Muchas de las cosas más interesantes sobre personajes históricos o grandes artistas las conocemos porque se han publicado, y hemos leído, sus cartas. Hasta hay un género literario, el epistolar, derivado de este tipo de intercambios. Si nos detenemos a pensar en ello, una carta leída por alguien que no es el destinatario inicial, en otro tiempo que no es el del intercambio original, produce una segunda utilización de esa carta: el reconocimiento de un recuerdo ajeno. Entonces aquella primera instancia de la carta, su función vital, inmediata, real, se desvanece, se pierde.
Releer viejas cartas es una práctica común desde que existe la correspondencia. Hay un tango, con letra de Manuel Romero, y un vals, con letra de Juan Pedro López, en cuyo título aconsejan: «Quemá esas cartas». Muchos años después de que las cartas circularan y sirvieran a la remembranza, se inventó la fotografía. No nos extraña saber que el contacto con artefactos como los espejos o la fotografía causaran profunda inquietud en poblaciones que no los conocían: la propia imagen enajenada del cuerpo no puede dejar de ser inquietante para quien desconoce el mecanismo de tan profunda hechicería.
Pero quienes ya conocemos artilugios que capturan imágenes, disfrutamos de la ausencia que el recuerdo vuelve a presentarnos. Generalmente, la ausencia de alguien querido o una situación pasada en la que fuimos alegres. Desde la imagen grabada en un medallón o protegida en un relicario, hasta el actual fondo de pantalla del teléfono móvil, los evanescentes recuerdos que precariamente atesora la memoria se apoyan en un objeto visual, a menudo táctil, que no es aquello que recordamos, que queremos o quisimos, pero que guarda un profundo parecido con aquello que no está.
El ejercicio del recuerdo mediante la relectura de correspondencia epistolar (palabras, inflexiones, ocurrencias) y mediante la observación de retratos fotográficos (rostros, facciones, sonrisas) adoptó nuevas posibilidades con la invención de la cámara de filmación doméstica: recordar mirando lo sucedido en movimiento, mirándonos –incluso– en lo sucedido. Asistir, por ejemplo, a un diálogo en que fuimos protagonistas pero ahora viendo en silencio nuestro propio cara a cara del pasado, nuestro propio frente a frente activo, contemplado desde la pasividad del presente.
La escritura existe desde hace un período relativamente reciente de la historia de la humanidad como especie. La posibilidad de enviar cartas, hace mucho menos tiempo. La fotografía, poco más de un siglo y medio. La filmación casera, poco más de medio siglo. El humano ejercicio de la remembranza no ha requerido, durante millones de años, estos artefactos. Ahí está La cueva de los sueños olvidados, de Werner Herzog.Sin embargo, en cuanto estuvieron disponibles, los adoptamos con fervor casi infantil. No es difícil hallar la razón: los recuerdos se desvanecen con el paso del tiempo y esos prodigios técnicos los registran «para siempre», los archivan, los mantienen disponibles para un nuevo disfrute. En La sombra del viento, novela de Carlos Ruiz Zafón, el protagonista –un niño cuya madre ha fallecido– nos cuenta:
Recuerdo que aquel alba de junio me desperté gritando. El corazón me batía en el pecho como si el alma quisiera abrirse camino y echar a correr escaleras abajo. Mi padre acudió azorado a mi habitación y me sostuvo en sus brazos, intentando calmarme.
–No puedo acordarme de su cara. No puedo acordarme de la cara de mamá –murmuré sin aliento.
Mi padre me abrazó con fuerza.
–No te preocupes, Daniel. Yo me acordaré por los dos.
Es un aspecto resistente del duelo: el temor a que esa ausencia que nos impide vivir, nos permita vivir pero a cambio de un olvido absoluto. El recuerdo es una estación intermedia a la que lleva tiempo arribar. En razón de estos motivos, tan profundos como indispensables para la vida, las herramientas que inventamos para atrapar el recuerdo son tan preciadas. Lo son aunque sepamos perfectamente que su efecto –infructuoso pero consumado– es un simulacro de permanencia de algo irremisiblemente ausente.
