A menudo escuchamos quejas por «los buenos viejos tiempos» en que el cine, la música, el teatro, la televisión o la radio, ofrecían espectáculos a la vez masivos y complejos, populares y exigentes. Hoy, en cambio, estaríamos a merced de productos predigeridos, fragmentados, tiktokeados, sin originalidad ni vuelo. Pero estas quejas suponen, en general, que los productos culturales degradados llegan para embrutecernos. En esta nota afirmamos que el fenómeno es otro: esos productos se adaptan a un embrutecimiento creciente que ya padecemos. Y que no se origina en la cultura, sino en las relaciones de producción.
Las series y las películas
La serie o el serial, como forma específica de la narración audiovisual, se encuentra próxima a cumplir 100 años. Sin embargo, su auge como forma privilegiada en el consumo de narraciones audiovisuales ha ocurrido en los últimos 25. El impacto de la preferencia por las series se puede medir en la cantidad de producciones, en la duración y cantidad de episodios y temporadas, en la mayor y más frecuente participación de estrellas de cine en series, en la evolución comparativa de sus cachets en el cine y las series, e incluso en el forzamiento del cine mismo a serializarse mediante secuelas, precuelas, remakes, spinoffs, universos expandidos y multiversos. No hay novedad en estos recursos. Lo novedoso es la supremacía de la forma serial.
Tampoco hay novedad en los temas que abordan las series, en sus tipos de narrativa y mucho menos en los géneros que adopta. Todo esto ya estaba en el cine. Lo que observamos es el éxito en la convocatoria de espectadores que tienen las series en comparación con el cine, independientemente de los recursos artísticos implicados. Hay algo en la forma serial que produce ese éxito hoy y que no lo produjo hace 100, 80 o 50 años.
Ese «algo» estriba en que la forma serial expresa mejor y se adapta mejor a la degradación social. Es decir, funciona mejor con, es más adecuada a, el proceso de embrutecimiento de masas propio del desarrollo del capitalismo. Millones de seres humanos van perdiendo su capacidad para inteligir, a medida que se alejan del aparato productivo o a medida que se integran a él como apéndice de las máquinas. La diversidad de interpretaciones, la complejidad del sentido, la atención prestada a los detalles e incluso la necesidad de intercambiar, de comentar con otros, todos estos elementos, están en proceso de caducar. Veamos algunas características de la forma serial para mostrar este proceso.
El cine, en tanto lugar físico donde ver películas, es un espacio común, colectivo. Un foro para el ocio y el entretenimiento (también para la reflexión y la crítica) compartidos, públicos. Un espacio, además, cercano a otros espacios comunes y colectivos: cafés, pizzerías, plazas, restaurantes. En cambio, las series se ven en el living o en el dormitorio; si se ven en un transporte público, se hace al margen de quienes rodean al espectador. Las películas (si no fueron precedidas por sinopsis, entrevistas, teasers y tráilers, que hacen innecesario verlas porque todo fue contado) exigen cierta aventura del gusto y cierto esfuerzo del pensamiento: sabemos poco y nada, conocemos poco y nada y, durante un tiempo acotado (entre 90 y 150 minutos), nos vemos obligados a entender, a desentrañar, construyéndolo, el sentido de lo que se nos pone ante los ojos. En cambio, cada episodio de una serie somete cualquier novedad a la repetición de lo conocido: los personajes principales son nítidos y previsibles, sabemos qué papel juegan sus debilidades y fortalezas; cada conflicto secundario se resuelve también de manera esperable en cada episodio, mientras que la trama principal (la que transcurre y se juega en las relaciones entre los protagonistas) apenas se mueve a lo largo de los meses y los años que llega a durar una serie.
Se trata de la reposición, a un nivel mucho más elevado, del mecanismo de las telenovelas con cinco emisiones semanales, que permitía al espectador (generalmente espectadora con innumerables tareas domésticas, a menudo a cargo también de tareas de cuidado y crianza) entrar y salir en cualquier momento. Así, el espectador de la forma serial puede distraerse, chatear en el teléfono o mirar lo que está comiendo, porque cada episodio recapitulará, cada dos por tres, los elementos más importantes a tener en cuenta. Puede distraerse y, de hecho, se distrae. Pero no sólo en el sentido de atender a otra actividad, sino en el sentido más profundo y preocupante de abandonar el ejercicio de la atención (el esfuerzo de atender), como en ese efecto tan conocido por los fumadores y los alcohólicos a los que (en muchos tratamientos para dejar su adicción) se les sugiere anotar los cigarrillos que van fumando o las copas que van bebiendo, porque ya no le prestan atención. El cuerpo se dispone, en todos estos casos, anticipando y a menudo descartando el interés consciente.
