«Soy amigo de Platón, pero más amigo de la verdad.»
–Aristóteles.
«Somoza es un gran hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta.»
–F. D. Roosevelt.
Una impaciencia retorna, insistente, cuando conversamos con algunos compañeros. La frase, con ligeras variaciones, dice así: «Ya sabemos que el problema es el capitalismo pero, mientras tanto, ¿qué hacemos?»
La clave de interpretación en esa frase es el mientras tanto, que supone al menos dos cosas. Primero: que hay una contradicción insuperable entre la inmediatez de lo gremial y la mediación de la política, entre la lucha cotidiana y la estrategia histórica, entre el programa mínimo y el máximo. Segundo: que lo que ya estamos haciendo (organizar, sumar, pensar, discutir, leer, escribir) no es hacer algo.
Sin embargo, no hay ninguna razón para que el salto político necesario en la construcción de un grupo socialista interfiera sobre las luchas cotidianas que corresponden al programa mínimo. Todos seguimos haciendo lo que hay que hacer: conversar con los compañeros de trabajo, participar en asambleas, intervenir en la escuela de nuestros hijos, organizar a los vecinos cuando hay un corte de luz en la manzana, movilizarnos en las calles por reivindicaciones gremiales, etc. No sólo no hay contradicción entre este tipo de acciones y el programa máximo, sino que estas acciones son una gran escuela para los militantes.
Y en lo que respecta a lo que ya estamos haciendo, ponernos de acuerdo acerca de algo tan complejo como lo que hay detrás de la queja, lo que hay detrás de la insatisfacción y, sobre todo, lo que hay detrás del fetichismo de la mercancía, implica tareas que ya están en marcha. Nos referimos a conversar, reunir, leer, discutir, pensar, escribir, estudiar, organizar, corregir… hasta conformar un grupo que posea un programa consistente.
Todos los militantes de izquierda estamos afectados por la estructura dramática de la epopeya: imaginamos 1917 precedido por un luchismo desenfrenado que asaltaba las calles al compás de las vanguardias artísticas. Pero si le hubiéramos preguntado a Lenin qué hacer en 1908, su respuesta habría sido la que está fotografiada: jugar al ajedrez bajo un sol estival en la isla de Capri. Y en cuanto a las masas que hicieron la revolución rusa, en su cultura no predominaba la biomecánica teatral de Meyerhold sino las misas del cristianismo ortodoxo del Santísimo Sínodo Gobernante.
La pregunta retórica que orienta lo que hacemos podría formularse así: ¿No es mejor, incluso para la intervención inmediata, comprender el conjunto del sistema en el que vivimos? Entre la certeza de la decadencia que genera el capitalismo y la hipótesis de una salida socialista para el conjunto de los trabajadores, ¿no vale la pena apostar por esto?
Por supuesto que las condiciones parecen y son frustrantes. Por supuesto que la degradación educativa hace cada vez más difícil el diálogo argumentado, la puesta en común de los supuestos, la clarificación de los problemas. Pero esta es la sociedad que nos tocó. No podemos esperar a que haya otra. Debemos ejercitar la paciencia, la constancia y el compromiso con los seres humanos que hoy se hacen preguntas sobre la insatisfacción social: ahí reside la vanguardia existente, no en un «Hombre Nuevo».
Además, seguramente existen más compañeros pensando cosas parecidas a las que pensamos: no somos tan inteligentes ni tan originales. Es en estas condiciones que debemos intentar hacer algo. No las elegimos y son las únicas que existen.
Porque a pesar del «golpe simbólico objetivo» que, según el trotskismo, la serie El Eternauta le estampó a la realidad argentina, otra elección del 3% renueva las preguntas de quienes honestamente queremos una izquierda robusta e incisiva. Preguntas para un debate del que deseamos participar. Un debate que confronte argumentos, no ideas sueltas sin concatenación. Ideas consistentemente organizadas.
