La posibilidad de hacer valer los sueños

Ese desajuste es la manera en que se proyecta sobre la economía la antigua tensión entre la libertad, que es una condición de la competitividad, y la igualdad, que exige niveles mínimos de inclusión. La Argentina deambula desde hace más de dos siglos en busca de ese talismán. En ese extravío aflora una contradicción entre el distribucionismo voluntarista, que en su demagogia es irreverente ante la técnica, y la ortodoxia, que sacraliza una receta desentendiéndose de su aceptación social. No hace falta personificar estas dos inclinaciones. Además, es inconveniente porque impediría tomar conciencia de que la pregunta es muy antigua y de que la respuesta se está demorando demasiado. La democracia se sostiene sobre una normativa. Es el consenso sobre un sistema de reglas. Sin embargo, para que ese sistema sea aceptado, debe darse un mínimo de satisfacción material por debajo del cual la legitimidad se desmorona. La aspiración de estos escritos es llamar la atención sobre ese riesgo.

Carlo Pagni, EL NUDO (Buenos Aires, Planeta, 2023).

De la debacle administrada al infierno tan temido

Nuestro país, tal como está organizado, no produce los insumos necesarios para generar los recursos que permitan seguir viviendo (más o menos) dignamente y a la par del resto del mundo civilizado. Tanto lo que produce como lo que consume la sociedad argentina requiere, en más de un tercio de sus componentes, comprar en el exterior y, claro, pagar en dólares. Lo que produce y exporta la Argentina está en manos privadas, los capitalistas consideran demasiado lo que aportan para resolver ese desbalance y este demasiado resulta muy poco para la clase obrera ocupada y desocupada. Todos los mecanismos propios del capitalismo que la burguesía puede utilizar para contener este problema han sido forzados hasta convertirlos en remedios peores que la enfermedad: saqueos previsionales, inflación, venta de activos estatales acumulados, recurrir a los préstamos en dólares, endeudamiento interior en pesos… Y, sobre todo, retraso salarial y recorte de las conquistas sociales. Todos los rodeos capitalistas para equilibrar este desfasaje han sido puestos en práctica durante décadas hasta el punto en que hoy estamos, con resultados inversos a los buscados. Agotados sus parciales efectos benéficos, queda el venenoso fondo quemado de la olla.

La inflación, que usualmente permite licuar los salarios, en cierto punto se vuelve un elemento incontrolable que disloca el sistema comercial y los negocios. La deuda, que anticipa recursos con la promesa de plusvalía futura, en cierto nivel se transforma en un generador de desconfianza, que retrae el crédito y empuja al aumento de las tasas de interés. Los activos y concesiones del Estado, que eran una oportunidad para hacer negocios, se convierten en un capital cautivo, sometido a los vendavales de una economía en desorden creciente. Nadie va a ofrecer mucho por una concesión en un país que presenta un tipo de cambio diferencial para cada cosa, junto a una diversificación impositiva proliferante.

Así, el capitalismo argentino se devora a sí mismo. Entre otras cosas, se engulle la idea burguesa que lo ha sostenido en pie todos estos años, según la cual los problemas vienen de afuera y la solución es el Estado burgués. Cuando Alberto declara que debió atravesar, durante su gobierno, «la herencia de Macri, la sequía, la guerra y la pandemia», nos revela qué es exactamente lo que el capitalismo argentino necesita para sobrevivir: la pesificación y el ajuste de Duhalde, el precio exorbitante de la soja provocado por el crecimiento chino, la inmovilización de las epidemias (como el SARS o el MERS) en un extremo del mundo que no nos afecte y que todas las demás variables, imprevisiblemente, se combinen a favor, de nuevo, como en 2003.

Los gobiernos burgueses en este país se heredan entre sí porque reciben lo mismo que protegen: el inviable capitalismo argentino.

