Transcribimos la conferencia que Alan Sokal dio en la Fundación Ramón Areces (España) hace poco más de dos semanas, el 24 de abril de 2025. Para centrarnos en las palabras de Sokal, no transcribimos las presentaciones de Manuel Aguilar (físico experimental de altas energías, miembro del Consejo Científico de la Fundación Ramón Areces y de la Real Academia de Ciencias de España e investigador emérito del Centro de Investigaciones Energéticas, Medioambientales y Tecnológicas) y José Adolfo de Azcárraga (físico por la Universidad Complutense y doctor por la de Barcelona, presidente de la Real Sociedad Española de Física 2013-2021, catedrático emérito de Física Teórica de la Universidad de Valencia y miembro del Instituto de Física Corpuscular). Tanto esas presentaciones como la conferencia y el diálogo con el auditorio pueden escucharse, en castellano, aquí.
Las notas al pie dirigen a publicaciones de nuestro blog, donde tratamos algunos de estos problemas desde una perspectiva socialista. Para las citas de John Stuart Mill utilizamos la edición traducida por Lucas Bidon-Chanal, revisada por Pablog Stafforini y Claudio Amor, publicada por la Universidad Nacional de Quilmes en 2010. Buen provecho.
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Alan Sokal: Es un enorme honor ser invitado aquí. ¿Sabéis que la primera vez que asistí a una conferencia universitaria de Letras, el conferenciador se sentó y comenzó a leer su artículo escrito, completamente, con todas sus cláusulas subordinadas? Me chocó que este supuesto experto del lenguaje pudiera ignorar la diferencia entre el lenguaje escrito y el lenguaje oral. Y pensé que si algún físico o matemático hiciera lo mismo, le tirarían tomates. Ahora bien, en mi segunda carrera, la filosofía de la ciencia, voy a leer y espero que nadie tenga tomates.
Esta tarde voy a hablar de algunas amenazas ideológicas a la ciencia. Pero antes quisiera comenzar haciendo unas observaciones generales –y bastante tradicionales– sobre la naturaleza del empeño científico. La ciencia, e incluyo aquí tanto las ciencias sociales como las naturales, es, o al menos debe ser, una empresa en busca de la verdad.
Los fenómenos que un científico decide estudiar pueden ser elegidos por su importancia conceptual, por su relevancia social o económica, o simplemente por curiosidad personal. Pero sea cual fuere el tema que decida investigar, el científico está obligado –intelectual y moralmente– a seguir la evidencia donde quiera que ésta lo lleve. Incluso –o especialmente– si esa evidencia entra en conflicto con sus preconcepciones o sus deseos.
La ciencia no siempre funciona de esta manera: los científicos somos, después de todo, humanos. Pero ése es el ideal hacia el cual nos esforzamos. Y si hay libertad de debate dentro de la comunidad científica, libertad para someter las ideas a un riguroso escrutinio conceptual y empírico, entonces la comunidad científica en su conjunto será más capaz de llegar a conclusiones objetivamente verdaderas, que cualquiera de sus miembros puede alcanzar por sí solo.
Los valores políticos y sociales de un científico pueden influir en su selección de temas a estudiar. Eso es perfectamente legítimo. Pero esos valores deben ser cuidadosamente dejados de lado al momento de evaluar la evidencia. El objetivo del empeño científico es descubrir cómo son realmente las cosas, no confirmar cómo desearíamos que fueran.
Ahora bien, muchas decisiones prácticas que tenemos que tomar colectivamente sobre los métodos educativos, las pandemias o el cambio climático, deben basarse en el conocimiento científico. Necesitamos pruebas detalladas sobre cómo los niños aprenden a leer, cómo se propagan los virus y cómo se comportan los océanos y la atmósfera de la Tierra. Pero aunque estos datos científicos constituyan la base esencial para las políticas públicas, no determinan esa política, ya que las decisiones políticas también involucran valores y, a menudo, diversos valores en tensión.
Pero sean lo que fueren tus valores, en todo caso te conviene tener una comprensión lo más precisa posible de la realidad para informar tus opciones políticas. Si no lo haces, corres el riesgo de implementar políticas que sean contraproducentes según tus propios valores. Y en una democracia, cada ciudadano tiene el derecho y debería tener la oportunidad de hacer lo mismo.
Un mecanismo social importante dentro de la ciencia es la revisión por pares. Las contribuciones científicas son evaluadas, por su exactitud e importancia, por expertos en el campo y realmente de forma «doble ciega». Y dependiendo de esa evaluación, el artículo puede ser aceptado para publicación, aceptado sujeto a revisión o rechazado por completo. Este sistema no es perfecto. Puede verse comprometido por rivalidades personales, programas de investigación en competencia o simple negligencia de los revisores. Pero es lo mejor que hemos podido idear hasta ahora.
El desideratum clave es que las contribuciones deben ser evaluadas por su claridad conceptual, su solidez metodológica, su rigor empírico y su importancia. Los valores sociales políticos pueden desempeñar un papel en este último aspecto, indicándonos qué temas son los más importantes para investigar. Pero no deben entrar de ninguna manera en la evaluación de cuáles contribuciones sobre ese tema son aptas para publicar.
Esa evaluación debe basarse únicamente en la calidad científica de la investigación, no en el hecho de encontrar sus resultados agradables o desagradables. Esto, de todos modos, ha sido la política oficial de la comunidad científica durante los últimos tres siglos. Implementada de manera imperfecta sin duda, pero funcionando, no obstante, como un importante ideal regulativo.
Pero los tiempos han cambiado. Ahora la ideología amenaza abiertamente con corromper la búsqueda de la verdad que llamamos ciencia. En esta charla me propongo dar algunos ejemplos.
Para ser más específico, voy a centrarme esta tarde en las amenazas que provienen, paradójicamente, del interior de la comunidad científica. No quiero minimizar la importancia de otras amenazas, las que provienen de políticos y empresas, por ejemplo. Al contrario, estas amenazas son muy importantes y peligrosas, y es probable que lleguen a ser aún más peligrosas en este segundo mandato de Donald Trump. Pero conocemos estas amenazas, han existido durante mucho tiempo, aunque de forma mucho menos aguda, y hemos adquirido cierta experiencia en combatirlas. Las amenazas que provienen del interior de la comunidad científica son, por el contrario, un fenómeno bastante novedoso. Por eso podemos tener dificultades para reconocerlas por lo que realmente son, sin hablar de combatirlas. Por eso quisiera centrarme en ellas.