Para nosotros, el gran problema de la izquierda no estriba en que sea sectaria, trivial, burocrática, en que le rinda culto a la personalidad, busque acercarse a la burguesía progresista o al liberalismo individualista. Por supuesto que esos problemas existen y caracterizan a la fuerza hegemónica en la izquierda: el trotskismo. Observamos, además, que la propia supervivencia de cada grupo, tanto desde el punto de vista organizativo como económico, condiciona de manera decisiva todos esos problemas.
Sin embargo, a diferencia de lo que sucede con las fuerzas burguesas, como el peronismo, la mayor parte de los militantes y simpatizantes de izquierda no está determinada por la renta y el acomodo, sino por una orientación política completamente estéril. Este es el gran problema. Sobre ese programa y su estrategia deberíamos centrar el debate.
Y queremos hacerlo del lado de Aristóteles, que prefería la verdad aunque le costara perder a un amigo como Platón. No del lado de Roosevelt, que prefería a sus amigos aunque fueran unos hijos de puta. Sabemos que nuestro planteo no produce efectos amistosos. Pero lo impulsa una pretensión de acercamiento a la verdad.
La forma mercancía
Como el propio término «capitalismo» (al igual que su antítesis socialismo/comunismo) ha sido utilizado de diversas maneras (bastardeado, corrompido, enaltecido, manoseado) por fuerzas políticas de las más variadas (desde los libertarios hasta el trotskismo), es necesario empezar prácticamente desde cero. Es decir, desde El Capital de Marx. O sea, desde el análisis de la mercancía.
En las sociedades donde impera el capitalismo, la riqueza se nos presenta como inmensas cantidades de mercancías. Las cosas que pueblan la vida social (y no importa si esas cosas sirven para nutrir estómagos o fantasías) tienen en el capitalismo forma de mercancía. Esta forma implica, básicamente, que las cosas se producen para ser vendidas y que, si son socialmente necesarias, van a ser compradas.
Una mercancía no es algo que se produce para uno mismo, sino para algún otro que la necesita y está dispuesto a pagar por ella. Pero este encuentro entre el que posee la mercancía y el que posee el dinero para comprarla no se realiza directamente: el mercado es el lugar de encuentro, la mediación fundamental entre los seres humanos en la sociedad capitalista. En otras palabras, la relación social predominante en el capitalismo es mercantil.
Esta forma de organización social ha debido imponerse por sobre otras en las que los mercados eran marginales y las mercancías no existían en su actual forma generalizada. Al predominar la forma mercancía, todas sus encarnaciones van a competir en el mercado y las que tienen mejor precio (porque han sido fabricadas con mayor eficiencia) desplazan a las otras, impidiendo que estas otras se realicen (vendiéndose) como mercancías.
El predominio mercantil es tal que hasta la fuerza de trabajo humana se compra y se vende como mercancía. Su precio es la canasta de mercancías que un cuerpo (o una unidad familiar) necesita para reproducirse y mantener la fuerza de trabajo a disposición del comprador. Si esa fuerza genera más de lo necesario para reproducir la vida de su vendedor (y su familia) en condiciones socialmente normales y aceptadas, entonces puede entregar al comprador una riqueza extra, un plus. Este plus de riqueza (plusvalor) retorna al circuito como inversión capitalista en busca de una realización expandida de la riqueza original.
Este circuito de la forma mercancía, integrado por la competencia, la explotación y la acumulación, es el que los socialistas intentamos y proponemos superar. Porque la competencia, en su afán por vender las mercancías antes que otro, hace que en ciertos momentos las mercancías se produzcan y se agolpen en el mercado, más allá de la capacidad de los compradores. Así se generen crisis, recesiones, despidos. La forma mercancía engendra las crisis como uno de sus efectos insuperables para ella misma.