Sin ilusión, sin fe…

Así, sin ilusión y sin fe, como dice el tango, se acercan las elecciones. Hay un gran consenso, transversal al conjunto de las clases sociales, que podría resumirse así: este ajuste inflacionario es tremendo pero el verdadero ajuste es el que viene. Este consenso comprime el marco ideológico. Una parte creciente de la población, tardía y reticentemente, empieza a incorporar en la conciencia un dato tan indisimulable como un elefante en la habitación: el fracaso y la irremediable decadencia de la idea de un Estado burgués «benefactor». Este modelo, que caducó en la realidad por razones endógenas durante las últimas dos décadas del siglo XX, caduca ahora, también, en la conciencia de buena parte de la clase obrera en Argentina. Esto no significa, necesariamente, el fin del peronismo. Pero sí la reducción del peronismo parasitario y, posiblemente, el (re)surgimiento del «peronismo racional», esto es, el que mantiene los lazos más orgánicos con sectores burgueses sustentables. (Vale observar que para esto necesita expulsar a la Tenia Saginata que representa Cristina comiéndoselos desde adentro).

Esta perspectiva –el inmenso malestar es sólo un prefacio al gran sacudón– se expresa, por ejemplo, en las renuncias a candidatearse (cada uno con su estilo) de Cristina y Macri. Un poco porque no les da la nafta, otro poco porque el vehículo está fundido y no parece llevar a ningún lado y un poco más para preservarse con miras a que sea otro quien encarrile y se desgaste, para recién entonces asomarse nuevamente al poder. Se bajaron de los organizadores del «orden grieta» pero ningún orden alternativo emerge con claridad. Y faltan 4 meses para las PASO.

La administración sustentable del caos

Un futuro inmediato sería mantener la administración de la crisis como hasta ahora. Es lo que, en vista de las circunstancias, firmarían muchos si eso fuera posible. El obstáculo para ese futuro es que el presente somete a la clase trabajadora a un desgaste incesante para correr atrás de los problemas en un país que no funciona. Y también que la burguesía soporta a Alberto –sin hacer olas desde hace 2 años– amparada en la expectativa de un cambio de gobierno que opere un «sinceramiento» de algunos mecanismos. De manera que el único sostén de la calma y estabilidad relativas de sociedad argentina, que se hunde en la mierda sin patalear de manera desestabilizante, parece ser una expectativa: el 10 de diciembre, con su promesa de mitigar o exasperar los problemas. Tenue fuerza gravitacional que coesiona la admnistración sustentable del caos en que vivimos.

Mientras tanto, la resignada esperanza de que pase el ajuste y surja un país más pequeño pero más ordenado es una creencia menguante. Todos los políticos y los burgueses aceptarían esta alternativa, pero no se ponen de acuerdo acerca de cómo llevarla a cabo, es decir, acerca de quién repartirá los boletos de los que se salvan.

Crisis espantosas pero en gran medida inevitables

Si bien la vida material, también llamada «economía», condiciona profundamente los movimientos y expresiones de la política, en ciertos momentos el efecto de esta última sobre la primera adquiere alguna preeminencia. En una curiosa paradoja, toda la población argentina descree de las elecciones y de los políticos, sin embargo en sus acciones es crucial la inquietud por lo que va a suceder el día después del acto eleccionario. Y esta inquietud no está animada por expectativas favorables sino por la oscura incertidumbre que suspiramos cada minuto de nuestra vida cotidiana.

Como mantener el caos administrado es cada vez más costoso y el cronograma electoral es una distribución de posibles saltos en la crisis, hay quienes comienzan a caerse de la mentalidad reformista. Para decirlo de otra manera: usualmente la mayor parte de una sociedad consiente el orden establecido. Y supone que los problemas de esa sociedad se van a resolver, siempre, mucho mejor dentro de su ordenamiento que rompiéndolo. Esa confianza en que «lo que anda es más importante que lo que no anda y hay que preservarlo» permite la cotidianidad de millones de seres humanos interrelacionados de manera más o menos vivible. Cuando esa vida cotidiana induce la pregunta sobre lo vivible y lo soportable, comienza a cuestionarse socialmente la validez ese ordenamiento.