Otra cosa: aunque la ciencia, en mi definición, incluye tanto las ciencias sociales como las naturales, en esta charla voy a centrarme en ejemplos relacionados con las ciencias naturales, simplemente debido a los límites de mi propia competencia. Pero antes de enfrentar los debates actuales, me parece útil retroceder treinta años y recordar una historia ya antigua.
A mediados de la década de los noventa, las llamadas «guerras de la ciencia» (una desafortunada metáfora militar aplicada a lo que es, después de todo, un debate intelectual) enfrentaron dos puntos de vista opuestos sobre la naturaleza del conocimiento científico. Para ser breve, permítanme simplificar un poco y decir que había, por un lado, un variopinto grupo de académicos influenciados por el posmodernismo. Provenientes de los estudios literarios y las ciencias sociales, a menudo, pero no siempre, con una inclinación política de izquierda y feminista, defendían una visión radicalmente social-constructivista de la ciencia y del conocimiento científico. Y por otro lado, un grupo igualmente diverso de científicos y filósofos, además de algunos estudiosos de las humanidades, historiadores y científicos sociales, de todo el espectro político, que defendían nociones tradicionales de racionalidad y objetividad, al menos como ideales.
Es cierto que algunos científicos de izquierda, como Richard Lewontin y Stephen Jay Gould, abogaron por tesis social-constructivistas en relación con temas particulares y altamente controvertidos de estudios científicos, especialmente la inteligencia humana. Y algunas científicas feministas, como Ruth Hubbard y Evelyn Fox Keller, hicieron lo mismo en otras áreas de la biología y la psicología.
Pero, que yo sepa, ningún científico prominente respaldó la visión radical, defendida por algunos sociólogos y literatos, de que todo el conocimiento científico, desde la física de neutrinos, hasta la química organometálica y la lepidopterología, está profundamente impregnado de ideología social. Tampoco algún científico notable abogó por el constructivismo social respecto a conocimientos científicos establecidos y no controvertidos, como la teoría atómica de la materia o la estructura de doble hélice del ADN. Eso, lamentablemente, ha cambiado, al menos sobre ciertos temas, y quizás puedan adivinar cuáles.
Entonces, uno de los clásicos de aquella época fue el libro del sociólogo Andrew Pickering, Constructing Quarks, escrito en el año 1984. Este libro ofrecía una historia brillante y extremadamente detallada de la física moderna de partículas elementales, intercalada entre los capítulos inicial y final de una filosofía sorprendentemente deficiente. No ocultaré mi opinión. Basándose en esa filosofía, Pickering concluyó que, cito:
Para el que formule una visión del mundo, no hay ninguna obligación de tener en cuenta lo que dice la ciencia del siglo XX. Las visiones del mundo son productos culturales, no hay por qué sentirse intimidados por ellas.
¿Puedo atreverme a decir que esto está gravemente equivocado? Por supuesto que nuestras ideas sobre los quarks son una construcción histórica y social humana. Eso es una verdad evidente. Pero hay buenas razones para creer que los propios quarks han existido desde el Big Bang, hace aproximadamente 13 mil millones de años.
Sin embargo, las razones que justifican esa creencia son sutiles, ya que los quarks no son directamente observables. Tampoco lo son, por supuesto, los dinosaurios. Todo lo que podemos observar ahora son sus fósiles. Pero los dinosaurios eran objetos macroscópicos, de tamaño mediano, y podemos imaginar fácilmente cómo se veían y se comportaban por analogía con animales contemporáneos que podemos observar hoy en día. Por eso tenemos buenas razones para creer que existieron en algún momento del pasado los animales que llamamos dinosaurios. Las partículas subatómicas como los quarks, por el contrario, están muy lejos de nuestra experiencia cotidiana y su comportamiento es extraordinariamente extraño.
La mecánica cuántica fue inventada por Schrödinger y Heisenberg en 1925. Este año es el centenario. Pero nadie hoy en día, a mi juicio, entiende realmente lo que la mecánica cuántica nos está diciendo sobre la naturaleza fundamental del universo. Para ponerlo en primera persona, he estado estudiando la mecánica cuántica durante un poco más de la mitad de ese siglo. Y cuanto más lo estudio, menos lo entiendo. Sin embargo, la electrodinámica cuántica puede predecir el momento magnético del electrón con una precisión de 11 cifras decimales, equivalente a medir la distancia entre Los Ángeles y Nueva York con la precisión del ancho de un cabello humano, como lo expresó memorablemente el laureado Nobel Richard Feynman.
Peor: los quarks son aún más sutiles que los electrones. Los electrones son demasiado pequeños para ser «vistos» directamente, pero al menos podemos observar sus trayectorias en cámaras de burbujas. Pero nuestras mejores teorías contemporáneas nos dicen que los quarks libres no pueden existir: siempre están confinados dentro de otras partículas elementales como protones y neutrones. Su existencia y su comportamiento deben inferirse mediante una cadena complicada de razonamientos que involucran tanto experimentos como teoría. Las líneas generales de ese razonamiento pueden explicarse al lector no especializado, aunque los detalles requieren matemáticas avanzadas y un conocimiento profundo de la física. Pero incluso a un nivel general es indudablemente algo sutil.
Avancemos cuatro décadas. Hoy en día, todo el establishment médico estadounidense, desde la Asociación Médica Estadounidense y la Academia Estadounidense de Pediatría hasta la Asociación Estadounidense de Psicología y la Asociación Estadounidense de Psiquiatría e incluso los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, insisten en que el sexo (como masculino o femenino) es, en palabras de la AAP, «una asignación que se realiza al nacer». ¿Qué demonios podría significar esto?
Los hechos sobre el sexo son sencillos. Mucho más sencillos que los hechos sobre los quarks. Y se enseñan en cualquier curso de biología de secundaria medianamente decente. Casi todos los animales, así como muchas plantas, se reproducen sexualmente. En casi todas las especies multicelulares, esto ocurre mediante la combinación de un gameto grande, llamado óvulo, con un gameto pequeño, llamado espermatozoide. Aunque algunas plantas y animales «hermafroditas» producen tanto óvulos como espermatozoides, no existen especies de mamíferos «hermafroditas». En los mamíferos, cada individuo produce sólo un tipo de gameto. Aquellos individuos que producen relativamente pocos óvulos se denominan hembras. Aquellos que producen un gran número de espermatozoides se denominan machos. El desarrollo de un embrión de mamífero como macho o hembra está determinado, al menos cuando todo funciona correctamente –lo cual ocurre casi siempre–, por un par de cromosomas sexuales: XX para hembras, XY para machos.