El fetichismo
Otro de los efectos que la forma mercancía produce es una ilusión, un hechizo, que oculta los problemas bajo el disfraz de las propiedades de las cosas. Como si fueran las cosas las que faltan, sobran, suben de precio, tienen «humor» (como los mercados), laburan («puse a trabajar unos pesitos»), nos hacen progres, reaccionarios, chetos o rebeldes según los consumos. Pero la forma mercancía exige que las cosas sean separadas de sus productores (que no las poseen) y de sus dueños (que no las consumen). De tal manera que esta apariencia predomine hasta ser lo único visible, opacando una relación social: la explotación, la desposesión creciente, la desigualdad, el embrutecimiento, que se derivan de esa relación.
Alguien podría decirnos que no hay ocultamiento ni disfraz, que todos sabemos que hay miseria, guerra, desocupación, autoritarismo, inflación, envilecimiento… Pero es precisamente ahí donde observamos la cuestión que nos interesa destacar: todos esos factores negativos que vemos desplegándose ante nuestros ojos son atribuidos –por el conjunto del pensamiento no socialista– a las características personales de ciertos individuos en la vida social. Y, al mismo tiempo, se les otorga a los objetos un poder superlativo, como si fueran instrumentos capaces de combatir la crueldad, el egoísmo, la mala fe, la avaricia, de esos individuos. Veamos dos ejemplos.
Todo el debate alrededor de El Eternauta expone esa interpretación burguesa de los acontecimientos sociales. Se le adjudica a la mercancía «serie con héroe telúrico» la capacidad de ser una herramienta de lucha contra la macabra voluntad de unos políticos crueles y egoístas. Así, la serie producida por Netflix constituiría un afuera de la mercancía –un afuera fabricado por trabajadores explotados para ser vendida y obtener ganancias– que vendría a poner en tela de juicio la «actitud» del gobierno.
Otro ejemplo de desconocimiento común de la forma mercancía es el razonamiento que proyecta todos los males de la sociedad como efectos de una mala regulación exterior del intercambio mercantil, que se podría superar con una gestión más activa y reguladora del Estado sobre la producción y el intercambio social. Esto supone el predominio de un Estado «neutro y apropiable» (por eso se defiende «lo público» como si fuera adverso a la mercantilización), cuando en realidad es la forma mercancía lo que genera un Estado que la protege y le garantiza su desenvolvimiento.
No hay afuera
El propio sistema de la mercancía genera los problemas que lo aquejan y, también, a los que vivimos en él. Que no haya afuera de la mercancía significa, con más precisión, que lo que hay es un «todavía no adentro» o un «no tan inmerso en ella». Que lo que parecía refractario a la producción seriada para el mercado apenas expresaba una demora en llegar a serlo.
La forma mercancía avanza, incansable e insidiosamente, desde hace cuatro siglos. Pasó de imperar apenas en una franja del continente europeo a extenderse sobre la superficie del globo completo; de la fabricación de algunos productos industriales a casi todos los rubros en los intercambios humanos; de ser el modo de resolver la producción de objetos concretos y discretos a la provisión de mercancías intangibles y la satisfacción de sentimientos. Si Marx describió en El Capital los avances tecnológicos para la elaboración de alfileres, hoy podría hacerlo con la producción de textos periodísticos u obras de arte plásticas.
Aquí reside uno de los hechizos más importantes y permanentes en la historia del capitalismo: la ilusión de volver al pasado. Se trata de una fantasía tan profundamente humana como inútil: volver el tiempo atrás antes del accidente, del contagio, de la edad de las responsabilidades, del error que nos costó el despido. Es inútil porque no tenemos otra alternativa real que ir hacia adelante. Lo cual no significa más de lo mismo, sino aceptar la imposibilidad de anular el pasado.
La extensión del capitalismo a todo el universo humano no puede ser revertida sino superada. No podemos volver a una sociedad desprovista de la posibilidad de transformar el mundo hasta su destrucción. A lo sumo, contando con los conocimientos y el poderío para hacerlo, podríamos conseguir que la sociedad se organizara para impedirlo. Pero supongamos que fuera posible volver al pasado: ¿no recrearíamos las condiciones que nos trajeron hasta acá? ¿No entraríamos en un loop infernal?