«Pudrirla y que sea lo que Dios quiera», «Que se vayan todos»… Expresiones de este tipo son las que comienzan a circular y son las que llevan a votar payasos o a desconocer las jerarquías políticas. Pero también son las que llevan a las calles y las barricadas. Sólo una pequeña vanguardia consciente puede ir a un enfrentamiento con alguna determinación previa. En general, lo determinante es la curva ascendente con la que se exacerban los ánimos en pocos días, horas y, a veces, minutos de una situación madurada largamente. Y en parte las cosas suceden sin mucha previsión ni intencionalidad consciente. Es en esas situaciones donde la vida social se expone como en una pantalla, no en las charlas cotidianas o las redes sociales. Es en esos momentos de aceleración social donde el reformismo se hace añicos y la recuperabilidad del capitalismo, del orden capitalista actual, queda materialmente cuestionada.

Si un orden queda cuestionado por su inutilidad es lo contrario de si ese mismo orden genera las mejoras para su (auto) reforma. Por supuesto que toda crisis es una convocatoria a los outsiders, tanto en el terreno de los nombres como de las ideas. Por eso crece Milei.

Y también por eso la izquierda cierra sus caminos al intentar puentes hacia un territorio que se hunde. La izquierda tradicional, preocupada por su carácter necesariamente bastardo en el mundo de la institucionalidad burguesa, se ha hecho adoptar por el peronismo. Cada vez que le llama «derecha» a uno de los bandos burgueses, ubica al partido de la Triple A y de Menem, a Berni y a los asesinos de Maxi y Darío, a la «izquierda». Y al reclamar esa filiación, expone su familiaridad. Siempre creyó en el desgranamiento molecular del peronismo, debido a las crisis friccionales del movimiento de la administración burguesa. En lugar de pensar en la inviabilidad y hundimiento del país burgués y su hecho más maldito. Por eso abandonó los criterios de clase y compró la reivindicación del Estado burgués, al que ve como el administrador de lo socialmente común y no como el gestor de los problemas genéricos del capital. Por eso supone a las políticas de subsidios como corruptas, en lugar de denunciar que esa es la función propia de un Estado con la clase a la que pertenece.

Lo previsible es el advenimiento de lo imprevisible

Que pueda estallar una crisis significa, desgraciadamente, que van a pasar cosas horribles. Y que no está en manos de los trabajadores evitar que sucedan sino en un único punto: en el que podamos matar a la Hidra de las 7 cabezas, la causa de las cosas horribles, el sistema capitalista. Una parte de la clase trabajadora vio con simpatía la piña a Berni, pero al que se la pegó lo fueron a buscar como si fuera el Chapo Guzmán. Altísimo precio por casi nada para la clase obrera. Pero ¿podría un sistema entrar en crisis de otro modo?, ¿ordenadamente?, ¿reflejando en resultados electorales, ordenados ideológicamente, el disgusto y el malestar?

Dicho de otra manera, cuando no hay crisis, la sociedad funciona y se ve representada por los carriles y los partidos tradicionales. Cuando una parte importante de la sociedad considera que ya no se puede vivir, cuando la sociedad empieza a expresar que ya no se puede vivir así: ¿mantendría esos carriles y canales ordenados? ¿y encontraría en ellos claridad, e ideas simples y distintas (como pedía Descartes) para elegir el camino de su repudio y disconformidad? Eso sería muy bueno, pero no suele suceder. Es en esta disyuntiva que, aunque no queremos el caos, tampoco sentimos predilección por la eutanasia.