En resumen, el sexo en todos los animales se define por el tamaño de los gametos. El sexo en todos los mamíferos está determinado por los cromosomas sexuales. Y existen 2 y solamente 2 sexos, hembra y macho, porque hay 2 y solamente 2 tipos de gametos: óvulos y espermatozoides.
Por supuesto, las peculiaridades de mutaciones o desarrollos prenatales pueden dejar a algunos individuos incapaces de producir gametos viables. Pero un individuo infértil, con un cromosoma Y, sigue siendo macho. Al igual que una persona con una sola pierna sigue siendo miembro completo de nuestra especie bípeda.
Algunos hacen mucho énfasis, de manera engañosa, en el hecho de que algunas personas nacen con patrones cromosómicos distintos de XX y XY. El más común, el síndrome de Klinefelter XXY, ocurre en aproximadamente 1 de cada mil nacimientos vivos. Estos individuos son anatómicamente masculinos, aunque a menudo infértiles. Algunas condiciones extremadamente raras, como el síndrome De la Chapelle (3 en 100 mil) o el síndrome de Swyer (5 por millón), posiblemente no encajen en la clasificación estándar de macho o hembra. Aun así, la división sexual es un binario extremadamente claro. Tan claro como cualquier otra distinción que se puede encontrar en la biología1.
Ahora bien, ¿dónde deja esto las afirmaciones de las asociaciones médicas sobre el sexo «asignado al nacer»?
El nombre de un bebé se asigna al nacer, nadie lo duda. Pero el sexo de un bebé no se asigna. Se determina en la concepción y luego se observa al nacer. Primero, mediante el examen de los órganos genitales externos y, en casos de duda, mediante un análisis cromosómico.
Una observación: hay datos interesantes sobre la proporción de sexos al nacer, en distintos países desde 1950. Y en algunos países, principalmente en Asia y Asia Central, ha habido a mediados de la década de los 80 una gran preponderancia de niños sobre niñas. Alcanzando una proporción máxima de 118 contra 100, en China, en 2005. La causa obvia de esta disparidad es la preferencia cultural por los machos, combinada con la disponibilidad de abortos selectivos por sexo2. Y el aborto selectivo por sexo es posible, precisamente, porque el sexo se determina en la concepción. Y es observable in utero mucho antes de que pueda ser «asignado» al nacer. De hecho, los fetos abortados que nunca nacen también tienen un sexo (en algunos países, preferentemente femenino).
Por supuesto, el hecho de que el sexo se observe al nacer no significa que esa observación sea siempre correcta. De hecho, cualquier observación puede ser errónea, eso es un principio fundamental de la ciencia. En casos muy raros, el sexo reportado en el certificado de nacimiento es inexacto y necesita ser corregido posteriormente. Pero la falibilidad de la observación no cambia el hecho de que lo que se está observando, el sexo de una persona, es una realidad biológica objetiva, al igual que su grupo sanguíneo o el patrón de sus huellas dactilares. No es algo «asignado».
Las declaraciones de estas asociaciones médicas son un constructivismo social descontrolado. Esta vez sobre un tema que ha sido más o menos bien comprendido por los seres humanos (aunque sin todos los detalles científicos) desde el comienzo de nuestra especie. El sexo, a diferencia de los quarks, no es algo sutil.
Volvamos entonces al dogma de las asociaciones médicas. ¿Qué podría haber impulsado a científicos de mente sobria a defender una afirmación tan extraña y fácilmente refutable? La causa es evidentemente política. La nueva resistencia del establishment médico a hablar honestamente sobre la realidad biológica y su despreocupación al hablar deshonestamente sobre ella presumiblemente se deriva de un loable deseo de defender los derechos humanos de las personas transgénero. Pero aunque el objetivo es loable, el método elegido es equivocado.
Proteger las personas transgénero de la discriminación y el acoso no requiere pretender que el sexo sea meramente asignado. Al fin y al cabo, no es justificable distorsionar los hechos en servicio de una causa social o política, por justa que sea. Si la causa es verdaderamente justa, entonces puede ser defendida en plena aceptación de los hechos sobre el mundo real. Si eso no se puede hacer, entonces la causa no es justa.
Y cuando una organización que se proclama científica distorsiona los hechos científicos en servicio de una causa social, socava no sólo su propia credibilidad sino la de la ciencia en general. ¿Cómo se puede esperar que el público confíe en las declaraciones del establishment médico sobre otros temas controvertidos, como las vacunas (temas sobre los cuales el consenso médico es realmente correcto), cuando ha tergiversado, de manera tan visible y flagrante, los hechos sobre algo tan simple como el sexo?
Entonces uno podría responder a esto observando que la medicina no es, estrictamente hablando, una ciencia. Más bien es un campo aplicado que combina la ciencia biológica con nociones psicológicas y sociales de rigor altamente variable. Y es desde este último aspecto que la política ha entrado y ha tomado preferencias sobre la verdad. Por lo tanto, es justo preguntar, ¿existen ejemplos similares de politización que corrompan la física, la química o la biología?
En la época de Galileo, la física y la astronomía eran temas de disputa político-teológica. Pero durante los últimos dos siglos ha sido principalmente la biología la que ha estado en la línea de fuego. Durante mucho tiempo los conservadores religiosos se resistieron a aceptar el hecho de que las especies biológicas, incluidos los seres humanos, han evolucionado con el tiempo. Y mucho menos a aceptar la explicación de Darwin de esa evolución mediante la selección natural y sexual. Estas opiniones anti-evolucionistas continúan siendo fuertes en los EEUU, así como en algunas partes del mundo musulmán. Y la presión política resultante distorsiona la enseñanza de la biología en las escuelas públicas. Pero el efecto en la investigación y la enseñanza en las universidades es mínimo.