Si no hay afuera de la mercancía, nuestra tarea es comprender correctamente el funcionamiento del sistema capitalista, su extensión y su profundidad. De allí se derivan el rol del Estado, de la política institucional y el uso de la violencia. Llamativamente El Capital habla muy poco del Estado y tiene un solo capítulo destinado a la violencia (el 24, sobre la acumulación originaria). Estos aspectos no fueron poco tratados porque El Capital sea un libro de economía. No lo es. Ocurre que El Capital indaga lo fundamental de nuestra sociedad.
Finalmente, no estamos diciendo que TODO se realiza de manera mercantil. Afirmamos que la forma mercantil es ya un sistema universal y que su preeminencia impide cualquier tipo de colaboración y suplencia de otras modalidades de organización social mientras ella exista. Nada de lo que por ahora se presenta sustraído a la forma mercantil (alguna tribu del Amazonas, el amor filial, el juego entre escolares) puede expandirse y corroer al sistema capitalista hasta derrotarlo. A duras penas esos fenómenos marginales podrán mantenerse ajenos hasta que la demanda de valorización y el desarrollo de la productividad se los devoren.
El sistema
El planteo de Marx nos provee una clave poderosa de interpretación del capitalismo: un sistema basado en la expansión de los particulares no se derrota con particularidades. El mecanismo universal del sistema capitalista (producción y circulación de mercancías para la valorización del valor como organizador social imperante) es automático, ciego, integrador y cuantitativo. No se lo puede combatir con el esfuerzo volcado en acciones parciales por más valor social que se les asigne: la cultura, la salud, el arte, la educación, las actividades «comunitarias», los deportes… Y no se puede por, al menos, dos razones. Primero, porque todas esas actividades necesitan insumos industriales para desarrollarse, de manera que sus condiciones de posibilidad no pueden realizarse fuera del conjunto productivo. Segundo –y fundamental–, porque esas actividades existen en tanto consienten con el desarrollo de la forma mercancía y son tomados –e, incluso, radicalmente transformados– por ella.
¿Cómo se ataca el sistema? Mediante la apropiación, por parte de la clase obrera, del organizador social: los medios para producir la riqueza social. Se trata de una necesidad racional del conjunto social, no de una utopía orientada por ideales de justicia. Esta necesidad tiene para Marx forma de lucha política y se diferencia de todas las formas particulares de lucha. Por eso el Manifiesto Comunista puede ser respaldado por El Capital: en la articulación del panfleto político con la obra científica hay una lógica que debemos rescatar. Tomemos por ejemplo la educación.
El imperio de la mercancía, en tanto plano universal del sistema, determina, modela, incorpora, progresivamente, los aspectos particulares de la realidad social. La producción se concentra, la tecnología absorbe atributos productivos humanos y se expulsa mano de obra, incrementando la población sobrante para el capital. Esto condiciona negativamente a la educación: si sobran seres humanos, al capital no le interesa educarlos. Lo cual agrava el empobrecimiento de la clase trabajadora, no sólo en términos estrictamente económicos: el envilecimiento emocional y la degradación intelectual son consecuencias que tenemos a la vista.
Por lo tanto no es posible revertir esa declinación interviniendo en la mitad de la cadena, la educación, sin trastocar profundamente el rector educativo en la sociedad capitalista: las exigencias de la producción de mercancías. Cuando el capitalismo necesitó educación masiva de calidad, la desarrolló. Pero, antes, la instituyó. En Argentina lo hizo el mismo elenco gobernante que acometió la guerra contra el indio. Así, lo que en la agitada superficie de los hechos puede parecer contradictorio, la ilustración de las masas y la masacre masiva, en la serena profundidad de la estrategia se potenciaron mutuamente para la construcción de un mercado nacional y una clase trabajadora disponible.