Si la disponibilidad de papel y medios para escribir volvieron popular la escritura de cartas, lo mismo sucedió años después con la fotografía y, luego, con las filmaciones caseras. Se ampliaron los intercambios inmediatos, abarcando un universo antes inconcebible, y muchas de esas mediaciones quedaron intactas para ser recordadas, reutilizadas y disfrutadas cada vez que se lo considerara necesario. Incluso al punto de presentar cierto peligro: el peligro de convertirse en un arma de la melancolía.
La Inteligencia Artificial (IA) nos ofrece otra vuelta de tuerca en este asunto. Una etapa superior de la remembranza. Porque es probable que, en poco tiempo, sea posible no sólo leer una carta de alguien que ya murió, mirar una fotografía de alguien que alguna vez amamos o volver a contemplar acciones que realizamos en momentos de gran felicidad: la IA nos permitirá también conversar con alguien que falleció o que, simplemente, no está con nosotros en ese momento. Nueva versión de aquellas otras presencias de lo ausente. Pero con una vitalidad intensificada y una mayor amplitud: ya no unas frases antiguas releídas en una papel amarillento, ya no una imagen pretérita tomada en la fotografía, ya no unas acciones del pasado reproducidas en un aparato de video. Sino una falsa presencia, en una actualidad artificial y acotada. Pero –y he aquí la novedad– absolutamente real para el objetivo del recuerdo.
Nadie se ha preocupado porque la impresión entintada de un papel que llamamos fotografía tergiversara el recuerdo amoroso, asimismo subordinado al desgaste y las tensiones de la mente. Al contrario, la fotografía revitaliza el recuerdo. ¿Qué pasará en el futuro con las conversaciones sostenidas no directamente con personas sino con inventarios, con agudas selecciones de ideas, de giros, de inflexiones, aun de humores, con archivos que representen a personas? Probablemente, lo mismo.
La amenaza no está en las posibilidades que se abren sino, como siempre, en las expropiaciones que posibilita. La cuestión, como en todas las demás necesidades humanas, no pasa por cómo las resolvemos. Sino de qué manera, en función de qué intereses, esa resolución ha sido la elegida. ¿Porque abarata costos de la mano de obra, amplía los mercados y la escala, permitiendo y favoreciendo la concentración? Entonces, en lugar de un complemento enriquecedor, las novedades se vuelven una sustitución empobrecedora. Dicho de otra manera, esto no significa que la vida de los trabajadores mejorará significativamente con la incorporación de la tecnología, sino que su incorporación mejorará significativamente las ganancias de los capitalistas.
O bien las novedades complementan y mejoran nuestra vida. O bien sustituyen soluciones más costosas para ampliar el margen de los beneficios.
Recordar seres queridos u obtener dinero para hacer las compras son acciones cotidianas a las que la tecnología puede ayudar. Los videos caseros en línea o los cajeros automáticos son maravillas de la tecnología que podrían hacer nuestra vida más feliz. Pero en la actualidad, tanto unos como otros, existen en función de la acumulación de capital. Los videos sirven para ser evaluados según su cantidad de «interacciones» y colgarles publicidad, incitando –con la promesa del éxito y la monetización– al trabajo creativo gratuito. Los cajeros automáticos reemplazaron muchos salarios mientras mantienen al remanente, que sigue en relación de dependencia, amenazado con el despido y forzado a horarios más extendidos cada vez.
Hacer las cosas a la antigua no es lo mejor. Las novedades que las han reemplazado, tal como lo han hecho, tampoco lo son. Entre los dos malestares se abre la posibilidad de una manera de vivir cuya razón, cuyo ordenamiento, sea vivir mejor. Y no favorecer la acumulación de pocos.
Luchar contra el capital no puede consistir en volver al pasado, del que olvidamos que su propio desarrollo nos trajo hasta aquí. Tampoco aceptar las novedades que se nos ofrecen al precio de volvernos apéndices de la acumulación, sirvientes mudos de las ganancias.
Pero podría ser proponernos una vida en la que el bienestar común sea la causa; la ciencia y la tecnología, un medio. Una vida en la que la acumulación privada, la explotación y los capitalistas sean un recuerdo olvidable. Muy olvidable.
Imagen principal: Fotograma de La cueva de los sueños olvidados (2010), de Werner Herzog, y afiche de la serie Black Mirror (episodio Be Right Back).