Hoy en día, la presión sobre la investigación y enseñanza universitaria de la biología proviene principalmente de la «izquierda» (y uso las comillas intencionadamente). Y hasta hace poco se refería principalmente a la investigación de diferencias estadísticas en rasgos humanos, especialmente en rasgos psicológicos, por sexo y ascendencia geográfica (también conocido como «raza»). Pero, hoy, incluso mencionar el sexo como un hecho biológico puede provocar una tormenta de condenas en Twitter. Y las principales víctimas, como era previsible, son los investigadores con contratos precarios. Superestrellas como Richard Dawkins y Steven Pinker son demasiado grandes para ser cancelados. Las campañas contra ellos están destinadas a servir como advertencia para otros3.
Por ejemplo, la bióloga de Harvard Carole Hooven, una profesora muy elogiada, pero sin titularidad en el Departamento de Biología Evolutiva Humana, autora de un aclamado libro sobre la testosterona, se metió en problemas cuando se atrevió a decir en la televisión nacional que, cito:
Los hechos son que hay dos sexos, masculino y femenino, y esos sexos se determinan por los tipos de gametos que producimos.
Y aunque enfatizó que
Podemos tratar a las personas con respecto y respetar sus identidades de género, y usar sus pronombres preferidos, porque entender los hechos sobre la biología no nos impide tratar a las personas con respeto.
Utilizando la palabra «respeto» tres veces en una sola oración, eso no impidió a la directora del Comité de Diversidad e Inclusión de su propio departamento, comentar sus comentarios en Twitter, por supuesto, como «transfóbicos y dañinos». Para abreviar la historia, los administradores de Harvard no defendieron la reputación de Hooven, ni siquiera su libertad académica —emitiendo las habituales declaraciones ambiguas—, y 18 meses después Hooven renunció.
Un destino similar le ocurrió al biólogo de Pensilvania, Colin Wright, investigador postdoctoral, quien se atrevió a escribir un artículo argumentando que las diferencias estadísticas, observadas entre los sexos en el comportamiento humano, probablemente estén –al menos en parte– fundamentadas en la evolución. Y –aún más sorprendente, al parecer– que hay dos sexos: masculino y femenino. Y más del 99,98% de los humanos pertenece inequívocamente a uno u otro. Para empeorar las cosas, Wright luego coescribió el ensayo titulado «Nadie nace en el cuerpo equivocado». Poco después, en el auge de la temporada de contratación académica, alguien escribió en el principal foro de anuncios y empleos de ecología y evolución: «Colin Wright es un transfóbico que apoya la ciencia racial». Los activistas (posiblemente, un grupo muy pequeño pero ruidoso) fueron explícitos en su propósito de intimidar a cualquier universidad lo suficientemente imprudente como para ofrecerle un trabajo Wrighy. Dos meses después dejó la universidad.
Colin Wright relató los detalles de esta historia en un artículo astutamente titulado: «¿Crees que la cultura de la cancelación no existe?» Mi propia experiencia «vivida» dice lo contrario. Pero, como el joven Wright mismo se esfuerza en enfatizar, el daño causado por esta politización de la investigación científica no es sólo –ni siquiera principalmente– la manifiesta injusticia cometida contra investigadores como ellos. Más bien, el daño principal se hace en el propio empeño científico.
Al inducir a los investigadores a autocensurarse como cuestión de preservación personal y profesional, la cultura de la cancelación socava la libertad de debate que es la piedra angular de las pretensiones de conocimiento de la comunidad científica. Como lo señaló John Stuart Mill hace un siglo y medio, dando el ejemplo de la mecánica newtoniana:
Las creencias que tenemos por más justificadas no cuentan con otra salvaguarda que la que ofrece una invitación permanentemente abierta al mundo entero a demostrar que son infundadas. Si el desafío no es aceptado, o si lo es y se fracasa en el intento, nos encontramos bastante lejos aún de la plena certez, pero al menos habremos hecho todo lo que permite el estado actual de la razón humana; no habremos desatendido nada que pudiera dar a la verdad una oportunidad para alcanzarnos.4
Cuando la libertad de debate se ve restringida, incluso las ideas verdaderas dejan de estar justificadas racionalmente. Ahondaré en este punto hacia el final de la charla.
En las ciencias físicas, a diferencia de las ciencias biológicas, los principales ataques a la libertad de investigación han provenido de políticos de derecha que atacan la ciencia climática y ambiental intentando desfinanciarlas. Esta amenaza parece haber disminuido en los últimos años, ya que los políticos conservadores, en su mayoría, han dejado de cuestionar el calentamiento global antropogénico y se han centrado, en cambio, en el supuesto costo excesivo de la transición a una economía no basada en el carbono. Sin embargo, es probable que estos ataques resurjan con gran intensidad durante este segundo mandato de Donald Trump. El peligro es grave.
También existe cierta presión sobre las ciencias físicas y las matemáticas por parte de la izquierda woke5, pero actualmente se centra, principalmente, no en el contenido de la investigación sino en llamados vagos a la «descolonización» de los planes de estudio y a «descentrar la blanquitud y el cisheteropatriarcado» en la pedagogía.
Está razonablemente claro lo que puede significar la descolonización en historia y literatura. Pero es menos claro lo que podría implicar en las ciencias naturales y las matemáticas, ya que pretenden producir –y, en mi opinión, a menudo logran producir– conocimientos universalmente válidos. Sin embargo, algunos defensores de la descolonización han adoptado la posición radical de que el conocimiento científico y matemático no es en realidad universalmente válido. Y en Nueva Zelanda esta idea posmodernista se ha convertido en política oficial. El currículum nacional exige explícitamente igualdad de estatus para el mātauranga maorí, o sea «conocimiento maorí», afirmando que tiene igual valor que otros cuerpos de conocimiento (presumiblemente, incluyendo la ciencia moderna). Y de hecho, la currícula escolar de química fue revisada para enseñar que el Mauri, o sea, «la fuerza vinculante entre lo físico y lo espiritual», está presente en toda la materia. Como comentó perspicazmente un químico:
¿Quién descubrió esta fuerza vinculante entre lo físico y lo espiritual? ¿Y qué evidencia estuvo involucrada en su descubrimiento? Si esta fuerza vinculante es real, entonces todo el mundo necesita saber sobre ella. Debe estar en el plan de estudios de química de todos los países, no sólo en Nueva Zelanda.
Parece que la inclusión de Mauri en el currículum de química fue directamente cancelada después de las protestas de los científicos.
Voy a saltar un poco la parte sobre las injerencias ideológicas en la física porque son, tal vez, menos importantes y falta poco tiempo.