De manera que no son la pobreza o la ignorancia elementos capaces de cuestionar el sistema. Son los desposeídos de medios productivos actuando colectivamente contra el sistema, movidos por la pobreza o la ignorancia crecientes. No debemos olvidar que, en ciertos períodos y para algunos sectores de la clase trabajadora, la pobreza y la ignorancia fueron combatidas por el propio capital. Si omitimos este reconocimiento, no sabremos cómo dialogar con la inmensa mayoría de los trabajadores del mundo que saben que ha sido así.
Por todo lo dicho, la política debería ser el salto, desde esos particulares, hacia el programa general que propone abandonar la base mercantil de la sociedad.
La competencia, llave de nuestro futuro
Bajo las condiciones descritas, ¿hay manera de evitar que el capitalismo dure para siempre? Sí. Porque, la mayor parte del tiempo, los capitalistas se encuentran tan abocados en arrancarles plusvalor a sus trabajadores como en derrotar a otros capitalistas en competencia, invadir sus mercados, apropiarse de sus ganancias e incluso devorarles el capital. Esta necesidad de vencer en una competencia incesante es lo que propicia las crisis por sobreproducción: en el esfuerzo por no ser comprado, expropiado, fundido, quebrado, el capitalista se lanza a producir más de lo que puede vender.
No importa si, ante un mercado demandante, los capitalistas quieren ganar en la colocación de sus productos o si, ante un mercado saturado, quieren que los productos de los demás no puedan venderse. Lo que importa es que no hay modo de resolver anticipadamente estas crisis: no hay plan capaz de poner un límite, un enfriamiento que evite la saturación, la recesión y el desempleo.
Hoy hay crisis, por ejemplo, de las plataformas tecnológicas de espectáculos. Fueron atraídas por el cebo rentable de poblaciones confinadas a su domicilio durante la pandemia, pero ahora se encuentra con una porción sobrante de productos y de trabajadores destinados a producirlos. En parte porque, aunque se siga expandiendo la cantidad de productos, no se expanden ni la población ni la cantidad de horas disponibles para entretenerse. Y, en parte, porque ese mismo auge motivó inversiones mucho más productivas que reemplazan porciones crecientes del trabajo humano, como sucede con la inteligencia artificial.
El capitalismo no tiene afuera. Tampoco puede funcionar sin crisis. Por lo tanto, la tarea socialista no pasa por construir «zonas libres no capitalistas» en su interior ni por desarrollar «resistencias» que se opongan desde la particularidad al capitalismo. Nuestra tarea consiste en preparar políticamente una fuerza organizada capaz de guiar al conjunto de los trabajadores, desde las luchas inmediatas encendidas por la crisis, hacia la lucha política capaz de resolverla.
En otras palabras: no hay que juntar artistas, escritores e intelectuales (o practicantes de cualquier tarea en particular) porque ellos serían enemigos naturales del capitalismo; hay que convencer a los artistas, escritores e intelectuales (y a cualquiera que sufre las condiciones generales de la explotación, sin importar cuál sea su tarea e incluso, mucho más, si ha sido desprovisto de una tarea), de que su pasión particular jamás les ofrecerá una salida y de que, además, lo más probable es que sea demolida por el sistema. Por eso la militancia socialista no es una identidad, sino un acto en defensa propia.
Lo gremial no es lo político
En tanto la industria aumenta su productividad y desplaza a gran parte de la población trabajadora hacia los servicios, la calidad de nuestra tarea cotidiana como trabajadores afecta directamente a otros trabajadores. E indirectamente a nuestros patrones. Entonces hay que repensar ideas como la de «no ponerse la camiseta de la empresa» cuando el «rechazo al trabajo» genera el efecto de dejar plantado a otro trabajador que espera nuestro servicio.