Y es que este mecanismo, implicado en la satisfacción, que proporcionan las series, se parece mucho al de las adicciones: satisfacción inmediata, brevedad de la satisfacción, ansiedad por repetirla. Funciona con la nicotina, funciona con el juego, funciona con la industria audiovisual: satisfacciones discretas (empiezan y terminan) que, a la vez, ofrecen enlazarse con otra satisfacción, equivalente y vecina, inmediata y fugaz. Por eso al terminar un capítulo y habiendo sucedido tan poco, y habiendo sido tan breve la satisfacción, no surgen ganas de conversar sobre lo sucedido, o de hacer otra actividad, no genera la sensación de estar satisfecho sino de estar ampliamente insatisfecho. Lo cual empuja a ver un capítulo más. La forma serial propone, de esta manera, una administración infinitesimal del pensamiento, que se disemina en fragmentos de atención degradada a lo largo de capítulos y temporadas.
Por supuesto que nada de esto niega la brillantez artística, narrativa, actoral, de puesta en escena, etc., que la forma serial puede desarrollar (y que, en no pocos casos, desarrolla de hecho). Lo mismo ocurre con el cine de Hollywood, al que sólo se le pueden negar sus logros artísticos en base a un criterio ideológico previo a toda sensibilidad, anterior al visionado de sus películas e incluso anterior al juicio y a la opinión emitidos al respecto.
Lo que la forma serial y su éxito nos permite ver es de qué manera las formas sociales del trabajo condicionan la vida cotidiana. Y de qué manera la cultura sólo puede sobrevivir si encuentra un lugar en esa vida cotidiana condicionada por las formas sociales del trabajo.
Gran Hermano y George Orwell
No hay motivación para que el conjunto de la población trabajadora haga el esfuerzo de regresar a las virtudes del cine en su riqueza de matices y de estímulos para el pensamiento. Lo mismo sucede con la lectura, la ejecución de instrumentos musicales y cualquier actividad que implique el tedio laborioso que nos permite engendrar una destreza, que implique esa lenta adquisición corporal con sus magros resultados (para colmo) diferidos. Que implique, en suma, la paciencia y la constancia del mecanismo propio del trabajo como proceso que nos hizo humanos.
No hay motivación porque la vida cotidiana de la población trabajadora se construye en oposición a esas características propias del esfuerzo: nuestras vidas se reproducen simplificada y repetitivamente, con nuestros saberes y destrezas expropiados por las máquinas y concentrados en una pequeña porción de la clase trabajadora (aterrada por la amenaza creciente que representa la disminución de los integrantes de este sector). Con poco tiempo a disposición del ocio o de cualquier actividad que no forme parte de la cadena de rebusques que componen retazos de un salario despedazo y cada vez más devaluado (cuando lo hay).
Por eso Gran Hermano funciona. Su nombre es una zancadilla brillante. Parece invitar al conjunto del progresismo a que reflexione sobre las formas de control y administración de la vida, que evoque el 1984 de George Orwell, Un mundo feliz de Aldous Huxley, el panóptico de Foucault, la biopolítica de Esposito y la posdata sobre las sociedades de control de Deleuze. Toda esta indignación erudita le hace publicidad a Gran Hermano. Porque Gran Hermano no es un panóptico. Es un programa de televisión, emitido por un la canal privado, que compite con otras ofertas de entretenimiento. Además, sus participantes saben perfectamente lo que están haciendo: a diferencia de la fantasía paranoica en The Truman Show, la notable película de Peter Weir, los participantes de Gran Hermano han tenido que disputar la oportunidad de ingresar al programa y perdurar en él, derribando contrincantes para estar ahí. Han tenido que desplazar a otros que también querían ocupar ese lugar. Esto no tiene que ver con el totalitarismo y la vigilancia, sino con las reglas de la competencia. Esto no es control, sino exhibición: los espectadores no espían vidas privadas sino un concurso de insignificancias a las que no se puede considerar de otro modo que como actuaciones, porque lo son. Gran Hermano, al igual que los innumerables realitys específicos que lo siguieron (gente cocinando, forjando espadas, sobreviviendo en la naturaleza, cantando, presentando proyectos comerciales, etc.), es fruto del encuentro entre dos de los universos prevalentes del entretenimiento: la narración audiovisual y la competencia.
El deporte se ha visto obligado a una degradación en el conocimiento de las destrezas técnicas que expone, en virtud de un ascenso de las narrativas épicas: durante un partido de fútbol, por ejemplo, se comenta muy poco lo que sucede adentro del campo de juego, y se comenta mucho acerca de lo que el resultado «significa» o «representa» (e incluso se destacan positivamente elementos que niegan la destreza deportiva: el más ilustrativo ejemplo es «la mano de Dios», celebrada como un hito de la narración épica nacionalista). Tan poco importa lo que sucede adentro del campo de juego, que el entorno llega a superar el propio acontecimiento deportivo para volver destacable que existan hinchas «con aguante», es decir, hinchas capaces de soslayar la realidad del propio espectáculo y sufrir en lugar de buscar satisfacción.