Quisiera mencionar otro ejemplo de politización que ha surgido dentro de la comunidad científica y que, en mi opinión, debería generar gran preocupación. Hace dos años, la prestigiosa revista Nature emitió una nueva «guía ética» sobre los artículos que publicará. Pero esta guía no se refiere a la protección de sujetos humanos en la investigación (ese tema ha sido estrictamente regulado durante décadas). Tampoco se trata de exigir la publicación de información que represente un peligro material serio (como facilitar la producción de armas nucleares o biológicas). Más bien, la guía pretende abordar otras formas de «daño» que podrían ser causadas una publicación científica. Y con este argumento, los editores se arrogan un poder asombrosamente amplio. Cito:
Independientemente del contenido (investigación, reseña u opinión) y para investigaciones (independientemente de si un proyecto de investigación fue revisado y aprobado por el Comité de Ética Institucional apropiado), los editores se reservan el derecho de solicitar modificaciones (o corregir o enmendar de otra manera, después de la publicación) y, en casos severos, rechazar la publicación o retractar después de la publicación –aquí finaliza el lenguaje de abogados y llegamos al grano–, contenido que socave (o que racionalmente pueda percibirse que socava) los derechos y la dignidad de un individuo, o un grupo humano, sobre la base de agrupaciones humanas socialmente construidas o socialmente relevantes.
Ese lenguaje vago y subjetivo es una puerta abierta a la censura ideológica de contribuciones científicas válidas. Una censura que los editores ni siquiera intentan disimular. Por lo tanto, propongo evaluar críticamente las justificaciones que los editores de Nature han ofrecido en apoyo de esta nueva y audaz política.
El documento comienza de manera ominosa. «Aunque la libertad académica es fundamental, no es ilimitada.» Afirmaciones vagas de este tipo son siempre una mala señal. Uno sabe lo que vendrá a continuación. La guía pretende aplicar principios éticos análogos a los utilizados para proteger a sujetos humanos de investigación pero, ahora, concernientes a otros tipos de daño. Cito:
Por ejemplo, la investigación puede, inadvertidamente, estigmatizar a individuos o grupos humanos. Puede ser discriminatoria, racista, sexista, capacitista u homofóbica. Puede proporcionar justificación para socavar los derechos humanos de grupos específicos simplemente por sus características sociales.
Desglosemos lentamente estas afirmaciones.
Primero: ¿Qué podría significar que una investigación científica «estigmatice a individuos o grupos humanos»? Y que lo haga «inadvertidamente». Supongamos que una investigación descubriera que la obesidad puede causar cáncer. ¿Eso estigmatizaría a las personas con sobrepeso? Algunas personas argumentarían que sí, pero eso es dispararle al mensajero porque no nos gusta el mensaje. De hecho, suprimir esta investigación haría daño –principalmente– a las personas con sobrepeso, al negarles información que podrían utilizar –si lo desearan y sólo si lo desearan– para proteger su salud.
O supongamos que una investigación descubriera que los hombres homosexuales tienen más parejas sexuales, en promedio, que los hombres heterosexuales. ¡Las tienen! ¿Eso estigmatiza a los hombres homosexuales? Tal vez sí, al menos a los ojos de personas que desprecian la promiscuidad sexual. Pero también es información importante para planificar intervenciones, para reducir riesgos y enfermedades de transmisión sexual. Intervenciones que beneficiarían –principalmente– a los hombres homosexuales.
Los editores, de hecho se han asignado, por tanto, la tarea puramente subjetiva de juzgar qué investigaciones científicas estigmatizan a algún grupo social. Y se han facultado para suprimir contribuciones científicas válidas, información que probablemente sea verdadera e importante, basándose únicamente en eso.
Segundo: ¿Qué podría significar que una investigación científica fuera «discriminatoria racista, sexista, capacitista u homofóbica»? Si la investigación incorporara presuposiciones racistas o sexistas, eso sería un defecto epistémico que socavaría la calidad de la investigación y, tal vez, la invalidaría por completo. Pero entonces, según los criterios científicos tradicionales, no se necesita una nueva guía ética para eso.
Claramente, lo que los editores tienen en mente no son tres suposiciones racistas o sexistas. Sino más bien conclusiones de la investigación que los editores, en su infinita sabiduría, juzguen como racistas o sexistas. Pero eso, nuevamente, es dispararle al mensajero.
Supongamos, por ejemplo, que una investigación descubriera –como parece ser verdad– que los hombres muestran una variación mayor que las mujeres en una gama de rasgos cognitivos o psicológicos, incluyendo varios tipos de inteligencia. De modo que los hombres están sobrerrepresentados, tanto en los extremos bajos como en los altos de la escala e, incluso, cuando las medias son iguales. Seguramente esta no es la única razón por la cual las mujeres están subrepresentadas entre los científicos. Los estereotipos sexistas, que influyen fuertemente en niñas y mujeres jóvenes, también deben ser un factor contribuyente e importante. Y sin duda hay otros factores también. Pero podría formar parte de la explicación. Podría significar que, incluso en una sociedad futura no sexista, la mayoría de los científicos, y también de las personas con discapacidades intelectuales, serán hombres. ¿Debería suprimirse esa información? Si eso sucede, entonces nuestra ignorancia de los hechos relevantes interferirá con nuestra capacidad para determinar con precisión la medida en que persiste la discriminación sexista en diferentes campos. Y también nos impedirá distinguir entre políticas de mejora que son efectivas de las que no lo son.
Y, finalmente: ¿Qué puede significar «proporcionar justificación para socavar los derechos humanos de grupos específicos»? Consideremos nuevamente la investigación sobre las diferencias sexuales en la variación de la capacidad matemática. ¿Proporcionaría esta investigación una justificación para discriminar a las mujeres científicas? ¡Absolutamente no! Podría ofrecer una excusa débil para la discriminación, pero no una justificación. Dado que el trabajo de cada científico puede ser evaluado individualmente, las probabilidades y estadísticas de los grupos a los que pertenece ese científico son completamente irrelevantes.
Por lo tanto, lo que los editores parecen tener en mente no es una investigación que pueda justificar el socavamiento de los derechos humanos de grupos específicos. (De hecho, es difícil ver cómo cualquier investigación científica podría hacer eso: no se puede deducir un «debe ser» de un «es»). Sino una investigación que algunas personas puedan distorsionar como supuesta investigación para socavar los derechos humanos. Pero las ideas válidas no deberían ser suprimidas porque algunas personas pueden malinterpretarlas o distorsionarlas. Más bien es el mal uso lo que debería ser criticado.