Sin novedad en el frente (2022), la película que acaba de ganar el Oscar, expone un ejemplo de viraje frenético, bajo los mazazos de acontecimientos brutales, de la conciencia de los trabajadores y la juventud alemanas. Ese viraje es el que va del patriotismo guerrerista de 1914 a la sucesión de alzamientos revolucionarios acontecida entre 1918 y 1923.

La burguesía también ve allí problemas, por eso a Carlos Pagni (en la cita de El nudo que colocamos como epígrafe) le preocupa lo que excita al resto de LN+: cagar a piñas a un funcionario del Estado burgués no amenaza únicamente la duración del peronismo en el poder. Amenaza la viabilidad de hacer negocios, las condiciones para la acumulación, en la Argentina. Jairo Straccia, en esta charla, sotiene a partir del minuto 26:

Te voy a ser sincero: lo único que ordena en Argentina es el susto. Cuando hay susto porque el dólar subió mucho en poco tiempo, hablan los jefes de los bloques… En el 2019, durante la transición, cuando todo se iba al diablo, Alberto dice «Che, a 60 está bien el dólar», entonces [Hernán] Lacunza lo recibe a [Emanuel Álvarez] Agis, dicen «Che, nos la vamos a poner, nos van a llevar todo»… Una vez, Jorge Brito, dueño del Banco Macro, padre del presidente de River, me dijo: «El susto… son 50.000 tipos frente a Coto».

Porque la burguesía tiene claro que gobernar no es apenas ganar las elecciones, sino administrar la posibilidad y capacidad de que se pueda hacer plata, mantener el marco de la valorización del capital en su conjunto. Evitar la escena en la que miles de desposeídos se paran en la puerta de una sucursal de Coto. Y para eso no alcanza con ganar. Es necesario acomodar las variables económicas. Y eso incluye la respuesta que brindemos desde la clase obrera ocupada y desocupada. El clima expresado estas semanas no parece el mejor para un plan que necesita ahorrar y recortar recursos de todo tipo, como, por ejemplo, la seguridad.

Cuando el susto ordena a la burguesía y el peronismo apoya y prosigue el ajuste contra la clase trabajadora.

Esta preocupación de la burguesía por el funcionamiento social y su distancia con los políticos burgueses más parasitarios del Estado, se puede rastrear en la división que luego de las PASO 2019, dividió al Frente de Todos: un sector con más ligazones con la clase que representan le aseguró la gobernabilidad a Macri para que llegara al fin de su mandato y, así, maquilló un poco su caída. Pero eso también garantizó cierta fluidez de la economía capitalista argentina que amenazaba con un derrumbe de variables alocadas. El sector más duro de La Cámpora (se conoció luego) le reclamaba no darle ninguna mano y complicarle en mayor medida el final de su mandato. Ese sector hubiera cambiado una mayor crisis económica y social por un mejor resultado electoral (que parece ese sector se traduce simplemente en más cargos y más caja).

Las crisis golpean las conciencias, las ideas no determinan las crisis

Para entender el episodio que va del asesinato de un colectivero a la detención de otro, hay que tomar prudente distancia del criterio que supone que todo el incidente desde la muerte del colectivero a punto de jubilarse, el paro de colectiveros, la piña, y la posterior detención de trabajadores ha sido determinada por cuestiones ideológicas y, por lo tanto, los rumbos de acción posibles son tan variados como los protagonistas. Para ubicar nuestra acción y nuestra perspectiva debemos tomar en cuenta la situación social y económica.

En primer lugar, no se trata de un colectivero asesinado, se trata de varios muertos y muchos hechos de violencia cotidiana con una importante participación policial por inacción, por complicidad o por la vía del gatillo fácil, que amenazan los bienes duramente conseguidos por la clase trabajadora e incluso su propia vida. Y han llevado a los laburantes al hartazgo. Y esa situación tiene una base económica y social previa a los narcos y la corrupción policial, que es la degradación lenta e incesante de la vida en Argentina, más miserable, más ignorante, más inmediata cada vez.