De manera inversa, la narrativa audiovisual se ha visto forzada a incorporar la incertidumbre del resultado (de ahí ese novedoso miedo al «spoiler»), en lugar de la resolución artística del nudo dramático. Gran Hermano es una larga serie de horas y horas de presencia, con variaciones insignificantes, de malos actores que actúan de sí mismos, cuyo tono épico ya no requiere del autor, de la dramaturgia, porque ese tono es provisto por la eliminación sistemática de los participantes. Por eso Gran Hermano nada tiene que ver con las referencias culturales de su engañoso título. Como la comida chatarra (que, sea lo que fuere, es siempre una mezcla de sal, grasa y azúcar), el entretenimiento chatarra consiste en un resultado indiscutible y una trama indudable. No hay nada que requiera un esfuerzo de interpretación. El propio montaje del espectáculo no requiere guiones elaborados, ni un arduo estudio de parlamentos, pues (a tono con la impronta queer): la vivencia íntima de cada participante, el «sentipensar» y su resonancia, es la potencia estelar del show.
El entretenimiento de masas de nuestro siglo (que constituye la cultura de masas de nuestro siglo) es entonces un efecto de la lógica propia del desarrollo del capital. Su problema no está en el contenido (los temas) sino en la forma (la repetición). Una forma adecuada a los sujetos intelectualmente degradados que somos. Y lo somos porque el capitalismo nos reproduce así, mediante la destrucción de la educación correspondiente a la niñez y la juventud, y mediante la falta de tiempo libre que corresponde a la edad adulta.
La educación es destruida porque la productividad crecientemente automatizada se resuelve con cada vez menos individuos: la lucha de los taxistas contra la aplicación Uber repite la lucha de los administrativos contra las computadoras en los años ochenta, que a su vez es el eco de las destrucciones de máquinas que los artesanos ludditas acometían a principios del siglo XIX. El capitalismo necesita cada vez menos trabajadores, entre los cuales una pequeña porción (la que recibe educación de excelencia) planifica y diseña el entretenimiento del resto. Esta pequeña porción de trabajadores que accede a una educación científica percibe que sus condiciones de vida, mucho mejores que las de su entorno, constituyen un privilegio con fecha de vencimiento, por lo que viven esforzándose hasta la extenuación para mantenerse en ese pequeño y precioso paraíso inestable.
El resto de la población trabajadora, que incluye gran parte del empleo estatal, que incluye a todos los precarizados y cuentapropistas, que incluye a todos los desocupados sostenidos por programas de ayuda, carece de motivación para educarse, pues ha comprendido que la educación formal y el trabajo registrado edifican un castillo que ha levantado los puentes hace tiempo y que, además, continúa arrojando desgraciados desde sus almenas.
El tiempo y la libertad
Se podría pensar que «sin trabajo, hay más tiempo libre», pero ocurre todo lo contrario: en condiciones materiales tan dramáticas, la disposición del tiempo se dedica total y exclusivamente a la subsistencia.
De manera que la educación científica y la formación sensible, más el tiempo disponible para desarrollarlas posteriormente, es decir, las dos condiciones de una cultura viva y creciente, no están incluidas en el desarrollo presente y en las perspectivas futuras del sistema capitalista. No es la cultura de este sistema lo que nos embrutece, sino la que se adecúa perfectamente a nuestro embrutecimiento. Dicho de otra manera: es imposible cambiar la cultura sin cambiar el sistema que la produce.
Bueno, en general, me parece bueno el articulo. Creo que es un tema problematizado ya desde fines del siglo XIX -por lo menos- la relacion entre la expansion de las relaciones capitalistas y sus efectos en las producciones culturales. Hay un diagnostico clasico, que se puede leer en Simmel, en Benjamin, en Adorno, en Marcuse, etc. que ve la creciente degradacion de la cultura subjetiva, aquella que esta incorporada en los sujetos, como correlativa de un mundo objetivo de mercancias cada vez mas baratas, de produccion mas rapida, mas industrializada, y por ende que exigen, por supuesto, menor complejidad en su consumo, que demanda menos exgencia en la elaboracion de un sentido por parte del receptor, en tanto ponen en juego sistemas de cliches, prenociones, estereotipos, que son cada vez mas el gusto de sus consumidores.
El problema esta planteado hace años, pero estamos lejos de encontrarle una solucion. Porque creo que exige un camino que es dificil de emprender, por lo menos como clase, pero que es realmente el efectivo, que es la desmasificacion la expeciencia del consumo cultural y el paso de la posicion de recepcion a de la produccion por parte de los consumidores. Ahora bien ¿como puede realizarse eso como clase, como comunidad de trabajadores y no meramente como prosumidors individuales, como hoy efectivamente se esta realizando? ¿Como evitamos que la desmasificacion no construya sino micro-empresarios de la cultura, emprededores culturales, que reproduscan los peores patrones de las empresas de la industrial cultural, pero en miniatura?, como se da, por ejemplo hoy en mucho de lo que circula en youtube. Todo esto es un gran problema a lo que no tengo una respuesta…