En resumen, los editores de Nature se han arrogado el derecho de suprimir trabajos científicos válidos, trabajos que son correctos e importantes, sólo porque supuestamente socavan «o podría percibirse racionalmente que socavan» los derechos y la dignidad de un individuo o un grupo. Pero ¿qué podría significar que nueva contribución científica (es decir, una información sobre la realidad) socave los derechos y la dignidad de alguien? Una vez más, los editores están perpetrando una confusión grave entre el ser y el debe ser. Y, de hecho, la política está completamente basada en esta confusión.
Pero ahora los editores cubren sus huellas y están introduciendo, de manera astuta y legalista, un nuevo elemento. No hace falta que el trabajo científico realmente socave los derechos o la dignidad de alguien. Más bien, basta con que algunas personas no identificadas –nótese el uso estratégico de la voz pasiva por parte de los editores–, que algunas personas no identificadas puedan percibir razonablemente que el trabajo científico socava los derechos o la dignidad de alguien. Pero este es un criterio extraordinariamente amplio: es probable que cualquier trabajo científico comprometido, que tenga implicaciones para las políticas públicas, haga que algunas personas lo perciban como un socavamiento de los derechos o la dignidad de alguien.
Por ejemplo, un artículo que revisara los efectos neuropsicológicos de los bloqueadores de la pubertad, probablemente será etiquetado por defensores de la ideología de «identidad de género» como socavador de los derechos y la dignidad de las personas transgénero. Cito: «estigmatizando a un grupo ya estigmatizado», como lo expresó explícitamente uno de los revisores anónimos de este artículo. Otros responderán que esta investigación ayuda a proteger los derechos de los adolescentes no conformes con el género, al ofrecerles información precisa sobre los beneficios y riesgos de las intervenciones médicas propuestas. Es cierto que los editores requieren que la investigación destinada a la supresión pueda percibirse razonablemente como que socava los derechos y la dignidad de alguien. Pero ¿quién decide qué percepciones son razonables y cuáles no? Los propios editores, por supuesto. Y éstos son los mismos editores que insisten, entre otras cosas, en que el sexo definido por gametos y cromosomas, la comprensión biológica bien establecida, «no tiene fundamento en la ciencia». Y que el sexo «es más complejo que masculino y femenino», ya que la visión biológica ahora anticuada, según ellos, socavaría los esfuerzos para reducir la discriminación contra las personas transgénero, y aquellas que no se ajustan a las categorías binarias de masculino o femenino.
En consecuencia, cualquier artículo científico que emplee el concepto biológico estándar de sexo corre, ahora, el riesgo de ser caracterizado por los editores de Nature como «socavador de los derechos y la dignidad de las personas transgénero» y, por lo tanto, de ser percibido razonablemente como tal.
Dado que ese criterio excluiría una gran cantidad de trabajos en biología y en medicina, los editores no pueden aplicarlo de manera consistente sin sabotear su propia revista. Por lo tanto, necesariamente, lo aplicarán de manera selectiva, para suprimir aquellos estudios cuyas conclusiones no les gusten. Como el psicólogo Bo Winegard ha señalado con perspicacia:
Imaginen por un momento que este editorial no hubiera sido escrito por progresistas políticos, sino por católicos conservadores que anunciaran que cualquier investigación que promueva, incluso inadvertidamente, el sexo promiscuo, la desintegración de la familia nuclear, el agnosticismo y el ateísmo, o el declive del Estado nación, sería suprimida o rechazada para evitar infligir un daño –no especificado– a grupos e individuos vagamente definidos. Muchos de los que actualmente aprueban este editorial no tendrían dificultad en identificar la subordinación de la ciencia a una agenda política.
Los editores de Nature han intentado suavizar el golpe de su descarado anuncio de censura declarando que:
Hay un delicado equilibrio entre la libertad académica y la protección de la dignidad y los derechos de individuos y grupos humanos. Nos comprometemos a utilizar esta guía con cautela y juicio, consultando con expertos en ética y con grupos de campaña social cuando sea necesario.
Como comenta Winegard, esto no es en absoluto tranquilizador. Pedir a los «expertos en ética» que evalúen la conveniencia de publicar un artículo científico es tan antitético al espíritu de la ciencia como solicitar asesoramiento de publicación a un erudito religioso. ¿Quiénes son esos «expertos en ética» y «grupos de campaña social»? Imaginen las protestas de la izquierda si una revista anunciara que consultaría a defensores Pro Vida antes de publicar un artículo sobre los efectos del aborto en el bienestar social. O si decidiera consultar a evangélicos conservadores al evaluar un artículo sobre los efectos de la adopción por parte de parejas homosexuales.
Hay un peligro adicional que los defensores de la censura ideológica en la ciencia harían bien en considerar. Como observó hace mucho tiempo John Stuart Mill en su célebre ensayo Sobre la libertad:
…lo peculiar del mal consistente en censurar la expresión de una opinión es que se trata de un robo a la especie humana, tanto a la posteridad como a las generaciones actuales, a quienes disienten de tal opinión aún más que a los que la sostienen. Si la opinión es correcta, son privados de la oportunidad de cambiar el error por la verdad; si es equivocada, pierden un beneficio casi tan grande: la percepción más clara y la impresión más vívida de la verdad, producidas por su colisión con el error.6
El primer aspecto de esta bifurcación es claro. Aunque todos pensamos actualmente que nuestras opiniones actuales son correctas, de lo contrario no serían nuestras opiniones, aún deberíamos estar dispuestos a admitir que no somos infalibles. Y esto significa que, si realmente nos importa la verdad, deberíamos estar abiertos a escuchar argumentos en contra de nuestras opiniones actuales y dispuestos a cambiarlas cuando los contraargumentos resultan ser convincentes. Quizá los editores de Nature estén tan absolutamente seguros de que sus puntos de vista, sobre una gran variedad de temas dispares, son todos 100% correctos, que son incapaces de imaginar aprender, siquiera un poco, al escuchar críticas razonadas. Y si ese es el caso, entonces ellos mismos son los perdedores (al igual que sus lectores, que se ven impedidos de recibir evidencia relevante).
