerza productiva del trabajo, tanto más puede reducirse la jornada laboral, y cuanto más se la reduce, tanto más puede aumentar la intensidad del trabajo. Socialmente considerada, la productividad del trabajo aumenta también con su economía. Esto no sólo implica que se economicen los medios de producción, sino el evitar todo trabajo inútil. Mientras que el modo capitalista de producción impone la economización dentro de cada empresa individual, su anárquico sistema de competencia genera el despilfarro más desenfrenado de los medios de producción sociales y de las fuerzas de trabajo de la sociedad, creando además un sinnúmero de funciones actualmente indispensables, pero en si y para si superfluas.5
La organización efectiva del tiempo socialmente necesario para la producción (aquel que el capitalista se apropia para si como una mercancía más) implica la conquista de la división social del trabajo con el fin de optimizar los tiempos implicados en la producción. Se trata de suprimir, al mínimo posible, el tiempo que un obrero participe en la reproducción material de los medios de subsistencia de una sociedad. Desterrar su lógica general anárquica, su despilfarro de fuerza de trabajo social traducida en alienación, para ponerla al servicio de las necesidades de la sociedad.
Una vez dadas la intensidad y la fuerza productiva del trabajo, la parte necesaria de la jornada social de trabajo para la producción material será tanto más corta, y tanto más larga la parte de tiempo conquistada para la libre actividad intelectual y social de los individuos, cuanto más uniformemente se distribuya el trabajo entre todos los miembros aptos de la sociedad, cuanto menos una capa social esté en condiciones de quitarse de encima la necesidad natural del trabajo y echarla sobre los hombros de otra capa de la sociedad. El límite absoluto trazado a la reducción de la jornada laboral es, en este sentido, la generalización del trabajo. En la sociedad capitalista se produce tiempo libre para una clase mediante la transformación de todo el tiempo vital de las masas en tiempo de trabajo.6
Por consiguiente, las desdichas individuales que conlleva la vida de un ser humano en sociedad no se terminarán con el comunismo ni mucho menos. Las penas, las pulsiones, las emociones, todo aquello que escapa al dominio objetivo de las relaciones sociales con que una sociedad se reproduce, continuarán en el ámbito de lo personal, presentes. El reino de la felicidad de los hombres sobre la tierra, es terreno de las religiones, no del comunismo.
NOTAS:
1 Al hablar del «obrero industrial» nos referimos al tipo de asalariado surgido al calor del desarrollo capitalista posterior al siglo XVIII en Inglaterra y que, en nuestro país, tomó forma hacia el segundo decenio del siglo XX y que el peronismo expresa como la masa que dio sustancia, por antonomasia, a su movimiento.
2 Carlos Marx, El Capital (Crítica de la economía política), Siglo XXI, 2003, p.280.
3 «Alberto Fernández: “Hay diablos que aumentan los precios y hay que hacerlos entrar en razón”», nota publicada en Página 12 el 28 de marzo de 2022.
4 El Capital, edición citada, pp. 657-8.
5 El Capital, edición citada, p.643.
6 El Capital, edición citada, p.643.