No desconocemos que las condiciones de vida, empobrecedoras y opresivas, a menudo conducen al cansancio y el hartazgo. Pero aquí también el salto de lo mínimo a lo máximo, de lo gremial a lo político, de lo inmediato a lo general, de lo individual a lo colectivo, caracteriza el planteo socialista. Es una fantasía liberal desconocer que necesitamos imperiosamente de los otros. Necesitamos que otros hagan bien lo que la división social del trabajo les ha asignado. La propia clase trabajadora, nosotros, dependemos de que otros trabajadores hagan bien su trabajo para que podamos vivir.
De manera que nuestra insistencia en la lucha política socialista no significa en absoluto una declaración a favor del desentendimiento con nuestras tareas concretas cotidianas, con el desempeño de nuestras profesiones y oficios, con el esfuerzo por realizar bien aquello que hemos tenido la suerte de elegir o el propio sistema explotador nos ha encomendado.
Acaso este sea el punto en que se hace más evidente que el paso del programa mínimo al máximo no es un continuo. Exige una ruptura. La ruptura que va de ocuparnos de lo propio (sea individual o corporativo) a lo común de la clase trabajadora explotada (la forma mercancía vigente).
Cruzar el Rubicón
Este es el funcionamiento del capital. Sus crisis son inevitables. Y ante una crisis, hay dos tipos de respuesta. Uno que envidiamos y saludamos: el que llevaron adelante los actores, los guionistas y otras fracciones trabajadoras de la industria del entretenimiento en EEUU, del llamado «mundo de la cultura». Con sus dirigentes y sindicatos apelaron a la huelga, cuestionaron las condiciones de producción y… no dijeron una sola palabra acerca de los contenidos.
El otro tipo de respuesta es el modo reaccionario, que la burguesía lidera en Argentina, para librar una de sus batallas internas: el mundo de la cultura intenta justificar un espacio particular de existencia que no cuestiona las formas de producción o a los patrones, sino que opone un contenido a otro. El Paka Paka de Zamba frente al Paka Paka de Friedman; el Eternauta nac&pop contra el de la libre portación de armas; las producciones del INCAA versus las de Netflix. Así, se dividen como sector del trabajo, a la vez que se colocan a la cola de algunos explotadores: los peronistas.
Se trata de dos elecciones antagónicas: el contenido de las obras o la forma de las relaciones sociales. Si elegimos la primera, violentamos la segunda. Si elegimos las relaciones sociales, superamos el contenido de las obras.
Es conocida la anécdota de Julio César marchando hacia Roma con las legiones que la República había puesto bajo su mando. Una marcha que la ley romana había prohibido para evitar que un jefe militar se impusiera sobre la propia ciudad que lo había armado. Pero el avance hacia Roma no era el mismo en el terreno geográfico que en el de su significado. En el ámbito natural, cada kilómetro adelgazaba la distancia entre las legiones y la Ciudad Eterna. En el ámbito del funcionamiento de la ley (y de nuestra mente), nada cambiaba hasta llegar al río Rubicón, al norte de la ciudad. Cruzar el Rubicón lo cambiaba todo. De ahí la inmortal frase: «la suerte está echada». Allí se jugaba todo, allí se abandonaba la paz con el gobierno romano y se declaraba un conflicto sin retorno.
Los contenidos concretos de las obras, las tareas específicas de las profesiones u oficios, el sentido de las acciones o los formatos organizativos, poseen una amplia variedad y libertad dentro de la forma mercancía, dentro del modo capitalista de gestionar la vida social. Un sistema al que no le preocupa el qué, sino un cómo específico: particular y privado.
Allí, como César en la Galia, ningún problema es grave para el capital. Para combatirlo, para encaminarnos contra el sistema capitalista, hay que atravesar programática y estratégicamente el límite inadmisible del mundo burgués: el Rubicón de la mercancía.
Sobre ese límite queremos debatir. Ahí están los problemas de la izquierda. Ahí, su superación.