Pero el otro lado de la bifurcación de Mill es menos obvia. Así que permítanme citar a Mill nuevamente:
Quien sólo conoce su propia versión del asunto sabe poco de él. Tal vez sus razones sean buenas y nadie haya sido capaz de refutarlas. Pero si es igualmente incapaz de refutar las razones del lado opuesto, si ni siquiera sabe en qué consisten, no tiene base alguna para preferir una opinión a la otra. […]
Tampoco basta con que este hombre escuche los argumentos de los adversarios por boca de sus propios maestros, presentados como ellos los exponen y acompañados de lo que ofrecen como refutaciones. No es esta la manera de hacer justicia a tales argumentos ni de ponerlos efectivamente en contacto con su propia mente. Debe oírlos por boca de las personas que realmente creen en ellos: que los defienden sinceramente y para las que son de la mayor importancia. Es preciso que los conozca en su forma más plausible y persuasiva y que sienta toda la fuerza de la dificultad que la verdadera visión del asunto debe enfrentar y sortear; de lo contrario, nunca podrá hacerse realmente de la porción de verdad necesaria para afrontar y eliminar dicha dificultad.
Esta es la condición en que se encuentra el noventa y nueve por ciento de los hombres a los que se considera instruidos, e incluso de quienes pueden argumentar con fluidez en defensa de sus opiniones. Su conclusión quizá sea verdadera, pero dado lo que saben también puede ser falsa; nunca se han colocado en la posición mental de quienes piensan de manera diferente, ni han considerado lo que tales personas pueden tener para decir; en consecuencia, no conocen, en ningún sentido propio del término, la doctrina que ellos mismos profesan.7
El doble argumento de Mill a favor de la libertad de debate es, de hecho, un ingrediente crucial para legitimar el conocimiento, en general, y el conocimiento científico, en particular. Y es notable que el propio Mill utilizara un ejemplo tomado de la ciencia –a saber, la mecánica newtoniana– para explicar por qué. Isaac Newton publicó sus célebres leyes de movimiento en 1687. Y para cuando Mill escribía, en 1859, los científicos habían acumulado una abrumadora evidencia, tanto de observaciones terrestres como astronómicas, de que la física newtoniana era correcta. Incluso hasta el punto de predecir con exactitud, en 1846, la existencia y la ubicación precisa del hasta entonces desconocido planeta Neptuno.
Si en algún momento el gobierno, o incluso las sociedades científicas, hubieran decidido que, en vista de la abrumadora evidencia de la exactitud de la mecánica newtoniana, estaría prohibido discutirla en adelante, entonces ahora tendríamos muchas menos razones para creer en la exactitud de la mecánica newtoniana. Es precisamente el hecho de que la mecánica newtoniana se ha mantenido frente al debate libre y abierto lo que nos da una confianza tan justificada en su exactitud.
Y hay un giro adicional en esta historia, que ilustra el primer aspecto del argumento de Mill y que desafortunadamente Mill no vivió para verlo. Resulta que la mecánica newtoniana no es exactamente correcta. Aunque es una aproximación extremadamente precisa en muchas circunstancias. Esto fue descubierto en 1905 por Albert Einstein, más de 30 años después de la muerte de Mill. Pero este importante hecho podría nunca haber sido descubierto. O, al menos, su descubrimiento se habría retrasado si la crítica a la teoría de Newton hubiera estado prohibida.
Entonces, incluso si los «progresistas» tuvieran el 100% de razón en cada tema y no tuvieran absolutamente nada que aprender de sus críticos, la censura de las opiniones opuestas seguiría siendo perjudicial para su propia causa. Ya que socavaría las buenas razones para que cualquier otra persona adoptara sus ideas.
Sería un paso verdaderamente positivo si los editores de Nature reflexionaran sobre este argumento –que, después de todo, es de Mill, no mío– y respondieran a él. Pero las personas con poder, desgraciadamente, no están acostumbradas a reconocer –y mucho menos a abordar– las críticas razonadas que provienen de mortales inferiores.
De todos modos, he hablado demasiado. Les agradezco a todos ustedes por su paciencia para soportar esta larga diatriba y abro el espacio para cualquier comentario o crítica que deseen lanzarme. Espero que no sea con tomates.
***
Ignacion Boiso [o algo así]: Nosotros en España, en el tema de las discrepancias, teníamos una tradición que es quemar al distinto, al hereje, expulsar judíos, expulsar moriscos… Pero yo veo un punto que es mezclar lo que es un tema evidente, que son los gametos, con un constructo intelectual. La inteligencia artificial, por ejemplo, tiene muchos problemas. Uno de ellos es que no tiene género. Los humanos, sí. Y el género está en el lenguaje. Y la mente se estructura, según Jacques Lacan, en el lenguaje. Entonces, para mí, la crítica al comentario es mezclar algo físico, como distinguir blancos o negros, de algo cultural, como distinguir islamistas (que, según Santiago Abascal, nos están invadiendo) de buenos blancos (los islamistas son igual de blancos que nosotros). ¿Cuál es la diferencia entre el sexo biológico y el sexo cultural?
Alan Sokal: La parte de mi conferencia sobre el sexo fue tomada de un artículo que coescribí con Richard Dawkins, uno de los biólogos más célebres del mundo. Este artículo fue rechazado por el New York Times, rechazado por el Washington Post y finalmente publicado por el Boston Globe, que tuvo el coraje de publicarlo. De hecho, hace 10 años el New York Times hubiera tenido razón en rechazar el artículo diciendo: «Nosotros no publicamos artículos sosteniendo que la Tierra es redonda». Ahora lo han rechazado probablemente por otros motivos.
En todo caso, en este artículo nos hemos restringido intencionadamente al concepto de sexo biológico para desmontar la idea de que el sexo biológico pueda ser «asignado al nacer». Pero hemos evitado entrar en el debate, mucho más delicado, sobre el concepto de identidad de género. Porque es un concepto que vas más allá de la biología involucrada: sociología, psicología, etc. Entonces tenemos que separar esos debates. Sin embargo, me atrevo hoy a dar mi opinión sobre la identidad de género. Y no es una opinión científica. Es una opinión política, como ciudadano.