El segundo elemento que determina el suceso es que hay una ruptura con la interna de los partidos. En el marco reformista el peronismo ha hecho magia con este sistema. Todo cuestionamiento era derivado hacia un sector interno que ofreciera solución sin romper. La estrategia que intentó Cristina durante este gobierno: estamos adentro, pero somos la oposición; no rompemos, pero no somos lo mismo. Pero hoy no parece estar funcionando. Y no funciona porque requiere, en paralelo, exponer algunos logros que no tienen. Por eso tampoco funcionó la estrategia peronista de endilgarle a Patricia Bullrich la autoría del atentado. No por confianza en Bullrich, capaz de eso y más, sino porque cada vez a menos gente le interesan las internas, las pequeñas diferencias, entre los que vienen gobernando y gestionando la caída desde hace décadas.

Es en esta situación general que el kirchnerismo ya no pelea votos, apenas quiere no perderlos. Su reacción represiva ante el tortazo, se desentiende de la simpatías generadas por la piña y sólo quiere trasmitir que –aun débiles– pueden reprimir. Algo que no hay que menospreciar, a sabiendas de que los gobiernos de salida no escatiman balas, como nos lo recuerdan De La Rúa en 2001, Lanusse en 1972 y el peronismo entre 1973 y 1975.

En resumen, que la clase trabajadora desconfíe del partido del orden y de las bondades del Estado burgués no es ningún retroceso. En la misma medida que la simpatía por políticos delirantes con propuestas represivas o la tendencia al individualismo (ahora rebautizado emprendedurismo) no es ningún avance.

Asistimos a un resquebrajamiento de un modo de vivir que ha funcionado algunas décadas y hace varias que funciona muy mal. Aun así, todos sabemos que ese modo de vida, el capitalismo, pronto nos va a pedir un gran sacrificio. Si lo aceptamos, se relanzará esta manera de gestionar la vida cotidiana, pero varios escalones más abajo. Y nuestra vida actual, inclusive tan mala como la consideramos ahora, se recordará como recordamos los días de vacaciones durante el año laboral. Si nos rebelamos, se sucederán acontecimientos que no serán agradables y por los que algunos pagarán un costo exorbitante, pero existirá una chance de un reordenamiento favorable, en alguna medida, para la clase trabajadora.

Recién llegados a este punto y sin muchas más alternativas que estas dos, es que existe la verdadera libertad de elegir. Y nosotros, apoyados en el análisis de la situación que vivimos encontramos en esa elección la ocasión de hacer valer los sueños o los temores.

Sólo cuando se acaba el camino, cuando ya no hay ruta, todos los horizontes son posibles y la vanguardia socialista (si está en condiciones de hacerlo) puede proponer un destino. Cuando hay que construir un camino, el socialismo puede proponerlo. Rechazamos el camino de entregarnos sólo para sobrevivir. De consentir atemorizados con la entrega de los últimos despojos de una vida que supimos disfrutar, a cambio de un pagaré firmado por la misma burguesía que nos prometió asado.

Somos socialistas porque, en la alternativa, elegimos actuar. No porque nos impulsen utopías y paraísos, sino porque la amenaza es tan grande, la preocupación tan profunda, la disgregación tan marcada, que, para no ser cómplices de nuestra propia destrucción, estamos obligados a hacer algo. Y cuando la realidad es un infierno, es necesario soñar. No dormir, sino soñar despiertos, muy despiertos. Cuando la vida cotidiana se va convirtiendo en un infierno anómico, no alcanza con quejarse, no sirve, ni siquiera de consuelo.

La degradación de nuestra vida de todos los días, lleva a los realistas a soñar para seguir vivos. Sueños velados por el respeto al conocimiento de la realidad, y la disposición a luchar en ella. No elegimos el mundo en que vivimos, tampoco los acontecimientos que nos arrastran. Sólo podemos elegir si soñaremos luchando, o nos entregaremos dormidos.

Imagen principal: Foto de Marcela B.

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