Mi opinión es esta: el concepto de identidad de género es un concepto reaccionario. Una chica a la que le gusta jugar con coches y reparar motores, no es un chico «en el cuerpo equivocado». Es una chica que tiene intereses atípicos por su sexo y estos intereses deben ser respetados. Es lo que nos enseñó el movimiento feminista hace 50 años. También una chica que se siente atraída sexualmente por mujeres es atípico: según las encuestas, sólo el 3% de las mujeres tiene una atracción primaria por otras mujeres. Sin embargo, el movimiento gay nos ha enseñado que es un deseo legítimo. Entonces el concepto de identidad de género está basado completamente en ideas, en conceptos anticuados y reaccionarios de lo que significa ser hombre o mujer. Pretende ser progresista pero en realidad es reaccionario: pone cabeza abajo todo lo que debimos aprender hace 50 años de los movimientos feminista y gay. Esa es mi opinión.
Jesús: Parece ser que en Occidente empezó la vuelta a la Edad Media hace 40 años, tratando de coaccionar ciertas publicaciones, o reorientar según la filosofía de moda. Pero hay una cosa que ha salvado a la ciencia una vez y la lleva salvando ya muchos siglos, que es la revisión entre pares. ¿Realmente eso está en peligro?
Alan Sokal: Si la pregunta es si la revisión por pares está en crisis, la verdad es que yo no pretendo tener una visión tan amplia de todos los ramos de la ciencia. Todos los científicos tenemos malas experiencias con la revisión por pares, revisores que escriben estupideces que tenemos que refutar. Pero también tengo que decir que he tenido buenas experiencias. Algunas veces como revisor, escribo «Es un artículo interesante, pero he aquí algunas sugerencias para mejorarlo», y otras veces como autor recibo estas sugerencias felizmente. Entonces no creo que esté en crisis. Pero siempre se pueden considerar mejoras en el sistema.
Ángeles Álvarez, miembro de la organización Alianza Contra el Borrado de las Mujeres: Muchas gracias por la valentía. Porque el movimiento feminista, del que formo parte como algunas otras compañeras que están por aquí, venimos sufriendo en este país un acoso sistemático. Es verdad que hay algún sector, que se autodenomina «feminista», que ha tratado de promover esas ideas posmodernas también en España. Pero el feminismo genuino, el feminismo auténtico, es el que en este país está defendiendo, a capa y espada, la ciencia, la verdad y la evidencia. Y yo quiero aprovechar su generosidad, esta tarde, para hacer un llamamiento –considerando el espacio en el que estamos, habitualmente frecuentado por personas científicas, académicas, del mundo del pensamiento– a que sigan ustedes los pasos del profesor Sokal y sean valientes en sus ámbitos de actuación. La semana próxima, en este país, se va a debatir, en el ámbito del Tribunal Constitucional, la Ley Trans. Es decir, si es o no es constitucional. Se va a abrir ese debate. Los científicos de este país tienen que hablar, alto y claro. No solamente en el ámbito académico restringido de sus aulas, sino que creo que hay llegado la hora de que ustedes se asocien para sacar comunicados, cartas, manifiestos en defensa de la verdad, de la evidencia y de la ciencia. Sigan ustedes los pasos del profesor. Muchas gracias.
Alan Sokal: Por mi parte, tengo que agradecer a algunas colegas feministas que me han educado sobre este tema. Y, en el Reino Unido, tal vez las feministas han tenido más éxito. Han tenido que luchar durante 5 o 10 años sobre esto y, como saben, acaban de tener una victoria importante del Tribunal Supremo del Reino Unido sobre la definición jurídica del sexo. El Tribunal ha decidido que, en la Ley contra la discriminación, «sexo» quiere decir sexo biológico y no sexo legalmente certificado.
Ahora bien, debo decir que, como científico natural y hombre, tengo algunas ventajas: los ataques han sido principalmente contra mujeres. Entonces tengo la obligación, creo yo, de utilizar mi voz porque no seré cancelado donde trabajo, en el Departamento de Matemáticas. Pero una mujer que trabaja en un Departamento de Ciencias Sociales está en peligro.
Silvia Carrasco, profesora de antropología de la Universidad de Autónoma de Barcelona: Quería destacar dos aportaciones. Por una parte, este intervencionismo desde la perspectiva posmoderna, social-constructivista, que relativiza toda estabilidad del conocimiento y que no nos permitiría aplicar ninguno de estos conocimientos. Por otro lado, la parte final de su conferencia, haciendo énfasis en la negación del debate. Y esto, el secuestro del debate, es lo más importante. La tercera parte de la Ley Trans impide el debate, pues califica de «delito de odio» la discrepancia. Por tanto, difícilmente podemos establecer este diálogo cuando el propio marco jurídico nos impide discrepar y plantear cuestiones críticas.
Alguien que no dijo su nombre: Se hicieron experiencias sobre la oveja Dolly para reproducir sin la presencia del sexo masculino. ¿Por qué se dejó? ¿Porque encerraba un peligro para la humanidad? ¿O porque políticamente no interesaba?
Alan Sokal: Está bastante lejos de mis conocimientos. No puedo opinar sobre cualquier cosa. Tengo que limitar mis opiniones públicas. Es verdad que, siendo físico, he hablado de biología. Pero en ese caso mi coautor era un biólogo. Y los hechos biológicos que he utilizado son bastante sencillos. Y tengo que subrayar, también, que los efectos del sexo son muy complicados. Eso es verdad. Pero la definición del sexo es bastante sencilla.
NOTAS:
1 Abordamos las «diferencias en el desarrollo sexual» en el artículo «Genes van, piñas vienen: El caso Khelif, la izquierda progresista y un delirio peligroso», publicado el 31 de agosto de 2024.
2 Sokal se refiere aquí al artículo de Hellen Richie y Max Roser «Proporción de género: ¿Cómo difiere el número de hombres y mujeres de un país a otro? ¿Y por qué?», publicado en Our World In Data en 2019 y actualizado en 2024.
3 Desplegamos el escándalo que involucra a Pinker y Dawkins en «La biología no es “transfobia”: El delirio queer contra las mujeres y la ciencia», publicada el 25 de enero de 2025.
4 John Stuart Mill, Sobre la libertad, trad. Lucas Bidon-Chanal, Universidad Nacional de Quilmes, Bernal, 2010, pp. 75-6.
5 Ver al respecto la nota de Ariel Petruccelli y Lucía Caisso: «Milei y su cruzada anti woke: una mirada de izquierda», publicada el 22 de marzo de 2025.
6 John Stuart Mill, Sobre la libertad, edición citada, p. 69.
7 John Stuart Mill, Sobre la libertad, edición citada, p. 101.